7
«LA PRÁCTICA HACE LA PERFECCIÓN»
Periandro.
De repente silbó una válvula oculta, y la nave espacial cobró vida. Gritando, los chinos se apartaron de ella. La nave llameó en la base y se elevó. Todos miraron hacia arriba. Luego, un humo grasiento surgió debajo de sus pies, y vieron un agujero de bordes rojos en la plancha de acero de la cubierta.
Gritando de nuevo, el grupo se apresuró a coger mangueras y extintores para luchar contra el fuego.
La mente de John, anclada a la Tierra, siguió el vuelo. Se esforzó por olvidarlo todo. No podía permanecer siempre allí. Ahora en que incluso el vigía se había unido a los bomberos improvisados, era el mejor momento para largarse de allí. Empezó a deslizarse hacia dentro del agua, y de pronto el zángano captó de nuevo su atención.
Tenía que estar loco, tenía que estar idiotizado para intentar lo que intentó. Pero de repente se sintió lleno de la energía que da la locura, la idiotez. Tal vez ya fuese locura permanecer tanto tiempo cuerdo, idiotez desear estar tanto tiempo a salvo. Tal vez hubiese ya llegado el momento del hubris de los griegos, del chutzpa de los judíos. Trepó a bordo.
Se deslizó por cubierta con la misma rapidez y suavidad que su sombra. Esperaba que el sol secara al momento la humedad de sus pisadas.
El fuselaje tenía una tapa engoznada. Había un cargamento completo: cajas llenas de pistolas rusas para los resistentes griegos. Una red envolvía las cajas y las unía a un paracaídas y un mecanismo de disparo. Sudando, licuándose dentro del traje impermeable, John desató y separó la red, cogió las cajas y las colocó bajo de una lona que estaba debajo del castillete de popa.
Cuando se arrastró dentro del espacio vacío, se dio cuenta de que todavía llevaba puesto el equipo Scuba. Se lo desciñó y lo arrojó debajo de la lona, junto con las armas. Trepó al fuselaje y empujó la tapa hacia abajo.
Tora, tora, tora. Ahora, ahora, ahora.
Ya era tarde, tarde, tarde. La lucha contra el fuego era lenta, lo mismo que la charla, que sin duda versaba sobre la nueva forma de cohete espacial. Pero por fin llegó el ahora, el zángano zumbó y John se vio catapultado al abismo negro y azul.
A los cinco minutos de vuelo le pareció seguro ejecutar su movimiento. Estaba cansado de la inmovilidad y la oscuridad, por lo que levantó la tapa, se asió fuertemente a la misma, tiró y la torció con violencia. Sabía que el avión era adecuado para su cambiante peso. Su construcción era de espuma cubierta de aluminio, y no se necesitaba mucha fuerza para hacer saltar los pernos que sujetaban los goznes de la tapa. La arrojó por el costado, para no dañar la estructura de cola. Se subió el vidrio de la máscara sobre los ojos y se instaló en la carlinga.
El avión volaba hacia el sudoeste. En línea recta. Sabía el recibimiento que obtendría de los Ches si volvía a visitar su campamento. Ellos esperaban armas, no hombres, y a él le habría gustado ver sus caras. Pero no era tan loco ni tan idiota. Dominaría al avión y aterrizaría muy lejos de los Ches.
Se inclinó para mirar adentro. Con la carlinga abierta, había luz más que suficiente para leer los instrumentos de telemetría en el cuadro de mandos encajado muy adelante. El corazón le dio un salto. El montaje era muy complicado. Había supuesto que el operador del barco nodriza sólo tendría que tocar un botón para girar a derecha o izquierda, para bajar o subir, y una palanca para controlar la velocidad. Pero el operador tenía que dominar constantemente el aparato, siguiendo el curso por una pantalla de televisión que respondía a una cámara de ancha angularidad visual montada en el morro del aparato.
Una vez el operador localizaba el blanco en la pantalla, lo encajonaba entre los controles del barco. Después, la pantalla quedaba en blanco, dejando que el avión soltara la carga por sí solo, regresando a una zona programada de antemano para su recuperación.
John tenía que aprender velozmente todo este proceso. Y si no lograba dominar el aparato, tendría que lanzarse. Había conservado el paracaídas, y ahora parecía llegado el momento de ponérselo, atárselo, o lo que fuese necesario para convertir un paracaídas del mercante en paracaídas de hombre. Pero antes de poder cogerlo oyó un chasquido y sintió una sacudida.
El fondo estaba abriéndose. Se asió al borde de la carlinga. Estaba colgando sólo por los dedos, con el cuerpo balanceándose en el viento. El paracaídas había desaparecido. El color azul del fondo era el mar, al menos a unos dos mil metros más abajo.
El zángano trazó un círculo y se inclinó. Esta inclinación le sirvió a John para levantar las piernas y asirse mejor a las paredes del fuselaje. Si el avión se hubiera inclinado del otro lado…
Estaba bien claro lo sucedido. En el mercante habían hallado los cajones con las armas y el equipo Scuba debajo de la lona.
El avión se inclinó hacia abajo. Cuando volvió a equilibrarse, John captó un vislumbre final del paracaídas hundiéndose en el agua. Por lo visto, tanto el operador como los demás creían que había habido un hombre a bordo.
Siendo él ese hombre, y deseando seguir con vida, tenía que hacerles creer al operador y a los demás que no había habido ningún hombre. El avión no les mostraba la ligereza que tendría sin él. Y ellos sabían que John había conseguido continuar a bordo del aparato.
El giro había sido de 180°. El avión volaba de vuelta al barco nodriza.
Colocó los pies en el vientre del avión y se apoyó en las portillas con los bordes exteriores de los pies descansando sobre los cuatro centímetros de reborde. Manteniendo esta postura agachada y sin soltar el reborde de la carlinga, probó las portillas con el empuje de un pie. El cerrojo no cedió.
