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«CONOCE TU OPORTUNIDAD»

Pittacus.

Él tocó tiernamente el bulto de su cabeza y parpadeó. El presentador le había dejado fuera de combate. Le pareció que su desvanecimiento había tenido lugar unos momentos después de la explosión, no con ella. Había un elemento de satisfacción. Si el terrorista deseaba destruir la computadora y ésta se hallaba detrás de la puerta de piedra, la puerta no se había movido ni un milímetro.

La pitonisa continuaba sentada en el trípode, en actitud de trance. Su velo estaba cubierto de polvo, pero ya no daba la sensación de unos ojos que frotaban sal en sus propias heridas. La pobre idiota sabia.

Xenia yacía rígida y retorcida como un guiñapo a los pies de Apolo.

—¡Xenia! —Se arrodilló a su lado.

No. Un pliegue de la bufanda verde cubría afortunadamente el arruinado rostro. No. Le tomó la muñeca. No. Xenia vivía y respiraba un momento atrás. No.

Se agachó de nuevo. Un silbido insonoro de gas se elevaba de la tierra. Vio que la explosión había agrietado el suelo de granito. El gas se elevaba hacia su nariz y su boca. Creyó que le hablaba el Oráculo de Delfos, pero no flotaban palabras en el aire. Volvió a desvanecerse.

El Mayor Anagnostis le estaba sacudiendo rudamente.

—Vamos, despierte… ¿Vio quién lo hizo?

John miró al frente, y la imagen del presentador tomó forma holográfica en el espacio ante él. Le sorprendió que el Mayor no pareciera verlo.

—No.

La imagen se desvaneció. Luego, pensó en Xenia, mirándole tristemente, y deseó poder decir sí. Pero a Xenia no le habría gustado esto. Traicionar al presentador ante la Junta sería sentenciarla a haber muerto por nada.

—¿Lo hizo la chica?

Le sobrecogió el pánico. Se apartó del Mayor, hacia el portal. Su pánico no tenía nada que ver con Xenia. Ni con el Mayor. Ni con él mismo.

El nivel de radiación.

La locura. La única lluvia radiactiva era el débil olor acre del explosivo plástico, que ya se había reducido a un leve picor en la membrana mucosa. Pero el pánico le corroía como al Viejo del Mar.

Radiación. Radiación.

Y la mayor locura era que él estuviese corriendo, no para apartarse del peligro de la radiación, sino hacia él.

El Mayor le asió del brazo.

—¿Adónde pretende ir?

Melas leukos, leukos melas. Dentro de tres días irás a la pitonisa profundamente enterrada, y allí volverás con tu madre.

Las palabras no flotaban en el aire. Estaban en su cerebro. El Mayor no las había oído. La pitonisa no las había oído y menos pronunciado. El Oráculo de Delfos sólo había hablado para su oído, a su oído interno. ¿Locura?

Radiación.

El Mayor aumentó la presión sobre el brazo. Pánico. Tenía que soltarse. Su otro puño salió proyectado e hizo impacto. El Mayor abrió la boca enormemente sorprendido, y cayó, hurgando en la funda de su revólver.

John, de pronto, estuvo en el corredor, trepando y arrastrándose por los montones de escombros producidos por la primera explosión, hasta volver a trepar y salir a la luz del día. Atravesó el pórtico del templo y descendió por la rampa. Los agentes de seguridad habían obligado a los invitados a correr hacia los coches, y la procesión de automóviles se ponía ya en marcha.

Oyó al Mayor que le perseguía, pero el pánico que experimentaba como algo interior le impidió orientarse, utilizándole como una brújula. Estaba ya oscureciendo, pero todavía constituyó un buen blanco, o bien el Mayor tenía muy buena vista y era un excelente tirador.

