Tras una precipitada huida de Julle, Cugel se vio avanzando a pie por aquella triste zona de colinas amarillentas conocida como Pale Rugates. Mientras se encaminaba trabajosamente hacia el sur, monte arriba, ladera abajo, Cugel, que no era un individuo impasible, se veía afectado por una serie muy variada de emociones.

Para alegría suya había burlado a sus perseguidores, pero sólo al precio de internarse temerariamente en terreno salvaje, lo que a su vez suscitaba en él la correspondiente ansiedad. Sombríos seres conocidos como sindos, shambos, erbos y grues, erraban por los Pale Rugates eludiendo todo encuentro, de lo que Cugel daba fervientemente las gracias. Pero la verdadera razón de esa actitud esquiva era la absoluta aridez de aquella región. Las dimensiones del cielo exaltaban su alma, aunque el vacío de las prolongadas distancias le provocaba fatiga y desaliento. Y así prosiguió su camino.

A falta de otra diversión, Cugel dio rienda suelta a sus emociones lanzando gritos de cólera por las indignidades que había sufrido en Julle, alternándolos con carcajadas, como recuerdo de la confusión de sus enemigos. Su inmediata incomodidad provocaba en él esas manifestaciones, mientras que la perspectiva de condiciones aún más duras le agarrotaba la garganta y alteraba su voz por completo.

Durante los dos primeros días, en impulsos de autoconvicción, alzaba los puños sobre la cabeza y exclamaba hacia el cielo:

—¡Oídme, todos aquellos que podáis oír, en cualquier reino del mundo de los vivos en que estéis! ¡Soy Cugel, Cugel el Astuto! ¡Mi valor, mis recursos, mi astucia y mis artes son de todos conocidos! ¡No soy de los que se dejan engañar!

Aquella diversión había perdido su aliciente para entonces, y Cugel marchaba hacia el sur en silencio; pendiente arriba, ladera abajo, a través de una serie de lomas peladas, pálidas como el pergamino y cuyos contornos crecían con las sombras. Luego, un nuevo descenso hasta las hondonadas, donde a raros intervalos un arroyuelo minúsculo nutría la vegetación enfermiza.

Un día seguía a otro día. El sol se alzaba frío y tenue, y nadaba lánguidamente por el cielo azul marino. De cuando en cuando parecía oscilar, estremecerse bajo una capa fulgurante, y al fin se ocultaba como una enorme perla purpúrea más allá del horizonte occidental. Durante su marcha, Cugel encontró hierbas, raíces y lagartijas que le procuraron sustento. Por la noche se acurrucaba entre los helechos.

Llegada la tarde del séptimo día Cugel descendió cojeando por una pendiente hasta llegar a un antiguo huerto abandonado hacía tiempo. Unas pocas manzanas de piel arrugada pendían aún de las ramas de los árboles. Cugel se apoderó de ellas y las comió con avidez. Luego, al divisar el rastro de una antigua carretera, emprendió el camino por allí, convencido de que los Pale Rugates habían quedado ya a sus espaldas.

El rastro le llevó con el tiempo sobre una loma desde la cual se dominaba una extensa llanura. Un río que descendía serpenteando desde los Pale Rugates bordeaba una población situada inmediatamente debajo, y luego desaparecía entre la bruma del sudoeste.

Cugel escrutó el panorama con toda atención. En la llanura divisó unos sembrados trazados con todo cuidado, cada uno de ellos de forma cuadrada y de idénticas dimensiones. Por el río se deslizaba la barca de un pescador.

Era una plácida escena, se dijo Cugel. Por otra parte, la población había sido erigida con una extraña y arcaica arquitectura, y la escrupulosa precisión con que las casas rodeaban la plaza sugería una similar inflexibilidad en el carácter de sus habitantes. Las casas no eran menos uniformes. Se trataba de construcciones de dos, tres y hasta cuatro plantas chatas, de tamaño cada vez menor en sentido ascendente. La planta inferior siempre estaba pintada de color azul; la segunda de rojo oscuro, y la tercera y la cuarta, respectivamente, de un ocre sombrío, y de color negro. Y cada casa estaba rematada por una espiral de barras de hierro retorcidas en formas caprichosas y de mayor o menor altura.

Una posada que había junto a la orilla del río mostraba un estilo algo más espontáneo y acogedor, con un agradable jardín en su contorno. Por la margen del río que se extendía hacia el este, Cugel advirtió la llegada de una caravana de seis carromatos de grandes ruedas, con lo que su incertidumbre se desvaneció. La ciudad, evidentemente, era tolerante con los forasteros, y Cugel se dispuso a descender por la loma, animado por una mayor confianza.

Se detuvo en las cercanías de la ciudad y alzó su bolsa, que colgaba floja a un costado. Cugel examinó su contenido y vio que se reducía a cinco tercios, una suma poco adecuada para sus necesidades. Reflexionó un momento, y tras inclinarse a recoger un puñado de guijarros, los introdujo en la bolsa a fin de darle un aire más rotundo. Se sacudió el polvo de los calzones, se ajustó el gorro verde de cazador y siguió adelante.

Entró en la población sin recibir oposición alguna, incluso sin que le prestaran atención. En el momento de cruzar la plaza se detuvo para observar algo más peculiar aún que la singular arquitectura. Se trataba de un agujero revestido de piedras en el cual ardían vivamente varios leños. Lo rodeaban cinco lámparas de pie, hechas de hierro, cada una con cinco mechas. El conjunto estaba rematado por un intrincado sistema de espejos y lentes, cuyo objeto superaba la capacidad de comprensión de Cugel.

Dos jóvenes atendían el artefacto con diligencia, cuidándose de las veinticinco mechas, atizando el fuego y ajustando los tornillos y las palancas que controlaban los espejos y las lentes. Ambos llevaban lo que parecía ser el atuendo local: unos voluminosos calzones azules que les llegaban a las rodillas, camisas encarnadas, chaquetones negros con botones de latón, y sombreros de alas anchas. Después de recibir de ellos una mirada desprovista de interés, Cugel prosiguió camino hacia la posada.

En el jardín adyacente al establecimiento unas dos docenas de personas se hallaban sentadas a unas mesas comiendo y bebiendo con gran satisfacción. Cugel los observó unos segundos. La puntillosidad y los gestos elegantes de aquellas gentes sugerían los modales de unos tiempos ya pasados. Lo mismo que sus mansiones, constituían para Cugel una especie de experiencia única. Eran individuos delgados, con cabezas en forma de huevo, largas narices, ojos oscuros y expresivos, y orejas de formas diversas.

Los hombres carecían todos de pelo, y sus calvas relucían bajo la rojiza luz del sol. Las mujeres llevaban una raya en medio del cabello oscuro, el cual tenían cortado bruscamente a cosa de un dedo por encima de las orejas, estilo que Cugel consideró poco atractivo. Al ver a aquella gente comer y beber, Cugel recordó con disgusto el alimento que le había sustentado mientras cruzaba los Pale Rugates, y haciendo caso omiso de los cinco tercios que había en su bolsa, avanzó hacia el jardín y tomó asiento ante una mesa.

Un hombre rollizo, de delantal azul, se acercó frunciendo el ceño ante el poco presentable aspecto de Cugel. Este extrajo inmediatamente una moneda de dos tercios, que entregó al hombre.

—Esta es su propina, buen hombre —le dijo—, para aligerar un poco la rapidez del servicio. Acabo de terminar un arduo viaje, y estoy hambriento. Tráigame un plato idéntico al que está saboreando ese caballero de ahí, así como algunos entremeses y una botella de vino. A continuación tenga la bondad de pedir al posadero que me prepare una habitación confortable.

Cugel sacó con aire despreocupado su bolsa y la dejó caer sobre la mesa, donde su peso produjo un ruido convincente.

—También quisiera darme un baño, que me proporcionen muda limpia y que venga un barbero.

—Yo mismo soy Maier, el posadero —afirmó el hombre rollizo, con voz obsequiosa—. Me encargaré de que sus deseos se cumplan al momento.

—Magnífico —dijo Cugel—. Me ha impresionado favorablemente su establecimiento, y voy a quedarme en él varios días.

El posadero se inclinó con gesto agradecido y marchó apresurado a supervisar los preparativos de la cena de Cugel.

Cugel comió espléndidamente, si bien consideró que el segundo plato, compuesto por cangrejos rellenos de picadillo de carne y pimiento rojo, estaba condimentado en exceso. Por el contrario, no tuvo ningún reparo que oponer al asado de ave, y el vino complació a Cugel a tal extremo que pidió una segunda botella.

