EL HILO DE ARIADNA

Georges Gheorghiu

El tiempo de la larga ausencia se agota, oímos aquí sus últimos jadeos, respiramos por última vez el maléfico aliento de su agonía. Pronto se abrirán las minúsculas falanges de las primeras yemas, habrá algo embalsamado en el aire, pero no os confundáis: embalsamado, en las dos acepciones del vocablo.

La gran rueda de las eras, que fija nuestros movimientos en el espacio y el tiempo, tan semejantes a los de nuestros padres, acaba de completar su rotación. Unos días, unas semanas más, y será un hecho. Los modestos empleados y las grandes damas, todo lo que la Ciudad tiene de notabilidades y de oscuro polvo humano, acudirá a las murallas para escrutar el mar. El guerrero solitario empuñará un portavoz, anunciará: «¡Ahí está!» Y la multitud tenderá unas miradas hambrientas hacia el horizonte.

Sí, he aquí que se agota el tiempo de la larga espera.

Catorce madres se estremecerán a la vez de angustia y de alegría. Trece de ellas se desgarrarán el rostro con sus uñas, trece de ellas gritarán como si, de nuevo, fueran de parto, y los transeúntes que oirán esos gritos, que verán sus rostros, volverán la cabeza, en tanto que los niños se taparán los oídos o los ojos con las conchas de sus manos. Trece madres parirán próximamente la muerte definitiva de sus hijos, y tal vez ellas mismas seguirán el mismo camino oscuro del que nadie, salvo uno o dos, dicen, ha regresado nunca.

He aquí casi agotado el tiempo de la larga y dolorosa espera. El corazón de catorce madres está retorcido por la ansiedad, incluso el de aquella cuyo hijo va a regresar, glorioso y sombrío. Catorce madres desgarradas entre la muerte y la muerte, catorce madres que son también catorce esposas.

He aquí el tiempo en que la esperanza y el miedo jaspean el rostro de catorce padres. «Mi hijo, mi primogénito, ¿volverá de Creta?» Los esposos se interrogan con la mirada, solamente con la mirada. Las palabras no lograrían franquear el umbral de sus labios. ¡Cuan difícil es pronunciar una palabra! «Sí, no», son unas sílabas, casi sin significado, se pronuncian todos los días, a propósito de nada, de todo, escapan de nosotros sin que pensemos en ello, sin que participemos de su sentido. Y he aquí que cada pliegue de la piel tierna y pálida de los labios se hiende y supura, que nacen invisibles costras e invisibles eczemas. «Sí, no», se convierte en algo demasiado difícil de decir. «Esperanza», todavía más. Tratad de pronunciar esa palabra, «esperanza», de articularla en su plenitud con unos labios helados. Por lo tanto, las catorce madres y los catorce padres callarán. Se tenderán las manos y callarán, permanecerán así, horas enteras, manos temblorosas en el temblor de las manos del otro, horas enteras, sin llegar a hablarse, horas enteras, y finalmente, juntos, volverán la cabeza y desunirán sus dedos.

Y las catorce madres y los catorce padres se interrogarán, tratarán de obtener en ellos mismos una respuesta a lo que no formulan: «Si mi hijo no regresa, ¿deberé regocijarme? Si mi hijo regresa de Creta, ¿deberé regocijarme?»

Péndulos, balanzas, divididos entre dos platillos trucados, en los que la única realidad, que hace tara, es negativa.

Se agota rápidamente el tiempo de la larga espera. Todos los días, un poco más de gente se dirige hacia el ayuntamiento o el palacio del gobernador. Y las catorce madres y los catorce padres, que no se distinguen en nada de los otros habitantes de la Ciudad, leen los comunicados con ojos ausentes. Nada aún, hoy. Un día más ganado, un día más perdido. La fiebre aumenta en los suburbios, contamina a la Ciudad. El artesano sueña en su taller, el comerciante detrás de su mostrador, el funcionario en su despacho de cristales sucios, todos quedan por un momento con el gesto en suspenso, mecidos en el landó del tiempo que no discurre y acelera el pulso de los hombres. Luego se izan fuera de su sopor.

El artesano suelta su herramienta, el comerciante desanuda su delantal, el funcionario se despoja de la lustrina de sus mangas postizas, y el tiempo inmóvil rompe sus ataduras.