El proyectil chocó contra su hombro izquierdo y le hizo girar Sobre sí mismo, cayendo por una pendiente. Aterrizó pesadamente y el dolor le impidió sufrir un shock. Volvió a atenazarle el pánico y siguió corriendo hacía la negrura de los árboles y las rocas. Hubo más disparos, pero el Mayor ya le había perdido de vista.

Sentía que cada paso le extraía sangre de su cuerpo. Quería detenerse para recobrar el aliento y examinar la herida, pero el pánico no se lo permitía. Corriendo, se desgarró un fragmento de la camisa para aplicarlo sobre la herida. Se le empezaba a nublar la cabeza, aligerándosele como si flotase. Pero a pesar de hallarse más allá de toda resistencia, continuó corriendo.

Se tumbó de espaldas al suelo, y escrutó el firmamento. No era él quien había estado considerando el cambio de forma de las constelaciones. Ignoraba cómo sabía que el escrutador era un Viejo del Mar aferrado al estrato corporal de su cerebro.

Una delgada película de sudor se había congelado en su rostro. Se estremeció bajo la brisa nocturna. Su herida… El pedazo de tola había caído. Se movió débilmente para palpar la herida, pero sólo sintió el fantasma del dolor. La herida se había cerrado. No habla agujero de bala. Había mucha sangre seca en torno al sitio donde había hecho impacto la bala, pero ahora no había ninguna señal de entrada ni salida. Tal vez el Viejo del Mar había tenido la idea de cuidarle.

Volvió a sentir pánico, se puso en pie y echó a correr velozmente, aunque entumecido, cubriendo el terreno en pendiente a grandes zancadas. Después, sólo supo que estaba contemplando una calle y una casa iluminada en medio de otras a oscuras. Y después sólo Supo que estaba apoyado contra el marco de la puerta, mirando fijamente a su interior.

El sudor cegaba sus ojos, por lo que sólo veía borrosamente. Vio a tres mujeres que trabajaban en un círculo de luz. Una mujer estaba sentada a la rueca, otra ovillaba en su brazo unos metros de hilo, y la tercera se volvió y le apuntó con las tijeras.

Tratando de pensar en terreno sólido en medio de un terremoto cerebral, le pareció que acababa de penetrar en otro mundo, en otra época. Luego vio en las paredes una exposición de alfombras, mantas y bolsas, y supo que se hallaba en Arachova, la aldea tejedora cerca de Delfos. Habló la de la rueca.

—Mazotheke to koubar’tou.

Hubiese querido decir como respuesta: «No soy un huido.» O como pregunta: «¿Lo soy?» Pero tenía la lengua demasiado seca e hinchada. Los rostros de piedra convirtieron su cara en piedra, pero las mujeres debieron leer algo en sus ojos. Le dieron un pedazo de pan, una tajada de hígado y media botella de resina, y le empujaron fuera sin tocarle.

—Vete.

Se fue.

Su pánico le obligaba a comer y beber de prisa. Pero se sentó obstinadamente en un puentecillo del camino y comió y bebió, mientras el Viejo del Mar musitaba en su cerebro. Cuando terminó, llenó la vacía botella con agua del cercano arroyuelo. Luego, corrió a través de la noche, y su pánico le hizo recuperar el tiempo perdido.

El amanecer incidió en la cumbre del Parnaso mientras John descendía por las últimas laderas. Los caminos le llevaban hacia el mar. El sol ya empezaba a dar calor. Los miembros de los árboles susurraban bajo el impulso de la fresca brisa, que también balanceaba la verde hierba, pero él no podía descansar bajo aquella deliciosa sombra. No era suyo aquel pánico, y por eso le impulsaba con más ahínco, con más ardor.

Continuó buscando algo por el camino que le ayudase a comprender adonde iba. Tal vez cuando llegase sabría por qué se hallaba allí. Enigma, intriga. Dentro del segundo día irás a la pitonisa y allí volverás con tu madre. El Oráculo había hablado de tres días, pero fue ayer.