Maier, el posadero, le sirvió él mismo la botella y aceptó los cumplidos de Cugel con muestras de complacencia. Aseguró:

—¡No existe mejor vino en Gundar! Resulta indudablemente caro, pero he podido darme cuenta de que es usted persona que sabe apreciar lo mejor.

—Es una gran verdad —repuso Cugel—. Tome asiento, se lo ruego, y beba un vaso conmigo. Confieso que siento curiosidad en relación con esta extraña ciudad.

El posadero se apresuró a complacer a Cugel, y manifestó a continuación:

—Me asombra que encuentre usted extraña Gundar. Yo he pasado en ella toda mi vida, y me parece una población corriente.

—Citaré tres circunstancias que considero dignas de mencionar —dijo Cugel, ya en vena expansiva gracias a los efectos del vino—. En primer lugar, la extraña arquitectura de sus edificios. Segundo, el artilugio de lentes que hay encima del fuego de la plaza, que no puede dejar de estimular el interés de un forastero. En tercer lugar, el hecho de que los hombres de Gundar sean todos completamente calvos.

El posadero asintió con aire pensativo.

—Lo de la arquitectura, al menos, se explica con rapidez —afirmó—. Los antiguos gunds habitaban en enormes calabazas. Cuando una parte de la pared se estropeaba, reemplazaban el trozo con un tablero, hasta que a su debido tiempo la gente se encontró habitando en casas hechas totalmente de madera, con un estilo que ha perdurado. En cuanto al fuego y los proyectores, ¿no conoce la famosa Orden de los Protectores Solares? Pretendemos estimular la vitalidad del sol. Mientras nuestro rayo de vibraciones simpáticas regula la combustión solar, el sol nunca morirá. Existen instalaciones semejantes en otros lugares, como el Blue Azor, la isla de Brazel, la ciudad amurallada de Munt, y el observatorio de Grand Starkeeper, en Vir Vassilis.

Cugel movió la cabeza tristemente y repuso:

—Creo que la situación ha cambiado en la actualidad. Brazel se halla desde hace mucho tiempo sumergida bajo las olas. Munt fue destruida un millar de años atrás por los Dystropes. Y en cuanto a Blue Azor o Vir Vassilis, jamás oí hablar de esos lugares, a pesar de haber viajado extensamente. Es posible que sean ustedes, los de Gundar, los únicos Protectores Solares que aún quedan.

—Esas son desagradables noticias —declaró Maier—. Así se explica el perceptible debilitamiento del sol. Quizá será mejor que doblemos la fuerza del fuego que hay debajo de nuestro regulador.

Cugel sirvió más vino y agregó:

—Ahora surge una pregunta en mi mente, al respecto. Si, como sospecho, ésta es la única instalación de los Protectores Solares que continúa en actividad, ¿quién o qué regula el sol, una vez que desciende más allá del horizonte?

El posadero movió significativamente la cabeza, y respondió:

—No puedo ofrecer ninguna explicación, en cuanto a eso. Es posible que durante las horas nocturnas el sol descanse, y llegue a dormir, por así decirlo; aunque, claro está, esto no son más que especulaciones.

—Permítame que le sugiera una hipótesis —manifestó Cugel—. Podría ser que el debilitamiento del sol haya llegado más allá de toda posibilidad de regulación, motivo por el cual, si una vez resultó eficaz, hoy no sea efectivo.

Maier alzó las manos lleno de perplejidad, y dijo:

—Este complicado asunto supera mis alcances. Pero ahí tenemos al Nolde Huruska.

El posadero llamó la atención de Cugel sobre un hombre corpulento, de amplio tórax, vientre musculoso y pesado, y una barba negra e hirsuta.

—Discúlpeme un momento —declaró el interlocutor de Cugel, y tras ponerse en pie se acercó al Nolde, con el que habló por espacio de algunos minutos, mientras señalaba de cuando en cuando a Cugel.

Por fin, el Nolde hizo un gesto brusco y avanzó a través del jardín para enfrentarse a Cugel. El hombre habló con voz profunda.

—Tengo entendido —dijo— que usted afirma que no existen otros Protectores Solares, aparte de nosotros.

—No he llegado a afirmar eso de un modo tan rotundo —declaró Cugel, algo a la defensiva—. Manifesté haber viajado mucho, y dije que en ninguna otra parte pude ver una filial de los Protectores Solares. Inocentemente especulé con la posibilidad de que no hubiera ninguna más.

—Aquí en Gundar concebimos lo «inocente» como una cualidad positiva, y no tan sólo una insípida falta de culpabilidad —aseguró el Nolde—. No somos la clase de necios que algunos desastrados rufianes puedan llegar a creer.

Cugel contuvo la acalorada observación que afloraba ya a sus labios y se contentó con encogerse de hombros. Maier se alejó con el Nolde, y durante varios minutos los dos hombres conferenciaron, echando frecuentes miradas hacia donde estaba Cugel. Luego el Nolde se marchó, y el posadero regresó al lado de Cugel.

—Un hombre un tanto brusco, ese Nolde de Gundar —explicó—. Pero competente, a pesar de todo.

—Sería inadecuado por mi parte hacer comentarios; pero ¿cuál es su cometido aquí?

—En Gundar atribuimos gran mérito a la precisión y al método —explicó Maier—. Consideramos que la falta de orden engendra desorden, y el funcionario responsable de la inhibición de los caprichos y de la anormalidad es el Nolde… ¿Qué estábamos diciendo antes? Ah, sí; mencionó usted nuestra notoria calvicie. Al respecto no puedo ofrecerle una explicación satisfactoria. De acuerdo con nuestros sabios, esa característica constituye la perfección final del género humano. Otros prefieren dar crédito a una antigua leyenda. Un par de magos, Astherlin y Mauldred, procuraron atraerse los favores de los gunds. Astherlin prometió el beneficio de una extremada pilosidad, de modo que los habitantes de Gundar no tuvieran nunca necesidad de utilizar ropas.

»Mauldred, por el contrario, ofreció a los gunds la calvicie, con todas sus ventajas, y venció fácilmente en la pugna. A raíz de ello, Mauldred se convirtió en el primer Nolde de Gundar, el puesto que ahora desempeña, como usted bien sabe, Huruska.

Maier, el posadero, curvó los labios y miró hacia el otro lado del jardín.

—Huruska, de natural desconfiado —continuó diciendo—, me ha recordado mi regla inflexible de pedir a todos los clientes en tránsito que arreglen sus cuentas diariamente. Como es lógico, yo le he dicho que es usted completamente digno de fe, pero, tan sólo por apaciguar a Huruska, atenderé ese requisito por las mañanas.

—Eso es poco menos que un insulto —declaró Cugel altivamente—. ¿Vamos a plegarnos a las veleidades de Huruska? ¡No seré ye quien lo haga, puedo asegurárselo! Abonaré la cuenta del modo acostumbrado.

El posadero parpadeó azorado y dijo:

—¿Puedo saber cuánto tiempo piensa usted permanecer aquí?

—Mi camino me lleva hacia el sur, por el medio de transporte más rápido que pueda conseguirse, que según imagino debe ser una embarcación de río.

—La ciudad de Lumarth se encuentra a diez días de caravana, cruzando el Lirr Aing. El río Isk también pasa por Lumarth, pero es juzgado como un medio de transporte inadecuado debido a tres circunstancias presentes en otros tantos puntos: los pantanos de Lallo se encuentran infestados de insectos que pican; los tres enanos del Bosque de Santalba arrojan basura a las lanchas que pasan, y los Rápidos Desesperados quiebran los huesos y las naves por igual.

—En ese caso viajaré por caravana —afirmó Cugel—. Mientras tanto, permaneceré aquí, a menos que la hostilidad de Huruska se haga insoportable.

Maier se pasó la lengua por los labios, miró por encima de su hombro y dijo:

—Aseguré a Huruska que me adaptaría estrictamente a las normas. Sin duda armará un gran revuelo, a menos que…

Cugel hizo un gesto de aquiescencia.

—Está bien —manifestó—. Traiga unos sellos. Cerraré mi bolsa, que contiene una fortuna en ópalos y zafiros. Depositaremos la bolsa en su caja fuerte, donde estará segura. ¡Ni el mismo Huruska protestará ante esto!

Maier alzó las manos, con gesto temeroso, y repuso:

—¡No puedo cargar con semejante responsabilidad!

