Mientras avanzábamos en el coche entre prados y árboles, Ferrier me hizo una advertencia.

—No te asustes de su aspecto —me dijo.

—Nada me has dicho de él —repuse.

—He tenido mis razones. Este puede ser un experimento que no logremos controlar debidamente, pero al menos vamos a hacer todo lo posible para dominar las variables más peligrosas.

Tamborileó un momento con los dedos sobre el volante, y añadió:

—Te diré algo: es un hombre importante en su actividad, corretaje de bolsa e inversión de valores.

—Ah, entonces debe de ser socio de… Vaya, he tenido negocios con ellos, en ciertas ocasiones; pero nunca llegué a visitarlos.

—Él no ve a su clientela, y tampoco a muchas personas. Su labor se aplica más bien a la gestión. Correo, teléfono, teletipo. Y lee mucho.

—¿Por qué no nos entrevistamos en su oficina?

—No puedo explicar ese punto.

Ferrier estacionó el coche, y salimos del mismo.

El hospital se hallaba bastante lejos de la ciudad. Era un bloque metálico y con cristales, alto, de pulcra apariencia, que daba la impresión de encajar de algún modo en la campiña de Ohio. Esta parecía desfilar a ambos lados de la carretera siempre verde, verde, verde, interrumpida tan sólo aquí y allá por una casa de blanca fachada, un granero rojo, un campo de azules flores de lino, moteado de cabezas de ganado, montones de madera, vallados, y postes telefónicos. Un viento cálido susurraba entre los abedules y hacía estremecer sus hojas. Traía un aroma a macizos de rosas, donde las abejas zumbaban.

Mientras me guiaba por las escaleras exteriores, hasta la entrada principal, Ferrier me dijo:

—Vaya, aquí le tenemos.

Un hombre ataviado con un traje marrón, gastado y pasado de moda, estaba esperándonos en lo alto de la escalinata.

No fui capaz de ocultar mi asombro, y era evidente que él estaba acostumbrado a esa reacción, pues me estrechó la mano con naturalidad. Me fue imposible leer la expresión de su rostro. Los cirujanos debían de haber empleado mucho tiempo y destreza en aquel semblante, pero a pesar de todo sólo pudieron disimular las cicatrices y rellenar los huecos, sin restaurar aquella completa ruina. El tejido de cicatrización nunca puede llegar a tener un aspecto realmente humano. El pelo sí lo tenía, unos ligeros mechones grises que se agitaban bajo la brisa. Y lo mismo ocurría con sus ojos, que eran azules tras los cristales de las gafas. Me dio la impresión de que aquellos ojos estaban como atrapados, pero quizá sólo fuera mi imaginación.

Cuando Ferrier me hubo presentado, el hombre de las cicatrices en la cara dijo:

—He dispuesto una habitación donde podamos hablar.

Advirtió en mí cierta sorpresa, y su tono se hizo más conciliador.

—Soy bastante conocido por aquí —declaró, y su mirada fue hasta Ferrier; entonces añadió—: No me ha revelado todo el asunto, Carl; pero… teniendo en cuenta el lugar…

La tensión de mi amigo aumentaba por momentos.

—Por favor, déjeme llevar este asunto a mi modo —declaró.

Una vez que hubimos entrado, el recepcionista sonrió a nuestro guía. El interior del edificio era fresco, aséptico, y estaba en penumbra. Al otro lado del vestíbulo vi a una persona que llevaba unas flores. Tomamos un ascensor que nos condujo hasta el piso más alto.

Allí estaban las oficinas, una de las cuales ocupamos. Ferrier tomó asiento tras un escritorio, y el hombre de las cicatrices y yo lo hicimos delante de él. Aunque nos rodeaban los ficheros metálicos, una ventana situada a espaldas de Ferrier permanecía abierta para que la brisa veraniega entrase en la estancia.

Desde aquella altura yo alcanzaba a divisar la vieja carretera, en la actualidad tan sólo un pintoresco camino secundario. De cuando en cuando algún coche lanzaba hacia mí sus destellos.

Ferrier se aplicó a la tarea de llenar su pipa. Yo miré hacia otro lado. El hombre de las cicatrices aguardó. Sin duda estaba acostumbrado a hacerlo.

—Bien —comenzó Ferrier—. Les pido disculpas, señores, por tanto misterio. Espero que cuando conozcan los hechos convendrán conmigo en que era necesario. Verán, no deseo infundirles prejuicios o… fantasías. Estamos tratando un asunto extraordinariamente delicado.

