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«NADA ES DEMASIADO»

Cleóbulo.

El conductor del taxi que tomó John sabía que los estudiantes se habían apoderado de las calles por las que tenían que pasar. Como estallidos de gritos en un estadio, los cánticos dominaban los ruidos del tráfico. Mientras los «jeeps» llenos de policías, con un cañón de agua montado en un vehículo blindado, se disponían a luchar contra la manifestación, John se dispuso a matar el tiempo examinando el equipo de submarinista.

Lo habían envuelto en un periódico. La letra impresa no se encogió bajo el cristal cuando el joven levantó la mascarilla. La sostuvo en alto y miró por la mirilla, volviéndose en todas direcciones. No vio ninguna distorsión de la cabeza esférica del taxista ni de la tarjeta insertada junto al cuentakilómetros.

Andrew DeFoe había sido miope y astigmático, pero no soportaba las lentes de contacto. Y había necesitado una receta óptica cuando encargó la mascarilla subacuática. En cambio, la que ahora tenía John en la mano tenía un cristal plano, y estaba claro que no se trataba de una sustitución.

Bien, no se trataba del equipo de Andrew, por lo que casi era seguro que Andrew no se había marchado a Mykonos, sino que el KYP lo había tenido durante una semana prisionero en una celda, seguramente torturándole. ¿Y qué mejor manera de disimular las torturas que fingiendo un accidente y una larga inmersión en el agua?

Pero ¿por qué? ¿Qué tenía o sabía Andrew? ¿Qué creían que tenía o sabía que ellos querían tener o saber?

¿Podía estar relacionado con la Resistencia? Imposible. Claro que, si bien Andrew no concordaba con la definición hecha por el Mayor respecto a los componentes de la Resistencia, el hampa, los estudiantes y los vagos, podía haber admirado sus ideales. Pero Andrew era, por encima de todo, un realista, un materialista.

Pero si Andrew podía haber congeniado con el gobierno, tal vez no le había gustado demasiado la ética del mismo. ¿Le habrían exigido demasiado? ¿Tenía su muerte que ver algo con su trabajo?

Una sacudida le dio a entender que el camino estaba ya despejado. En la plaza de la manifestación, ya vacía de gente, había regueros rojizos en las bocas de las alcantarillas.

El departamento del DBC ocupaba todo un piso del Stoa de Attalos, en el ágora ateniense. Varvara Tambouris llevaba un vestido floreado. Su perfume le reveló a John su presencia. Dejó de hojear la revista. La joven se presentó. Era la secretaria de Kostis Dimitriou.

—Su paquete estará a salvo aquí. Sígame, por favor.

Un cuerpo realmente groucho marxista y un modo de andar muy sinuoso.

En la recepción de la DBC había copias de los informes anuales. En la fotografía en color del ejemplar, Andrew DeFoe, presidente de la junta, señalaba un papel —¿mapa, plano?— encima de la mesa. Parecía un capitán gobernando un buque. Todos los oficiales llevaban traje negro como él, y todos estaban agrupados a su alrededor detrás de la mesa, contemplando su dedo, sin sonreír.

Kostis Dimitriou había cambiado desde aquella fotografía. Llevaba un traje azul eléctrico, una camisa color limón, una corbata cegadora y una sonrisa igualmente cegadora. Regordete, con un apretón de manos suave, hablaba tan líquidamente que tenía que parar de cuando en cuando para tragar saliva. Mientras saludaba y le indicaba un sillón a John, recordó la ocasión y una expresión de dolor se tragó su sonrisa.

Pero las botas del negocio no tardaron en pisotear aquella simpatía.

—¿Conoce los términos del empleo de Kyrios Andrew en la DBC? Había un generoso montón de opciones como incentivo…, una serie de ganancias y beneficios, para que Andrew trabajara para la empresa. Lamento decir que su muerte hace cesar las opciones. Pero obtuvo buenos sueldos, tanto de aquí como, de la empresa consultora, y estoy seguro de que tanto él como Kyria Cora no le dejaron descalzo en sus testamentos dejados en Estados Unidos.