Llegados delante de la tabla de anuncios, se metamorfosean en azotacalles. El sol de la primavera en su infancia pone luciérnagas en las sombras, los parques huelen bien y las aves marinas, gaviotas principalmente, lanzan a la tranquilidad azul del cielo unos gritos prolongados en los que el oído experto descubre la promesa de cielos siempre grises, de tierras siempre desnudas, del mar siempre idéntico a pesar de sus vestiduras azules, púrpuras o glaucas.

No es de buen tono precipitarse hacia las tablas de anuncios. Desde siempre se respetan ciegamente los usos de la Ciudad. Se respetan también sus leyes. Se sabe que los ediles son sabios, que las computadoras del palacio del gobernador no se equivocan nunca y velan para que todo permanezca inmutable, a pesar de los años que transcurren, de las mareas de equinoccio, de las estaciones y de los hombres. El silencio conspira aquí desde hace lustros. El extranjero —si pudiera venir aquí un extranjero, y si oyera hablar del Viaje— flotaría como un ludión. Podría leer, es cierto, nuestros periódicos desde la primera hasta la última línea: se enteraría de nuestras leyes, de nuestras virtudes y de nuestros vicios, pero nunca se enteraría de nada acerca del Viaje. Y nadie le hablaría de él. ¿Se habla, entre nosotros, del Viaje, de la Partida, del Vencedor? Nunca, nunca. Las cosas son así. ¿Acaso habla uno de su respiración? Vuestro cuerpo piensa en respirar por vosotros, las computadoras electrónicas del Palacio respiran por vosotros, respiran el Viaje, y únicamente a causa de vuestro estado de hombre, de los nervios, huesos, piel, células, tendones y arterias, hacen de vosotros un hombre, y la Ciudad está alegre en la hora del Gran Viaje, y deprimida cuando apuntan las fechas del Retorno. Y sólo porque fueron construidas otrora por unos hombres, las computadoras, en los chasquidos metálicos de sus armazones, en la atmósfera de grasa y de ozono que las rodea, conservan un recuerdo de humanidad que las pliega a nuestras restringidas dimensiones. Entonces, unas luces parpadean y las tablas de anuncios se cubren con algunas líneas que un extranjero, suponiendo que un extranjero llegara aquí algún día, leería sin comprenderlas. «Hoy —escriben las computadoras— el mar está tranquilo».

«¿Acaso no está siempre tranquilo?», preguntaría el extranjero.

Esto significa que se acerca el tiempo del Retorno, y las catorce madres y los catorce padres se angustian un poco más, penetran un poco más en aquella oscilación de la que sólo puede surgir la muerte.

Las que desfilan delante de los comunicados, pues, son procesiones de falsos paseantes. Vamos, el mar está tranquilo. ¿Lo estará también mañana? El artesano, el comerciante, el funcionario, sacuden la cabeza, y lo mismo hacen las catorce madres y los catorce padres que han ganado un día más, que han perdido un día más.

Catorce madres, de las cuales trece parirán adultos muertos, catorce padres, trece de los cuales vivirán para ver y hablar del Retorno.

Los comunicados, hacia el final de la larga espera, dirán: «El mar se agita, se prevé un intenso oleaje». El espejo salino, más allá del dique, por encima de las murallas, permanecerá liso y puro. El vigía solitario, con su anteojo telescópico, sólo observará un agua inmensa. Precipitándose desde el cielo, se verán nubes de pájaros, blancos y grises, lanzándose sobre las olas, apoyándose en ellas, remontando el vuelo con un resplandor plateado en el pico. «El mar se agita», he aquí lo que se leerá en los comunicados. El mar se agita, y el tiempo de la larga espera expira.

Y de repente, sin que se sepa exactamente por qué, todo el mundo se reunirá en el dique y en las murallas, y las catorce madres y los catorce padres estarán perdidos entre la multitud, se les reconocerá por sus rostros contraídos y pálidos, se les empujará misericordiosamente para que puedan ser los primeros en mirar el mar, aunque nadie ignora que cerrarán los ojos. «Dios mío —rogarán unos—, haz que mi hijo regrese». «Dios mío —rogarán otros—, haz que mi hijo no regrese».

