Con cuarenta y cuatro años de edad y cansado, Madden estaba tendido, contemplando las estrellas a través de los agujeros del techo, preguntándose qué había ocurrido. Por la mañana, cuando saliese el sol, daría media vuelta y cerraría los ojos.
D llegó una tarde y le encontró. Se sentó al borde de lo que había sido el estrado de los músicos y empezó a jugar con el magnetófono. Insertaba metódicamente una cinta tras otra, ignorando los duros chirridos que surgían de la pequeña máquina. El crujido de una tabla la puso en tensión y momentáneamente se acurrucó. Luego reconoció el jadeo de Madden, y eligió otra cinta, como buscando una que no zumbase ni hiciera ruidos.
Madden se abrió paso lentamente por entre las tablas caídas junto a los listones podridos de la jaula de la go-go. Llevaba una gran bolsa de comestibles. Se detuvo como sorprendido, con su mata de pelo alborotado en torno a su rostro juvenil de ojos azules, jóvenes, increíblemente afectuosos. Aquellos ojos contemplaron a D a través de las gafas viejísimas caídas sobre la punta de la nariz. Por un momento, no recordó quién era ella.
La cinta de brocado, moteada y deslucida, que ella llevaba en la cabeza arrojaba destellos mezclados de luz y sombra, que apenas abrillantaban su túnica parda. Inclinada sobre el magnetófono, sólo parecía una chiquilla absorta por la música. Madden recordó, sonrió y llevó los comestibles al estrado de los músicos. Una vez libre de ellos, se sentó de golpe, como sintiéndose liberado de un gran peso, o como advirtiendo entonces que se hallaba cansado.
—Por poco me pillan.
Como de costumbre, al hablar agitó las manos.
D colocó otra cinta en el aparato.
—Suenan peor.
Su voz carecía de tono, no tenía nada de juvenil.
—Alguien me vio al deslizarme por detrás del circuito de la Credo-Check-Line y dio el soplo por el transmisor.
Madden suspiró y miró nerviosamente a su alrededor. Las únicas cosas limpias y enteras en toda aquella ruina eran una mesita para café y una silla. Madden había dispuesto sobre la mesita un menguado ramillete de flores mustias, dentro de un vaso medio roto.
—¿No podrías arreglar esto? —le preguntó D.
—Si no me consigues un par de válvulas de mercurio antiguas, cada vez sonará más débil.
—Quieren saber para qué son y hacen toda clase de preguntas. ¿No podrías robar algunas?
Madden rió hoscamente y se sentó a la mesa.
—Gracias a Dios, allí donde voy sólo hay comida. Hace años que dejaron de vender válvulas. Sólo comida y tal vez municiones.
—Tengo que volver pronto a casa.
—Acabo de regresar —replicó Madden, frunciendo el ceño—. Quédate un poco más.
—Esta noche vamos a La Arena.
—¿Otra vez? —sus manos se movieron con mayor rapidez—. ¿Quién queda allí por morir?
D se encogió de hombros y puso otra cinta en el aparato.
—Creo que ésta es la mejor.
Era la primera vez que expresaba algo parecido a una opinión, pero Madden no se fijó en eso. Cuando tropezó con ella, buscando por entre los desperdicios del campo, pensó momentáneamente que era como él. Luego la vio equipada con el uniforme y se asustó. Cuando ella no dio la alarma y sólo mostró curiosidad, él respiró tranquilo. Finalmente, sobreponiéndose a su sentido de precaución febril, la condujo adentro y le enseñó su escondite.
Del magnetófono salía una canción tras otra. Madden cogió una de las flores y pasó cuidadosamente un dedo por sus marchitos pétalos.
—Sí —murmuró—, está estropeada.
Suspiró y miró un rayo de sol que atravesaba el techo quemado.
—Todo se echó a perder. Seguro que había algo que nos hubiera gustado.
—Sí.
D, bruscamente, cerró el magnetófono.
—Lo siento. No quería volver a hablar de esto.
—No importa —la joven, lentamente, trepó al estrado—. Pero tú siempre pareces angustiado cuando hablas de ello.
—No creo que sólo quede yo, ¿sabes?
Mientras él hablaba, D cogió un pedazo de madera. Lo sostuvo sobre otros dos palos derechos, se concentró lentamente y levantando una mano dura como un cuchillo, chilló: «¡Hai!» y partió la madera con un golpe perfecto de karate.
Madden dio un salto y giró sobre sí mismo, con el rostro ceniciento de terror.
—¡Diantre, chica, no hagas eso!
D, totalmente calmada, volvió a sentarse.
—Lo siento, sólo practicaba.
Demasiado nervioso para tomar asiento, Madden se dedicó a desenvolver los comestibles.
—Alguien te oirá y es lo único que me falta.
—He de marcharme.
Madden se detuvo en su tarea y dio media vuelta.
—Por favor, quédate —un ruido repentino fuera le obligó a envararse, y luego se dejó caer al suelo como una roca—. ¡Son ellos! —susurró.
D, medio agachada, levantó la cabeza y escuchó.