Negro blanco, blanco negro era muy fácil. Igual que en el enigma planteado por la Esfinge a Edipo, la respuesta era Yo mismo. Él era el huérfano blanco y negro que los DeFoe habían adoptado en Grecia y habían llevado a Salem, Massachusetts. Seguro que los bancos de la computadora contendrían esos datos.

La explosión había dejado sin habla a la pitonisa antes de que pudiera responder. Pero la profecía había dicho algo más y estaba cumpliéndolo. John volvía al mar. El vasto mar gris donde su padre había muerto, al parecer, era la madre de todo.

Negro blanco, blanco negro. Examinó su mano mientras corría, dándole vueltas. El negro de mi mano para mí. Tuvo la fugaz visión de un delfín saltarín. Los delfines eran negros por encima y blancos por debajo. El delfín sufrió una muerte de arco iris.

¿Era la Phthia profundamente enterrada real o significaba la muerte? Sócrates soñó que se le aparecía la imagen de una mujer, rubia y encantadora, envuelta en brillantes rayos, la cual le llamó y le dijo:

—Oh, Sócrates, dentro de tres días irás a la Phthia profundamente enterrada.

Sócrates, que sabía que phthein significaba «fallecer», analizó su propio sueño.

John meneó la cabeza cansinamente. ¿Fue Sócrates u Hornero? Sócrates. El de Hornero era otro enigma. ¿Cómo era? Muchos siglos atrás, el viejo Tío Hornero halló a unos muchachos que volvían de pescar en una balsa.

—Lo que pescamos lo arrojamos; guardamos lo que no pudimos pescar.

¡Benditos granujas! Al pobre Tío Hornero se le rompió un vaso sanguíneo por no poder resolverlo. La respuesta era phtheir: «piojo».

¿Tienes que atormentar tu cerebro con estas simplezas? ¡Claro, Phtheir! Es a Phthia hacia donde nos encaminamos, y Phthia es real. Y es phthein si no llegamos a tiempo.

—Bien —John se paró en seco—. La cuestión es: ¿eres tú real?

Claro. Otra vez el pánico. Estamos perdiendo el tiempo.

¿Se cerró la herida o sólo me imaginé que la había tenido?

Se cerró. Vamos, andando.

John quitó el pulgar de la botella.

—Sólo me voy a Phthia, bueno será beber agua.

Tomó un sorbo. Estaba caliente por el sol y amarga por regusto a resina, pero la bebió ansiosamente. Se secó la boca.

—De acuerdo. Explica.

Si al menos avanzases…

Si al menos lo explicases…

Diablos, esto sólo lo había dicho en su cerebro, y la cosa le había contestado.

Naturalmente. Si sigues avanzando y dejas reposar tu cerebro en sosiego, te lo explicaré.

Con un suspiro, John siguió avanzando.

Phthia o Aquea Phthiotis, el reino de… sí, ya veo que conoces el nombre… el reino de Aquiles, era un distrito de la Tesalia que tenía una llanura costera en el golfo de Pagasea. Hoy llaman a esa bahía el golfo de Volos. El lugar que buscamos está en el mar. Tú no lo conoces, pero los mapas y los planos que has contemplado durante tu breve existencia siguen en tu mente. Por tanto, yo he conseguido descubrir el lugar. Está a 39° 10' de latitud norte y 23° 1' de longitud este. Naturalmente, he tenido en cuenta el desplazamiento de la eclíptica y el movimiento hacia el norte de la planicie africana.

Naturalmente. Pero ¿por qué deseamos ir a ese lugar del mar?

Radiación.

El pánico inundó el pensamiento.

Fue lo único en que pensé: antes o después, los termonucleónicos hallarían la Tierra; pero aquí se produjo su génesis antes de lo que pensaba, y la lluvia radiactiva ha sido muy intensa. Mi nave espacial está en ese lugar. Ya veo que no conoces el sitio de la colisión ni la función distribuidora de los materiales y las partículas en cuestión. Te bastará con saber que mi nave espacial está muy caliente. Muy caliente. Debo encontrarla y llevármela a mi patria antes de que explote.

