1
«CONÓCETE A TI MISMO»
Solón.
—Cuatro a tr…
John DeFoe ahogó el susurro erótico casi tan pronto como pasó por su garganta. En la cama, sobre el vientre, se había incorporado y arrastrado para llegar hasta el botón vocinglero de su reloj de viaje. Bostezó hasta casi llorar. Una hora infernal aunque aún tranquilizadora. Había salido del limbo y se había vuelto a asir al hilo que seguía. Estaba vivo. Lo estaba ahora.
¿Qué le había despertado?
Lo que le había despertado se repetía: tanques que pasaban por las calles, órdenes militares. Dejando el cuarto a oscuras, se acercó a la ventana y apartó ligeramente la persiana. Al resplandor de las luces callejeras, los tanques corrían por la avenida. La calle hervía de soldados, y también los había en los portales.
John se encogió de hombros, y ya estaba a punto de volver a la cama, cuando un coche negro se detuvo delante de su hotel. Varios soldados se apresuraron a abrir las portezuelas posteriores y saludaron a dos hombres de paisano que salieron del vehículo, encaminándose al hotel.
Por un momento, el estremecimiento no tuvo nada que ver con el aire acondicionado. Después, el escalofrío se transformó en un encogimiento de hombros. La policía secreta, sí; pero lo que los agentes del KYP tuvieran que hacer a aquella hora en el Atenas Hilton no le incumbía en modo alguno.
Unos leves golpes en su puerta le hicieron detenerse al lado de la cama. Otra vez el escalofrío. Pero era pronto para que los agentes del KYP hubieran llegado a aquel piso y a su apartamento. Nuevos golpes, más fuertes, más urgentes.
—¿Sí?
—Telegrafema.
Una voz ronca y juvenil.
Aquella palabra fue un directo a la mandíbula. Preguntándose qué malas nuevas podía traerle el mensajero para añadirlas al anticlímax de los últimos días, buscó unas monedas, en sus bolsillos y abrió la puerta. Pero la puerta casi le hizo perder el equilibrio.
—Afeste mu en.
La voz era clara ahora; la ronquera había sido fingida. Era una chica.
Entró, sin hacer caso de la desnudez del hombre, y le encañonó con una pequeña automática. Cañón de cinco centímetros. Una 25. Retrocedió lentamente.
Conocía el griego desde su infancia, pero mantuvo el rostro inexpresivo y habló en inglés.
—¿Qué pasa? ¿Qué desea?
—Ah, un americano —era una afirmación exenta de alegría—. ¿Por qué ha traído la maldita junta con su Sexta Flota? —de pronto, como recordando que hay un tiempo para las palabras y otro para el laconismo, miró a la pared de enfrente—. ¿Está solo?
—Ahora no.
La joven lanzó un bufido y levantó la barbilla. John agrandó los ojos, admirando la rubia cabellera, como si su encanto quedara realzado por la luz del pasillo. La joven se recostó contra la puerta. La cerró.
La habitación se ensombreció, quedando solamente iluminada por el resplandor que se filtraba por la persiana. Ella alargó la mano libre hacia el cerrojo y lo corrió. Volvió a alargar la mano y dio la luz. Su rostro se inundó de color rojo. Ensanchó los ojos, con reflejos dorados.
—Vuélvase.
Él se volvió. Tenía aún las monedas en la mano. A punto, si estaba a punto de cruzar la Estigia. Su costado desnudo le ocultó mientras insertaba una moneda en la uña del pulgar, para expulsarla con fuerza con la uña del índice de la misma mano. La moneda chocó contra la puerta entreabierta del cuarto de baño y saltó por las losas y el cromo. Oyó el crujido de la minifalda cuando la muchacha dio media vuelta para ver qué pasaba. John dio un salto.
La pistola ya no le apuntaba, no del todo, pero lo bastante para justificar el salto. La cogió, junto con la mano que la empuñaba y retorció esta última. No fue fácil, ya que ella le sorprendió por su fuerza. Resistió mientras forcejeaba. Pero lo malo para la joven fue que, al parecer, había tomado algunas lecciones de karate y estaba dispuesta a ponerlas en práctica. Debía de ser la primera lucha real de su vida. John trató de esquivar las patadas y rodillazos, se apoderó de la pistola, y retrocedió hasta situarse fuera del alcance de aquellos brazos y piernas.