Volvió a sonreír.

—¿Qué tal van las cosas por allí? Siempre que el mundo necesita ver y saber qué ocurre, se vuelve hacia Estados Unidos. Su nación siempre va en cabeza. Por eso la DBC contrató a su padre. Era el mejor en su profesión, el mejor sin duda.

John recordó la costa desvaneciéndose en la bruma, la megalópolis desapareciendo a lo lejos.

—La última vez que estuve allí, Estados Unidos todavía llevaban la delantera mundial en la niebla fotoquímica. Oh, en realidad me refiero a la gente. Al hablar de Estados Unidos, hablo de su pueblo.

—Ya no hay pueblo. La gente se ha disuelto y ahora sólo se ven fotocopias.

Kostis Dimitriou pareció intrigado, y acabó por sonreír de nuevo.

—De tal palo tal astilla. Kyrios Andrew siempre bromeaba con la cara seria.

—¿Qué opinaba de la Junta?

Dimitriou frunció el entrecejo. La sonrisa más bien parecía ya el esfuerzo por evacuar.

—Andrew estaba por encima de todo esto. Era como un psicoterapeuta. Los psicoterapeutas controlan el rostro para que el paciente ignore qué opinan de él. Estaba aquí para ejecutar una obra. Y no me confió nada. Ignoro qué pensaba respecto a las cosas ajenas a su trabajo.

—¿Qué opina usted de la Junta?

—Bah, bah, bah… —un murmullo inconexo—. No me mezclo en política. ¿Conoce la fábula? Había un muchacho griego que deseaba que su madre muriera. «Mi padre —se decía— se casará de nuevo y yo me acostaré con ella, si es joven y bonita.» Pero no se murió la madre sino el padre. Y su madre se casó rápidamente con un turco.

Se inclinó hacia John y le indicó que se acercase. Le susurró al oído:

—Algunas personas dicen que esto le ha ocurrido a Grecia. La democracia murió y conseguimos el fascismo, no el comunismo. Comunismo, fascismo… Cuando alguien te da la patada, ¿importa mucho que lo haga con la izquierda o la derecha?

Se incorporó y lanzó una resonante carcajada en beneficio de las paredes.

—Una buena fábula, ¿eh? No, como dije, no me mezclo en política. Lo que es, es. Hay que saber ir de acuerdo con el viento que sopla, al menos un poco.

—Pero hay que saber adónde va uno, ¿verdad?

—Usted es joven, Kyrios Yanni. Tal vez uno crea saberlo, pero a menudo hechos triviales deciden el camino a emprender. Cada segundo, cada microsegundo, se produce un cruce de caminos, una separación de caminos.

—La política griega puede cambiar, pero hay una cosa que es inmutable. Grecia todavía procrea filósofos.

—Es usted muy amable —otra vez la sonrisa complacida. Pero los salientes ojos escrutaron el rostro de John mientras los regordetes dedos (¿distraídamente, nerviosamente?) tamborileaban sobre un gran sobre que descansaba sobre el escritorio—. ¿Puedo servirle en algo?

—Creo que usted guarda algunos efectos personales de mi padre.

Dimitriou se dio cuenta del sobre.

—Gracias por recordármelo.

Abrió el sobre y extrajo unas plumas, una calculadora de bolsillo, un minicassette con un cassette de música de Debussy, unas gafas y una cartera de bolsillo. De esta cartera salieron una licencia de conducir, tarjetas de crédito, carnets de clubs, el DI con el grupo sanguíneo, varios centenares de dólares y moneda griega, fotos de Cora y John juntos, y de Cora y John por separado, y un papel doblado.

El papel resultó ser una página que abarcaba una semana de una agenda. Los días abarcaban desde el 7 al 13 del mes, pero las anotaciones sólo llegaban hasta el 10.

La notación del 7 decía:

«Comprarle a John un reloj submarino y dárselo a Cora para que se lo envíe.»

John desvió la vista. Siempre había creído que sólo le quería Cora. Y no ayudaba en nada que Andrew no hubiese sabido expresar sus sentimientos.