Lanzó una risita contenida, y añadió:

—O tal vez no sea nada. Nada puedo prometer, ni siquiera a mí mismo. Los fenómenos parapsicológicos, en el mejor de los casos son… huidizos.

—Sé que usted ha hecho de ellos una especie de entretenimiento —declaró el hombre de las cicatrices—. Tampoco yo sé mucho más al respecto.

Ferrier frunció el ceño. Dio unas chupadas a su pipa, y manifestó:

—Yo no lo llamaría un entretenimiento. ¿Acaso la investigación seria sólo puede ser realizada por una organización? Estoy convencido de que en ello hay involucrada, bueno… una realidad. Pero los datos concretos son condenadamente difíciles de obtener.

Movió la cabeza hacia mí y añadió:

—Si mi amigo aquí presente no hubiera participado en uno de mis proyectos, quizá no se realizaría el experimento. Habría parecido tan sólo un sueño más.

Algo extraño recorrió mi espina dorsal.

—Probablemente eso fue todo —dije en voz baja.

Aquella negación de rostro se volvió hacia mí, con ojos inquisitivos. De pronto sus manos aferraron con fuerza los brazos de la silla, como se hace cuando el médico advierte que se va a experimentar un dolor. No sé por qué, pero mi voz sonó extraña.

—No me jacto de una sensibilidad especial —dije—, ni de leer las mentes, ni de adivinar las cartas; nada de eso tiene que ver conmigo. Sin embargo, a menudo suelo tener sueños bastante detallados, y… coherentes. Carl me dijo que los describiera en un magnetófono en cuanto me despertara, antes de que se me olvidasen. Está tratando de comprobar la teoría de Dunne, según la cual los sueños pueden predecir el futuro.

Entonces quise bromear un poco y añadí:

—No he tenido esa suerte hasta ahora, porque en tal caso sería rico. De todas formas, cuando él se enteró de un sueño que tuve hace algunas noches…

El hombre de las cicatrices se estremeció.

—Y usted pensó en mí, Carl —dijo.

Las arrugas se ahondaron en torno a la boca de Ferrier, que me dijo:

—Adelante, cuéntale tu historia.

Tras esto lanzó una explosiva bocanada de humo.

Procuré serenarme, y hablé con premura:

—Bien, el caso es que estuve solo en casa durante varios días. Mi esposa se llevó a la niña a visitar a la abuela. No lo niego, Carl me ha interesado en este asunto. No creo en ello realmente, pero admito con él que las pruebas justifican investigar más allá y sugieren ámbitos insospechados. Así pues, me encontraba en el lecho, adormeciéndome con la lectura de un libro… uno de Berdyaev, para ser más exacto, pues había estado leyendo a Lenau antes y es brutal, triste y aberrante, tanto que no es extraño que haya muerto demente… Es decir, que este último libro no es aconsejable para dormirse. ¿Habrá él influido, no obstante, en lo más hondo de mi mente?

Me encontraba en un vacío que me estremecía. Faltaba allí color; no era un sitio cálido ni frío. A través de aquel ámbito me llegaba un sonido uniforme, una especie de zumbido o aullido suave, no estoy seguro. Apesadumbrado sin razón alguna, avancé, aunque no había nada bajo mis pies, ni hacia adelante ni hacia atrás; no había ningún propósito en mi desplazamiento, excepto que no podía llorar.

Entonces llegaron los monstruos. Sus ojos se fundieron y resbalaron por las oscilantes cabezas como lentas lágrimas, mientras la materia burbujeaba desde el interior para renovar aquella mirada. Chapoteaban como si flotasen, pues no tenían huesos. Se movían a mi alrededor y sus labios esbozaban sonrisas burlonas.

Yo no temía un ataque, pero el horror me dominaba al pensar que podía ser perseguido eternamente por aquellos seres monstruosos y su miseria. Porque ahora sé que la naturaleza del Infierno reside en lo que se perpetúa. Me adelanté pesadamente y ellos me rodearon murmurando y sollozando, mientras el monótono ruido era lo único que imperaba en la nada, y el tiempo no existía, porque nada de aquello cambiaba.