La muchacha, de pronto, fue todo terror y súplica.
—Necesitaba un sitio donde esconderme. Me persiguen por haber violado el toque de queda. Me azotarán y me torturarán. Son unas bestias.
John empezaba a darse cuenta también de la bestia que había en su interior. Corrió a apagar la luz.
Hubo un grito en la calle. Retrocedió y apartó un poco la persiana. Un soldado desde la calle señalaba la ventana, aparentemente a una cabeza que se asomaba por la ventana de un corredor, dos o tres pisos más abajo del suyo.
—Demasiado tarde. Han visto la luz. Pronto estarán aquí.
—¿Dónde puedo ir? ¿Dónde me meto?
—Quédese aquí. Métase en la cama conmigo.
En la penumbra la vio inmovilizarse. Por millonésima vez, se dijo que aquél no era asunto suyo, que no debía ruborizarse tampoco. Sin embargo, se alegró de estar a oscuras.
Tenía que ser algo más grave que haber quebrantado sólo el toque de queda. La pistola pertenecía a la Resistencia. Seguramente, la muchacha iba o venía de una reunión dedicada a promover algún complot contra la Junta, cuando no verdadero sabotaje. No le debía nada a aquella chica. Pero había oído contar lo que ocurría a veces dentro de los muros del KYP, y además, tampoco le gustaba la Junta.
—Mire, Bonnie Parker[2], sólo trato de ayudarla. Si nos encuentran a los dos en la cama, tal vez se traguen el cuento de que usted estaba aquí desde antes del toque de queda. ¿Cuáles son las horas? ¿De una a cinco de la madrugada?
Ella asintió y, pensando que él no había visto el gesto, murmuró:
—Sí.
—De modo que yo la traje aquí antes de la una. No se preocupe. He llegado esta misma tarde, y con el cansancio del avión y todo eso, no estoy para nada. De modo que ¿qué dice: ochi o sí?
—Sí.
Ya se estaba desnudando. John metió la pistola debajo de la almohada y subió a un lado de la cama. La muchacha se metió al otro y atrajo las ropas hacia sí. Permaneció quieta, pero él intuyó que estaba temblando por dentro. ¿Ella o él? ¿O ambos?
Oyó unos pasos quedos en el pasillo.
—¡Rápido! ¿Cómo se llama?
Ella sólo vaciló un segundo.
—Xenia Leandros.
—Yo John DeFoe. Encantado de conocerte, Xenia. ¿Dónde nos conocimos? ¿Pudo ser en el autocar del aeropuerto a las siete?
Otro segundo.
—Sí.
Una sonrisa en la oscuridad.
—Encantada de conocerte, Yanni.
Las pisadas se detuvieron. Pero nadie llamó a la puerta. Los del KYP querían cogerles por sorpresa. La llave forcejeó un poco en la cerradura, y luego, evidentemente, la cogió uno del KYP de manos del tembloroso director del hotel. Susurros, se abrió la puerta y se encendió la luz.
John se incorporó, llevándose una mano a los ojos para no quedar deslumbrado. Otra mano se la golpeó. Contempló estupefacto al agente del KYP. Aquel rostro mostraba el color gris de las cadenas. Era el mismo rostro de todo el mundo: de la derecha o de la izquierda, del Este o el Oeste, del Norte o del Sur. El rostro de un inquisidor que no tenía que dar cuentas de sus actos, el custodio impertérrito, el servidor de la ley que se sitúa por encima de ésta.
—¿Qué es esto? ¿Qué quieren? —fijó la vista en el director del hotel que se movía angustiadamente sobre sus pies—. ¿Quiénes son esos hombres? ¿Por qué han entrado de este modo?
Los dos agentes volvieron la cabeza brevemente y el director se eclipsó. Uno de los agentes se acercó a la cama, con las manos en los bolsillos de la guerrera, mientras el otro cerraba la puerta y entraba y salía del cuarto de baño. Luego, ambos contemplaron a Xenia y a John. Sus expresiones no cambiaron, pero el rostro del primero empezó a hacer una mueca, mueca que el otro pareció captar.
«Tranquilo —se dijo John—. Esto ya hace la millonésima y una vez.»