—Deseche todo temor, amigo —aseguró Cugel—. He protegido la bolsa con un hechizo. En el momento en que un ladrón rompa el sello, las joyas quedarán transformadas en un puñado de guijarros.

Maier aceptó sin gran entusiasmo la bolsa, de acuerdo con aquellas condiciones. Ambos aplicaron los sellos y la depositaron en la caja fuerte de la posada.

Cugel se trasladó a continuación a su cuarto, donde se bañó, solicitó los servicios de un barbero y se vistió con ropas limpias. Tras colocar su gorra en un ángulo apropiado, echó a andar hacia la plaza.

Sus pasos le condujeron hasta la instalación de los Protectores Solares. Como la vez anterior, dos jóvenes trabajaban diligentemente, uno atizando el fuego y ajustando las cinco lámparas, mientras el otro mantenía los rayos reguladores dirigidos hacia el sol, ya en el ocaso.

Cugel examinó el artilugio desde todos los ángulos, hasta que al fin el joven que atendía el fuego dijo:

—¿Es usted el notable viajero que expresó hoy dudas sobre la eficacia del sistema Protector?

Con toda cautela, Cugel respondió:

—Lo que dije a Maier y a Huruska fue esto: que Brazel se hundió en el golfo de Melantine, y ya casi ha desaparecido de la memoria de la gente; que la ciudad amurallada de Munt está en ruinas desde hace largo tiempo, y que yo no conocía Blue Azor, ni Vir Vassilis. Eso fue, en realidad, lo que yo declaré.

El joven que se ocupaba de la hoguera lanzó una brazada de leña al agujero y dijo con aire presuntuoso:

—De todas formas, se dice que usted considera infructuosos nuestros esfuerzos.

—Yo no me atrevería a decir tanto —aseguró Cugel, cortésmente—. Aun cuando otras filiales Protectoras se encuentren abandonadas, es posible que el regulador de Gundar tenga efectos suficientes. ¿Quién puede saberlo?

—Le diré lo siguiente —explicó el atizador—. Nosotros trabajamos sin remuneración, y en nuestro tiempo libre nos aplicamos a cortar y transportar madera. La tarea es tediosa.

El que operaba el instrumento proyector amplió las manifestaciones de su compañero, diciendo:

—Huruska y la otra gente de edad no hacen trabajo alguno. Simplemente ordenan nuestras tareas, lo cual, evidentemente, es la parte más fácil del asunto. Janred y yo pertenecemos a una generación muy especial. Por principio rechazamos todas las doctrinas dogmáticas. Para empezar, consideramos el Protector Solar como un desperdicio de tiempo y de trabajo.

—Si las demás agencias ya no existen —terció Janred, el que atizaba el fuego—, ¿quién o qué regula el sol cuando desciende tras el horizonte? Yo creo que todo este sistema es una pura patraña.

El operador de las lentes afirmó por su parte:

—Ahora mismo lo demostraré, y se podrá ver lo inservible que es este artefacto.

Así diciendo, accionó una palanca y añadió:

—¡Fíjese! Dirijo el rayo regulador lejos del sol, y ¡mire!, sigue brillando como antes, sin la menor atención por nuestra parte.

Cugel echó un vistazo al astro rey, y, en efecto, parecía seguir luciendo como antes, fluctuando algo de cuando en cuando y estremeciéndose igual que un viejo con calenturas. Los dos jóvenes observaron con interés, y conforme fueron pasando los minutos empezaron a murmurar llenos de satisfacción:

—¡Teníamos razón! ¡El sol no se ha extinguido!

Pero en el momento en que estaban mirando, el sol, tal vez fortuitamente, sufrió un espasmo caquéctico y osciló repentinamente hacia el horizonte. Detrás de ellos resonó un rugido de ultraje, y el Nolde Huruska corrió hacia el grupo.

—¿Qué significa esta irresponsabilidad? —exclamó—. ¡Dirijan el regulador inmediatamente adonde corresponde! ¿Quieren que nos pasemos el resto de nuestras vidas tanteando en la oscuridad?

El atizador, con aire resentido, señaló con el pulgar hacia Cugel y dijo:

—Él nos convenció de que el procedimiento era innecesario, y que nuestro trabajo resultaba inútil.

—¿Qué? —farfulló Huruska, haciendo girar su formidable humanidad para enfrentarse con Cugel—. ¡Hace pocas horas que ha puesto el pie en Gundar, y ya está disgregando los fundamentos de nuestra existencia! ¡Le advierto que en nosotros la paciencia tiene un límite! ¡Márchese de este lugar y no se acerque al Protector Solar por segunda vez!

Atragantándose a causa de la ira, Cugel dio media vuelta y se alejó cruzando la plaza.

Al llegar adonde se detenían las caravanas en la población, preguntó si había viaje en dirección al sur; pero la caravana que había llegado al mediodía saldría a la mañana siguiente hacía el este, por el mismo camino por donde había llegado.

Cugel regresó a la posada y pasó a la taberna. Vio a tres hombres jugando a las cartas y se situó como observador. El juego resultó ser una versión simplificada del Zampolio, y al cabo de un rato Cugel preguntó si podía unirse a los que jugaban.

—Pero sólo si las apuestas no son muy elevadas —advirtió—. No conozco mucho este juego, y me disgustaría perder más de dos o tres tercios.

—Bah, ¿y qué es el dinero? —dijo uno de los jugadores—. ¿Quién lo va a gastar cuando se haya muerto?

—Si le aliviamos de todo su oro, podrá viajar más ágilmente —aseguró otro, jocosamente.

—Todo el mundo necesita aprender —añadió el tercer jugador—. Y tiene usted la fortuna de ser instruido por los tres mejores jugadores de Gundar.

Cugel retrocedió con aire alarmado.

—¡Me niego a perder más de un solo tercio! —exclamó.

—¡Vamos, vamos, no sea cobarde!

—Está bien —dijo Cugel—. Me arriesgaré; pero esas cartas están sucias y estropeadas. Da la casualidad de que tengo unas nuevas en el bolsillo.

—¡Magnífico! —comentó otro—. ¡Que empiece el juego!

Dos horas después, los tres gunds arrojaron sus cartas sobre la mesa, lanzaban a Cugel fieras miradas, y como un solo hombre se ponían en pie y salían de la taberna. Al contar sus ganancias, Cugel vio que estaba en posesión de treinta y dos tercios y unas pocas monedas de cobre. Con alegre disposición de ánimo se retiró a su habitación para pasar la noche.

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno, Cugel advirtió que el Nolde Huruska llegaba a la posada y se ponía a hablar con el posadero inmediatamente. Pocos minutos después Huruska se aproximó a la mesa de Cugel y miró al forastero con gesto hostil, mientras Maier permanecía unos pasos más atrás, obviamente angustiado.

Cugel comenzó a hablar entonces con tono de exagerada cortesía.

—¿Y bien, de qué se trata esta vez? El sol se ha puesto. Mi inocencia en el asunto del rayo regulador ha quedado demostrada.

—He venido por otro asunto. ¿Sabe usted cuál es la pena con que castigamos el fraude?

Cugel se encogió de hombros.

—El asunto no me interesa lo más mínimo —afirmó.

—Es una pena muy severa, y puedo aplicarla en cualquier momento. Primero, conteste lo siguiente: ¿Entregó usted a Maier una bolsa que presumiblemente contenía una cantidad de gemas valiosas?

—En efecto. Esa propiedad está protegida por un hechizo, debo añadir. Si se rompe el sello, las piedras preciosas se convierten en vulgares guijarros.

Huruska mostró la bolsa.

—Observe; el sello de la bolsa está intacto —dijo—. Hice un pequeño tajo en el cuero y observé el interior. El contenido era, y es ahora, unos guijarros idénticos a los que hay en aquella carretera.

Al decir esto, Huruska volcó sobre la mesa lo que tenía la bolsa en su interior.

Cugel exclamó con aire ultrajado:

—¡Las gemas son ahora piedrecillas sin valor! ¡Le hago responsable de ello, y tiene que pagarme una indemnización!

Huruska lanzó una risa burlona.

—Si puede usted hacer que las gemas se vuelvan guijarros, podrá hacer que éstos se conviertan en gemas —manifestó—. Maier le entregará ahora su cuenta. Si se niega a pagar, le aseguro que voy a meterlo en las mazmorras hasta que cambie de parecer.