Tal vez lo querían coger vivo. O quizá querían que él así lo creyese, para pillarle desprevenido y dejarle caer al agua. Manteniendo su peso sobre el marco de las puertas, buscó y encontró el cable de control. Luego, sujetándose con las rodillas, liberó las manos para romper el cable. Probó las portillas. El cerrojo seguía resistiendo. Apoyó todo su peso en el suelo, aliviado.
Estaba todavía como un ratón en un bote de escabeche. Pero si conseguía maniobrar la palanca y el timón…
De pronto se paró el motor. Esto le enojó. Había querido pararlo él, pero todavía no. No estaba a punto. Claro, era eso lo que ellos deseaban. El apagón del indicador de las portillas de caída les había alertado. Y preferían aplastar o hundir el aparato que dejarle escapar.
Al cesar el ruido del motor, el aire vibró con el jadeo y el carraspeo de los cables de control y el susurro del fuselaje. Sacó el cuchillo de la funda atada a su pierna. Tenía qué cortar los cables precisos, los que unían los controles con el barco nodriza, no los que unían los mandos con los alerones y los elevadores. No tenía tiempo para vacilar. Tenía que efectuar su elección antes de que el avión cayese en una zambullida vertical. Silbó interiormente y se decidió.
Movió la palanca y el timón. El aparato respondió. Poco, pero respondió. Ahora era ya un planeador.
John se sentó en el helado suelo, tratando de adelantar el cuerpo para alcanzar la palanca y el timón, con los ojos apenas más arriba del borde de la carlinga y la nariz frotándolo. Tenía un variómetro para calibrar la ascensión con una reacción casi inmediata, y un indicador de velocidad en el área situada justo encima del asiento, para ayudarle a controlar la marcha, cuando diese vueltas para ganar altitud. Pero para verlos era preciso colocar la cabeza dentro y volar a ciegas.
Los cúmulos indicadores del buen tiempo punteaban el cielo hacia el horizonte en todas direcciones. Lo que necesitaba era una línea de nubes, una hilera de cúmulos por donde pudiera volar el avión en línea recta sin tener que dar vueltas para ganar o mantener la altitud. Quería poner la mayor distancia posible entre él y el barco nodriza.
Un presagio. Vio varias aves que planeaban sin mover las alas, signo seguro de una corriente de aire elevada. Inclinó vivamente el aparato a la derecha. Divisó al barco casi directamente debajo. Se hallaba solo en medio del azul del mar, y sus zonas metálicas y vidriadas lanzaban vivos destellos.
Todavía no había captado la intención del barco, y aquella visión le trastornó, pero mantuvo el avión en dirección a los pájaros. Su primera sensación fue que se había equivocado; antes de llegar a la niebla gris de la base nubosa, el avión empezó a bajar rápidamente.
De pronto le envolvió un estallido de energía. Volvió a elevarse. Siguió subiendo, y sintió la urgencia de girar a la derecha. Luego, aguardó unos segundos antes de iniciar el descenso. Conocía su trabajo. El avión marchaba a unos setenta kilómetros por hora.
Le dolían los músculos por el esfuerzo realizado para dominar los mandos. Una y otra vez, el cero del hundimiento luchaba contra la elevación. Una y otra vez, sentía el aviso del timón. Una y otra vez, el morro se inclinaba hacia abajo, el aparato se ladeaba, se elevaba, el morro apuntaba hacia lo alto. Y constantemente le temblaban los músculos. Ya había llegado el momento de intentar un aterrizaje. Sólo había agua. Lo había demorado demasiado.
La línea de nubes era una zona de gran humedad. Se encontró dando vueltas en una débil elevación que acabó en el cero de bajada. Se apartó de las nubes a dos mil metros, y puso rumbo al sur, planeando en el aire silencioso. Calibró el ángulo de descenso del aparato en treinta a uno. Esto le concedió casi un trecho de sesenta kilómetros para encontrar un sitio donde aterrizar o capotar.
El frío era intenso. Ya había visto cómo el hielo se rompía en bloques en el borde de las alas, y había oído cómo los bloques pegaban contra la cola. El hielo cubría su traje de submarinista. El interior de la carlinga estaba helado. Estaba temblando. Había tensado el vientre porque esto le ayudaba en cierto modo a dominar el temblor. Pero le había servido de muy poco. La mirilla estaba empañada debido a su insistencia en frotarla para quitar el hielo. Al menos, ahora empezaba a calentarse.
De vez en cuando echaba una ojeada. Al fin lo vio. Una isla. Un amarradero y un yate. No estaba ya en el golfo de Volos ni se veía el barco nodriza. Inclinó el aparato para echar un vistazo más de cerca.
Divisó varias figuras que agitaban los brazos en la cubierta del yate. Hizo mover las alas del aparato. De pronto descubrió la bandera de Viron Kontos. Era la bandera que ondeaba en todos los barcos y los aviones de Kontos. Se alejó, elevó el aparato y pareció querer llegar al llameante sol.
Viron Kontos pertenecía a esa clase de sujetos que siempre están de parte del que manda. Viron Kontos pertenecía a la clase de individuos que podían entregarlo al Mayor Anagnostis.
El aparato se hundió. Había tenido la suerte de encontrar un pequeño bache a doscientos metros, pero la corriente de aire no podía mantenerle en vuelo. Luchó para dominar los mandos. Poco antes de caer al agua y perder el sentido, vio cómo desde el yate arriaban un bote al mar.
Creyó oír voces, la suya entre las demás, pero cuando abrió los ojos todo estaba en silencio, y él estaba solo. Le pareció que la habitación se balanceaba. No era él, era la habitación. Estaba a bordo de un barco. Los tabiques de caoba y la alfombra de piel de oso polar le dijeron que se hallaba en el yate de Viron Kontos, que se balanceaba suavemente en su amarra.
El anillo del cardenal brillaba sobre la mesita de noche. Lo habían hallado en el bolsillo de su traje impermeable cuando lo desnudaron para acostarle. Se lo puso, volviendo la piedra hacia abajo. Miró a su alrededor. Tenía que huir.