El tiempo nació de nuevo con una voz y un destello de luz. Ambos eran débiles. Ella tenía apenas seis años, según me pareció; es decir, la edad de mi hija. Su cabello castaño estaba recogido en coletas atadas con lazos rojos, y por su forma contenida de andar también me recordaba a Alice. Era más delgada —enjuta, pensé—, y más pulcra que mi hija; llevaba un vestido blanco almidonado, calcetines blancos y zapatos relucientes. No tenía ningún rastro de suciedad en las rodillas ni en el rostro. Pero el enorme oso de felpa que rodeaba con sus brazos presentaba un aspecto confortadoramente ajado.

Creí divisar fantasmales caminos y árboles detrás de ella, pero no estaba seguro. La sombría sensación aún me dominaba.

Ella se detuvo. Sus ojos se agrandaron más y más. Eran del color de la niebla temprana. Los monstruos se agitaron. Entonces la oí gritar:

—¡Eh, señor!

Era una voz débil, pero de entonación dulce. Yo avancé a través del zumbido vacuo.

—¡Oh, señor!

Los deformes seres abrían la boca hacia ella. No querían abandonarme, pues me provocaban espanto. La niña dejó caer su osito y les señaló diciendo:

—¡Marchaos, yo lo quiero!

Golpeó con el pie en el suelo, pero sólo respondió el silencio. Sentí el desafío de los monstruos.

—Muy bien —dijo ella, amenazante—; ¡Edward, haz que se marchen!

El oso se alzó sobre sus patas traseras y avanzó pesadamente hacia donde yo estaba. Era sólo un oso de juguete, con la felpa desgastada en algunas partes a causa del manoseo. Tenía en el vientre un desgarrón que le habían cosido cuidadosamente.

Nunca imaginé que estuviera vivo, lo mismo que la niña y que yo. Ella se lo ordenó. Entonces el oso se apoderó de un gran martillo, que empuñó con su zarpa sin dedos, y se convirtió en un héroe que rescataba personas.

Los monstruos se bambolearon como pegados al suelo. No se atrevieron a resistir. Cuando el oso se acercó más, huyeron gritando despavoridos. Sus gritos terminaron por extinguirse. Nos quedamos en medio de un rumor grato, y de una bruma que relucía bajo los rayos del sol.

—¡Señor, señor, señor! —clamó la niña, mientras se acercaba corriendo, con los brazos abiertos.

Yo me incliné para recibirla. Se abalanzó hacia mí como un tumulto, con alegría explosiva. Nos abrazamos, y yo la alcé del suelo, muy alto, hice como que la dejaba caer, la cogí otra vez, arriba y abajo, mientras su risa sonaba como una campanilla.

Por fin, ya sin aliento, la deposité de nuevo en el suelo. Ella recogió su oso y se lo puso bajo el brazo, por lo que los pies del animal de juguete se arrastraron por el piso. Con su mano libre aferró la mía.

—Me alegra mucho que estés aquí. Gracias, gracias —dijo—. ¿Puedes quedarte?

—No lo sé —repuse—. ¿Estás sola?

—Sí, excepto Edward y…

No concluyó la frase. Imaginé que tendría en mente a los monstruos, y no quería hablar de ellos.

—¿Cómo te llamas, querida?

—Judy.

—¿Sabes?, en casa tengo una niña que se parece mucho a ti. Se llama Alice.

Judy permaneció en silencio un rato bastante largo. Al fin musitó:

—¿No podría venir a jugar conmigo?

Mi garganta se negó a responder.

Pero Judy no se mostró perezosa, y dijo en seguida:

—Bueno, yo no te esperaba, y has venido.

La dicha volvía a encenderse en ella, y se transmitía también a mí mismo. ¿Podía ser acaso mi presencia tan grata? Ahora me sentía en paz, como si todas las ratas del miedo que llevamos dentro cada uno de nosotros hubieran huido de mí.

—Ven a mi casa —me invitó tímidamente, aunque parecía una orden regia.

Echamos a andar. Las patas de Edward iban dando tumbos detrás de nosotros. Se disipó la bruma y nos encontramos en un camino entre setos bajos. Por todas partes se extendían colinas de un verde que hubiera servido de modelo para pintar esmeraldas. Allí pacían las vacas y galopaban los caballos a lo largo de anchurosas distancias.

Más cerca, las aves aleteaban y refulgía su plumaje: un petirrojo, un mirlo, un ruiseñor que picoteaba en una rama, un colibrí que brillaba como una joya en medio de unos abejorros, junto a una madreselva. El aire estaba saturado de aromas, del fragante olor de los animales. Por arriba se extendía un enorme cielo azul donde vagaban las nubes.