—Sus insinuaciones son a un tiempo desagradables y ridículas —declaró Cugel—. ¡Posadero, presénteme la cuenta! ¡Terminemos con este absurdo de una vez por todas!

Maier se acercó con un papel y dijo:

—El total suma once tercios, con la gratificación que estime usted oportuno.

—No habrá ninguna gratificación —aseguró Cugel—. ¿Molesta usted siempre a sus clientes de este modo?

Depositó los once tercios sobre la mesa, y terminó diciendo:

—Tome su dinero y déjeme en paz.

Maier recogió con aire humilde las monedas, al tiempo que Huruska profería un sonido inarticulado, daba media vuelta y se alejaba. Una vez que hubo terminado su desayuno, Cugel salió una vez más a dar un paseo por la plaza. Allí se encontró con un muchacho al que reconoció como el marmitón de la posada. Cugel le hizo una seña y le dijo:

—Me pareces una persona avispada y con sentido. ¿Puedo preguntarte tu nombre?

—La gente suele llamarme Zeller.

—Imagino que conocerás bastante a los habitantes de Gundar, ¿no es eso?

—Me considero bien informado en cuanto a eso. ¿Por qué me lo pregunta?

—En primer lugar, desearía saber si te gustaría sacar provecho de ese conocimiento.

—Desde luego, si no tiene uno que indisponerse con el Nolde.

—Muy bien. He visto que hay allí una caseta abandonada que podría valer para nuestros fines. En una hora pondremos en marcha nuestra operación.

Cugel regresó a la posada, donde pidió a Maier que le proporcionase una tabla, un pincel y pintura. Luego Cugel pintó un cartel que decía lo siguiente:

EL FAMOSO VIDENTE CUGEL

ACONSEJA; INTERPRETA,

ADIVINA

¡PREGUNTE, RECIBIRÁ RESPUESTA!

CONSULTAS: TRES TERCIOS

Cugel colgó el letrero encima de la caseta, dispuso unas cortinas y esperó a que llegaran los clientes. El marmitón, mientras tanto, se escondió en la parte trasera de la pequeña instalación.

Casi al momento, la gente que cruzaba la plaza se detuvo a leer el cartel. Una mujer de mediana edad se adelantó y dijo:

—Tres tercios es una suma respetable. ¿Qué resultados garantiza usted?

—Ninguno, a decir verdad. Soy un experimentado vidente, y conozco las artes de la magia; pero el conocimiento viene a mí desde fuentes desconocidas, que no se pueden controlar.

La mujer pagó lo estipulado y explicó:

—Tres tercios resultaría barato, si puede resolver mis dificultades. Mi hija ha disfrutado toda su vida de la mejor salud, pero ahora se encuentra decaída y triste. De nada valen los remedios que le administro. ¿Qué debo hacer?

—Un momento, señora, mientras reflexiono.

Cugel corrió unas cortinillas y se echó hacia atrás, donde podía oír al marmitón susurrándose algunas observaciones. A continuación descorrió la tela.

—¡He entrado en contacto con el cosmos! ¡El conocimiento se ha apoderado de mi mente! Su hija Dilian está encinta. Por otros tres tercios le diré el nombre del padre.

—Este dinero lo pago con gusto —aseguró la mujer, sombríamente.

Una vez que hubo pagado, recibió sus informes y se alejó con aire decidido.

Se acercó entonces otra mujer, pagó las tres monedas, y Cugel le preguntó por su problema.

—Mi marido —repuso ella— me dijo que tenía un bote lleno de monedas de oro para asegurarnos el futuro, pero cuando murió no pude encontrar ni una pieza de cobre. ¿Dónde lo ha escondido?

Cugel corrió las cortinillas, escuchó al marmitón y apareció de nuevo ante la mujer.

—Tengo noticias desalentadoras para usted —le dijo—. Lo cierto es que su marido, Finister, se gastó buena parte de su oro en la taberna. Con el resto compró un broche de amatistas para una mujer llamada Varletta.

La noticia de la asombrosa capacidad de Cugel se extendió rápidamente, y las consultas se sucedieron con rapidez. Poco antes del mediodía una mujer corpulenta, embozada y velada se aproximó a la caseta, pagó los tres tercios y dijo con voz entre aguda y ronca:

—¡Dígame el porvenir!

Cugel corrió las cortinillas y consultó con el marmitón, pero éste se hallaba desconcertado.

—No es nadie a quien yo conozca —dijo el ayudante—. No puedo decirle nada.

—No importa —repuso Cugel—. Tengo una sospecha bien fundada, y lo que has dicho lo confirma.

Apartó Cugel las cortinas.

—Los pronósticos no resultan claros, por lo que no voy a aceptar su dinero —dijo, y le devolvió las monedas—. Pero puedo decirle lo siguiente: es usted una persona de carácter dominante y de no mucha inteligencia. ¿Qué hay en su futuro? ¿Honores? ¿Un largo viaje por barco? ¿La venganza frente a sus enemigos? ¿Riqueza? La imagen aparece distorsionada. Es como si leyese mi propio futuro.

La mujerona se despojó de los velos y se puso en pie, revelando ser el Nolde Huruska.

—Maese Cugel, ha sido usted afortunado al devolverme el dinero. De lo contrario le habría encerrado por prácticas engañosas. Pese a ello, califico sus actividades como nocivas y contrarias a los intereses públicos. Gundar está alborotada a causa de sus revelaciones. No continuaremos con esta situación. Recoja su cartel y considérese afortunado por haber podido escapar tan fácilmente.

—Será un placer terminar con esta empresa —afirmó Cugel, dignamente—. El trabajo era abrumador.

Huruska se alejó con aire pomposo. Cugel dividió sus ganancias con el marmitón, y con disposición de ánimo satisfecha abandonaron ambos la caseta.

Cugel cenó lo mejor de lo que había en la posada, pero luego, cuando se presentó en la taberna, descubrió una manifiesta hostilidad entre los presentes, y por fin se retiró a su habitación.

A la mañana siguiente, cuando tomaba el desayuno, llegó a la ciudad una caravana de diez carretas. El cargamento principal parecía ser un grupo de diecisiete hermosas jóvenes que viajaban en dos de los vehículos. Otros tres carromatos servían como dormitorios, mientras que los cinco restantes se hallaban cargados con pertrechos, baúles, fardos y cajas.

El jefe de la caravana, un hombre rollizo y de afable aspecto que llevaba una amplia y sedosa barba y tenía el pelo de color castaño, ayudó a las alegres jóvenes a descender y las condujo hasta la posada, donde Maier les sirvió un abundante desayuno compuesto de gachas condimentadas con especias, mermelada de membrillo y té.

Cugel observó el grupo mientras tomaban el desayuno, y pensó que un viaje con semejante compañía, a cualquier parte que fuese, resultaría un verdadero placer.

Apareció entonces el Nolde Huruska y fue a saludar al jefe de la caravana. Los dos conversaron amistosamente durante un rato, mientras Cugel aguardaba impaciente.

Huruska se marchó al fin. Las jóvenes, que ya habían concluido su desayuno, salieron a pasear por la plaza. Cugel se aproximó hasta la mesa ante la cual tomaba asiento el jefe de la caravana.

—Señor —le dijo—; me llamo Cugel, y desearía hablar unas palabras con usted.

—¡No faltaba más! Siéntese, por favor. ¿Desea tomar un vaso de este excelente té?

—Agradecido. En primer lugar, me gustaría conocer el lugar de destino de su caravana.

El jefe del convoy no disimuló su sorpresa ante la ignorancia de que hacía gala Cugel.

—Nos encaminamos hacia Lumarth —aseguró—. Esas son las «Diecisiete Vírgenes de Symnathis», que tradicionalmente honran los Grandes Festejos.

—Soy forastero en esta comarca —aclaró Cugel—, por lo cual desconozco las costumbres locales. De todas formas, yo me dirijo hacia Lumarth, y me complacería mucho viajar con su caravana.

El jefe asintió amablemente.

—Será un placer tenerle con nosotros.

—Excelente —manifestó Cugel—. Entonces, todo queda arreglado.

El jefe de la caravana acarició su sedosa barba y añadió:

—Sin embargo debo advertirle que mis precios son algo más elevados que lo acostumbrado, a causa de lo caro que resulta el mantenimiento de estas diecisiete doncellas.

—Lo comprendo. ¿Cuánto pide usted?

—El viaje dura cerca de diez días, y yo cobro como mínimo veinte tercios por día, lo que hace un total de doscientos tercios, más un suplemento de veinte tercios que corresponde al vino.