—No lo creo.
—¿Cómo puedes saberlo, por amor de Dios? ¡Agáchate! ¡O te descubrirán!
D obedeció, al tiempo que la abertura por la que había penetrado Madden era apartada a un lado y una figura alta y grotesca entraba arrastrándose, para luego erguirse lentamente. Era enorme y llevaba un gran sombrero, una chaqueta ribeteada de ante, unos pantalones tejanos raídos y botas. Por debajo del sombrero asomaban unas patillas anchas, espesas. Llevaba unos prismáticos con unas lentes como los culos de las botellas de coca-cola.
—Madden —exclamó con voz llena de dignidad—. Kimosabe.
—¡«Forajido»!
Madden ya estaba de pie.
—Eh, muñeco… —empezó a decir «Forajido».
De pronto, cayó hacia delante con un tomahawk incrustado entre las paletillas.
Madden se quedó rígido. Sonaba una música… una musiquilla tenue, perdida, llena de acordes y sostenidos plagados de tristeza; el centinela había estado atento, pero los indios habían conseguido infiltrarse, vengándose de la caballería de Estados Unidos… Salió de su estupor y corrió hacia el caído, para sostenerlo.
—¡«Forajido»! ¿Qué ha ocurrido?
Este logró abrir los ojos.
—Lo conseguí, chico —jadeó™. Dos mil millas. Lo logré.
Madden no podía creerlo.
—Dos mil…
—Esta vez, el viejo «Forajido» lo hizo bien, amigo…
La respiración silbaba en su garganta.
—No te esfuerces. No intentes hablar —levantó la vista hacia D—. Un poco de agua… —pidió con urgencia—. De prisa.
—No —le interrumpió «Forajido»—, aguarda —atrajo a Madden más hacia sí—. Escucha… —continuó trabajosamente—. Escucha…
—Sí, «Forajido», sí…
—El asesino es… —volvió a toser, contrayéndosele el pecho a causa del dolor—. El asesino es…
Levantó los ojos, se escapó de entre sus labios un estertor final, y la cabeza cayó de lado.
—¡«Forajido»!
No hubo más música.
—¿He de traer el agua? —inquirió D.
Al cabo de un instante Madden sacudió la cabeza.
—Ya es tarde.
—¿Quién es el asesino?
Madden no pareció oírla. Sostuvo el cuerpo de «Forajido» un momento más entre sus brazos; por fin le soltó con suavidad, fue hacia la mesita y se sentó.
—Cuando éramos niños —murmuró, con una expresión de suave pesar en su rostro—, nos pegaban a los dos. Dos o tres veces por semana dejábamos de ir al colegio y nos dedicábamos a jugar. De vuelta a casa… —calló y respiró profundamente— uno de nosotros contaba cualquier historia. La favorita era…
No pudo continuar y se limitó a señalar el cadáver de su amigo.
—¿Era un forajido? —quiso saber D.
—Claro que no —repuso Madden quedamente.
D contempló el cadáver y volvió junto a Madden.
—Bien —dijo sin la menor emoción—, ahora eres lo que antes dijiste.
—¿A qué te refieres? —preguntó Madden tristemente.
—Eres el último. El último.
Madden contempló una vez más el cuerpo de «Forajido» y apartó la mirada.
—¿Quieres ganar el premio?
D movió la cabeza y cogió el magnetófono.
—Me gustaría que esto funcionara.
—Puedes quedártelo.
—No quiero privarte de él.
—Quiero regalártelo —insistió Madden—. Un obsequio. Luego, cuando encuentres válvulas, nadie te hará preguntas. Podrás declarar que lo has encontrado.
—Oh…
Tras un breve silencio, Madden añadió:
—Creo que es mejor que te marches.
—Sí.
—¿Vendrás a verme mañana?
—No —D sacudió la cabeza.
—¿Por qué no?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Podríamos hablar más. Te hablaré de…
—Ya me lo has contado todo —le interrumpió D.
—Oh, no… —protestó Madden, levantándose—. Seguro que yo…
Algo rebotó en la pared más alejada, cortándole la palabra. Chocó con un sonido seco y rompió un espejo ya partido. Madden se dejó caer al suelo. A su lado, D también estaba ya agazapada.
—Me han descubierto —susurró él con terrible apremio. El rostro de D no expresó nada—. Son ellos.
D se deslizó a lo largo del muro, se aplastó contra el mismo y expertamente atisbo por una grieta.
—Son unos niños —murmuró, volviendo a enderezarse.
—¿Estás segura?
Madden estaba tan blanco como una sábana y respiraba con dificultad.
—Echa una ojeada tú mismo.
Madden no miró. Se incorporó penosamente y se sentó de nuevo en la silla, temblando de pies a cabeza. Cuando habló lo hizo como si ya estuviera en medio de un relato fascinador.
—Yo tenía diecinueve años y acababa de regresar de The Hash y estaba dando vueltas a la casa. Todo el mundo estaba realmente atareado con algo, y yo entraba y salía como un suave aroma —levantó la vista hacia D, que le estaba contemplando—. ¿Te he hablado de mi hermana?
