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«CONSIDERA EL FINAL»
Quilón.
Habían querido que el Coronel Papadakis apareciese en televisión en el acto inaugural. El maquillaje ocultaba cualquier palidez surgida a raíz de las noticias del ataque. Sus guardaespaldas mantenían la distancia. El Premier se limitó a saludar a los honorables invitados al salir de sus coches y alinearse protocolariamente para subir por la Escalinata Sagrada hasta donde él les aguardaba en el templo de Apolo.
John y Xenia, al final de la cola, se encontraron cerca de un monitor y vieron cómo la cámara de televisión se paseaba por los acantilados de trescientos metros de altura que coronaban el amplio reborde donde se alzaba Delfos, elevarse a las nevadas cumbres del Parnaso, captar un águila que volaba hacia las termas, para volver a descender a la tierra y presentar una masa temblorosa de capullos de almendro, ascender por la Vía Sacra bordeada de pinos, y bajar por los seiscientos metros de acantilado a la pradera gris azulada donde crecían más de un millón de olivos, hasta detenerse en la orilla del mar.
John respiró profundamente, admirándolo todo. Había sido terrible el intento de asesinato, realmente terrible. El Mayor Anagnostis les había dicho que, cuando la policía investigase quién era el fracasado asesino, estaba seguro de que resultaría ser un estudiante o algo por el estilo. John asintió, pero pensando que tal vez se tratase, en cambio, de un agente provocador del KYP, que había tomado su coche por el del tirano.
Un modo simple de entregarle a la Junta varios descontentos con quienes tratar y más motivos para mostrarse duros con los restantes. No había tenido éxito el truco gracias a él. Al menos, había fracasado en parte. Él y Xenia estaban vivos. Pero la Junta había conseguido la mitad de su objetivo: otro atentado del que Papadakis había salido milagrosamente ileso.
Se volvió hacia Xenia. La muchacha se había arropado más en su bufanda verde, para resguardarse de la fuerte brisa. También se había tapado los ojos, que parecían enfocar una visión interior. ¿Le había demostrado el atentado acaso que su vida no tenía importancia? ¿Ante quién? ¿Ante los ojos del KYP o de la Resistencia?
Tal vez su pregunta a la Pitonisa debería ser: ¿A qué bando pertenece Xenia? Todos le harían preguntas al Oráculo. Precisamente, el propósito de la inauguración era que la gente supiera que el Oráculo volvía a funcionar.
John estudió a sus compañeros de peregrinaje. Sin contar los encargados de la televisión ni los agentes de seguridad, había unas doscientas personas: diplomáticos, funcionarios del gobierno, industriales multinacionales, espías. Divisó a Kostis Dimitriou y a Varvara Tambouris, a varios rostros populares en los periódicos, siendo los más famosos los del millonario armador Viron Kontos y su cuarta o quinta esposa, la encantadora Evridiki. También vio a un cardenal negro que estaba junto a Kontos y que miraba a todas partes menos al multimillonario.
—Un momento angustioso —susurró el Mayor Anagnostis al oído de John, con alegría—. Como tiene conexiones con Grecia, el cardenal negro representa aquí al Vaticano para demostrar que a la Santa Sede no le asusta que se resucite el paganismo. Cuando el cardenal era más joven, su padre fue el embajador de Mali en Atenas. Hubo algo entre la hermana menor del cardenal, una tal Dalili, y Viron Kontos. Algunos afirman que él la sedujo, a fin de poder echar una ojeada a unas cifras secretas que le dieron la oportunidad de entablar un pacto petrolero con Mali. Este fue el comienzo de la fortuna de Kontos, si hay que creer a los rumores.
—¿Y la desgracia de Dalili?
John sintió un encogimiento de hombros o quizá un codazo.
—¿Quién sabe dónde acaban las chicas tontas? —los ojos del Mayor se clavaron en Xenia—. Su familia la repudió, la encerró y luego la facturó hacia Mali. Por lo que sé, ahora está tan gorda como un tambor de la jungla, y es feliz. Ah, veo que el encargado del sonido me mira con dureza a causa de estos susurros. Será mejor que me calle.
El Mayor Anagnostis se alejó, pero al hacerlo presentó su insignia del KYP al encargado del sonido y éste se suavizó al instante, volvió a colocarse los auriculares y jugueteó con el cable. John observó cómo el hombre se entretenía, fingiéndose muy ocupado, durante el murmullo que se elevó cuando un locutor se situó delante del micrófono que estaba plantado en el suelo del templo, al lado del Coronel Papadakis. Esta vez, antes de empezar, el encargado del sonido se aseguró de su presa: pareció vengativamente aliviado cuando descubrió que el presunto culpable era un miembro de su personal.
Obviamente, el presentador se inclinó más hacia su inactivo micrófono. Con las manos a la espalda, jugaba inconscientemente con una sarta de cuentas. John siguió también la mirada del encargado del sonido y aguzó el oído. También oyó un clic-clic-clic-clic.
El encargado del sonido se situó al lado del presentador y le palmeó, pronunciando unas palabras en voz baja. El presentador se envaró hasta la inmovilidad. El clic-clic-clic-clic continuó. John lo comprendió casi en el mismo momento que el encargado del sonido.