Mantuvo el rostro sereno y la Voz pausada.
—Supongo que son de la policía. Yo soy ciudadano americano, y mi amiga es ciudadana griega. No hemos hecho nada. ¿Les molestaría explicar de qué se trata?
—Sus documentos, por favor.
John señaló el montoncito de la mesita de noche. Un agente cogió el pasaporte de John. Lo abrió, lo revisó y enarcó las cejas. Levantó el teléfono, llamó a un número exterior, y leyó en griego las señas del pasaporte.
—Está con una chica —escuchó, enrojeció y pidió un momento de espera. Volviéndose hacia Xenia—. Sus documentos.
Xenia señaló su bolso de correas en la butaca. El otro agente registró el contenido del bolso y le entregó el DI al del teléfono, el cual lo leyó en voz alta. John asintió para sí. De modo que Xenia Leandros era estudiante de actriz. Sacudió levemente la cabeza en un gesto invisible. La forma en que el agente lo había leído demostraba que para el puritanismo de la dictadura griega, ser actriz equivalía a ser prostituta.
El agente escuchó, saludó y colgó. Dejó el pasaporte en la mesilla y le devolvió el DI a su compañero, quien lo metió en el bolso.
—Bien, nos vamos. Buscamos a alguien. Pero usted, Kyrios Yanni, tendrá que pasar por nuestra Central a las diez de la mañana. Cualquier taxista le llevará allá.
Al volverse para salir, uno le pegó un codazo al otro. Los dos estudiaron la serie de monedas que había en el suelo. Sólo entonces se dio cuenta John de que le habían caído mientras forcejeaba con Xenia por la pistola.
La expresión de ambos hombres se despejó un poco. Contemplaron el cuerpo de Xenia debajo de las sábanas, luego miraron a John sonriendo y se marcharon.
John se sintió aliviado y un poco molesto por no haber tenido que demostrar, junto con Xenia, su mentira. Era agradable saber que les habían engañado, pero le parecía que lo habían logrado con demasiada facilidad. Tal vez no. Todavía tenía que ir a la Central del KYP. Tenía la sensación de que su nombre había detenido la búsqueda de una chica que sólo había violado el toque de queda. Pensó saber el motivo.
Xenia se estremeció. Se incorporó y le miró acusadoramente.
—¿Por qué desean verle mañana?
—¿Qué? —Estaba ensimismado estudiando la topografía de la muchacha—. Lo siento. No escuchaba.
La joven se llevó el cabello atrás con impaciencia, con lo que se ensanchó la topografía.
—A la Central del KYP. A las diez de la mañana. ¿Por qué? ¿Quién es usted realmente?
John reprimió una sonrisa. No quería hablar de ello, aunque tendría que hacerlo más pronto o más tarde. Tal vez fuese mejor aclararlo todo antes de pasar por el KYP.
—Supongo que soy el producto del cruce de un marinero negro que saltó de un transporte aéreo JFK con una chica griega. Lo único que sé con certeza es que alguien me llevó a un asilo infantil del Pireo inmediatamente después de hacer el nudo; bueno, me refiero al ombligo. A los cuatro años de edad, me adoptó un matrimonio americano, Andrew y Cora DeFoe. Él volvió aquí y vivió en Grecia varios años. Es… Era… jefe de una empresa de computadores, y estaban realizando una tarea para la DBC…
—¿La Delphi Bionomic Corporation? ¿El proyecto del Oráculo de Delfos?
—Precisamente. Su obra más larga, su última obra, aunque yo no lo supe hasta ahora. No estaba en contacto con ellos. Habíamos dejado de vernos últimamente.
—¿Se pelearon?
—Acordamos que no estábamos de acuerdo, así es más exacto. Él no quería que yo abandonara la universidad. Bien, he intentado valerme por mí mismo. O perderme por mí mismo. O tal vez sólo he querido matar el tiempo.
—¿Qué hacía?
—Reconozco que muy poco para ganarme el pan. Traté de unirme a un grupo de rock, pero no era muy bueno.
—¿Obsceno?
—No dije eso. Bien, acepté varios empleos, trabajando sólo lo suficiente para poder comprar mi equipo submarinista SCUBA, y todo el complemento. En realidad, esto no importa. Lo que ahora me ha traído aquí es que mis padres adoptivos murieron en Grecia hace unos días.