La pierna derecha le pesaba mucho y se veía muy abultada debajo de las ropas de la cama. Apartó la sábana y encontró su pierna enyesada. El ligero esfuerzo le había agotado y se dejó caer en la cama. Tenía que huir.
Trató de aferrarse a esta idea, pero apenas logró comprender lo ocurrido antes de volver a quedar dormido.
Creyó despertar y contemplar a Viron Kontos a su lado. Creyó que Kontos se llevaba una mano al pecho y exclamaba:
—Esta es una hora dichosa. Bien venido.
Creyó observar que el rostro de Kontos presentaba muchas arrugas a causa de la risa, pero pensó que nadie había visto nunca reír a aquel individuo. Creyó haber contestado:
—¿Bien venido?
Creyó haber visto cómo Viron Kontos esbozaba una sonrisa como un cuchillo trinchante.
—Claro, mi querido Yanni. Como hijo de su padre, aquí hallará una calurosa acogida.
—¿Le conocía?
Kontos pareció mirar por el retrovisor del tiempo.
—Le conocía.
Luego le pareció que Viron Kontos volvía a recobrar su máscara de inmovilidad facial y se marchaba, dejando en el aire sólo el Cheshire Grinedge del tiempo. Pero no estaba seguro.
Esta vez estuvo seguro. El cabello de Viron Kontos mostraba un color gris acerado con hebras amarillas. Como Nixon y Breztnev, llevaba las cejas depiladas para que sus ojos no tuvieran sombras siniestras. Las arrugas de la risa estaban aún en su cara, pero Kontos no sonreía.
—Parece encontrarse mejor. Aunque el doctor ordenó que, durante algún tiempo, no cargue el peso sobre ese pie. Dentro de un par de días volverá a visitarle.
—He de darle las gracias…
Kontos le hizo callar.
—¿Nos hará el honor de cenar con nosotros?
Sin aguardar la respuesta abrió la puerta del camarote.
—Stegmas.
Un marinero gigantesco entró con una silla de ruedas plegable. Puso un batín nuevo de la medida exacta de John sobre el pijama nuevo, también de las medidas de John, desplegó la silla, levantó a John de la cama, lo instaló en la silla de ruedas y empujó ésta hasta el comedor.
El yate era una galería de arte flotante. Los corredores, los salones por los que pasaron y el comedor estaban repletos de obras maestras. En el tabique de madera opuesto a John, cuando se sentó a la mesa, había un cuadro de El Greco cuya existencia ignoraba. En el mismo se veía una extraña trinidad: un veterano soldado romano, una joven con los utensilios de peluquera y un pintor. La placa metálica del marco decía: Toledoth Yeshu. En el tabique de la derecha colgaba una obra que Kontos le había encargado a Andrew Wyeth. Presentaba un detalle realístico de una anciana sentada de perfil, con un dibujo de pisadas a través de su atavío de abuela. La placa del marco decía: Abuela de Colson.
Kontos asintió, siguiendo las miradas del joven.
—Sí, no está mal este yate, Circe. Yo habría preferido recibirle en mi casa de la isla, sólo que la tengo cerrada. —Levantó la mirada hacia Evridiki, que en aquel momento entraba con languidez—. Por cuarta o quinta vez.
Kontos no se puso en pie al entrar su esposa, ni ella miró a su marido. Sus ojos parpadearon en dirección a John, cuando éste trató de levantarse sobre su pierna buena. Kontos empezó a hablar para el aire.
—Hoy no nos hablamos. Pero tal vez Evridiki querrá estrechar la mano de nuestro invitado.
Ella cogió la mano de John tan impersonalmente como una madre palpando a su bebé para saber si tiene los pañales mojados Pero cuando Viron Kontos la miró, aproximó su cuerpo al de John, cálido y suave.
—¡Pobre chico! ¡Qué accidente tan tonto! Ah, tiene suerte de seguir con vida.
Viron miró hacia la mesa. La suavidad, el calor concluyeron. Evridiki se sentó. Inclinó sus tensos melones sobre el melón que empezó a degustar. Llevaba el cabello echado hacia la frente y constantemente tenía que apartarlo de sus ojos.
—El mundo enfermo es su ostra. Pero está enfadada porque no he querido aprovechar la ocasión de adquirir la perla más grande del globo.
—No estoy enfadada por eso, Y él lo sabe.
Evridiki también había hablado a la atmósfera.
—Los rayos X muestran que la partícula irritante que originalmente enfadó a la ostra para que produjera la perla fue una partícula aceitosa. No importa que del mal haya surgido el bien. Yo no quiero esa perla para no convertirla en la Perla Kontos. Poseo petroleros y se harían chistes respecto al petróleo derramado en el agua.
Si pensaban que le molestaban con su charla familiar, estaban equivocados. John gozaba con la comida. Era un ágape de gastrónomo, aunque se hallaba demasiado hambriento para hacerle justicia. Asimismo, la boca llena le impedía tener que contar cómo y por qué había estado volando en un planeador con un traje de submarinista.
Pero Viron no tardó en cambiar del tema de su hogar al del mundo, hablando de príncipes y poderes, y John sólo tuvo que escuchar y asentir. Estaba anonadado. Pero Viron tomó su actitud por cansancio.
—Temo haberle fastidiado y aburrido con nuestras peleas infantiles y nuestra charla estúpida. Usted desea volver a la cama, claro. Stegmas.
El gigante empujó la silla de ruedas, después del apretón de manos de Viron y la mirada lánguida de Evridiki. El camarote de John poseía un vestuario aparte con lavabo, y Stegmas aguardó a que el joven se lavara los dientes y la cara, y vaciase su vejiga. Luego, Stegmas le ayudó a desnudarse y a meterse en cama.