Grillos. Los ojos y manos del encargado del sonido hicieron un signo de rendición.
El presentador habló de la magna ocasión, del honor que representaría para el país y el mundo entero escuchar las palabras del Premier. Papadakis saludó a sus invitados, empezó con un fragmento freudiano, asegurando que el país de Grecia había absorbido los grandes conceptos de la democracia, la filosofía y el drama, y siguió perorando, pero John dejó de escucharle.
Los ojos de John contaron las cuentas de la sarta. Veintidós. Extraño. Volvió a contarlas para asegurarse. Igual. Komboloi. De plástico, de cristal de roca, de madera o de ámbar, siempre sumaban un número raro, comúnmente 17 ó 39. Otra cosa extraña en aquellas bolitas: les faltaba un sonido satisfactorio. ¿De qué material estaban hechas que se habían movido tan silenciosamente bajo el ruido de los grillos?
La falta de sonido les quitaba a las cuentas toda la diversión. El puntuante clic de la idea incisiva… el lento y constante clic de los sueños estando despierto… el clic-clic de la cólera o la frustración…
Papadakis había terminado. Ni siquiera era griego para John lo que el Premier había dicho. Después del sostenido aplauso, la cámara siguió a Papadakis en su descenso al santuario.
Ahora todos podían ya hablar, pero Xenia estaba ensimismada. John le cogió una mano. Estaba helada.
—¿Qué piensas preguntarle a la pitonisa?
La joven sacudió la cabeza, obligándose a despertar a la realidad.
—No lo sé. Ya veremos. ¿Y tú?
—Tampoco lo sé. Estoy tratando de averiguar qué deseo averiguar.
Por el monitor, vio a Papadakis penetrar en el santuario y hablar con la pitonisa. El y Xenia se acercaron más al monitor para intentar captar el sonido. No había ninguno. Tal vez fuese porque las preguntas y respuestas eran privadas; la demanda del suplicante y la contestación profética de la pitonisa debían ser confidenciales. Sin embargo, lo que estaba ocurriendo en aquellos momentos no era más que una demostración. También era posible que hubiesen quitado el sonido por miedo a un fallo, bien por parte de Papadakis, bien por parte de la pitonisa.
John descubrió la figura velada, como envuelta en humo, de una mujer, una joven. Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre un trípode. Al desvanecerse un poco el humo, surgió la estatua dorada de Apolo. Y aquella piedra en forma de huevo debía de ser el Onfalo, el vientre del mundo. La pitonisa permaneció un momento como en trance después de hablar Papadakis. Por el momento, la médium era el mensaje. Luego habló. Papadakis asintió con expresión intrigada y se alejó.
Cuando salió del templo saludó, y poco después su coche se lo llevó de allí.
Había llegado el turno de los demás. Todos empezaron a avanzar hacia la rampa que conducía al templo. La DBC había pulimentado los grandes bloques de mármol del pavimento, había añadido las columnas que faltaban y había restaurado el techo. Había superficies nuevas en abundancia a fin de satisfacer el ansia de los invitados de estampar sus nombres en las mismas.
John vio al cardenal negro (recordó haber leído que se llamaba Idi Naluji) consultar su reloj de pulsera y fruncir el ceño como ante un conflicto de intereses. ¿Tiempo contra eternidad? El cardenal negro formó parte del primer lote, junto con varios embajadores y los Kontos; Evridiki entró detrás de Viron. Las manos del cardenal colgaban flojas y transversalmente, de modo que sus palmas relucían pálidamente hacia atrás con el movimiento de los brazos, y su grueso anillo resplandecía con el mismo ritmo.
Mucho dependía del cardenal en el momento de juzgar al Oráculo. ¿Podía estar aún el Vaticano al borde de colocar un toro amenazador en el Oráculo de Delfos? Al fin y al cabo, ¿no se hallaban en el índice las obras de Pausanias, Hesíodo y los demás citados en el Oráculo? Mas, por otra parte, el cristianismo había adoptado ritos y fiestas paganas… como la Pascua y la Navidad, de forma que el Vaticano tal vez esperase cristianizar el Oráculo.
¿Era por esto que el primer papa negro, como llamaban al cardenal, se dirigía ahora a la iglesia pagana?
El presentador se apartó del micrófono, el monitor dejó de funcionar, y el equipo de la televisión empezó a recoger sus trastos.
El grupo del cardenal Naluji salió parpadeando, o con gafas oscuras para protegerse del sol del atardecer. La cola se volvió tácitamente cuando el cardenal se detuvo delante de John y, sacándose el anillo del dedo, se lo entregó al joven.
John trató de mantenerse sereno y esperó que sus ojos no le traicionasen. No alargó la mano para coger el anillo, no intentó besarlo, o cualquier otra cosa que el cardenal desease. Vio cómo Viron Kontos les miraba.
El cardenal cogió la mano de John y la puso palma arriba. John sintió la presión antes que el peso. Contempló la asombrosa piedra engarzada en oro sobre su palma. El anillo le quemaba la piel con más ardor que el cuerpo del cardenal o el moribundo día.