—¡Oh, no!
—Para empezar, no me gustan las coincidencias, y fallecieron por separado de una forma que no concuerda con lo que sé de ellos. Tal vez el KYP interviniera en eso. Por lo visto, saben que yo soy el hijo. Tal vez desean comunicarme algo, o piensen que soy yo quien tengo algo que comunicarles.
Xenia posó una mano sobre el brazo de John, dejando resbalar un poco más las ropas de la cama.
—Lo… lo siento.
Él asintió. La mano de la muchacha continuó en su brazo en tanto apartaba la vista. El cerebro de John se había disparado. Sabía que la chica estaba reflexionando. ¿Tratando de utilizarle? Intentó comprender sus propios sentimientos. Sabía que su cuerpo deseaba utilizarla a ella. Si aquello no era amor a primera vista, había cierta afinidad; como hombre, en aquel mundo lleno de números que ejecutan sus propios números, era lo mejor.
—¿Y tú qué?
La mano se apartó de su brazo como si le quemase.
—¿Yo… qué?
—No puedo dejarte salir hasta las cinco. De modo que lo mejor será pasarlo lo mejor posible.
Le puso una mano en el brazo. Ella se la sacudió de encima, dejando su cuerpo más al descubierto. Contempló las sombras platónicas de la costa plutoniana. La muchacha no trató de cubrirse de nuevo. Saltó de la cama, buscó bajo la almohada y retrocedió con la pistola en la mano. John saltó lentamente de la cama. Ella retrocedió más. Su dedo índice se engaritó en torno al gatillo.
—No se acerque.
John siguió avanzando. El dedo se tensó. Él continuó andando. Ella dejó caer la pistola.
—¿Está loco? Pude haberle matado.
Él la tomó entre sus brazos y susurró en su oído:
—Puse el seguro cuando la metí debajo de la almohada.
Ella susurró en su oído:
—Y yo lo quité cuando la saqué de debajo de la almohada.
Ambos alargaron los brazos. Sus dedos se encontraron en el interruptor de la luz.
Despertaron al alba. John murmuró adormiladamente mientras Xenia le sacudía el hombro:
—Estoy despierto, estoy despierto…
Pero continuó con los párpados cerrados.
Sin desear abrir los ojos a la realidad, pasó un brazo sobre Xenia y tocó el botón vocinglero del despertador.
—Las nueve y diez.
—¿Lo ves?
Pero el susurro erótico contenía una nota alegre.
—¿Ver qué?
Ella se incorporó, bamboleante su sombra a través de la luz matutina.
—La hora. ¿No tienes que ir al KYP?
John la miró gravemente, con los ojos aún cerrados.
—Para que me ayude a soportar el día, voy a hacer algo muy simple: comer. Deseo mi ración de pan cotidiana.
—Tonto. No tomes a la ligera una requisitoria del KYP.
La dejó apartarse de él con furor contra su estoicismo, su flema, su apatía, o lo que fuese. Siguió un estatismo rítmico. John abrió los ojos. La vio cepillarse el cabello. Aquel movimiento disminuía su furor, tornándola soñadora.
Cuando hicieron el amor, ella había empezado de una manera preocupada, después se había concentrado en ello ferozmente. Pensando en ello, John deseó sonreír. Había sido algo estupendo, eufórico, sentir una pasión después de tanto tiempo, tanto, que hasta creía haberse olvidado de tal cosa.
Ni siquiera la noticia de las muertes de Andrew y Cora había logrado romper su máscara helada. Era más que una máscara; era algo enterrado en la piel. Era, paradójicamente, un sentimiento de falta de sentimiento. Y aquella pizca de autodescubrimiento le complacía enormemente. Pero la máscara, aunque agrietada, aún seguía en su sitio. Cuando uno fabrica una máscara muy ajustada del rostro de Monna Lisa, y se la pone, ¿sabe uno qué significa aquella sonrisa enigmática? Pero John ignoraba qué significaba su máscara.
Soñadoramente, contempló cómo Xenia se cepillaba el cabello también soñadoramente. Había cogido su cepillo. El tiempo del macho-cerdo había pasado, y ahora estaban en la época de la diosa-madre. Como si le hubiera oído estremecerse, el cuerpo de Xenia pareció proyectarse al frente y el cepillado adoptó un ritmo más sensual. Pero lo que más le maravillaba era su naturalidad. Le cogió el cepillo de la mano y posó las manos en sus senos. Ella se volvió a mirarle.
