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«ANUDA Y SÁLVATE»
Thales.
Tal como la arenilla magnética se dispone sobre un papel, destacando las líneas de fuerza de un imán, así se formó el cortejo. La larga procesión de «Mercedes», con la vanguardia y la retaguardia de los «jeeps» y los motoristas armados, cuyos cascos metálicos, cuyos cristales protectores, cuyas chaquetas de cuero y cuyas botas les daban apariencia de robots, empezó a moverse a la hora en punto desde el lugar de reunión.
John se retrepó en el asiento al lado de Xenia. El aire acondicionado ahuyentaba casi por completo el seco calor, los ruidos y los olores de la ciudad. Pero los colores de la bandera griega (cielo azul y edificios blancos), sí se filtraban hasta el interior del coche. Grecia era el hogar y no lo era. Estados Unidos era el hogar y no lo era. El hogar era el sitio donde uno cuelga el sombrero, y él no lo usaba.
Se había puesto un traje más sobrio, o más adecuado. Había contemplado largo rato los cabellos dorados del cepillo. De pronto le avisaron desde conserjería que Xenia le estaba aguardando y corrió, bajando por la escalera. La joven estaba muy guapa.
No habían visto al Coronel Nikos Papadakis. Ignoraban cuál era el auto del Premier. Los vidrios polarizados oscurecían todas las ventanillas del cortejo. Sin duda verían al Premier al llegar a Delfos. Si Xenia planeaba apuñalar o disparar, contra el Coronel, John no comprendía dónde podía llevar el arma. No en aquel vestido tan ceñido.
Por algún motivo desconocido, el suyo era el coche en cabeza. Aunque le ocultaban cristales oscuros, John se sentía desnudo. Hubiese estado más tranquilo en un coche abierto al lado de Xenia, con su cinta verde ondeando al viento.
—¿En qué piensas, Yanni?
—Pensaba en la restauración del templo. ¿Sabes algo de ello?
Los estudiantes de la primaria flanqueaban las calles de Atenas, agitando banderas y gallardetes. Xenia saludaba, como si olvidase que no les podían ver. ¿O trataba simplemente de retrasar la respuesta? Le cogió una mano.
—¿Y bien…?
Le contestó una presión cálida.
—He oído decir que ocurre algo extraño en el templo.
—¿Qué?
La muchacha comprimió los labios y señaló al chófer. John asintió. Ella cogió un bichito invisible de la oreja de John y lo aplastó.
—¿Tienes miedo? De acuerdo, Xenia. Habla en enigmas.
La mano de la muchacha apretó más fuerte la de John.
—De acuerdo —desvió la mirada hacia el cielo azul y volvió a fijarla en él—. ¿Qué sabes del Oráculo de Delfos… del primitivo?
—He leído que era un buen negocio. Los sacerdotes del templo tenían espías por toda la cuenca del Mediterráneo. Y se enteraban de todos los chismes, datos verdaderos y falsos, respecto a quiénes eran los que estaban en desgracia, quiénes medraban, quiénes preparaban una guerra, quiénes eran capaces de vender su ciudad por un precio razonable, quiénes estaban dispuestos a matar a alguien, cuál era el tiempo probable, si las cosechas se anunciaban buenas o malas, y si habría en la zona estabilidad o inestabilidad. Con todos estos datos, eran capaces de dar un consejo prudente.
Xenia asintió.
—Además, tenían todas las ventajas a su favor. Todo el mundo esperaba que las respuestas del Oráculo fueran ambiguas. Buena psicología. Esto obligaba al demandante a estudiarse a sí mismo, a usar su libre albedrío y a censurarse a si mismo si las cosas no salían bien. En resumen, no había entendido la profecía.
—¿Y el moderno Oráculo de Delfos?
—Me imagino que la computadora funcionará de acuerdo con el mismo sistema, sólo que podrá atender a más solicitantes en mucho menos tiempo.
Xenia apoyó la cabeza en el hombro de John. Al principio, él pensó que era un gesto de admiración, pero luego oyó un susurro.
—¿Y si la computadora no funciona?
Él le acarició la cabeza.
—Funcionará. Tiene que funcionar. Hoy es la inauguración. Papadakis cortará el cordón umbilical, la cinta o como se llame.
Sin embargo, el estómago le ardía. ¿Quería confirmarle Xenia que la computadora aún no estaba terminada o que no podía funcionar sin la clave de Andrew? Podía saberlo gracias a la Resistencia, al KYP, o a quienes fuesen sus dirigentes. Y en tal caso, ¿por qué aquella charada de la inauguración?
Xenia le obligaba a meditar. ¿Estaba ella de parte de Anagnostis y/o Dimitriou, para buscar la clave de la computadora? ¿O formaba al lado de la Resistencia, y planeaban destruir la máquina? Tenía que ser de un bando o del otro.
—¿Y tu enigma?
La sacudió ligeramente para obligarla a proseguir. De pronto, ella pareció temerosa o insegura, y suspiró:
—¿Puede un ciego conducir a otro?
—¿Es éste el enigma o es algo personal? Si es lo primero, me rindo. Tendrás que resolvérmelo.
La joven hizo una mueca.
—Hablan de una chica, una chica del pueblo de Arachova, más abajo de Delfos. Dicen que está loca, que es idiota, y que no obstante es inteligente en cierto sentido…
—Una idiota sabia.
—El otro día, un funcionario de la DBC se la compró a sus padres…
—¿La compró?
—¿Qué verbo hay que aplicar cuando alguien le entrega a unos pobres mucho dinero y se lleva a su hija?
—Comprar o adquirir. Son sinónimos.