—No puedo aceptarlo.
—Debe aceptarlo.
La voz del cardenal había pasado por una garganta seca. El bonete rojo parecía un poco ajado, y el mismo cardenal como agobiado bajo un gran pesar.
—La pitonisa me dijo: «Su más preciada Nada sagrada pertenece al primer hombre negro que vea al salir del templo.» Ah, cuando miré aquellos ojos enloquecidos, cuando oí aquella voz de locura, comprendí que me hallaba delante de algo que está más allá de toda razón, más allá de la pura razón, y obedezco sus palabras entregándole a usted mi anillo. ¿Qué simboliza un anillo, sino la Nada que es el Todo? Para mí la cosa está clara: por este medio, el Oráculo de Delfos quiere darme una lección de humildad, como la da el Papa cuando lava los pies de los mendicantes.
—Si lo pone de esta forma…
—Y que atraiga sobre usted todas las bendiciones.
—Gracias, padre.
—Padre no; soy eminencia.
—Lo siento, eminencia.
—Gracias, hijo mío.
Tras inclinar el bonete rojo, el legado a latere se dirigió a su coche. Lentamente, porque deseaba hacerlo rápidamente, John se metió el anillo en el bolsillo. Luego miró a Xenia. Esta inclinó gravemente la cabeza en señal de asentimiento y comprensión; luego, exhibió una sonrisa misteriosa. Atónito, John contempló a los mirones y todos se apartaron.
Ignoraba qué le diría el cardenal al Papa y qué le contestaría éste al cardenal. «¿Por la palabra de una mujer pagana le entregó usted el anillo a un desconocido?» «Santo Padre, tenía usted que haber estado allí.»
El mundo se estrechó y John vio que él y Xenia estaban ya en el templo. Ningún otro portento había aligerado la espera. Pero la cola avanzaba lentamente, si bien el proceso profético no tardaba más de un minuto para cada suplicante, y ahora por fin John y Xenia estaban ya en los peldaños de granito, en el gran corredor que se internaba en el templo.
Una flecha de neón pulsaba su luz por el muro, la flecha del tiempo destellando una y otra vez, sin saber que el movimiento era imposible, guiándoles hacia la capilla interior.
La figura velada y envuelta en humo de la joven, cruzada de piernas sobre el trípode, ya parecía cansada de tantas respuestas. John tuvo la sensación de unos ojos que restregaban sal sobre las propias heridas. La pitonisa habló en griego, en un tono que pregonaba la premura.
—¿Su nombre?
John miró a Xenia. Esta sacudió la cabeza, fijos los ojos en la pitonisa, de forma casi devoradora.
—John DeFoe.
—¿La pregunta? —de nuevo la prisa.
En su oído debía de haber un diminuto receptor enlazado con los bancos de datos. Detrás de los muros se hallaría la computadora, mermada o muda sin la palabra clave de Andrew DeFoe, la palabra, tal vez la frase, que podía destilar inteligencia o acaso aceitosa elocuencia. Existía la posibilidad, en el reino de la fantasía o de la realidad, de que una sabia idiota pudiera efectuar unas conexiones imposibles de realizar para una computadora, como un avisado contador de ábaco puede superar al encargado de una máquina de calcular. Pero a la larga, aquel recurso no podría compararse con la ciencia de Andrew DeFoe. Aunque esto no podía destruir el efecto del momento. Era impresionante la manera en que el cardenal Naluji había caído en la trampa.
Vamos a hacerles temblar un poco.
—¿Quién mató a mi padre?
El suelo tembló. Las partículas de polvo y los copos de cal se aflojaron y se unieron al humo que velaba la estancia. Era una auténtica explosión, muy a mano, en el corredor mismo. Un momento mal elegido, sí deseaban aún asesinar a Papadakis. John volvió la cabeza hacia el portal.
El presentador de televisión penetró en la sala. Sudoroso, polvoriento, con un cigarro en la boca, cruzó la estancia hasta el muro opuesto, donde John podía ya adivinar la silueta de una puerta de piedra. Si aquella puerta era realmente de piedra, se necesitaría un contrapeso macizo o una enorme fuerza para abrirla. El hombre llevaba su sarta de cuentas. Pero la sarta parecía haberse acortado hasta la mitad.
Mientras John pensaba en esto y en lo que podía estar haciendo allí el presentador, éste recogió las cuentas en sus manos, las apretó y las arrojó a través de la puerta. John oyó gritos y carreras. La pitonisa estaba sentada arqueada hacia atrás, como en trance, como si su prisa se hubiera acabado. El cigarro relucía en la ahumada sala. El hombre tocó con la punta encendida las cuentas que colgaban de la sarta.
Plástico explosivo. Incluso antes de que el hombre corriera a resguardarse, John empujó a Xenia detrás de la base de la estatua de Apolo y le gritó a la pitonisa que se moviera. La joven continuó sentada en trance. John volvió a gritarle en griego. La pitonisa persistió en su trípode. El mundo explotó de dentro afuera.