—No, llegarás tarde.
—Sí.
Presionó la boca sobre otra silenciosa, pero que le correspondió. Luego, la otra boca sonrió bajo la suya. Xenia la apartó lo suficiente para poder hablar.
—Permíteme, no obstante, recordarte que en este desdichado mundo exterior hay cosas tan desagradables como el KYP.
La muchacha maniobró en el control remoto junto a la cama, y la pantalla de la televisión presentó una canción y un baile, con un coro viviente de botellas, anunciando el agua mineral Loutraki. Xenia rió al observar la expresión ceñuda de John.
—Está bien, Yanni. No perdamos tiempo.
Se dejaron caer en la cama.
Se incorporaron. Realmente, es algo muy serio cuando un canal de televisión da los anuncios.
Y el rostro grave que llenó la pantalla en lugar del coro de botellas les dijo que en vista de los falsos y maliciosos rumores que circulaban, según los cuales el gobierno había pospuesto las ceremonias de la inauguración a causa de dificultades técnicas, o peor aún, a causa de las manifestaciones estudiantiles, y también que el gobierno había demorado la inauguración por respeto a la trágica muerte del constructor, el Oráculo de Delfos se inauguraría de acuerdo con lo previsto. El Premier Nikos Papadakis inauguraría el restaurado templo, con cuya ocasión pronunciaría un discurso.
John comprendió lo que Xenia estaba pensando. Luego, le miró fijamente.
—¿Has entendido lo que ha dicho el locutor?
—Nai.
—Está bien. Si Papadakis asiste, ello significa que sólo asistirán personas invitadas. Me gustaría verlo.
—Puedes verlo por la televisión.
—No quiero verlo por televisión. Quiero verlo en Delfos. Tú eres el hijo del hombre que diseñó el nuevo Oráculo. Tienes el derecho y el deber de asistir a la inauguración, en representación de tu padre. Y yo iré contigo.
—Aunque yo pase por la criba… ¿pasarías tú?
—Mi familia es respetabilísima. Tiene mucho philotimo, ¿sabes? Tenemos una mansión en Psychico, no muy lejos de la casa de Papadakis, aunque yo he estado viviendo cerca de la universidad. Pasaré la criba, no temas. Los agentes del KYP leyeron mi nombre por teléfono y no me apresaron; por lo que ignoran quién soy… aparte de ser el garbanzo negro de una familia respetable.
—Bien, supongamos que asistimos al acto. Dejaremos la pistola, claro.
Xenia abrió los ojos ingenuamente.
—Claro.
—Si te abres paso hasta Papadakis y le apuñalas con tu lima de uñas, sus hombres te atraparán en el acto. Tal vez pienses que vale la pena. Pero también me atraparían a mí. Y no sé nada de los Leandros, pero ya han muerto demasiados DeFoe últimamente.
Xenia estaba impaciente, o fingía estarlo.
—Prometo no apuñalar a Papadakis con mi lima de uñas. Y ahora, si no te apresuras, llegarás tarde a la cita con el KYP.
—Me apresuraré. Pero primero tocaré tierra como Anteo, y pasaré por la Embajada americana para anunciarles que estoy citado con los del KYP. Aunque esto no signifique mucho. Pero me gustaría dejar esto registrado, aunque después ellos pierdan el registro.
Se vistieron rápidamente, y mientras tanto comieron tostadas y café que les sirvieron en una bandeja. La falda de Xenia resultó una maxi.
—No, no se ha alargado de la noche a la mañana —frunció el ceño mientras la alisaba—. ¿Queda bien ahora? Las leyes de los Coroneles se oponen a las minifaldas. Pero cuando vi que estaba en la calle después del toque de queda, me levanté la falda, esperando que me tomaran por una turista que ignoraba lo del toque. De todos modos, me persiguieron —se echó a reír—. De todas formas me ayudó. Con la falda corta corrí como Atalanta.