¿Quién eres tú? ¿Qué eres tú? ¿De dónde vienes?

Sigue avanzando. El lector ya sabe todo esto.

¿El lector? ¿Qué lector?

Llegará el día en que alguien redactará este episodio, y, por un determinismo de cuentista, detallará mis orígenes en un prólogo. Y para el lector, al llegar a este punto, el prólogo ya ha pasado.

Un momento. ¿Cómo sabrá él escritor lo que ha de poner en el prólogo si tú no lo dices ahora?

Porque él lo soñará y sabrá ordenarlo mejor. Este es su trabajo. ¿Por qué no dejar que se gane su dinero? A ti te basta con saber que yo soy un gas…

¡Un gas!

Un gas noble. Lo que vosotros llamáis en la Tierra eka-radón, un isótopo del elemento 118, rico en neutrones. Mi estructura resiste la fisión espontánea, y soy inmune a otras formas de descomposición. Hace miles de millones de años que vivo…

Un momento. Tú tienes razón, pero ¿y yo? Yo soy John. ¿De qué le sirven esos neutrones a mi pobre cuerpo?

No temas, John. Yo genero estasitrones. Y éstos mantienen el statu quo, una piel de igualdad, en la intercara. Pero… pánico… sigue corriendo, John.

Corrió durante una tarde color ciervo. Ya hacía tiempo que había agotado la reserva de agua y le quemaba la garganta, y la boca le sabía a bilis. Atravesó el país corriendo hacia Lamia. El gas le había dicho que desde allí cogerían el tren, el autobús, o alquilarían un coche hasta Farsala y desde allí a Volos. John le había dado las gracias al gas, y había empezado a pensar que tendría que llevarlo durante todo el camino. Lo bueno era que el gas destruía las ampollas tan pronto como se formaban. Un gas noble. Sacudió la cabeza.

Delicadas enredaderas festoneaban los árboles. La gente del país las llamaban Ruecas de Nereida. Al pasar, arrancó una gran aceituna negra Anfisa. Se inmovilizó con la oliva y su alma entre sus dientes.

Al principio pensó que se trataba de un olivarero empuñando la pistola. Pero al levantar los brazos, se preguntó cómo un agricultor podía poseer una pistola de asalto soviética, marca «Kalashnikov».

Sus ojos fueron de la pistola al hombre. Y obtuvo la respuesta. Aquel individuo se parecía a Che Guevara.

John escupió la aceituna, tratando de no escupir también su alma. ¿Qué podía decir? ¿Que deseaba unirse a la lucha contra la Junta? ¿Que sólo pasaba por allí casualmente?

El Che no le preguntó nada, sino que se limitó a gesticular con la pistola.

Todos se parecían al Che. Acampaban en una grieta de la montaña. El demonio del mediodía les había tenido furiosamente aburridos. Y parecían contentos de ver que el centinela había atrapado a alguien. Su captor le empujó hacia el Che jefe, que estaba sentado, engrasando su «Kalashnikov», mientras otro par de Ches registraban a John.

Le vaciaron los bolsillos, arrojando la cartera y el anillo al Che jefe. John se sobresaltó. Se había olvidado del anillo del cardenal. Le obligaron a sentarse y le maniataron. El Che jefe estudió los papeles de John y luego su rostro. Señaló la radio que tenía al lado.

—Han lanzado la alarma por ti, camarada Yanni —Che jefe se puso el anillo y levantó la mano para admirar el efecto—. Bien, nos quedaremos con esto para la causa. Y con tu dinero. Más tarde decidiremos qué hemos de hacer contigo.

Ya lo habían decidido. Conferenciaron entre sí respecto a la tarea de despejar algún trecho de terreno para formar un embarcadero. Dentro de unos días, tenían que recoger el envío. ¿En qué consistiría, en armas o en heroína? No se molestaron en decirlo porque ya lo sabían. Pero hablaron demasiado. Sí, hablaron con demasiada libertad delante de él para que no hubiesen decidido ya matarle.