Aquél no era mi mundo. Los colores resultaban demasiado intensos y brillantes, y una persona podía sentirse ahogada por los aromas. Pájaros, abejas, mariposas, libélulas, todo aquello parecía gigantesco, mientras que el ganado vacuno y los caballos semejaban en cierto modo inalcanzables en su lejanía, siempre paciendo o galopando. Las nubes eran como verdaderos castillos o navíos de vela. Y sin embargo, había allí realidad, además de colorido. Si no me sentía en mi tierra, al menos me sentía muy bien recibido.

Oh, infinitamente bien recibido.

Judy charlaba; no, cantaba.

—Te enseñaré mi jardín, y mis libros, y mi casa toda entera. Y también dónde vive Hoo Boy. ¿Me empujarás en el columpio? No puedo hacerlo yo sola. Trato de que me empuje Edward, y él me dice: «Alto, alto hacia el cielo vuela Judy, y no sé por qué», como solía decirme papá. Pero es sólo de mentira, como cuando juego con mis muñecas o mis animales del arca de Noé y les hago hablar. ¿Querrás jugar conmigo?

—No sé si seré capaz de seguirte —dije.

Ella volvió a mostrarse alegre y dio unos saltos breves. Luego añadió:

—Cenaremos en la sala de estar, si sabes encender el fuego. Yo no debo hacerlo, pues recuerdo lo que me decía papá, que no usará más que la cocinilla. Haré la cena para los dos. ¿Te gusta el té? Hay aquí muchas clases. No tienes más que mirar y decirme qué clase te gusta. Haré bizcochos y les pondremos mantequilla y jarabe de arce, como hace la abuela. Y nos sentaremos ante el fuego y contaremos cuentos, ¿verdad?

Y así seguía y seguía hablando.

El camino era ahora una calle bordeada de viejos olmos. Pero estaba desierta, salvo por la alegría de los rayos del sol. Y las casas tenían un aspecto plano, como si no hubiese nada detrás de sus fachadas. El viento murmuraba entre las hojas. Llegamos a una verja cuya puerta emitió un chirrido cuando la abrió Judy.

El césped que había más allá de la verja era bastante real, abstracción hecha de las increíbles malvas, las vivaces rosas y los pensamientos de los setos. Lo mismo ocurría con la casa. Tenía desconchados de pintura y cortinas ajadas, como sucede con muchos edificios. En cambio, las casas vecinas eran impecables. Parecía un remanente de fin de siglo, con sus torrecillas, salientes y adornos recargados. El porche era una fresca caverna que resonaba bajo mis pies. Un aldabón de bronce, con cara de gnomo, me sonrió al ir a entrar.

Judy señaló hacia él y dijo:

—Yo le llamo Billy Bungalow, porque hace «bun» cuando se golpea con él en la puerta. ¿Quieres golpear? Papá siempre lo hacía, y armaba mucho más ruido que yo. Por favor, ha estado esperando mucho tiempo.

«También yo», pensó sin duda la niña, pero no lo dijo.

Yo di unos golpes satisfactorios. Ella palmoteo llena de gozo. Mis oídos volvieron a percibir el silencio, tras aquel breve ruido.

—¿De verdad que vives sola, ojos claros? —pregunté a la niña.

—Algo así —me respondió, adoptando de pronto un aire solemne.

—¿Ni siquiera tienes un animalito casero?

—Teníamos una gata que se llamaba «Elizabeth», pero se murió… íbamos a conseguir otra.

—¿Ibais? —inquirí alzando las cejas.

—Papá, mamá y yo. ¡Y ahora, vamos adentro! —dijo accionando el picaporte.

En la entrada, una ventana de Tiffany proyectaba un arco iris sobre el piso de madera dura. Un perchero y un paragüero flanqueaban un armario empotrado, frente a un gran reloj de pie que rompió en triunfales campanadas en el instante en que entrábamos. En aquel momento eran las seis en punto de una tarde de otoño.

Hacia el frente se extendía una escalera. A la derecha y la izquierda, unas puertas comunicaban con una sala convertida en cuarto de costura, y con un salón de estar en el que pude ver al pasar una buena chimenea de piedra. Más allá había un pasillo de elevado techo.

—Vaya, una casa tan grande para una niña tan pequeña —dije—. ¿No mencionaste a Hoo Boy?

Con ambos brazos apretó a Edward contra ella. Apenas se le oyó decir:

—Es imaginario. Todos lo son.

No se me ocurrió preguntarle más. No sucede así en los sueños.