No aguardó la respuesta, sino que reanudó su relato. D se unió a él, palabra a palabra, con tono remotamente fatigado, aunque fiel a la intensidad del de Madden.
—Yo tenía este frasco de ácido en la nevera —dijeron al unísono— y a nadie le importaba, y le puse la zancadilla a mi hermana. Esto le salvó la vida. Oh, sí, de veras.
D calló, pero Madden prosiguió, con el rostro cada vez más animado.
—Estaba loca. Mamá lo sabía y cuando la hice caer la salvé. Era sólo una chiquilla y lo tocaba todo; siempre era feliz y se estaba riendo… Pero yéndose. Tenía esa cosa que deseaba cavar… y mi madre… ¿te dije que mi madre era cantante de ópera? Lo era. Era una gran cantante de ópera y una persona maravillosa, maravillosa. Nada podía desviarla del buen camino. Decía que cada cual tiene que atenerse a lo suyo, ¿sabes? Era así y nosotros heredamos algo de ella. Yo había volado y le hablaba de ello y la chiquilla llegó y cavó un poco… y todo era tan sólido… El viejo… —Madden estaba enfebrecido y sus manos se movían como si tuvieran vida propia— estaba en otro sitio, ganándose la vida como podía, en publicidad, y siendo muy moral. Pero le gustaba lo que hacía… ¿sabes? ¡LE GUSTABA! Mamá se hallaba por encima de cualquier infierno y seguía cantando en esos grandes, inmensos escenarios, muñéndose todas las noches, todo flor japonesa, bella y delicada, muy femenina, y los públicos aplaudían cuando ella daba la nota final, para inclinarse respetuosamente y salir de escena… Y mi hermanita cada vez se tornaba más rígida. Lo sentía, cuando ella llegaba, como si yo fuese uno de esos grandes arcos y alguien me estuviera colocando la flecha, empezando a obligarme a combarme… ¡y yo ansiaba chillar! De modo… que un día arrojamos el ácido y le deseé buena suerte. Atravesamos el puente de George Washington y de pronto todo se hizo lento, como las olas que tardan una eternidad en formarse y otra en estallar. Sobre la ciudad planeaba una iluminación purpúrea y el río parecía de plata, y brillaba con tanta dureza como un diamante. Sabía que presentía el río, miré a mi hermana y vi que su rostro expresaba felicidad, aunque estaba llorando. Me dijo que podía gustar el sabor de aquel cielo púrpura. Las gaviotas estaban como clavadas en el aire, revoloteando alegremente, y moviendo sus cabecitas atrás y adelante. Sus ojillos sonrosados nos miraban, y los dos las contemplamos. Me eché a reír, agité la mano, mi hermana me imitó, y después dijo que las gaviotas querían hablarle, de modo que trepó sobre el parapeto, asomándose para ver qué querían… —Calló y tragó saliva penosamente. Su semblante estaba sereno, con las manos inmóviles, levantadas—. Oí cómo golpeó el agua.
En el silencio que siguió, D aguardó hasta estar segura de que Madden no iba a añadir nada más. Luego cogió el magnetófono y los rollos de cinta.
Madden la miró y cogió una flor del vaso.
—Toma —murmuró, ofreciéndosela—. Llévatela.
D se detuvo y se volvió.
—¿Por qué?
—Para que te acuerdes de mí —dijo finalmente Madden.
D sostuvo el magnetófono en alto.
—Ya tengo esto.
—¿Y si no encuentras válvulas?
—Lo tiraré —dijo ella.
Se marchó.
Durante unos instantes, Madden estuvo sentado sin moverse. Luego miró a su alrededor. Se levantó y continuó desempaquetando los comestibles lentamente. Casi los había metido todos dentro del armario que había fabricado bajo el lugar de la orquesta cuando el ruido de una tabla le obligó a volverse. Cerró con cuidado el armario y oyó la voz de un hombre, dura y despreocupada, que exclamaba:
—Por lo visto, aquí hay alguien.
Cogiendo la solitaria flor, Madden se refugió rápidamente en un rincón sombrío y se aplastó lo más posible contra la pared.
Una puerta lateral se abrió de repente y se desgajó de sus goznes. Entraron dos individuos, ambos con el cuello muy grueso, de ojos menudos, muy pesados, y luciendo unas prendas funcionales de color pardo. Los dos llevaban sendos pistolones. El más gordo descubrió el cadáver de «Forajido» y silbó suavemente.
—Echaré un vistazo a esto —gruñó.
Su compañero echó mano al cinturón y miró a su alrededor con gesto cansado.
—¿Quién lo habrá liquidado?
Temblando, utilizando las fuerzas que le quedaban, Madden respiró hondo y salió de entre las sombras, sosteniendo la flor ante sí.
—Hola —dijo.
Su voz era cálida y amistosa.
El gordo dio media vuelta y lentamente levantó el arma.
—Bien, que me aspen…
La mano de Madden no dejó de sujetar la flor. Volvió a oír la música, triste, final y sonrió. De forma encantadora.