—Eso es mucho más de lo que yo puedo pagar —aseguró Cugel, con voz débil—. De momento sólo dispongo de una tercera parte de esa suma. ¿Hay alguna forma de que pueda ganarme el importe de mi pasaje?

—Desgraciadamente, no —repuso el jefe de la caravana—. Tan sólo esta mañana se hallaba libre el puesto de guardia armado, por lo que incluso se percibe un pequeño estipendio, pero el Nolde Huruska, que desea visitar Lumarth, accedió a llenar tal cometido.

Cugel emitió un sonido de desaprobación y alzó los ojos al cielo. Cuando al fin consiguió hablar, preguntó:

—¿Cuándo piensan marcharse?

—Mañana al amanecer, con toda puntualidad. Lamento no haber tenido el placer de disfrutar de su compañía.

—Yo comparto su pesar —afirmó Cugel, quien regresó a su mesa y se sentó a reflexionar.

Por fin se encaminó hacia la taberna, donde se estaban jugando varias partidas de cartas. Cugel intentó entrar en alguna partida, pero cada una de sus peticiones fue denegada. Con humor sombrío se dirigió hasta el mostrador donde se hallaba el posadero Maier, abriendo una caja de jarras de barro. Cugel intentó iniciar una conversación, pero Maier aseguró que no podía distraer tiempo alguno de sus ocupaciones.

—El Nolde Huruska —manifestó— se va de viaje y esta noche sus amigos aprovechan la ocasión para organizar una fiesta de despedida, para la que debo llevar a cabo cuidadosos preparativos.

Cugel se llevó un jarro de cerveza hasta una mesa situada a un lado de la sala y se puso a pensar. Al cabo de unos minutos se encaminó hacia la salida posterior, y observó desde allí el panorama, que abarcaba el río Isk.

Avanzó Cugel hasta la orilla y descubrió un muelle al que los pescadores amarraban sus embarcaciones, y que les servía también para tender a secar sus redes. Cugel miró río arriba y río abajo y luego volvió a remontar el sendero que le llevaba hasta la taberna. Pasó el resto del día observando a las diecisiete doncellas mientras éstas paseaban por la plaza o tomaban té con limón en el jardín de la posada.

Se puso el sol. El crepúsculo de color vino viejo fue oscureciéndose hasta convertirse en noche. Cugel comenzó sus preparativos, que concluyeron rápidamente, pues la esencia de su plan residía en su sencillez.

El jefe de la caravana, cuyo nombre, según pudo saber Cugel, era Shimilko, reunió a su deliciosa compañía para tomar la cena, y más tarde condujo a las jóvenes hasta el carromato dormitorio, a pesar de los mohínes y las protestas de las que deseaban permanecer en la posada para disfrutar de la celebración de aquella noche.

En la taberna ya había comenzado la fiesta de despedida en honor de Huruska. Cugel tomó asiento en un oscuro rincón y al fin logró atraer la atención del sudoroso Maier. Extrajo Cugel diez tercios y dijo:

—Admito haber albergado pensamientos ingratos hacia Huruska. Por eso ahora deseo expresarle mis mejores deseos, pero en el más completo anonimato, eso sí. Cada vez que Huruska termine una jarra de cerveza, quiero que coloque otra llena delante de él, para que esta noche sea para el Nolde una fuente de incesante alegría. Si le pregunta quién le paga la cerveza, sólo tiene usted que contestar: «Uno de sus amigos desea tener con usted esta atención.» ¿Está claro?

—Desde luego. Haré lo que me ordena —contestó el posadero—. Es un gesto muy generoso, que Huruska debería apreciar.

Fue transcurriendo la velada. Los amigos de Huruska cantaban joviales canciones y proponían una docena de brindis, a todos los cuales se unía el homenajeado. Y como había pedido Cugel, cada vez que Huruska terminaba un jarro, le colocaban otro delante. Cugel se maravillaba de la resistencia del Nolde.

Por fin, Huruska pidió a sus compañeros que le disculparan. Trastabillando, salió por la puerta trasera y se encaminó hacia la caseta de piedra con un agujero debajo, que servía de mingitorio para los clientes de la taberna.

Cuando Huruska se hallaba inclinado, de cara a la pared, Cugel avanzó detrás de él y lanzó una red de pescador sobre la cabeza del Nolde. A continuación ató expertamente una cuerda en torno a los fornidos hombros de Huruska, y le hizo varios nudos y ataduras. Los rugidos del hombre quedaron ahogados por los cantos que se entonaban en su honor.

Cugel arrastró el maldiciente bulto por el camino que llevaba a los muelles, y lo introdujo en una barca. Desató luego las amarras de la embarcación, y al tiempo que la empujaba hacia la corriente del río, pensó para sus adentros: «Al menos, han resultado exactos dos puntos de mi profecía: que Huruska sería honrado, lo cual ha ocurrido en la taberna, y que iba a hacer un viaje en barca».

Regresó Cugel a la taberna, donde al fin habían notado la ausencia de Huruska. Maier expresó la opinión de que, al tener que salir por la mañana temprano, Huruska probablemente se había retirado a descansar. Todos estuvieron de acuerdo en que debía de ser así.

A la mañana siguiente Cugel se levantó una hora antes del amanecer. Tomó un rápido desayuno, pagó a Maier lo que debía, y se encaminó hacia donde Shimilko estaba ordenando su caravana.

—Le traigo noticias de Huruska —dijo Cugel—. Debido a una infortunada serie de circunstancias personales, le resulta imposible hacer el viaje, y me ha pedido que ocupe yo el puesto que usted había reservado para él.

Shimilko movió la cabeza con pesar.

—¡Es una pena! —manifestó—. Ayer parecía tan lleno de entusiasmo… Bien, es necesario mostrarse flexibles, y puesto que Huruska no puede venir con nosotros, me complace aceptarle en su lugar. En cuanto salgamos le instruiré acerca de sus deberes, que son muy precisos. Tendrá que montar guardia por las noches y descansar por el día, aunque en caso de peligro, como es natural, espero que se una a la defensa de la caravana.

—Esos deberes se hallan por completo dentro de mi competencia —aseguró Cugel—. Estoy dispuesto a partir cuando usted lo crea conveniente.

—Cuando salga el sol —repuso Shimilko—, saldremos en dirección a Lumarth.

Diez días más tarde la caravana de Shimilko cruzó el Paso de Methune y el gran Valle de Coram se abrió delante de ellos. El caudaloso Isk serpenteaba de un lado a otro, lanzando vivos reflejos. En la distancia se cernía la larga y oscura masa del bosque de Draven. Más cerca, cinco cúpulas de intenso brillo señalaban el sitio donde se hallaba Lumarth. Shimilko se dirigió a los de la caravana y dijo:

—Allá abajo se encuentra lo que queda de la antigua ciudad de Lumarth. No os dejéis engañar por esas cúpulas; indican templos que en un tiempo estuvieron consagrados a los cinco demonios: Yaunt, Jatenave, Phampoun, Adelmar, y Suul, y que por tanto fueron conservados durante las Guerras de Sampathissic.

»Las gentes de Lumarth son diferentes de lo que conocéis. Muchos son pequeños hechiceros, si bien Chaldet, el Gran Tururgio, ha prohibido la magia dentro de los muros de la ciudad. Podréis creer que esa gente es lánguida, decadente y apagada, lo que en parte es cierto. Pero todos son obsesivamente severos en cuanto al ritual, y siguen la Doctrina del Altruismo Absoluto, que les impulsa a la virtud y la benevolencia. Por este motivo se les conoce como “la Gente Amable”. Unas palabras finales en relación con nuestro viaje, que por fortuna se ha desarrollado sin incidente alguno. Los conductores han llevado los carros con destreza, y Cugel nos ha guardado con celo por las noches. Por todo ello me siento complacido. De modo que, ¡adelante hacia Lumarth, y que la prudencia y la discreción sean nuestros guías!

La caravana atravesó el estrecho paso que conducía al valle, y luego siguió por una calzada de piedras irregulares que discurría bajo una arcada de enormes mimosas de tronco oscuro.

Ante un esculpido portal que se abría a la plaza principal, la caravana fue detenida por cinco hombres de alta estatura con túnicas de seda bordada y tocados con la doble diadema de los Thurios de Coram, todo lo cual les confería una dignidad impresionante. Los cinco hombres tenían entre sí un gran parecido, con su piel pálida y translúcida, la nariz fina y de puente elevado, los miembros largos, y los ojos grises, de expresión pensativa. Uno de ellos, el que usaba una espléndida túnica de color amarillento con franjas carmesíes y negras, alzó dos dedos en ademán de sereno saludo.