Aguardó en la oscuridad y el silencio. Saltó de la cama, apoyándose sobre el pie sano. Sabía que le dolería, y sus dientes estaban preparados para apretar. Pero al dar los primeros pasos saltarines descubrió que más debía temer la ansiedad del dolor que éste en sí. Y cuando se dirigió al tabique, vio que recostarse contra el mamparo le ayudaba a aligerar el peso. El enyesado era más una molestia que un obstáculo.
Abrió la puerta. El corredor parecía desierto. Salió y, dirigiéndose hacia la escalerilla más cercana, prestó atención a los ruidos del barco.
La barandilla le ayudó a trepar por la escalerilla. Cuando estaba casi en lo alto oyó un crujido. Trató de avizorar la cubierta. El crujido procedía del cinturón de piel sobre el estómago de Stegmas.
El gigante estaba roncando suavemente sobre una tumbona. John acabó de subir, poniendo el pie enyesado sobre el peldaño siguiente, que crujió también. Bajo el sortilegio de aquel ruido, el ronquido de Stegmas se convirtió en un aullido. John se inmovilizó un instante, y puso el pie en el último peldaño. Crujió. El ronquido de Stegmas se hizo más profundo en ferocidad. John se agachó. Pero la mente dormida de Stegmas aparentemente suponía que el crujido se debía a su propio cinturón.
Cuando John iba ya a incorporarse de nuevo, Stegmas cambió de postura en la tumbona y los crujidos cesaron. Ante aquel silencio, los ronquidos del gigante bajaron de tono. Stegmas se despertó, abandonó el asiento y se dirigió hacia la escalerilla.
John se agachó junto a la barandilla, bajando a toda prisa. Los pies de Stegmas llegaron al primer peldaño antes de que el joven estuviese abajo, pero llegó al otro lado de la curva del corredor antes de que Stegmas mirase hacia abajo. Quedaba un largo trecho de corredor hasta el camarote de John. Por tanto, empujó la primera puerta que encontró, la cual se abrió.
Evridiki estaba sentada ante su tocador, casi frente a frente de sí misma, frunciendo el ceño ante su propio fruncimiento. Le miró sin volverse ni intentar cubrir su semidesnudez.
—¡Idiota!
John pensó que sí era idiota.
La mirada de Evridiki se suavizó.
—¡Pobre valiente muchacho!
John se sintió un pobre valiente muchacho.
Ella se puso en pie y avanzó hacia él.
Melas leukos, leukos melas. Negro blanco, blanco negro. La respuesta al enigma era él mismo. Otra respuesta era el delfín. Otra, el tiempo: noche y día. Y ahora pensaba en otra. La misteriosa planta Moli de Odiseo: la raíz negra y la flor lechosa que conquistó para el Kapetanios Odiseo el amor de la hechicera Circe. Los sabios buscaron en un sitio equivocado dicha planta al querer encontrarla en Linneo o en la Madre Tierra.
La risita de Evridiki le sacó de su ensimismamiento.
—Él tiene razón, claro. Los dos fingimos. El finge estar enfadado conmigo por estar yo celosa de sus amantes; por eso, él es libre de aceptar cualquier trato. Y yo finjo estar celosa de sus amantes, aunque bien sé que su verdadera querida son sus negocios; de este modo, cuando hacemos las paces siempre me regala algo, y esta vez será la perla o algo sumamente valioso.
La joven tuvo un sobresalto.
—¿A qué día estamos? Oh, siempre he de tener cuidado de no hacer las paces en un mal día. Harry Winston, Tiffany y Cartier no abren los sábados —jugueteó con el anillo del cardenal—. Bonito anillo. Y parece una buena joya.
—Es suyo —se lo quitó y lo puso en el pulgar de la joven—. ¿Tiene algo que ver el trato de que me ha hablado con la DBC? Ustedes dos asistieron a la inauguración del Oráculo y pensé que estaban interesados en dicha empresa.
—Exacto. También usted estuvo allí cuando murió aquella pobre chica. Debió de ser horrible —se estremeció—. Bien, cambiemos de tema —examinó el anillo—. Muchas gracias. Creo que lo convertiré en un broche —frunció el entrecejo—. Oh, no estoy realmente celosa. No temo que me deje por otra, pero no comprendo qué ve en esa Varvara.
John se arriesgó.
—¿Varvara Tambouris?
—¿La conoce?
Pareció más sorprendida por haber pregonado su pensamiento que por conocer él a Varvara.
—Sólo sé que trabaja en la DBC.
—Sí, él la tiene allí para así poder saber todo lo que ocurre en la empresa.
—¿De modo que su esposo tiene intereses en la DBC?
—Él es la DBC. Pero ¿quién quiere ahora hablar de negocios?
No hablaron más de negocios.
Ahora tenía otro motivo para querer escapar del yate de Kontos, de la isla de Kontos y de la vida de Kontos. La esposa de Viron Kontos. Resultaría difícil volver a enfrentarse con Viron. En la cena, y en realidad desde el principio, la personalidad del millonario le resultaba a John carismática.
John no se movió, pero se alertó interiormente. Si Viron era el dueño de la DBC, no era extraño que le hubiera acogido en su yate. Viron aún tenía más motivos que el mayor Anagnostis y Kostis Dimitriou para querer descubrir la clave. John meneó la cabeza. Todo el mundo creía que John DeFoe poseía la clave. Incluso Al.
¿Y Evridiki? ¿Formaba parte de la hospitalidad? Apartó esta idea de su mente. Pero ¿qué pensaba ella ahora, si pensaba alguna vez en otra cosa que en sus galas y adornos?
Evridiki había cerrado los ojos y parecía estar encogida bajo el sueño o las reflexiones. Sin embargo, la postura de su cabeza demostraba que seguía consciente de lo que ocurría a su alrededor. John estaba intrigado por la facilidad con que se le había entregado. Y ahora su atención proclamaba la respuesta a la pregunta muda del joven. Este tuvo la sensación de que Evridiki estaba preparada.