De pronto, el vigía solitario gritará: «¡Ahí está, ahí está, ahí está el teseo que regresa!» Y todos los prismáticos apuntarán a la curva sensual del horizonte, el remolcador mantenido desde hace días o semanas bajo presión abandonará el muelle y avanzará directamente hacia lo desconocido y el teseo. Y el primer movimiento de las catorce madres será el de apretarse todavía más contra el parapeto que rodea las murallas, y el primer movimiento de los catorce padres será el de esbozar un gesto de retroceso, pero la multitud se lo impedirá, empujará a las madres, apretará a los padres contra el pequeño muro. Entonces se establecerá un gran silencio, toda la Ciudad se convertirá en una ciudad de mudos, y se empezará a distinguir la única vela negra de nuestro velero, y el remolcador se separará de él, y regresará rápidamente, con toda la velocidad de sus diesels recalentados. Atracará, el pequeño remolcador, y la tripulación trepará hasta el parapeto de la muralla más alta, allí donde se yerguen los catorce padres, por una escalera metálica empotrada al muro. El capitán dirá: «¿Quién de vosotros es Untel?» Y la súbita palidez del padre del teseo le informará. Tal vez el padre del teseo, el egeo, se arrojará al vacío para aplastarse sobre los peñascos puntiagudos, abajo, muy cerca del remolcador; tal vez será empujado por la tripulación o por la multitud. Mientras que el nuevo teseo desembarcará, habrá catorce madres deshechas en llanto, trece de las cuales habrán perdido a su hijo, la última a su esposo. Luego el teseo se dirigirá bajo escolta al palacio del gobernador, entrará en él por la sala de las computadoras, y todo el mundo regresará a su casa, y empezará un nuevo tiempo de la larga espera, la que precederá al nuevo Viaje del que saldrá un nuevo teseo.

Me aseguran, aunque no puedo creerlo, que al no descubrir al egeo en las murallas, la tripulación del remolcador le hizo buscar por la Ciudad. Su esposa se aferró a él con tanta fuerza que fue preciso dejarla sin sentido para no verse obligados a arrojarles a los dos sobre los peñascos. E incluso así, sus manos crispadas permanecieron soldadas a las ropas de su marido; le abrieron los dedos uno a uno y la separaron de él, suavemente, sumida en la inconsciencia. El teseo, de pie bajo la vela negra, esperaba a que todo quedara consumado para entrar en el puerto.

Soy de los que creen, contra toda esperanza, que un extranjero vendrá a vernos un día. Es el motivo por el cual he empezado la redacción de estas cuartillas. ¿Es un trabajo inútil? Sin duda. No obstante, me parece que nuestra vida no puede continuar siendo tan vacía y tan vana, salida de una nada para volver a caer en otra nada. En esta Ciudad donde nada cambia, ni siquiera el nombre del gobernador puesto que el gobernador es siempre un teseo, siento un hambre de renovación, un terror a lo inmóvil.

Mis padres me dicen: «No debes hablar así, cometes un pecado». Mi padre añade: «Hay en ti semilla de parricida».

¿Cómo podría ser un teseo, yo, que soy alérgico al mar? Esa gran extensión triste en la que desaparece la vela de nuestro único barco para reaparecer periódicamente, me irrita. Sueño en montañas, en exploraciones, en cosas leídas en unos libros y que ignoro si existen o no. Me ahogo. La atmósfera coagulada de nuestra Ciudad me asfixia. Pero, ¿qué hay en el mundo aparte de nuestra Ciudad, del mar y de Creta?

Desde luego, sabemos que lo que nosotros llamamos Creta no es realmente una isla y que tampoco se llama realmente Creta. No somos unos ignorantes, aunque no sepamos realmente por qué unos jóvenes tienen que partir de cuando en cuando, en nuestro velero, hacia esa tierra misteriosa cuyo verdadero nombre se nos oculta, tal vez por negligencia.

Desde hace generaciones, calcamos nuestra existencia colectiva sobre el mito de Teseo. Sabemos que se trata de un mito, que no somos griegos, que nuestra ciudad no es Atenas. Pero hay demasiada similitud entre el mito antiguo y la realidad que condiciona nuestra vida. Un teseo gobierna la Ciudad, al menos nominalmente, y cuando los jóvenes son designados con las jóvenes, decimos que embarcan hacia Creta, que van a combatir al Minotauro.

Por eso, no hace falta escribirlo, el mar que se extiende delante de nosotros se llama el mar Egeo...

Conocía muy bien al padre del nuevo teseo. Era un hombre bueno, calvo, algo tripudo. Era ebanista y todo el mundo estaba de acuerdo en que tenía talento. En casa tenemos un aparador que él construyó con sus propias manos, empleando exclusivamente madera. Le hubiera avergonzado utilizar tornillos o clavos.