—Mi amigo Shimilko —dijo—, habéis llegado a buen término con vuestro bendito cargamento. Nos sentimos bien servidos, y muy satisfechos.

—El Lirrh Aingh estaba tan tranquilo que casi resultaba aburrido —contestó Shimilko—. Mas para asegurarme contraté los servicios de Cugel, afortunadamente, el cual nos guardó tan bien por las noches que en ningún momento se vio interrumpido nuestro sueño.

—¡Excelente! ¡Bien hecho, Cugel! Desde ahora nos encargaremos de la custodia de las espléndidas doncellas. Mañana podéis arreglar cuentas con el tesorero. La Posada del Viajero está hacia allí, y os recomiendo sus comodidades.

—Me parece muy bien —dijo Shimilko—. A todos nos vendrán magníficamente unos pocos días de descanso.

Sin embargo, Cugel prefirió no concederse semejante reposo, y cuando llegaron a la puerta de la posada dijo a Shimilko:

—Aquí nos separamos, pues debo continuar mi camino. Me urgen mis negocios, y Almery aún está lejos, hacia el oeste.

—¡Pero aguarde a recibir su paga, Cugel! Tiene que esperar al menos hasta mañana, cuando cobraré ciertas sumas del tesorero. Ahora carezco de fondos.

Cugel vaciló, y por fin resolvió quedarse.

Una hora después llegó un mensajero a la posada, y manifestó:

—Maese Shimilko, vos y vuestra compañía sois requeridos para presentaros al momento ante el Gran Tururgio, por un asunto de la mayor importancia.

Shimilko le miró alarmado e inquirió:

—¿Qué sucede?

—Tengo órdenes de no decir nada más.

Con semblante preocupado, Shimilko condujo su comitiva a través de la plaza hasta la galería situada ante el viejo palacio, donde Chaldet se sentaba en su recio sillón. A ambos lados estaba el Colegio de Thurios, todos los cuales miraban a Shimilko con expresión sombría.

—¿Qué significa esta citación? —preguntó Shimilko—. ¿Por qué me miráis con esa severidad?

El Tururgio habló con voz profunda.

—Shimilko —manifestó—, las diecisiete doncellas que vos habéis traído desde Symnathis hasta Lumarth han sido examinadas, y lamento deciros que de las diecisiete sólo dos pueden ser clasificadas como vírgenes. El resto, las otras quince, han sido desfloradas.

Shimilko apenas pudo hablar, a causa de la consternación que le invadió.

—¡Imposible! —exclamó—. En Symnathis tomé todas las precauciones posibles. Puedo presentaros tres documentos diferentes en los que se certifica la pureza de cada joven. ¡No hay duda posible! ¡Estáis en un error!

—No es un error nuestro, maese Shimilko. La situación es tal como la describimos, y puede ser comprobada con toda facilidad.

—Imposible e increíble son las dos únicas palabras que se me ocurren —insistió el jefe de la caravana—. ¿Habéis interrogado a las propias muchachas?

—Desde luego. Se limitan a alzar la mirada al cielo y a silbar entre dientes. Shimilko, ¿cómo vais a explicarnos semejante ultraje?

—Me siento perplejo hasta el último extremo. Las jóvenes iniciaron el viaje tan puras como lo estaban el día en que nacieron. Esa es la verdad. Y mientras estuve despierto, ni un instante se mantuvieron alejadas de mí. Eso es también verdad.

—¿Y mientras vos dormíais?

—También era poco menos que imposible. Los conductores se retiraban en grupo, y yo compartía mi carromato con el jefe de conductores, por lo que nos vigilábamos mutuamente. Cugel, mientras tanto, se encargaba de custodiar nuestro campamento.

—¿Él solo?

—Un solo guardia es suficiente, aunque las horas nocturnas resulten lentas y aburridas. Cugel, sin embargo, nunca se quejó de ello.

—¡Cugel es evidentemente el culpable!

Shimilko movió la cabeza sonriendo, al tiempo que respondía:

—Las obligaciones de Cugel no le dejaban tiempo para cualquier actividad ilícita.

—¿Y no podía Cugel eludir sus obligaciones?

Shimilko contestó pacientemente:

—Recordad que cada joven se hallaba aislada en su compartimiento privado, con una puerta que la separaba del exterior y de Cugel.

—Bien; en tal caso, ¿no podía Cugel abrir suavemente la puerta y entrar en el compartimiento?

Shimilko reflexionó unos momentos, con gesto de duda, y tirándose de la sedosa barba respondió:

—En tal caso, imagino que el asunto quizá fuera factible.

El Gran Tururgio volvió esta vez su mirada hacia Cugel, y manifestó:

—Os conmino a que hagáis una declaración precisa acerca de este triste asunto.

Cugel se puso a gritar, indignado:

—¡Esta investigación es una farsa! ¡Mi honor ha sido ultrajado!

Chaldet observó a Cugel con ojos benévolos, aunque algo fríos. Entonces dijo:

—Se os permitirá una reparación. Thurios, pongo a este hombre bajo vuestra custodia. ¡Procurad que tenga todas las ocasiones posibles para que recupere su dignidad y la estima en su propia persona!

Cugel rugió una protesta que el Gran Tururgio ignoró. Desde su alto estrado, el anciano miró pensativamente a través de la plaza e inquirió:

—¿Estamos en el tercero o el cuarto mes?

—Por la cronología acabamos de abandonar el mes de Yaunt para entrar en el tiempo de Pampoun.

—Que así sea. Con dedicación, este licencioso bellaco podrá llegar a ganarse nuestro afecto y nuestro respeto.

Una pareja de Thurios tomó a Cugel por los brazos y le condujeron a través de la plaza. Cugel trató de soltarse pero no le valió de nada.

—¿Adónde me lleváis? —inquirió—. ¿Qué significa esta tontería?

Uno de los Thurios respondió con voz amable:

—Os llevamos al Templo de Pampoun, y eso no es ninguna tontería.

—Me importa poco lo que me digáis —aseguró Cugel—. Quitadme las manos de encima. Pienso abandonar Lumarth en seguida.

—Ya se os ayudará a ello.

El grupo ascendió por una escalera de desgastados peldaños de mármol y atravesó luego un enorme portal en forma de arcada para llegar a un amplio salón en el que resonaba el eco de cualquier ruido, y que se distinguía sólo por su elevada cúpula y una especie de altar situado en el extremo opuesto a la entrada.

Llevaron a Cugel hacia un recinto lateral que iluminaban unas elevadas lucernas circulares y estaba revestido de madera de color azul oscuro. Un anciano de túnica blanca entró en la estancia y preguntó:

—¿Qué tenemos aquí? ¿Una persona que sufre alguna aflicción?

—Sí —le contestaron—; Cugel ha cometido una serie de delitos abominables, que él mismo desea purgar.

—¡Eso es faltar a la verdad! —exclamó Cugel—. No se ha aportado prueba alguna contra mí, sino que se me ha engañado y traído contra mi voluntad.

Sin prestarle más atención, los Thurios se marcharon, y Cugel quedó a solas con el anciano, el cual avanzó trabajosamente hasta un banco y se sentó en él. Cugel comenzó a hablar, pero el viejo alzó una mano.

—¡Tranquilizaos! —dijo—. Debéis recordar que somos un pueblo benévolo, desprovisto de toda clase de malicia. Sólo existimos para ayudar a otros seres vivientes. Si una persona comete un grave delito, nos sentimos abrumados de pena por el delincuente, al que consideramos como la verdadera víctima. Entonces trabajamos sin desmayo para que llegue a sentirse renovado.

—Un punto de vista lleno de altruismo —aseguró Cugel—. ¡Ya me estoy sintiendo regenerado!

—¡Magnífico! Vuestras observaciones van de acuerdo con nuestra doctrina. Sin duda habéis alcanzado lo que yo llamo la Fase Primera del programa.

Cugel frunció el ceño y preguntó:

—¿Acaso hay más fases? ¿Son realmente necesarias?

—Desde luego. Se trata de las Fases Segunda y Tercera. Debo explicar que Lumarth no siempre se ha adherido a semejante política. Durante el período de apogeo de los Grandes Magos, la ciudad cayó bajo el dominio de Yasbane el Obviador, quien hizo aberturas en cinco reinos infernales y construyó los cinco templos de Lumarth. Ahora os encontráis justamente en el Templo de Pampoun.