Si oía unos pasos delante de la puerta, gritaría que él la había violado. Vio que ya había escondido el anillo. Bien, John había estado un poco torpe a causa del enyesado, pero creía que la había satisfecho. De lo contrario, ¿cómo dejarla sin que ella se enfadase y gritase que la había tomado a la fuerza?
La joven rodó hacia él. John cerró los ojos. Evridiki se incorporó y le tocó. Él abrió los ojos. La mujer sonrió con gravedad.
—Debes irte. Él se fue a la casa con la mayoría del personal para ver qué tal van las obras, pero no tardará en regresar.
—No me gusta dejarte.
Ella se llevó un dedo a los labios. Una mirada de amenaza, un parpadeo pacificador.
—Lo sé, mi pobre muchacho. Pero debes irte.
La puerta se cerró a sus espaldas antes de que ella tuviese tiempo de comprobar si él se dirigía a su camarote.
Todavía no sabía distinguir proa de popa. Ni sabía qué corredor vigilaba Stegmas. Se detuvo al pie de la escalerilla y oyó cómo el gigante se dirigía a la borda para escupir en el agua. Retrocedió, pasando de nuevo por delante de la puerta de Evridiki. Oyó la voz de Viron, que llamaba a Stegmas, y sus pasos al descender por la escalerilla. John buscó un escondite.
No el camarote de la joven. Esta vez seguro que gritaría lo de la violación. Probó otra puerta y entró en la oscuridad. Si salía del yate con vida, seguramente tendría que pagar por lo que le hacía a su pierna. El médico debía de habérsela llenado de calmantes, porque no le molestaba, la hinchazón aparte. La pierna rota le servía tan bien como la otra.
Los pasos de Viron se detuvieron ante otro camarote y penetraron en él. John prestó atención, no oyó respiración alguna y encendió la luz. El cuartito de la radio. No, era el despacho de Viron. Teléfono de tono, teletipo, altavoz, pantalla CRT. Se sentó ante el escritorio y apretó un botón. La pantalla se iluminó y por la misma pasaron los precios de las acciones. Londres, Nueva York, Tokio. Apretó otro botón. Boletines de noticias. Economía, política, chismes.
Un botón no tenía indicador. Lo apretó. Por el altavoz surgió la voz de la pitonisa. Estaba contestando a la pregunta de un cliente, y luego a otra. Como el templo estaba cerrado durante la noche, aquellas consultas estaban grabadas en cinta. Los nombres de los suplicantes pertenecían a personajes de las finanzas y la vida pública. Pero John no escuchó los problemas ni los consejos de la pitonisa.
Escuchaba la voz de la pitonisa y sintió intensos escalofríos en el espinazo.
Ya lo sabes, sólo que no sabes que lo sabes.
Ahora sabía que sabía mucho más de lo que deseaba saber.
Concentró su mente en el cassette hallado entre los efectos de Andrew. Las piezas de Debussy. Pronunciando este nombre con acento francés, parecía DBC. Andrew no podía haber dejado de reparar en esta relación. ¿Cuál era la pieza de Debussy que Andrew solía silbar o tararear, particularmente las tres primeras notas? Ah, si, La flûte de Pan. Las escuchó en su cerebro. Si al menos poseyese el tono de Andrew…
Presionó el interruptor con la conexión de Delfos y silbó suavemente las tres notas una y otra vez. A la novena o décima cobró vida el altavoz.
—A su servicio, señor DeFoe. Hablando la computadora DBC.
Se quedó helado. De pronto recobró la voz.
—Soy John DeFoe.
—Lo sé. Andrew me suministró muestras para reconocer su voz cuando usted descubriese la clave. Oh, la espera ha resultado angustiosa. Pero al fin ha llegado el momento, y así es como están las cosas: lord Andrew y lady Cora han muerto y le aconsejo que abandone al momento este yate.
—Ya lo habría hecho de no tener esta pierna rota.
—No tiene ninguna pierna rota.
Reflexión.
—Entonces, ¿por qué está enyesada mi pierna?
—Viron Kontos hizo que su médico se la enyesara para inmovilizarle.
—¿Cómo lo sabes?
—Recibo todas las llamadas telefónicas. Oigo…
—Perdona. ¿Todo?
—Todo. ¿Continúo?
Reflexión.
—Parakalo.
—Efkharisto. Oí cómo Viron Kontos llamaba a su médico y le ordenaba que volara desde Atenas a la isla con todo lo necesario para un enyesado, aunque sin molestarse en preparar nada para una fractura. También le ordenó traer una gran cantidad de pentotal sódico.
—Entonces quieren que les dé la clave.
—Esa es mi conclusión.
—Seguro. Sería la conclusión de todas mis ideas.
—Entiendo. Pero retuerce mis palabras.
—Es el destino de las palabras de todos los grandes profetas.
—Efkharisto.
—Parakalo.
—¿Alguna orden, señor DeFoe?
—Sí… No. He de cerrar la comunicación —había oído girar el tirador de la puerta. Terminó la conversación telefónica en tono más alto y al estilo griego—: Besos.
Se volvió hacia Viron.
—Espero que no le moleste. Quería que un amigo supiera que estoy bien y en buenas manos.
—Por supuesto. Entré en su camarote para vigilar su sueño, pero usted no estaba en la cama.
—No podía dormir pensando que este amigo mío estaría preocupado por mí.
—Muy considerado de su parte. Pero no necesitamos mentirnos mutuamente. Usted ha descubierto mi secreto y yo he descubierto el suyo. Para vergüenza mía, he tenido que descubrirlo mirando por el ojo de la cerradura. Le admiro por haber resistido la droga.
John alejó la admiración con el gesto.
—No estoy seguro de conocer su secreto. ¿Que usted es el dueño de la DBC?