—¡Pero sí estás aquí, señor! —exclamó Judy, y la casa ya no pareció vacía.

Ella corrió ruidosamente por el vestíbulo delante de mí, subimos las escaleras, cruzamos estancia tras estancia, bajamos al sótano, subimos al desván y llegamos a un pequeño lugar que había encontrado debajo del techo en forma de sombrero de bruja de una torrecilla, y que ella destinó a Hoo Boy. Quería enseñármelo todo. La casa era clara y alegre, y no producía demasiados ecos mientras la recorríamos.

Los muebles parecían confortables. Abajo, en el sótano, se alineaban en unos estantes los botes llenos de mermelada que había hecho su madre. Se veía también un banco de carpintero de su padre. Me enseñó un barco de vela de juguete, a medio terminar, que él le estaba haciendo.

La alcoba de la pequeña rebosaba de las habituales pertenencias de una niña, sin excluir unos libros que yo recordaba bien de tiempos pasados. En la biblioteca había también una extensa colección, pero se hallaba en las sombras; era una parte de aquella casa que no podría describir. Buenos cuadros colgaban en las paredes. La niña se había tomado la libertad de fijar recortes en casi todas partes de la casa. Los había sacado de una pila de revistas como las que suele haber en muchos hogares. Los recortes mostraban en su mayoría animales o niños.

En la sala de estar pude ver un mueble de radio con tocadiscos, pero no había televisor.

—¿Usas eso alguna vez? —le pregunté.

—No —me contestó—. Ya no se oye nada ahí. Pero canto mucho para mí.

Colocó el osito de felpa en el sofá, y le dijo:

—Quédate ahí. Vas a ser el señor de la casa. Yo seré la señora, haré la cena, y este otro señor será el fiel caballero que trae la leña para la chimenea.

Me miró tímidamente y agregó:

—¿Querrás hacerlo, señor?

—Eso me parece magnífico —aseguré sonriendo, y vi cómo ella se llenaba de alegría.

—¡Rápido!

Me cogió entonces de la mano y me llevó corriendo hacia la cocina. Nuestros pasos parecieron aplaudir.

La despensa estaba bien provista. Judy me enseñó sus distintos potes de té y me preguntó cuál prefería. Le confesé que no entendía de eso. Evidentemente sus padres eran conocedores, en lo que al té se refería.

—También yo lo soy —me contestó ella, cuando le hube dicho lo anterior—. De modo que elegiré yo. Tú nos contarás, a Edward y a mí, un cuento mientras comemos, ¿verdad?

—Me parece muy bien —repuse.

Ella abrió una puerta. Había una escalera cuyos peldaños llevaban hasta un patio trasero. A diferencia del cuidado jardín delantero, aquello era un caos de juguetes y de macizos de flores a cuál más chillona. No pude contenerme, y me eché a reír.

—Tú eres aquí la jardinera, ¿verdad?

Ella asintió y repuso:

—No lo hago muy bien. Mamá me dijo que podía plantar aquí lo que quisiera.

Señaló entonces hacia un cobertizo que estaba en el extremo del terreno y agregó:

—La leña de la chimenea está allí. Yo voy a hacer mi trabajo.

Aunque su voz era firme, sus dedos temblaron un poco cuando apretaron los míos.

—Estoy tan contenta… —susurró.

Cerré la puerta trasera de la casa y busqué un camino entre las flores de la pequeña. Las ventanas aparecían abiertas al aire suave y lleno del atardecer. Oí que la niña empezaba a cantar:

El caballito bayo corría por la colina

y se alejaba galopando, galopando…

Noté que los animales de aquellas praderas venían hacia mí, y de pronto me vi solo en algún otro sitio, mientras uno de los caballos, que era mi Alice, huía de mí para siempre. Y no pude llamarla.

Al cabo de un tiempo pude volver a andar. Sin embargo, no entré en seguida en el cobertizo. No tuve valor para hacerlo, cuando la canción de Judy se hubo extinguido, dejándome allí solo. En lugar de ello pasé al lado del cobertizo para echar una mirada a lo lejos y tranquilizarme sobre lo que pudiera haber más allá.

Se veía el mismo campo que antes, pero con sombras alargadas por efectos del sol poniente. Reinaba un mayor silencio. Un mirlo descansaba en una morera y al mirarme hizo unos movimientos como si picotease. Desde el patio, recto hacia el sur y atravesando los campos, se iniciaba un camino pavimentado de adoquines amarillentos.