Lo que se dice de su esposa, la madre de nuestro teseo, es verdad. Al día siguiente se dirigió al palacio, pero no era ya la misma mujer. Desde que vio a su hijo en su nueva y tan reciente dignidad, sus cabellos han encanecido, y no sonríe nunca, ella que en otros tiempos tenía siempre una canción a flor de labios. Se ha convertido en objeto de escándalo, hace chirriar los goznes aceitados de nuestro habitual sopor. Cuando por descuido alguien le habla de su hijo, murmura: «Ya no tengo hijo. Si tuviera uno, le odiaría».

En el barrio, no nos acostumbramos a considerarla como una aetra. A menudo, las aetras se sienten obligadas a recibir, a mostrarse en público, frecuentan las exposiciones, inauguran las casas de maternidad, se visten en las tiendas de los grandes modistos.

Nuestra aetra ha cerrado el taller de su marido, viste andrajosamente y a veces va a escupir sobre las tablas de anuncios. Es toda veneno, toda dureza, y sus vecinos inmediatos nos han contado que la oyen andar, interminablemente, por la noche, golpear con los puños la pared y gritar: «¡Marc! ¡Marc!», el nombre de su egeo.

Desde entonces, mi madre tiene los ojos enrojecidos y mi padre me apostrofa: «¿Quieres que termine pareciéndose a nuestra aetra?» Me limito a encogerme de hombros: soy demasiado insignificante para participar en el Viaje.

Miento. Tengo orgullo, lo sé. Si escribo estas líneas, no es sólo con la esperanza de que serán leídas por un hipotético extranjero. No sé por qué. Me gustaría que el nuevo teseo, con sus computadoras, me eligiese, y al mismo tiempo lo temo. Todo esto, incluidas estas líneas, no es más que vanidad. ¿Quién puede saber cuándo se iniciará un nuevo viaje? ¿Dentro de un año, como en la leyenda? ¿Dentro de un día, como ocurrió hace veinte años? Cuando yo sea un viejo, quizás. ¿Quién puede prever la decisión del teseo?

¿Y si fuese ahora, en seguida, mañana? Queda la aprensión, y un espanto que sólo aquí me atrevo a confesar.

Marchan catorce. Sólo uno regresa. La atracción de la aventura es menos poderosa que el miedo a la muerte, aunque a mi edad esta última parece únicamente una abstracción. Sin embargo, no deseo convertirme en un teseo: partir para regresar no tiene nada de excitante y, aunque no me entiendo con mi padre, que hay como un foso entre nosotros, cada día más ancho... ¡cómo me odiaría si fuera la causa de su muerte!

Marchan catorce sobre el mar ponzoñoso de Homero. Sólo uno regresa. Pero los otros trece, ¿no han quedado con vida, no han encontrado lo que buscaban en la tierra de Creta?

Después de todo, aquel Teseo, el de la leyenda, no era más que un asesino. Hijo de un dios o hijo de un rey, ¿qué fue lo que hizo, aparte de asesinar?

Le imagino, enorme, con el pecho erizado por un vellocino de sol, riendo al matar con una alegría escarlata. ¿Puede concebirse a Teseo muerto? Yo no puedo. Después de todo, ¿no sigue viviendo, no reina acaso en silencio y en secreto en el Palacio del gobernador?

Cuando el actual teseo no era más que el hijo de Marc, el ebanista, era un joven apenas mayor que yo, alto y delgado como una hierba, tan imberbe como un guijarro.

Los que se acercaron a él después de su Retorno quedaron impresionados por su fuerza y su madurez. ¡Fuerza y madurez, el hijo de Marc! He ido a visitar a nuestra aetra, hasta tal punto dudaba de la verdad de aquella descripción. Al principio, la aetra ha gritado que la dejara en paz, que ya no tenía hijo; luego, al ver que no me daba por vencido, en un susurro, ha admitido que su hijo era el teseo, ha empezado a morderse los puños y se ha separado de mí.

El espectáculo de esa mujer plantea otros problemas. ¿Modifica el Viaje la mente de los seres hasta el punto de que sus cuerpos se encuentran transformados? ¿O se trata de simple óptica interna? ¿Crece el teseo, disminuimos nosotros? ¿Dónde descubrir el secreto que se nos oculta, o que no sabemos leer? ¿En qué omisión? ¿En qué latitud? Presiento algo, mis sentidos se aguzan, una especie de olfato nuevo me hace apuntar a lo desconocido, estoy ante un misterio. Todo se me aparece bruscamente en geometrías superpuestas, no reconozco nada. La calma de esta ciudad, su cielo tranquilo, su mar desierto, los movimientos siempre semejantes de todo el mundo, la irrisoria intercambiabilidad de los seres, todo esto no es más que un decorado, una sucesión de perfiles perdidos; la realidad tiene que ser algo muy distinto y lleno de tristeza.