—Lamento decirle que no hay ningún reloj para usted. No tuvo tiempo.

John asintió y volvió a consultar la página de la agenda. Ninguna de las demás anotaciones tenía el menor interés. Sólo eran listas de gastos, cuánto había pagado Andrew por un taxi, el tabaco… Lo que sí atrajo su interés fue la falta de una anotación respecto al viaje a Mykonos. ¿Por qué le dejaban el Mayor Anagnostis y Kostis Dimitriou ver esta página, que en realidad desmentía la versión oficial?

Pensativamente, John empezó a doblar de nuevo el papel. Dimitriou le señaló con el dedo la anotación del día 9.

—¿Qué significa EOJ?

La anotación decía: «EOJ ¡Gracias a Dios!»

John contempló la nuez del cuello de Dimitriou.

—Fin de la obra[3].

¿Qué significaba el rápido movimiento de la nuez? ¿Que Dimitriou había hallado más gusto en atormentar que en satisfacer su curiosidad?

—Ah, sí, habiendo terminado su obra, Kyrios Andrew debió desear descansar. Lástima Que no esté hoy aquí para recibir los plácemes generales y oficiales —la nuez del cuello ya previno a John respecto a la pregunta siguiente—. ¿Le confió su padre algo de su trabajo?

—En esto tendrá usted que informarme a mí. Se ocupaba de muchas cosas a la vez. Tenía su propia empresa de consulta y procesado de datos, y era presidente… o al menos pasaba por tal, de la DBC.

John indicó las paredes.

Kostis Dimitriou pareció hacer un esfuerzo para continuar sonriendo. ¿Estaba desempeñando el papel de chico bueno, mientras el Mayor Anagnostis desempeñaba el papel de chico malo?

—¿No le contó nada respecto al Oráculo de Delfos?

—Bueno, yo sabía que trabajaba en su reconstrucción.

—¿Pero no le mencionó nada? ¿Tal vez una palabra, tal vez sin darse cuenta, o sin que usted lo comprendiese entonces, que expresase algo relativo a la computadora de la DBC?

Le había llegado a John el turno de esforzarse. Debía mostrarse impasible. Ahora ya sabía por qué habían asesinado a Andrew y Cora. Ahora ya sabía lo que necesitaban.

Andrew DeFoe había efectuado los estudios y había supervisado el proyecto del sistema de control. John conocía lo bastante para saber que planear es un proceso cíclico (refinamiento de los esquemas, asegurarse del suministro de datos, de los resultados, de los archivos compatibles), una identificación con los ritmos del sistema de alimentación de la computadora. Andrew había acabado por identificarse con aquélla. Para John, para cualquier otro, era una tarea imposible meterse en los zapatos de Andrew, en la piel de Andrew. Todo lo que John sabía era que Andrew, por algún motivo (¿desconfianza hacía la Junta? ¿Desconfianza hacia los mandos de la DBC?), se había guardado una palabra o una frase clave, que le confería el control único de la máquina.

Por eso le habían torturado hasta la muerte. Y Cora había pagado con su vida el obstinado silencio de su marido. ¿Pensaron o esperaron que Cora conociese o sospechase la palabra que ellos necesitaban saber?

John convirtió el escalofrío en un encogimiento de hombros.

—La única palabra que pronunció respecto a la computadora DBC, y lo supe por Cora, cuando él ya estaba trabajando en ella, fue… ¡Cáspita!

—¿Cáspita? —Dimitriou se inclinó hacia delante, tratando de captar la inflexión, de retenerla en la memoria—. ¿Cáspita?

—Exacto.

Se frotó la mano para borrar la fofa impresión de la mano del abogado al estrechar la suya mientras seguía a Varvara Tambouris. No sintió sorpresa ni la expresó cuando resultó que el paquete había desaparecido.

Un destello (¿de qué? ¿Malicia, ironía, burla?) surgió por entre las pestañas de ella, cuando inclinó la cabeza para explicárselo.

—Es terriblemente humillante. Pero si no aparece, estoy segura de que la DBC se lo abonará.