Me acerqué al camino y di unos pasos por él. Allí la luz era como oro molido, y el piso parecía firme bajo mis pies. Aquélla era la clase de carretera que le hace andar a uno un par de kilómetros más para ver lo que hay detrás de la próxima colina. Al fin y al cabo, ¿no llevan los caminos de adoquines amarillentos hasta el país de Oz?

—¡Señor! —gritó ella, a mis espaldas—. ¡No sigas, detente, detente!

Me volví en redondo. Judy se hallaba de pie al borde del patio. Tendía las manos hacia mí, estremeciéndose. Su rostro estaba tenso hasta el punto de deformarle las facciones.

—¡No vayas más allá!

Como es lógico, regresé rápidamente. Cuando estuvimos seguros en el patio, la abracé con fuerza mientras el miedo salía de ella entre una cascada de lágrimas. Le acaricié el pelo y murmuré palabras tranquilizadoras. Al fin me atreví a preguntarle:

—Pero ¿adónde lleva eso?

Ella apoyó la cabeza en mi hombro y me aferró más fuerte, al tiempo que decía:

—A donde la abuela.

—¿Y es eso tan malo? Estás haciendo unos bizcochos como los que hacía ella, ¿recuerdas?

—No debemos ir hasta allí —dijo Judy a media voz, y sentí que sus manos estaban frías en mi cuello.

—Vamos, vamos —añadí para consolarla.

Me libré de su abrazo, pero seguí en cuclillas para mantenerme a su altura. Le pellizqué la barbilla y le aseguré que el mundo era hermoso.

—Mira qué bonita tarde —dije—. Y pronto vamos a cenar con Edward, aunque primero habrá que encender la chimenea. ¿Me ayudarás a llevar la leña?

Para mis adentros recordé otro cantar, uno sueco, que dice:

Los niños son gente misteriosa,

que habita en un extraño mundo…

Al cabo de poco tiempo la pequeña estaba de nuevo alegre. Al marcharnos de allí, lancé una mirada final a la carretera y sospeché lo que ella sentía. No era tanto el horror como la eterna pérdida y tristeza que trascendía de aquel horizonte. Me sentí muy bromista mientras transportábamos brazadas de leña hasta la sala de estar.

A continuación Judy anduvo trotando entre donde yo estaba y la cocina, atendiendo a sus asuntos y dejando un comprensible caos de platos amontonados, cazos chamuscados, harina derramada, salpicaduras de mantequilla y de jarabe, y sabe Dios cuántas cosas más. Me cuidé mucho de sacar a colación el tema del lavado de la vajilla. Ya se solucionaría al día siguiente. No me preocupé de eso.

Más tarde nos sentamos con las piernas cruzadas en el diván que presidía Edward, comimos bizcochos y tomamos el té con mucha leche, al tiempo que nos reíamos sin cesar. Judy tenía sentido del humor. Me habló de la celebración de un 4 de julio, donde asistía tanta gente que «sólo los dedos gordos tenían que pesar un quintal». Después me contó de una merienda campestre en la que había llovido mucho, y donde no pudo disfrutar por no tener botas de goma.

Las llamas del hogar cambiaron de rojas a amarillas y luego a azules, como siguiendo el tictac y las campanadas del reloj de pie. Fuera de la casa, se alzaba una noche de estrellas gigantescas.

—Cuéntame otro cuento —me pidió la pequeña, y se acomodó en mi regazo.

Recordando lo que había relatado a Alice, inventé una larga historia acerca de una niña llamada Judy que habitaba en el bosque con sus amigos Edward T. Bear, Billy Bungalow, y Hoo Boy, hasta que construyeron un globo de franjas de colores y se marcharon a hacer largos viajes de exploración.

Los ojos color de crepúsculo de la niña se hacían cada vez más grandes. Hasta que al fin se empequeñecieron.

—Creo que será mejor terminar por hoy —dije—. Mañana proseguiremos.

Ella asintió.

—Ayer ellos dijeron que hoy era mañana —observó ella—. Pero hoy lo saben mejor.

Yo esperaba que después de aquel día placentero las horas nocturnas serían ingratas, pero no fue así. Subí las escaleras con Judy en el hombro derecho y Edward en el izquierdo. Ella me guió hasta una habitación de invitados, se alejó y regresó en seguida con un pijama.

—A papá no le importará —me dijo.

—¿Quieres que te meta en la cama? —le pregunté.