—Resulta extraño —aseguró Cugel—, que gentes tan benévolas sean tan fervientes seguidores del demonio.

—Nada está más lejos de la verdad. Lo cierto es que el Amable Pueblo de Lumarth desterró a Yasbane y estableció la Era del Amor, que ahora debe persistir hasta la desaparición final del sol. Nuestro amor se extiende a todos los seres, incluso a los cinco demonios de Yasbane, los que esperamos rescatar de su malignidad. Vos seréis el último de una larga serie de nobles individuos que han colaborado a dicho fin, y ésa es la Fase Segunda.

Cugel quedó decaído, lleno de consternación, y manifestó:

—Semejante labor va más allá de mis posibilidades.

—Todo el mundo piensa lo mismo —aseguró el anciano—. De todas formas, Pampoun debe ser instruido por vos en el afecto, la consideración y la honradez. Al realizar ese esfuerzo, conoceréis una fuente de feliz redención.

—¿Y la Fase Tercera? —graznó Cugel, desalentado—. ¿En qué consiste?

—¡Cuando terminéis vuestra misión, seréis gloriosamente aceptado por nuestra hermandad! —exclamó el anciano, que haciendo caso omiso del quejido lanzado por Cugel, prosiguió diciendo—: Dejadme pensar ahora; el mes de Yaunt está concluyendo, y entramos en el mes de Pampoun, tal vez el más irascible de los cinco demonios, debido a la sensibilidad de sus ojos. Pampoun se encoleriza en cuanto percibe el más tenue reflejo, por lo cual vos deberéis intentar la persuasión en la más completa oscuridad. ¿Tenéis alguna pregunta que hacer?

—¡Claro que sí! Suponed que Pampoun se niega a enmendarse.

—Esa es una forma de pensar negativa, que el Amable Pueblo de Lumarth se niega a reconocer. ¡Ignorad todo cuanto hayáis escuchado respecto a las macabras costumbres de Pampoun! ¡Id allí pletórico de confianza!

Cugel dijo, lleno de angustia:

—¿Cómo podré volver para gozar de los honores y las recompensas?

—No hay duda de que Pampoun, cuando esté arrepentido, os enviará de vuelta por los medios que tenga a su disposición. Y ahora, os deseo buena suerte.

—¡Eh, un momento! ¿Dónde está la comida y la bebida? ¿Cómo voy a subsistir?

—De nuevo dejamos esos asuntos en manos de Pampoun.

El anciano pulsó un botón y se abrió el suelo bajo los pies de Cugel, el cual se precipitó en una caída en espiral a velocidad vertiginosa. El aire se hizo cada vez más denso. Cugel dio contra una capa invisible que resonó como una botella al ser descorchada, y de pronto se vio en una estancia de medianas dimensiones, iluminada tan sólo por el fulgor de una lámpara.

Cugel permaneció quieto, rígido, osando apenas respirar. Sobre un estrado que se hallaba al otro lado de la sala, Pampoun dormitaba en un pesado sillón, con dos semiesferas negras protegiendo sus enormes ojos de la luz. El grisáceo torso tenía casi la misma anchura que el sillón. Las piernas robustas se afirmaban pesadamente sobre el suelo. Los brazos, tan gruesos como el mismo cuerpo de Cugel, terminaban en unas manos con dedos de metro y medio de largo, cada uno de ellos cargado con un centenar de anillos. La cabeza de Pampoun era tan grande como la rueda de una carreta, y tenía un hocico enorme y una boca descomunal, con excrecencias carnosas. Los dos ojos, cada uno del tamaño de una bandeja, no podían ser vistos debido a las semiesferas protectoras.

Cugel retuvo el aliento a causa del miedo, y también por el hedor que llenaba el aire. Echó un vistazo a su alrededor. Vio una cuerda que desde la lámpara cruzaba por el techo para terminar colgando al lado de los dedos de Pampoun. Casi como un reflejo, Cugel desató la cuerda de su unión con la lámpara. Vio una única salida de la cámara; se trataba de una puerta baja de hierro que estaba situada justamente detrás del sillón de Pampoun. La abertura por la que había entrado no era visible en ese momento.

Las excrecencias de la boca de Pampoun se movieron y alzaron. Un homúnculo que crecía en el extremo de la lengua de Pampoun observó a su alrededor, y luego miró a Cugel con ojillos como cuentas negras.

—¡Vaya, qué rápido ha pasado el tiempo!

La criatura se inclinó hacia adelante, observó una marca que había en la pared y agregó:

—En efecto; me he dormido, y Pampoun va a montar en cólera. ¿Cómo te llamas y cuáles son tus delitos? Esos detalles resultan de interés para Pampoun, que es como decir yo mismo, si bien por capricho me doy el nombre de Pulsifer, como si fuera un ser diferente.

Cugel habló con voz que expresaba a la vez valentía y seguridad.

—Soy Cugel —dijo—, inspector del nuevo régimen que ahora domina en Lumarth. He descendido para comprobar si Pampoun se encuentra cómodo, y como veo que así es, ahora voy a marcharme. ¿Por dónde está la salida?

—Entonces, ¿no tienes ningún delito que declarar? —preguntó Pulsifer, con tono decepcionado—. Vaya, es una triste noticia. Tanto Pampoun como yo gozamos ante los grandes endemoniados. No hace mucho, cierto mercader cuyo nombre no puedo recordar ahora nos mantuvo en vilo con sus explicaciones durante más de una hora.

—¿Y qué sucedió?

—Es mejor que no lo sepas —contestó Pulsifer, al tiempo que se aplicaba diligentemente a dar brillo con un escobillón a uno de los colmillos de Pampoun.

Luego echó la cabeza hacia atrás y escrutó el rugoso semblante que había por encima de él.

—Pampoun aún duerme profundamente. Ingirió una comida descomunal antes de dormirse. Perdona, pero voy a supervisar la digestión de Pampoun.

Pulsifer desapareció detrás de las excrecencias de la boca de Pampoun, y se reveló por la vibración que pudo advertirse en el grisáceo cuello del demonio. Al cabo de un rato se dejó ver de nuevo.

—Según parece, otra vez vuelve a tener hambre. Será mejor que le despierte. Querrá conversar contigo antes de que…

—¿Qué?

—No, no tiene importancia.

—Un momento —manifestó Cugel—. Me interesa más conversar contigo que con Pampoun.

—¿Ah, sí? —dijo Pulsifer, puliendo con vigor el colmillo del demonio—. Bueno, eso es algo agradable de oír. Recibo muy pocos cumplidos.

—¡Qué extraño! Observo en ti muchas cosas que alabar. Es evidente que tu existencia corre pareja con la de Pampoun, pero imagino que tendrás algún objetivo personal, alguna ambición, ¿no es cierto?

Pulsifer apartó un labio de Pampoun con el escobillón y descansó en el hueco allí formado.

—A veces pienso que me gustaría ver algo del mundo exterior. Hemos subido varias veces a la superficie, pero siempre era de noche y cuando densas nubes cubrían las estrellas. Aun entonces Pampoun se quejaba del excesivo resplandor, por lo que volvía en seguida abajo.

—Es una lástima —comentó Cugel—. Durante el día hay muchas cosas que ver. Los alrededores de Lumarth son muy agradables. Las Amables Gentes están a punto de celebrar sus Grandes Festejos de los últimos contrastes, que según dicen son algo maravilloso.

Pulsifer movió la cabeza con envidia.

—Dudo de que pueda llegar alguna vez a ser testigo de tales acontecimientos. Pero dime, ¿has sido tú testigo de muchos crímenes espantosos?

—Claro que sí. Por ejemplo, recuerdo el caso del enano del bosque de Batvar, el cual cabalgaba en un asno y…

Pulsifer le interrumpió con un gesto.

—Un momento —le dijo—, Pampoun querrá oír esto.

Se inclinó precariamente por el exterior de la cavernosa boca para mirar hacia los protegidos globos oculares.

—¿Estará él, o más bien, estaré yo despierto? —manifestó—. Creo que he notado un estremecimiento. De todas formas, aunque me resulta placentera nuestra charla, debo cumplir con nuestros deberes. Vaya, la cuerda de la lámpara se ha desatado. No dudo de que tendrás la amabilidad de apagar la luz.