—Oh, claro.

Podía haber sido un ladrón. Aunque lo más probable era que, tras alguna meditación, el Mayor Anagnostis se hubiese arrepentido de entregarle a John una mascarilla con mirilla plana, perteneciente a otra persona.

Miró a Varvara. Ella ya esperaba la mirada. Olía casi tan bien como Kostis Dimitriou.

—¿Sería tan amable de indicarme un restaurante?

—También es la hora de mi almuerzo. Le llevaré a uno…

En la taberna de la Plaka la conocían bien, por lo que no les costó mucho, a pesar del gentío, encontrar una mesita para los dos. Ouzo sirvió los jugos, y después tomaron taramosalata, seguida de soupa avgolemono, después moussaka, y lo rociaron todo con vino de Samos, y para postres melachrino y café solo. Alguien le había aconsejado a ella, y John se lo permitió mientras bebían, que le sonsacase. La joven no lo hizo mal.

¿Tenía amigos en Grecia?

No.

¿Nadie con quien compartir unos momentos tan tristes? ¿Nunca le había dicho su padre si tenían algún amigo íntimo en Grecia, alguien de confianza?

No. ¿Le gustaba a ella su empleo?

Sí.

¿Era fácil trabajar para Dimitriou?

—Sí. (Un fruncimiento de nariz.) Más de lo que pensaba Dimitriou. (Una leve carcajada.)

¿Por qué no le dejaba compartir la broma?

¿Sabía él guardar un secreto? Si un jefe empezaba a ponerse pesado a medida que transcurría el día, ¿qué había de malo en que su secretaria deslizase un tranquilizante en el café de media tarde?

Nada en absoluto.

Exacto. Pero ¿por qué tanto interés por Dimitriou? ¿Le había dicho algo… raro?

Nada. Sólo que Dimitriou no se había comportado en absoluto como aparecía en la foto del informe anual.

Eso debía achacarse a la ocasión y a la presencia carismática de Andrew DeFoe. Cuantos le habían conocido experimentaban respeto y simpatía hacia el difunto. Todos le echaban mucho de menos. Su muerte había sido un gran golpe. Y la de lady Cora.

¿Le conocía muy bien ella?

Igual que cualquier empleado subalterno puede conocer a un jefazo. Y el jefazo había pasado mucho tiempo fuera, en Delfos, ocupado con la instalación de la computadora, sin parar apenas en la oficina. Como John debía saber, Andrew DeFoe había trabajado casi por su cuenta.

¿Conocía a Cora?

Se habían visto una vez, la primera y la última, ¡ay!, cuando le llevó el pésame del personal de la DBC por la muerte de su marido… y se encontró con que también ella se estaba muriendo. Había intentado…

John estudió las gráciles manos de Varvara y planteó silenciosas preguntas. ¿Habían aquellas manos golpeado y tratado de arrancarle a Cora la palabra clave de la computadora de Andrew? ¿Habían sido aquellas manos las que habían disuelto las pastillas de Cora en algún líquido?

—… pero era ya tarde para salvar a Cora.

Era demasiado pronto para contestar a otra pregunta muda, pero se la formuló mientras acompañaba a Varvara de nuevo a las oficinas de la DBC, cuyas puertas la engulleron. ¿Para quién trabajaba en realidad Varvara? ¿Para el KYP? ¿O para una persona o personas que se confabulaban para apoderarse de la DBC?

De la encantadora Escila a la seductora Caribdis. ¿Para quién actuaba en realidad Xenia? ¿Para la Resistencia? ¿O para el KYP? El mayor Anagnostis le había prevenido contra la joven, pero el aviso podía ser un truco. ¿Por qué, entre todas las habitaciones del hotel, había elegido la 423?

El conserje del Hilton le entregó un sobre. El sello gubernamental debía de concederle tanto peso a los ojos del conserje que lo cogió con las dos manos. Contenía una invitación para el acto inaugural, informándole que les recogería un coche a él y a su acompañante.

Delfos. Sentía ya la atracción del lugar.