—Oh…

Por un momento su rostro irradió alegría, pero luego se llenó de seriedad. Se puso un dedo bajo la barbilla, reflexionando, y luego movió negativamente la cabeza.

—No, gracias —repuso—. Creo que no es necesario que hagas eso.

—Está bien.

Mi privilegio es ir a ver a Alice cuando se dispone a dormir, pero cada familia posee sus propias costumbres. Judy debió de darse cuenta de mi decepción, porque tendió una mano hacia mí, me sonrió y cuando me incliné dijo jadeándome en la mejilla:

—Eres una gran persona, señor. Te quiero.

Luego echó a correr pasillo adelante.

Mi habitación se parecía a las otras y estaba amueblada bien y sin pretensiones. En el papel de las paredes se veían sauces y castillos chinos entre nubes. Había también en el cuarto blancas cortinas que aleteaban al impulso de la fácil brisa, velando las estrellas grandes como faroles. Encima de mi cama, Judy había clavado el recorte de un caballito galopando.

Pensé en hacer un viaje al cuarto de baño, pero temí molestar a mi anfitriona, y, además, no sentía verdadera necesidad de ir. No me cabía duda alguna de que ella se lavaba los dientes, siendo tan cuidadosa como era. ¿Rezaría también antes de dormir? A pesar de tener a mi Alice, no comprendía realmente a las otras niñas. Los chicos son diferentes, con sus caracoles, sus babosas y los rabos de los perrillos. Yo fui uno de ellos, y lo sé.

Me puse el pijama, me tendí en el lecho ante la brisa, y después de apagar la luz me quedé dormido en seguida.

A veces recordamos el sueño de una noche determinada. Yo pasé aquella noche felizmente pensando en la siguiente mañana.

Tal vez por eso me desperté temprano, en una luz clara, fresca, gris y sin sombras, como el aire. Las cortinas susurraban y revoloteaban, pero a excepción de aquello no había ruido alguno.

¿O era tal vez un rumor? Permanecí medio despierto, con los ojos entrecerrados y la paz tras los párpados. Alguien se movía por allí. Era una mujer muy alta, y estaba arreglando la casa. No intenté mirarla directamente. En mi somnolencia quizá sólo hubiera resultado ser el viento.

Una vez que ella hubo terminado en aquella habitación me desperté por completo. Vi el escritorio, el sillón y el bulto que hacían mis pies bajo las mantas, y me parecieron entes extraños en la penumbra que nace antes del sol. Saqué las piernas sobre el borde de la cama y sentí la dura madera en las plantas de los pies. Mis pulmones bebieron el aroma de la hierba. Oh, Judy seguiría durmiendo aún durante varias horas, me dije, pero yo iría a espiarla un poco, antes de bajar y hacer un desayuno sorpresa.

Cuando me hube vestido seguí el pasillo hasta la habitación de la pequeña. Su puerta no estaba cerrada. Más allá divisé una ventana repleta de aurora.

Me detuve. Una mujer estaba cantando.

No empleaba verdaderas palabras, como se suele hacer cuando uno se inclina sobre la cuna de una criatura. Su cantar era grato, pero sin sentido:

Cloddledy loldy boldy boo.

Cloddledy lol-dy bol-dy boo-oo.

La melodía era la más dulce que yo había oído jamás. Creo que eso fue lo que me hizo permanecer inmóvil a la entrada de la habitación.

La mujer se inclinaba sobre Judy. Yo no podía verla, realmente. ¿Tal vez era una sombra azulada? Judy aparecía ante mí claramente, encogida en su limpio camisón, con un brazo bajo la mejilla (¡qué largas sus pestañas y las hebras de su pelo castaño!) y el otro en torno a Edward, mientras desde una repisa de la cabecera la observaban los animales de Noé.

La mujer se dio cuenta de mi presencia.

Se volvió y se irguió, más alta que el cielo.

—¿Por qué ha mirado? —preguntó con infinita suavidad—. Ahora debe marcharse, y no volver nunca.

—No —le supliqué—. ¡Por favor!

Cuando apenas había dicho eso, ella suspiró.

—No puede permanecer, ni regresar aquí, el que ha mirado más allá del Borde.

Me cubrí los ojos.

—Lo siento —dijo ella, y creo que rozó mi frente cuando pasó ante mí.

Judy se despertó.

—Señor…

Alzó las manos, esperando que me acercase y la abrazara, pero yo no me atreví.

—Tengo que marcharme, cariño —le expliqué.