—Bien, se rumorea que esa chica… o mujer, pues debe de tener mi edad, interpretará el papel de pitonisa.
John miró hacia fuera. La carretera había empeorado. Ahora se hallaban en los montes, subiendo hacia el Parnaso.
¿Podía una idiota sabia, con un receptor en el oído unido a una computadora retardada, conductora relampagueante de gran cantidad de datos, suministrar una serie de respuestas más o menos adecuadas a una profecía? Tal vez sirviera para engañar temporalmente a la gente y dar tiempo a que Dimitriou encontrase la clave.
La clave. Bien, éste era el reto. De repente pensó que jamás se había interesado por la forma de trabajar del cerebro de Andrew. Siempre se había conformado con pensar que el cerebro de su padre adoptivo era formidable. Y la clave escogida por Andrew no podía ser diáfana… a menos que, como en La carta robada de Poe, «lo más oculto fuese lo más exhibido».
Una palabra, una combinación de letras. ¿EOJ? Olvídalo. ¡EOJ, gracias a Dios!, sólo había sido una exclamación de alivio. Dimitriou ya habría probado EOJ, DBC y CBD en la computadora y habría descubierto que no servían. Para que John DeFoe lograse descubrir aquella clave, tenía que estar relacionada con algo muy íntimo de Andrew, que sólo él conociera. Ahora lamentaba la grieta que había dejado ensancharse entre ellos.
—¿Qué miras, Yanni?
No sabía que mirase algo. Pero de pronto comprendió que miraba por el retrovisor. Algo había atraído su atención.
La forma había cambiado. Una partícula había salido de su sitio en aquella procesión de vehículos. John no había contado los motoristas al empezar, pero la simetría no parecía haberse alterado, aparte de esa cosa fuera de sitio. Esto significaba que un motorista se había introducido entre los demás en alguna curva o estrechamiento de la carretera, y ahora avanzaba junto con el cortejo, pero adelantando a un coche tras otro.
Los demás motoristas parecían considerarle uno más entre ellos, tal vez portador de un mensaje para alguien que iba en cabeza, aunque seguramente la retaguardia estaba en contacto radiado con la vanguardia. Tal vez ahora estuvieran dando advertencias por radio, ya que a John le pareció que los motoristas empezaban a alarmarse, tal vez un poco tarde.
—Miraba eso.
Xenia se volvió a mirar.
—No veo…
El motorista, situado ya al lado del coche de John, estaba demasiado cerca para que ella le viese. La carretera, advertida por la flecha quebrada de que había curvas al frente, traía el pasado y el futuro delante del presente, y John vio cómo dos motoristas aceleraban para emparejarse con el importuno, mientras otra pareja de la vanguardia aflojaba la marcha para retroceder.
John comprendió que no llegarían a tiempo de impedir que el motorista llevase a cabo su misión, fuese cual fuese. El hombre metió una mano en el interior de su chaqueta de cuero. No buscaba un revólver, ya que llevaba uno al cinto. Los coches eran blindados, y seguramente también los neumáticos. La enguantada mano exhibió una granada.
Los neumáticos no debían ser a prueba de granadas. Un reventón a aquella velocidad en una curva cerrada de la montaña…
El motorista se levantó el casco para tirar con los dientes de la espoleta. John contempló la sonrisa que no era sonrisa, y leyó muerte.
John golpeó rápidamente el tabique de cristal. El chófer, con la vista al frente, señaló hacia delante y se encogió de hombros: la escolta aflojaba el paso. John buscó el botón que hacía descender el tabique. El conductor miró hacia atrás y hacia dentro, sin ver al motorista. Era un hombre impertérrito: nada sino la muerte podía alterar su metabolismo. Cuando se diese cuenta, todo habría concluido. Xenia asió el brazo del joven.
—¿Qué pasa, Yanni?
John se libertó y levantó el pestillo de seguridad y empujó la manecilla de la portezuela. Oyó vagamente un «¡Oh!», y comprendió que Xenia ya lo había visto. El empujón de John y la corriente de aire hicieron girar la puerta con una fuerza tal que la arrancó de los goznes.
La puerta no alcanzó al motorista. Pero se asustó ante aquello que volaba hacia su cara, perdió el control del manillar que asía con una sola mano, y la moto patinó y se inclinó. Arrojó al motorista al suelo, con los dientes aún apretados en la espoleta, y lo dejó tumbado, inmóvil.
La granada huyó de su mano, rebotó y se quedó quieta. John le hizo señas al chófer para que continuase la marcha y arrastró a Xenia al suelo. La inmovilidad concluyó, el coche brincó.
John y Xenia se incorporaron. Miraron atrás. John vio que los otros motoristas, que se hallaban cerca del terrorista, se habían desviado a tiempo de escapar a la explosión y estaban recobrándose de sus propios patinazos.
Por miedo a una emboscada, el cortejo no se detuvo. Un kilómetro más allá, hizo alto el tiempo suficiente para que el Mayor Anagnostis, que iba en el primer «jeep», retrocediese y se asegurase de que el señor DeFoe y la señorita Leandros no habían sufrido daño alguno.
John contempló cómo el chófer reparaba la portezuela. Mientras tanto, no dejaba de mirar a John, y el gruñido parecía surgir de su corazón. Ya no era el hombre sólido e impertérrito. Estaba asustado por la proximidad de la muerte… John tranquilizó al Mayor y le preguntó por el Premier. Papadakis se había apresurado a resguardarse.
—Supongo que el ataque no le habrá asustado demasiado.
—Oh, no.
—Es un valiente.
—Y ya está en Delfos. Fue allí por un atajo.