A pesar de su asentimiento, el griego de John era imperfecto. Xenia tradujo el griego de John al griego, y el taxista les condujo a la Embajada americana, aguardando mientras ellos entraban en el edificio. Xenia se quedó en el vestíbulo, y John buscó a alguien que le atendiera.
El laberinto terminó en el despacho de un tal F. Harry Stowe, que tenía unos ojos inquietantes y se reía con facilidad.
—No crea todo lo que dicen por ahí. Lamento mucho lo de sus padres, DeFoe. Claro que haré cuanto pueda para que asista usted al acto, a pesar de la falta de tiempo. Buena publicidad, claro. De este modo usted demostrará que no acusa al gobierno griego de lo que les sucedió a sus padres.
John encontró a Xenia hojeando furiosamente un ejemplar del Newsweek. Antes de poder contarle lo sucedido, ella se lo arrojó a la cara y le enseñó que alguien había arrancado un artículo referente a la Grecia de los Coroneles.
—Ya ves cómo no permiten que se diga la verdad ni siquiera en tierra americana. Yo escupo en esa tierra americana.
La sacó de la Embajada sin dejarla escupir.
La vio desaparecer junto con el taxi cuando él saltó del mismo frente al edificio de la calle Bouboulinas. Ella debía abandonar el taxi una manzana después de su domicilio y retroceder hasta éste, donde se cambiaría de ropa y le esperaría. Claro que ningún coche parecía seguir al taxi, pero el KYP sólo necesitaba la matrícula, y estaba seguro de que un par de ojos la habían anotado. El conductor les diría después adonde había llevado a la joven. John contempló el edificio, llenó de aire sus pulmones y entró.
Garabateó su nombre al dorso de la tarjeta que le había dado F. Harry Stowe. Se la entregó al ujier de la puerta. Al cabo de un rato, otro ujier condujo a John a un despacho.
El Mayor Stelios Anagnostis estaba de pie detrás de su escritorio cuando entró John. Untuoso de pies a cabeza, el Mayor blandió un sucio dedo ante John.
—Kyrios Yanni, usted ha pasado por la Embajada americana. Eso no era necesario. No debe creer cuanto se dice de Grecia. Aquí no torturamos a nadie.
—Me alegra saberlo, Mayor. Siempre me ha gustado conocer a un valiente.
—¿Valiente? —el Mayor se recobró—. Supongo que lo soy, pero ¿por qué lo dice?
—Sostengo la teoría de que un verdugo no puede resistir ni una décima parte del mal que hace. Por tanto, me alegra saber que usted no es un cobarde verdugo.
Los ojillos del Mayor escrutaron fijamente a John, y su boca se abrió en una sonrisa.
—Una teoría interesante.
—Pero no fue por esto que estuve en la Embajada, Mayor. Fui solamente para que me facilitaran el acceso a la inauguración del Oráculo de Delfos en lugar de mi padre.
El rostro del Mayor adoptó una expresión grave.
—Siéntese, por favor, Kyrios Yanni. Respecto a su padre y también a su madre… Por eso está usted aquí. Debido a la extraordinaria coincidencia de muertes… por las cuales le hago patente mis condolencias y las del gobierno griego y del pueblo de Grecia y…
—Gracias a todos.
El Mayor inclinó ligeramente la cabeza.
—Y a causa de la posición de esas personalidades, nosotros, y no la policía común, hemos indagado las circunstancias. Hemos llevado a cabo una minuciosa investigación, para que no quedase nada oscuro.
—Repito las gracias.
El Mayor volvió a inclinar la cabeza.
—Era nuestro deber.
—Bien, ¿qué puede decirme de esas muertes?
El Mayor abrió el cajón superior de la derecha del escritorio y sacó una carpeta. La abrió y habló sin leer.
—Kyrios Andrew estuvo dedicándose al deporte de la pesca submarina la tarde del día diez.
Estudió la nuez del cuello de John. El joven sabía que era un viejo truco de los inquisidores para calibrar las reacciones de los testigos y acusados. La nuez del conocimiento. John apoyó la barbilla en la mano. El pensador. La nuez del Mayor se movió con inquietud.
—Al ver que aquella noche no regresaba a su hotel, se emprendió la búsqueda. Pero no recuperamos el cuerpo hasta una semana más tarde. La autopsia demostró que había muerto de embolia. ¿Sabe qué es una embolia?
John asintió.