Ella se puso en pie.

—No, no, no —dijo sin gritar.

—Desearía quedarme más tiempo —aseguré—. ¡No puedes comprender cuánto lo deseo!

Entonces ella se dio cuenta.

—Has sido… muy amable al… venir a verme —consiguió decir.

Se acercó a mí con el mismo paso resuelto que en el momento en que nos conocimos. Me cogió la mano, descendimos las escaleras y salimos a la mañana.

—¿Saludarás a tu hija de mi parte? —me preguntó tan sólo una vez.

—Desde luego —repuse.

Claro que sí, demonios. Sólo que ¿cómo?

Avanzamos por la calle lisa y vacía en dirección al sol. Donde había un mirlo posado en la rama de un olmo y las hojas proyectaban sombras debajo, la pequeña se detuvo.

—Adiós, buen señor —me dijo.

Me hubiera besado, de haber tenido yo el valor de consentírselo.

—¿Te acordarás de mí, Judy?

—Jugaré contigo en mi recuerdo. Siempre —aseguró manteniendo la cabeza en alto, con valor, y añadió—: Gracias otra vez. Te quiero mucho.

Y así me dejó ir, y yo me marché. Una sola vez me volví para saludarla con la mano. Ella me devolvió el saludo desde donde se encontraba, con todo el cielo para ella.

El hombre de las cicatrices en el rostro estaba llorando. No estaba acostumbrado, e hipaba y emitía una especie de ladridos.

Ferrier se dirigió a él con tono profesional.

—La descripción de la casa —declaró— corresponde a la de su antiguo hogar, ¿me equivoco?

La estremecedora cabeza se movió afirmativamente.

—En cuanto a ti, desconoces por completo el lugar —me dijo—. Está en una zona donde no estuviste nunca.

—Desde luego —admití—. No tengo razón alguna para creer que eso pudo ser otra cosa que un sueño.

La ira me dominó y agregué:

—Maldita sea, al demonio con tus investigadores científicas. Quiero que me des alguna explicación ahora mismo.

—No puedo hacerlo, puesto que no tengo la menor idea de la forma en que actúa el fenómeno —declaró Ferrier—. Puedo explicarte los pocos hechos que conozco.

El hombre de las cicatrices procuró serenar los ánimos y dijo vacilante:

—Yo… bueno… les pido disculpas por la escena. Ha sido para mí un golpe. O quizá fuera la esperanza…

Su mirada me abrumó.

—¿Cree que podemos ir a verla? —sugirió Ferrier.

Por toda respuesta el hombre de las cicatrices nos condujo fuera de la estancia. Permanecimos en silencio mientras recorríamos el pasillo y bajábamos en el ascensor. Salimos en el tercer piso, donde el olor a hospital era más intenso. El hombre fue adquiriendo mayor dominio sobre sí mismo mientras pasábamos entre las almidonadas enfermeras y los lechos ocupados por enfermos, pero su gesto se hizo impreciso cuando al fin nos indicó una determinada puerta.

Al otro lado había varios pacientes en sus camas, en un total silencio. De pronto comprendí por qué el hombre, una persona importante, iba mal vestido. Los hospitales de pago no resultan baratos.

—¿Pudo ser telepatía? —murmuró—. El cerebro funciona, según demuestra el EEG. ¿Podría usted…?

No consiguió decir más.

—No —repuse mientras mis dedos luchaban unos con otros—. Tuvo que ser una casualidad. Y desde entonces se me ha vedado la entrada.

Nos detuvimos ante un conjunto de aparatos.

—Dígale lo que sucedió —declaró Ferrier, sin tono en la voz.

El hombre de las cicatrices miró por encima de nosotros. Sus palabras eran severas, aunque se apreciaba en él un leve estremecimiento.

—Íbamos de viaje, mi esposa, mi hija y yo. Pensábamos visitar primero a mi suegra, que vive en Kentucky.

—Se dirigían hacia el Sur, entonces —dije, presintiéndolo—. Por un camino de adoquines amarillentos.

Aún los hay de ese tipo, aquí y allá, en nuestra región.

—Un coche conducido por un borracho fue a chocar contra nuestro automóvil —agregó el hombre de las cicatrices—. Mi mujer murió. Yo me convertí en lo que puede ver. En cuanto a Judy…

El hombre tendió una mano hacia la larga forma blanca que se hallaba junto a nosotros.

—Eso fue hace diecinueve años —terminó diciendo.