Naturalmente, comprendía su postura. Si le dejaban en libertad y la Junta lo apresaba, le obligarían a hablar. Una vez un individuo empezaba a hablar con el Mayor Anagnostis ya no podía parar hasta haber cantado la última nota. Por tanto, John podía delatarlos, explicar su situación, sus planes…

Volvió a sentir pánico.

John, no podemos estar aquí sentados. El tiempo gotea.

Querrás decir que vuela.

No, gotea.

El gas fabricó un modelo de clepsidra en su mente.

¿Lo ves? Un reloj de agua.

Cuidado, chico. No necesitamos agua en el cerebro. Mira, esto es como perder una conferencia telefónica por hablar de la mala comunicación. A mí me tienen maniatado. Por tanto, es cosa tuya.

Está bien, John.

El gas surgió de su interior. John suspiró silenciosamente.

Libre para meditar en sus ideas. Libre para ser él mismo. Si al menos fuese libre para cortar las cuerdas y correr…

Vio adonde había ido el gas: al jefe. La frente del Che jefe se plegó y desplegó como un acordeón. Se puso de pie sin querer y, luchando consigo mismo, apuntó con su pistola a los otros. Con voz ahogada les ordenó bajar los brazos.

Obedecieron lentamente. Una bala que se hundió en el suelo a sus pies les apresuró. El Che jefe tomó la pistola en la mano izquierda, con el índice en el gatillo, y procedió a quitarles las armas uno a uno, rompiendo las culatas contra una roca. Los ojos de los Ches oscurecieron el aire con dagas.

John se retorció para aflojar los nudos. Mientras es taba aún tendido, se le ocurrió la idea de que el gas ya no le necesitaba. Podía llevarse al Che jefe y abandonarle a él con los demás.

Dio media vuelta a tiempo de ver al Che jefe dirigirse hacia él. El dedo del Che jefe tembló en el gatillo. Pero desvió el arma y cubrió a los otros mientras sacaba un cuchillo para cortar las cuerdas.

John se puso en pie, entumecido. Le pareció que el gas volvía a penetrar en su organismo. Che jefe mantenía la pistola un poco apartada.

Vamos, John, coge la pistola.

No tan de prisa. Déjame desentumecerme.

El gas volvió al interior del Che jefe y John dejó que el hombre permaneciese de pie sosteniendo el arma hacia él, con un enorme furor inofensivo, mientras él se frotaba las muñecas y flexionaba los dedos. Algunos de los otros parecían dispuestos a saltar sobre su jefe.

John le quitó la pistola y retrocedió rápidamente, cubriéndolos a todos.

¡Libre al fin! ¡Libre para echar a correr!

Ya era hora de moverse, antes de que el gas volviese a poseerle. Pero sentía una terrible angustia, como unos enormes celos. Tenía el honor (si era la palabra adecuada) de haber asistido al principio. ¿Por qué debía otro gozar (si era ésta la palabra adecuada) de asistir al final?

Sería interesante ver qué forma tenía la nave espacial. Además, ¿qué otra cosa podía interesarle? Sus padres habían muerto. Xenia había desaparecido. Él carecía de lazos de afecto o de deber. Era libre. Lo mismo podía correr hacia Phthia que a otra parte. Era libre de verlo todo.

Se acercó al Che jefe para facilitarle la tarea al gas.

Sintió cómo penetraba en su interior.

¿Todo bien, John?

Todo bien, gas noble.

Entonces, vámonos, John.

Sólo un momento.

Tendió la mano hacia el Che jefe.

Temblando ahora más de rabia que antes, puesto que ya se hallaba bajo su propio control, el Che jefe le devolvió la cartera y el anillo.

Y John echó a correr de nuevo.