Una vez al mes, tenemos acceso a las computadoras.

Las consultaré.

Entré en el palacio del gobernador. Penetré en la sala subterránea donde las computadoras no reposan nunca. Había muy poca gente, dos mujeres, un hombre de edad avanzada y, con gran sorpresa por mi parte, mi amigo P.

¿Por qué he escrito: mi amigo P.? Nos conocemos, nos hemos visto en la universidad, tenemos relaciones comunes. Sin embargo, el hecho de encontrarle allí me ha conmovido. No nos hemos dicho nada, no era necesario. Él y yo, lo sabíamos por instinto, teníamos que encontrarnos allí por los mismos motivos, y esto establecía un lazo entre nosotros. Entré en una cabina y enumeré los problemas que me preocupaban. En la diminuta pantalla aparecieron rápidamente unas letras que se borraron con la misma rapidez:

No hable con nadie, siga el pasillo de la derecha, le conducirá al despacho del gobernador donde el teseo le recibirá.

Salí de la cabina, seguí el largo pasillo. No me había equivocado, mi amigo P. me precedía y, al fondo del pasillo, una joven rubia llamaba a la puerta del despacho. Ni ella ni P. se volvieron, y yo estaba tan aturdido por aquella inesperada invitación que sin duda hubiera hecho lo mismo que ellos si alguien me hubiese seguido.

El despacho del gobernador es una estancia de techo alto, con cortinajes de terciopelo oscuro. La estancia es pequeña, mal iluminada por unos tederos. El teseo estaba sentado en un alto sitial; la penumbra se tragaba sus facciones. No volví a encontrar en él al joven que yo había conocido, salvo por un tic muy peculiar, que consistía en pasarse con frecuencia la mano izquierda, de un modo maquinal, por la frente.

Dijo:

—Sentaos.

No era el timbre de su voz y, sin embargo, lo recordaba. ¿Cómo podría explicarlo? La voz que yo había oído antes de que se convirtiera en teseo caricaturizaba a la de ahora.

No apartábamos la mirada de él.

Dijo:

—De modo que sois tres, ya.

Nos estudió largamente, uno a uno. Dirigiéndose a la joven rubia, dijo:

—Excepto para el Viaje, nadie ocupa el lugar de nadie.

Y la joven irguió la cabeza con aire de desafío.

Luego se volvió hacia mí:

—A ti te conozco.

Finalmente, dirigiéndose a mi amigo P. y a mí:

—Uno de vosotros dos será sin duda el nuevo teseo.

Mi amigo P. preguntó:

—¿En qué se convierten los antiguos gobernadores?

El teseo no respondió. Se hundió en la sombra de su sitial; su ropaje oscuro se confundía con la madera antigua y las colgaduras de las paredes. Antes de despedirnos, nos recomendó:

—Regresad a vuestras casas, no advirtáis a nadie, así es como deben cumplirse los actos. No os reunáis nunca los unos con los otros si no es con suma discreción. Preparaos en silencio.

Transcurrió un mes, durante el cual me columpié entre la exaltación y la desolación. Vi una vez a la joven rubia, pero nos ignoramos. Durante otro mes, el miedo, únicamente el miedo, habitó en mí. Marchan catorce, sólo uno regresa. Las jóvenes no regresan nunca. Siete jóvenes «embarcan sobre el mar sonoro», sólo uno regresa, cubierto de gloria, responsable de la muerte de su padre.

El hecho de partir hacia Creta, de matar al Minotauro, Egeo, tiene su parte ritual, del mismo modo que existe el rito del pan del panadero, el rito de la tiza del maestro, el rito del perecedero e inmortal teseo.

Las tablas de anuncios se cubrieron de letras, de frases esperadas y temidas: Cuando el mar esté en calma, el navío de la Ciudad preparará las grandes pescas de otoño.

¡Fraseología ridícula! La gente sacudía la cabeza ante las tablas de anuncios: «¡Las grandes pescas de otoño!» Yo permanecí un día entero delante de las tablas de anuncios. La joven rubia pasó junto a mí, me vio, sonrió. Parecía feliz. Vi también a mi amigo P. Su mirada era dura, algo vibraba en él, una nota súbitamente interrumpida, cuyas ondas rodaban hacia el infinito.