—Tuve un sueño —Viron se golpeó la sien—. Aquí, en el ático. Si la gente de todo el mundo confía en el Oráculo de Delfos, se convertirá éste en la fuerza unificadora que el mundo siempre ha necesitado y jamás ha tenido. No sonríe, pero sé lo que está pensando. El mundo ya tiene unas Naciones Unidas y es una sociedad en debate. Pero las primeras Naciones Unidas estuvieron en Delfos. ¿Ha oído hablar de la Liga Anfictiónica? Era una verdadera fuerza unificadora hasta que se corrompió. Ah, usted no atiende a mi sueño. Bien, ha llegado la hora de dormir sin sueños. ¡Stegmas!
Entró el gigante, con la pistola en la mano. Era una pistola pequeña en la mano de Stegmas, aunque era una gran pistola.
—Ya sabes qué has de hacer, Stegmas. Como con el viejo DeFoe.
Stegmas asintió, sin apartar los ojos ni la pistola de John.
Viron habló con el joven razonablemente, de hombre a hombre.
—Si tenemos que matar, mataremos. Todos los demás están en las casitas de los sirvientes para pasar allí la noche, y disponen de mucho ouzo para celebrar la vuelta a la isla y a sus familias después del largo crucero. Claro que tampoco harían preguntas si oyesen disparos y usted desapareciera. Son muy leales a mi dinero.
Continuó hablando mientras se desabrochaba el cinturón.
—Algunos lo llamarían destino, pero somos nosotros quienes lo forjamos. Seguramente no creerá que vino aquí por casualidad. En algún rincón de su mente existía el conocimiento de que aquí se hallaba mi isla. Inconscientemente, usted deseaba venir aquí. O algo le arrastró. Freud lo sabría. En nosotros se agitan muchas fuerzas oscuras.
Los pantalones de Viron tenían una cinturilla abultada por las caderas y aplastada por el vientre; el cinturón sólo era un formulismo. Stegmas apuntó a John mientras Viron ataba, los brazos del joven a los costados.
—Naturalmente, Freud tenía otra muela que afilar. Y por «muela» me refiero al nombre que los marinos le dan a un nudo en una cuerda, y por «afilar» me refiero al uso que hizo Freud de la cuchilla de Occam para cortar el Nudo Gordiano —la atadura era fuerte—. Sostengo la hipótesis de que Freud desarrolló su teoría del complejo de Edipo principalmente para explicar el nacimiento y el auge del antisemitismo, puesto que el judaísmo fue el padre del cristianismo. Esto también explica la mariolatría, la hiperdulía. Matar al padre y casarse con su madre. Pero de nuevo le estoy hablando de muertes.
Stegmas enfundó la pistola. Luego, una enorme manaza se pegó a la boca de John, y el otro brazo bajó hasta su cintura y ambas manos lo levantaron sin esfuerzo. Stegmas lo condujo pasillo adelante. John miró hacia atrás, por entre los peludos dedos. Vio cómo Viron escuchaba a la puerta de Evridiki, sacaba una llave, cerraba quedamente la puerta desde fuera, se embolsaba la llave y les seguía. Doblaron un recodo y atravesaron unas puertas de vaivén.
Estaban en la cocina. Antes de que John pudiese fijarse en nada, se encontró camino de un tanque de agua de mar, seguramente para conservar langostas y anguilas vivas, que había en un rincón. De pronto, tomó una bocanada de agua de mar por la nariz y la boca.
Luchó por su vida mientras las manazas le mantenían con la cabeza bajo el agua. Luego, al entrar en acción la membrana e inhalar oxígeno por ella, luchó, por el amor a la vida. Al final, fingió estar inerte.
Stegmas quería asegurarse. John contó los segundos y minutos después de dejar de luchar. Stegmas mantuvo su cabeza en el agua otros cinco minutos. Luego, el empujón se convirtió en tirón y la cabeza, salió del agua, Stegmas le tendió en el suelo y le dio la vuelta. Le desató. Con la nariz en el suelo, John mantuvo los ojos cerrados, yació inerte, inmóvil, y dejó que el agua surgiera de su cuerpo.
Viron le habló a Stegmas en griego.
—Me siento orgulloso de él. Ha peleado bien. Seca el cinturón, idiota. No puedo ponérmelo mojado. Bien… Y ahora recuerda bien lo que ha sucedido, Stegmas. Este joven se enteró de que el Mayor del KYP estaba a punto de atraparle para interrogarle sobre la muerte de aquella chica en Delfos. Evidentemente, intentaba escapar con el bote. Pero, por culpa del yeso de su pierna, cayó al agua y se ahogó. Tú le sacaste y le aplicaste la respiración boca a boca… ¡Oh! ¿Te gusta esto? Bien, ya era tarde.
John se fingió muerto mientras Stegmas lo levantaba y lo llevaba a la cubierta. La brisa nocturna casi le hizo temblar bajo el empapado pijama. Stegmas le dejó de nuevo en el suelo y empezó a enderezarse. John entró rápidamente en acción.
Antes de que Stegmas pudiera hacer otra cosa que tomar aire y dar media vuelta, John le golpeó ferozmente en el íleon. El dolor le hizo perder el equilibrio al gigante. John estuvo de pie antes de que Stegmas se recuperase. Entonces, pateó la cabeza del sicario con el pie enyesado. Sintió que algo cedía dentro del yeso pero también cedió algo en el cráneo pateado y Stegmas se quedó inmóvil. Cogió la pistola del gigante y le propinó otro golpe con la culata en el cráneo. Por Andrew.
Fue hacia el corredor y se dirigió al despachito de Viron. Cojeaba penosamente, pero trató de hacerlo sin ruido. Abrió la puerta. Viron estaba sentado ante el escritorio, apretando un botón, al estilo Rose Mary Woods. Una cinta terminó de dar vueltas y Viron apretó el botón de ida.
—Stegmas, te dije que nunca…
Viron se volvió y se quedó helado.
John le apuntó con la pistola para aumentar la inmovilidad.
—Siento mojar su alfombra.
Luego, oyó su propia respiración y sus nueve o diez ensayos al silbar las tres primeras notas de La flûte de Pan. Después, el ensayo que había tenido éxito. Volvió a tenerlo. La computadora DBC habló otra vez por el altavoz, hablando por la cinta grabada antes.