Falso, falso, falso. Mentiras, mentiras, mentiras.
Andrew le había enseñado a bucear con el equipo SCUBA, compuesto por uno o dos tanques de oxígeno. Y Andrew practicaba lo que enseñaba. Andrew era un hombre amante de la seguridad y jamás habría descendido solo con aquel equipo. La embolia se produce cuando el submarinista asciende aguantando la respiración. La muerte puede incluso tener lugar en aguas de poco calado, y, para evitarla, el submarinista ha de aprender a exhalar automática e instintivamente a medida que asciende. Andrew nunca habría subido reteniendo la respiración.
—¿Y mi madre?
Las manos del Mayor expresaron su pesar.
—Ella tenía… bueno, sufría una indisposición muy femenina y no fue a Mykonos con Kyrios Andrew. Se quedó en la suite del hotel en el Pireo, y fue allí, al cabo de una semana de angustia, donde le comunicaron la triste noticia. Pobre mujer… el dolor fue excesivo para ella. Kyria Cora falleció a causa de una sobredosis de pastillas somníferas.
Eso también sonaba a falso. Cora era fuerte. Seguro que habría llorado, pero no hasta el extremo de desear matarse. Jamás habría recurrido a los somníferos. Le había telefoneado para comunicarle la muerte de Andrew y su tono era más bien colérico… ¿contra el Destino? ¿Contra qué? Pero era una combatiente, no una derrotada. Les habían cortado la comunicación y John no había conseguido restablecerla.
El Mayor cerró la carpeta y estaba ya a punto de meterla de nuevo en el cajón. Su actitud expectante le demostró a John que el Mayor esperaba de él algo más que una postura pensativa. El estoicismo y el espartanismo estaban muy bien como ideales. Pero la realidad era el drama. Aunque el hecho de las muertes hubiese conmovido poco a John, su papel de huérfano debía emocionarle un poco.
Claro que el Mayor no deseaba una gran tragedia, pero desde el punto de vista puramente profesional, por la mente siempre suspicaz de los policías, el Mayor no quería una actitud tan serena. Una dorada medianía.
—Me gustaría ver los cadáveres.
Esto no era una dorada medianía.
—No le gustará ver el de su padre. Las mareas movieron el cadáver arriba y abajo, enviándole contra las rocas. Y, según la autopsia, permaneció en el agua una semana.
—Me gustaría ver los cadáveres.
Las manos del Mayor expresaron su rendición.
—Muy bien, Kyrios Yanni.
El helado sótano pareció más frío cuando exhibieron los largos cajones.
—Repito, Kyrios Yanni, que no le gustará ver a su padre.
John se obligó a mirar y a sostener la mirada. El Mayor continuó hablando en tono pedagógico, como un profesor de medicina en un aula de la facultad.
—Observe los dedos. La piel está encogida y tuvimos que inyectarle cierto fluido para desarrugarlos y poder tomarle las huellas dactilares. Es su padre sin la menor duda.
John asintió y se volvió al otro cadáver. Alguien había destrozado el rostro de Cora. Y no era ésta la única obscenidad. Cora estaba orgullosa de su esbelto cuello y jamás se habría puesto aquel cuello alto, a menos que hubiese sido a los ochenta o noventa años. Alargó la mano, antes de que pudieran impedírselo, lo desabrochó y separó las solapas.
Por un momento creyó haberse equivocado. Pero luego tocó la piel del cuello y los hombros, y sus dedos removieron la grasa y el polvillo que escondían las magulladuras.
El ambiente aún se congeló más. El Mayor se puso de puntillas y sus manos expresaron su extrañeza.
—Lamento que haya tenido que ver esto, Kyrios Yanni. Me hubiese gustado ahorrarle este pesar, aunque le aseguro que Kyria Cora no sintió nada —suspiró—. Ojalá lo hubiese sentido —blandió un dedo ante la mirada de John—. La doncella y otra mujer la encontraron dormida a causa de los barbitúricos. No había ningún médico a mano. Intentaron hacerla volver en sí, abofeteándola. No creímos necesario dar esta noticia. Sólo habría servido para ridiculizar a esas mujeres, que simplemente trataron de prestar un auxilio.