—Bien, no hay demasiada prisa —aseguró Cugel—. Pampoun duerme apaciblemente; déjale que disfrute de su descanso. Por mi parte, tengo algo que enseñarte. Se trata de un juego de destreza y de azar a la vez. ¿Sabes jugar al zampolio?

Pulsifer movió negativamente la cabeza, y Cugel sacó las cartas.

—Observa atentamente —dijo—. Te entrego cuatro cartas y yo tomo otras cuatro. Cada uno debemos impedir que las vea el otro.

Cugel explicó entonces las reglas del juego, y luego añadió:

—Es indispensable que juguemos por monedas, oro o algo parecido, a fin de hacer más interesante el juego. Por lo pronto, apuesto cinco tercios, que debes igualar.

—Ahí hay dos sacos con el oro de Pampoun, o lo que es lo mismo, de mi oro, puesto que formo parte integrante de esta amplia mole. Saca oro suficiente como para igualar tus tercios.

Continuó el juego. Pulsifer ganó la primera mano, para su satisfacción. Luego perdió la segunda, lo que hizo que llenase el ambiente de comentarios quejumbrosos. Después volvió a ganar, hasta que Cugel manifestó que había quedado sin fondos.

—Eres un magnífico jugador —dijo a Pulsifer—, y constituye una satisfacción enfrentar mi habilidad con la tuya. De todas formas, creo que aún podría ganarte si tuviera la bolsa de monedas que dejé arriba, en el templo.

Pulsifer, sumamente envanecido, respondió con sarcasmos a la jactancia de Cugel.

—Me temo que soy demasiado astuto para ti —aseguró—. Vamos, te devuelvo tus monedas; empezaremos a jugar otra vez.

—No, no es ése el modo en que procede un verdadero jugador. Yo soy demasiado orgulloso para aceptar un regalo de dinero. Déjame que sugiera una solución para el problema. Arriba, en el templo, se encuentra mi bolsa de monedas de a tercio, así como un saco de confites que te complacerá mucho saborear mientras jugamos. Vamos a buscar todo eso, ¡y te desafío a que me ganes, como antes!

Pulsifer se inclinó hacia fuera, de nuevo, para observar el rostro de Pampoun.

—Parece estar cómodamente dormido, aunque sus tripas están rugiendo de hambre.

—Sí, duerme profundamente —declaró Cugel—. Démonos prisa. Si se despierta se habrá acabado el juego.

Pulsifer vaciló y dijo:

—¿Qué haremos con el oro de Pampoun? Nunca lo dejamos sin vigilancia.

—Lo llevaremos con nosotros, y así no estará lejos de nuestras miradas.

—Muy bien; ponlo entonces aquí, en el estrado.

—Ya está. ¿Cómo subimos al exterior?

—No tienes más que apretar la bolita de plomo que hay en el brazo del sillón. Pero, por favor, no des ninguna sacudida. Pampoun podría llegar a exasperarse si despertase y se viera en un lugar desacostumbrado.

—Pocas veces habrá dormido tan apaciblemente como ahora. Bien, ¡vamos arriba!

Cugel oprimió el botón. El estrado se agitó suavemente, crujió algo y ascendió flotando por un oscuro pozo que se abrió encima de ellos. Luego atravesó la especie de válvula de naturaleza constrictora por la que Cugel penetrara en su caída anterior. Al momento divisaron un destello de luz escarlata en el pozo, y un instante después el estrado se detenía cerca del altar del templo de Pampoun.

—Veamos —dijo Cugel—. ¿Dónde habré puesto mi bolsa de monedas? Esta por allí, me parece. Fíjate, Pulsifer; a través de las grandes arcadas puedes ver la plaza mayor de Lumarth, y ésos son la Gente Amable, que va a sus menesteres cotidianos. ¿Qué opinas de todo esto?

—Muy interesante, aunque no estoy acostumbrado a panoramas tan amplios. A decir verdad, casi noto una sensación de vértigo. Pero dime, ¿cuál es la fuente de ese intenso resplandor rojizo?

—Es la luz que emana de nuestro viejo sol, que se acerca al poniente.

—Eso no me atrae demasiado. Por favor, resuelve rápidamente tu asunto; de pronto me estoy sintiendo bastante inquieto.

—Me daré prisa —afirmó Cugel.

El sol, hundiéndose en el horizonte, enviaba un rayo de luz a través del portal, que dio de lleno en el altar. Cugel, situándose detrás del macizo sillón, retiró las dos semiesferas que protegían los ojos de Pampoun, y las lechosas esferas oculares quedaron reluciendo ante la luz del sol.

Durante un instante Pampoun permaneció quieto. En seguida sus músculos se agarrotaron, sus piernas se estremecieron y su boca se abrió por completo, emitiendo un sonido que era como una explosión, un alarido rechinante que empujó a Pulsifer hacia adelante y le hizo ondear como una bandera bajo un vendaval.

Pampoun avanzó desde el altar y fue a caer de bruces en el suelo del templo, donde rodó mientras seguía exhalando sus atronadores rugidos. Consiguió ponerse en pie, y percutiendo las losas con sus enormes pies, corrió de aquí para allá, hasta que al fin irrumpió a través de las paredes de piedra como si fueran de papel, en tanto que las Gentes Amables que había en la plaza le contemplaban petrificados de asombro.

Cugel, llevándose los dos sacos de oro, salió del templo por un acceso lateral. Durante un momento observó cómo Pampoun galopaba por la plaza, sin dejar de gritar y de bambolearse al sol. Pulsifer se aferraba desesperadamente a un par de colmillos, tratando de conducir al enloquecido demonio, que haciendo caso omiso de toda indicación corrió hacia el este cruzando la ciudad, derribando árboles y atravesando las casas como si fueran de papel.

Cugel avanzó a buen paso en dirección al río Isk y llegó hasta un muelle. Allí observó las embarcaciones y eligió un bote de buenas dimensiones, provisto de mástil, vela y remos, y se preparó a subir a bordo. Entonces se acercó por el río una lancha de fondo plano, que impulsaba vigorosamente con una pértiga un hombre corpulento, de harapientas vestiduras. Cugel se volvió un poco, fingiendo un superficial interés por todo lo que le rodeaba, a fin de que la lancha atracase sin que él llamara la atención al tripulante.

La embarcación tocó en el muelle y el que la conducía trepó por la escalerilla. Cugel siguió mirando por encima de la corriente, afectando indiferencia por cuanto divisaba.

El otro hombre, jadeando y gruñendo, se detuvo de pronto. Cugel notó su mirada escrutadora, y al fin se volvió a observarle. Se encontró con el rostro congestionado de Huruska, el Nolde de Gundar, sí bien el semblante era ahora escasamente reconocible, debido a las picaduras de insectos que había sufrido en los marjales de Lallo.

Huruska se quedó mirando un buen rato a Cugel, con gesto feroz.

—¡Este es el momento que estaba esperando! —exclamó con voz ronca—. ¡Temí que no volvería a verte nunca! Sólo de pensarlo creí que iba a enloquecer. Pero ¿qué es lo que llevas en esos sacos de cuero?

Arrebató una bolsa a Cugel, mientras añadía:

—Por el peso parece ser oro. ¡Tú profecía se ha cumplido totalmente! Primero, honores; luego un viaje embarcado, y por último riqueza y venganza. ¡Prepárate a morir!

—¡Un momento! —exclamó Cugel—. Se ha olvidado usted de amarrar como es debido la lancha. ¡Eso supone una conducta negligente!

Huruska se volvió a mirar, y Cugel le dio un empujón, haciéndole caer al agua. Mientras lanzaba denuestos y maldiciones, Huruska manoteó tratando de alcanzar la orilla. Entretanto Cugel se puso a desatar los nudos del bote que había elegido. El cabo quedó suelto al fin, en el instante en que Huruska llegaba cargando por el muelle como un toro. Cugel no tuvo tiempo para embarcar las sacas del oro. Se limitó a saltar a la embarcación, la empujó lejos de la orilla y comenzó a remar, mientras Huruska quedaba en el embarcadero agitando los brazos como un poseso.

Cugel izó la vela con aire pensativo. El viento le llevaba río abajo, doblando un recodo. La última imagen que tuvo de la ciudad de Lumarth, a la luz del sol poniente, incluyó las relucientes cúpulas de los templos demoníacos, y la oscura silueta de Huruska, que seguía amenazando con un puño en el muelle. Desde más lejos aún llegaban los bramidos de Pampoun, y de cuando en cuando se oía el estrépito de alguna pared que se derrumbaba.