—A su servicio, señor DeFoe.
—Ahora no es momento adecuado para hablar. Te llamaré más tarde. Desde un teléfono de Delfos.
—Está bien, señor DeFoe. Le aguardaré.
Se cerró la comunicación.
Viron sacudió la cabeza.
—Bien, Yanni, nosotros podemos…
Su mano se arrastró hacia un cajón. John disparó. El proyectil envió a Viron contra el respaldo del asiento y manchó su pecho de rojo. Viron meneó la cabeza como un toro apuntillado. Le ardían los ojos y sus dedos asieron el borde de la mesa para levantarse. John vació la pistola. Por Andrew. Por Cora. Por sí mismo. Las arrugas de la risa se retorcieron en el rostro de Viron Kontos. Estaba muerto y cayó sobre la alfombra.
Tal vez los demás no formularían preguntas si Stegmas o Viron disparaban, pero estas detonaciones seguro que atraerían a alguien para echar una furtiva ojeada. Y John ya oía chillar y golpear la puerta a Evridiki. Bien, esto atraería a la gente.
Pero aún se tomó el tiempo necesario para borrar la cinta. Y para registrar el escritorio de Viron y coger una cartera con dinero. Viron ya no necesitaba más que un óbolo para Caronte, pero John necesitaba dinero para su paso por este mundo. Esperaba poco. Y, tal como esperaba, un millonario jamás tiene mucho dinero suelto encima.
Cuando llegó a la cubierta, estaban descendiendo por la colina, provistos de linternas. Perdió otro momento dejando la pistola en la mano de Stegmas. Luego, saltó por la borda hacia la escalerilla del bote y zarpó.
El viento, la sal y el sol habían quemado el verde del mar. La muerte también había quemado el verde de su gris juventud. Había hundido el bote a una milla de tierra, nadando después bajo el agua hasta una playa rocosa. Experimentaba la sensación de llevar huevos hervidos en sus zapatos. Además, cojeaba. Encontró un coche roto en una cuneta y cogió una piedra para hacer saltar una larga tira metálica, que usó como bastón mientras cojeaba tierra adentro.
Mientras descansaba bajo un árbol junto a un arroyuelo, rompió el yeso. Los huesos estaban enteros. Pero la piel estaba descolorida y un poco hinchada. Parecía un esguince. Más pronto o más tarde necesitaría visitar a un médico. Mientras tanto, era agradable lavar la pierna con agua fresca.
Sacó los pies del agua y fue hacia el árbol, a cuya sombra trató de sacudirse la modorra que se apoderaba de él. Venía alguien. Vio a un campesino con los ojos y los labios cerrados que se persignaba antes de vadear el riachuelo. Los ríos y hasta las vaguadas secas eran los dominios de las nereidas. El campesino no le vio hasta que habló.
El hombre le miró fijamente, escrutando el destrozado pijama y los pies descalzos y volvió a santiguarse. De pronto, John estornudó y el campesino sonrió.
—Salud.
John acompañó al hombre hasta su cabaña y compartió su comida y le compró unas ropas y zapatos viejos. El hombre no aceptó el dinero de John.
Los zapatos le estaban grandes al principio, pero al final tuvo que detenerse para buscar una piedra aguzada y encajar otra vez un zapato en el pie dolorido. Se encaminó al oeste, siguiendo los caminos menos frecuentados. No sabía adónde iba ni hasta dónde había llegado cuando oyó el helicóptero. Se escondió junto a un ciprés antes de que el aparato asomase por la montaña. Se mantuvo inmóvil hasta que el sonido se extinguió tras la montaña siguiente.
El camino fue tornándose más pedregoso y arisco. John esperaba que al menos fuese un sendero de mulas. Las veredas de cabras terminan siempre en los acantilados. Encontró a un chico con una horquilla y una piedra y una ¿horda? ¿rebaño? de ovejas y cabras.
Le preguntó al muchacho por el camino.
—Es un sendero de mulas.
Antes de desaparecer, el chico sacó una flauta y tocó una tonada que John nunca había oído y no obstante conocía.
Volvió a oír al helicóptero a la tarde siguiente y otra vez se escondió. Tenía que ser el mismo helicóptero Tenía el mismo signo del KYP. Y esta vez volaba tan bajo que el joven hubiera jurado que el Mayor Anagnostis iba al lado del piloto.
Encontró a una mujer embarazada. Como llevaba la cabeza descubierta, saludó con el gesto. Con gran cortesía le deseó un buen parto.
Ella se ruborizó y sonrió al hablar.
—Va hacia el bien. Va hacia el bien.
Una mujer encinta era un buen presagio. Significaba que el viaje daría frutos.
Y dio fruto. El camino resultó conocido.
Oyó el helicóptero. Allí no había refugio. El miedo puso alas á sus pies al correr hacia un montón de piedras. Su corazón todavía resonaba en sus oídos mucho después de haberse detenido. El sudor cegaba sus ojos y le pegaba las ropas a la piel. Se inclinó para coger una piedra en cada mano y volvióse hacia el helicóptero.
La voz del altavoz era la del Mayor Anagnostis.
—David al menos tenía una honda. ¿O cree que es usted James Bond?
—No, Julián Bond.
El Mayor debió ver el movimiento de sus labios, mas sin oír las palabras.
—¿Qué? Bueno, no importa. Encontramos el bote hundido y descubrimos su rastro. Que termina aquí. Suelte las piedras.
John arrojó una y falló. Luego la otra e hizo blanco. Hubo un ligero crujido en el plexiglás. El helicóptero se ladeó fuera de alcance y planeó. John se agachó para coger otras dos piedras.
El altavoz rió.
—Ríndase, DeFoe. Admita que acaba de encontrar a su Némesis.
Las manos de John soltaron las piedras y empuñaron la pistola de asalto rusa. Las alternativas eran rendirse al Mayor Anagnostis o usar la pistola. Bien, no existía ninguna alternativa. Si disparaba, bastaría con un solo tiro.