John asintió y se apartó. El Mayor le hizo una señal al encargado y los dos cajones volvieron a su lugar. Ya de vuelta en el despacho del Mayor Anagnostis, éste llenó dos vasos con raki. El Mayor levantó el suyo.
—¡Ya sou!
John no quiso desearle al Mayor una excelente salud, pero levantó el vaso. Bebieron, en tanto el destello del cristal era menor que el de los ojos. John esperaba no haber dejado ver que no se tragaba la versión de las muertes junto con el raki. Pero sabía que estaba ya en la lista del Mayor, hiciera lo que hiciera. Los dos eran antagónicos. El Mayor odiaba a los jóvenes que no se amoldaban a los deseos de la Junta. A John no le gustaba el Mayor, o lo que representaba.
El Mayor sonrió.
—Por poco lo olvido. Pronto llegaré a la vejez. Aquí tengo un paquete con el equipo de su padre. Lo que llevaba cuando… Tal vez le gustaría llevárselo. De lo contrario, podemos enviárselo donde quiera. Lo hemos… limpiado.
—Entiendo. Gracias. Me lo llevaré.
—Hemos entregado los efectos personales de su padre, que hallamos en la habitación del hotel de Mykonos, a su abogado.
—¿Quién es?
—¿No lo sabe? Ah, me olvidaba también de que usted y su padre habían reñido, ¿verdad? —un destello de satisfacción—. La brecha generacional, como dicen los norteamericanos. El abogado se llama Kostis Dimitriou. Era socio de su padre en la Delphi Bionomic Corporation. Sin duda le hallará allí. ¿Le conoce?
—De nombre. Fue él quien me envió el telegrama anunciándome la muerte de Kyria Cora.
—Buena persona. Sin duda, usted querrá que sus padres sean enterrados en Estados Unidos. El abogado podrá disponerlo en su nombre. Y ahora hablemos de algo más agradable. Dijo que le gustaría asistir a la ceremonia de esta tarde en el templo de Delfos. Bien, ha acudido a la persona más adecuada. Me hallo a cargo de todas las medidas de seguridad. Haré que pueda ir en el cortejo del Premier. ¿Qué tal?
El Mayor se restregó las manos.
—Estupendo. ¿Puedo llevar a una amiga?
—¿Una amiga? ¿Xenia Leandros?
—Sí.
—¿La conoce bien?
—No.
—Una respuesta prudente para una pregunta tonta. Aunque conozcamos bien a los demás, ¿hasta qué punto los conocemos? Esta es mi filosofía.
—Una filosofía muy prudente. Y yo que pensé que Grecia había perdido sus mármoles…
El Mayor se puso rígido y luego sonrió.
—Ah, sí, ya entiendo. El Conde de Elgin. ¿Hasta qué punto conocen los demás a los griegos sólo por robarle sus antigüedades? —se golpeó la sien—. Todavía tenemos nuestros mármoles aquí.
—Bien dicho.
El Mayor le miró con dureza.
—Kyrios Yanni, le diré algo. Creo que puedo confiar en que sabrá protegerse —se le acercó y bajó la voz—. No creo que sepamos toda la verdad de lo ocurrido a sus padres. Se lo digo porque tengo la sensación de que tampoco usted está satisfecho. La Resistencia, o sea el hampa, los estudiantes, los vagos, han tratado de minar al gobierno de todas las maneras posibles. ¿Qué mejor modo que emplear tácticas terroristas contra los turistas y visitantes, contra las atracciones turísticas, de las que ciertamente el Oráculo de Delfos será la más importante? ¿No tengo razón?
John le indicó que continuase.
—Bien, Kyrios Yanni. Si… sólo digo si… Si estas muertes no fuesen naturales, no me sorprendería descubrir que son actos vandálicos de la Resistencia. Y voy a darle un aviso. Temo que Xenia Leandros forme parte de la Resistencia, o al menos que simpatice con los revoltosos, con el hampa. Salga con ella, goce de su belleza, pero le suplico que tenga cuidado y no se deje arrastrar por ella a ningún peligro.
Al salir del edificio, con el equipo de submarinista que el Mayor le había entregado, John tuvo la sensación en la nuca de que al KYP le disgustaba ver salir a alguien libre de su Central. Aunque, y esto tampoco quería que lo supiera el KYP, sabía que en realidad no lo estaba.