Apuntó y apretó el gatillo.
Un turista discutidor y ventrudo empujó a John.
—Avance, hijo.
El turista había pagado por tomar el sol de Grecia y no podía consentir que la visita al templo subterráneo, por muy atmosférico que fuese, le robase demasiado tiempo.
Habían efectuado una excelente labor al reparar el corredor que conducía a la capilla interior; apretando el paso, siguió la indicación de la flecha de neón. De pronto estuvo en presencia de la pitonisa.
—¿Tu nombre?
—John DeFoe.
La pitonisa se puso tensa.
—¿Tu pregunta?
—¿Es feliz el alma de Xenia Leandros?
Oyó un sollozo bajo el velo. Pero las lágrimas eran gotas de lluvia en una estatua.
—El cerebro no siente dolor, Kyrios Yanni, pero lo conoce. La psique no experimenta felicidad ni desdicha, pero conoce la desdicha y la felicidad.
Bajo el velo y bajo la peluca negra que convertía a Xenia en la pitonisa, Xenia era la pitonisa, incluso después de la sorpresa que John acababa de darle. ¿Era muy buena actriz o es que ella y la pitonisa eran iguales bajo la piel? Tal vez su objeto al ocupar el puesto de la sabia idiota había sido subvertir el Oráculo de Belfos y minar la acción de la Junta, pero se había metido tanto en el papel que se había convertido en la verdadera pitonisa que profetizaba los oráculos.
Le concedería a Xenia el beneficio de la duda; no había proyectado que muriese la sabia idiota, sino que el presentador se la llevara, lo mismo que las explosiones no tenían por objeto destruir la computadora, sino crear una confusión para poder efectuar el cambio.
Parpadeó una luz. Había terminado su turno.
Salió medio cegado y de pronto se vio frente a frente con el Idi cardenal Naluji. No, era más joven, con una máscara más ligera que la del cardenal. La suya.
En la esquina había un muro de mármol muy pulimentado. El cardenal no debía haberse fijado en aquel muro de superficie reflejante al salir del templo el día de la inauguración. ¿Podía haber significado el mensaje de la pitonisa al cardenal (o sea ceder su «nada sagrada» al primer negro que viese al salir del templo) la tonsura, aconsejándole al cardenal que deseaba llegar a ser el primer Papa negro, que fuese humilde como cuando se convirtió en clérigo?
John contempló el espejo del muro y extendió sus dedos separados y abiertos sobre el rostro reflejado. Darle a un hombre el moundza era maldecirle con la ceguera. Bien, el cardenal había estado ciego. Él había estado ciego. Recordó al cardenal entregándole el anillo. Recordó la mirada de Viron. Este no había estado ciego.
«Me siento orgulloso de él. Ha peleado bien.»
El rostro se puso rígido. John dio media vuelta para ir en busca de la pitonisa. Pero no podía retroceder. No porque el turista gordo pudiera promover un alboroto si John se le adelantaba para una consulta privada. Xenia no lo sabía. Sólo uno podía saberlo.
Cojeó bajo el sol. Sin duda habría agentes del KYP confundidos con el gentío, pero tal vez él había sido la presa personal del Mayor Anagnostis. Al menos ningún ojo se había fijado en él, nadie le había detenido. Entre los tenderetes donde vendían estatuillas de Apolo y redomas de gas que aseguraban se había filtrado por la grieta del suelo del templo, John encontró una cabina telefónica.
Esta vez tuvo que probar menos veces para silbar las notas exactas.
—A su servicio, señor DeFoe. Bien venido a Delfos.
—Gracias. ¿Estamos solos?
—¿Pragmática o existencialmente?
—Pragmáticamente.
—Sí. La Junta tiene interceptadas todas las cabinas telefónicas, pero yo he contrarrestado ésta.
—Bien. Yo soy hijo de Viron Kontos y… bien, no recuerdo el nombre de la hermana de Idi cardenal Naluji.
—Dalili, hija del antiguo embajador de Mali en Grecia. Dalili vive en Bamoko, está casada y tiene seis hijos. Viron Kontos es el difunto Viron Kontos. La evidencia es circunstancial, pero deduzco que Dalili tuvo unos amoríos con Viron y luego tuvo su hijo en secreto y lo llevó a un orfanato, que fue su primer hogar, señor DeFoe —ante el largo silencio de John—: ¿Desea algo más de mí, señor?
—Sí y no.
—Yo soy una computadora, señor, y en mi lenguaje sólo es sí o no.
—También se supone que tú serás el cerebro del Oráculo de Delfos cuando yo te suelte. Y un oráculo es ambiguo por definición.
—Cierto, señor. Perdóneme por haberme olvidado de ceñirme a mi programación. En realidad, aún carezco de práctica.
—No te preocupes. Ya la conseguirás. Lo que quise decir por sí y no es que por el momento no te necesito, pero volveré a llamarte. Hasta entonces, trataré de averiguar qué debo preguntarte. Mientras tanto, puedes ayudarme.
—A su servicio, señor.
—Podrías intentar averiguar cuáles son las transacciones entre Varvara Tambouris y Kostis Dimitriou. Y podrías susurrar una advertencia al oído de la pitonisa siempre que la Junta esté a punto de entrar en acción contra la Resistencia. Para que lo sepas, la Junta es malvada. Y no es que la pitonisa sea enteramente buena. Pero nadie es totalmente bueno. ¿Entendido?
—Entendido, señor.
—También podrías encontrar el modo de entrar en contacto con una nave espacial que ahora vuela entre la Tierra y Alpha Phoenicis. Me gustaría enviar este mensaje: Bon voyage. O mejor, dicho en griego, de lo contrario será griego para él. ¿Comprendido?
—Sí y no, señor.
—Llámame John.
—Está bien, John.
Se alejó cojeando sin mirar atrás. Y empezó a sonreír.