Al día siguiente podían consultarse las computadoras. No había nadie, entré en seguida, en el silencio de la cabina aullé, sí, aullé, sabiendo que sólo las máquinas, con sus trompas de Eustaquio de metal, con sus cerebros ionizados, me oirían:

—No quiero partir, no soy capaz de asumir la responsabilidad que el Viaje entraña.

La pantalla de la computadora me contestó:

—No puedes eludir la elección del teseo.

Repliqué:

—Su elección es arbitraria. Yo soy libre.

Y la máquina:

—Tú mismo elegiste el partir.

—Ya no lo deseo.

—Imposible. Mañana volverías a desearlo.

—¿Puedo ver al teseo?

—No.

Lo intenté, de todos modos. El largo pasillo que conducía al despacho estaba cerrado por unas robustas puertas de madera de roble pesadamente claveteadas. No pude abrirlas.

Entonces vagué al azar por las calles, me entretuve en el parque situado detrás del ayuntamiento, subí por la escalera de piedra, de peldaños desgastados por incontables pisadas, que conduce a las murallas. Allí contemplé el mar verde, susurrante, y el horizonte que un día me engulliría. Las gaviotas dibujaban un ballet complicado, vomitaban de cuando en cuando la acidez habitual de sus gritos, y bruscamente la certeza de mi partida me impuso la paz.

Sólo permanece la exaltación.

Las tablas de anuncios proclaman con letras cada vez mayores: Las grandes pescas de otoño van a abrirse, y ahora la gente repite, aunque en un tono muy distinto: «¡Las grandes pescas de otoño!» Se respira alegría, una alegría ligera, tenue, como en filigrana de la vida, una alegría no explicitada: en esta Ciudad donde nada cambia, el anuncio de un nuevo Viaje rompe la monotonía de los días. La angustia colectiva es para más tarde, calcomanía inconsciente de la de catorce madres y catorce padres, que esta vez mis padres aprenderán de lleno. Les miro a menudo, socarronamente, sin que se den cuenta. Mi madre me ha dicho: «Estás tramando algo». Y mi padre ha soltado su famosa frase sobre la ingratitud de los jóvenes.

La certeza de mi partida es también la certeza de no volver a verles. No creo que tengamos que morir en Creta; los que acompañan al teseo, por un motivo que germina en mí y que se me escapa, se quedan allí. Puedo mirar a mi padre sin enrojecer, sin decirme: «Soy un parricida». Sólo me hiere el pensar en mi madre.

He encontrado a mi amigo P. Le acompañaba la joven rubia. Hablaban de sus trabajos mutuos, de sus padres, de la Ciudad, como si las grandes pescas de otoño no estuvieran a punto de abrirse. He entrado en su juego, he parloteado, tonterías. Se nos han unido otros, a los que el teseo había dado nuestros nombres. Así hemos sido cuatro, luego siete, luego nueve, luego once. Esperábamos a los últimos con ansiedad, y sin embargo no dejábamos traslucir nada, al menos al principio. Queríamos creer, quizás, en nuestro fuero interno que toda la vida nos pertenecía, a menos de que lo hubiésemos comprendido ya.

Nos gustaba estar juntos. El secreto que nos unía se duplicaba con el secreto personal de cada uno. Así teníamos la impresión de vivir ya fuera de la Ciudad, y ese sentimiento derivó suavemente, como derivan por el cielo las nubes cuando la brisa es suave. Adquirimos conciencia de nuestra superioridad, de nuestra «aristocracia», al menos de lo que nosotros queríamos tomar como tales. El doceavo, el decimotercero participaron de entrada de aquel clima de euforia que habíamos elaborado tan lentamente; no conocían las vacilaciones que me habían hecho dudar de la necesidad de mi partida. Teníamos hambre de Creta, hambre de matar al Minotauro, éramos inmortales, y cuando el último se dio a conocer, alguien exclamó: «¡He aquí al decimocuarto Viviente!»

Aquella noche fuimos convocados por el teseo. En su alto sitial, nos pareció que había crecido todavía más. Captó el tumulto de nuestra sangre, la sangre de siete jóvenes, uno de los cuales le reemplazaría un día, la sangre de las siete muchachas que no regresarían nunca. Nos anunció que saldríamos al amanecer, que el navío tendía ya su vela blanca a los vientos de otoño, que no debíamos visitar a nadie. Finalmente, añadió: «Uno de vosotros tendría que formularme una pregunta», pero sin esperar respuesta nos despidió con un gesto.

Ahora, la Ciudad ha desaparecido detrás del horizonte. El velero que nos transporta se encuentra así situado como en equilibrio entre nuestro pasado y nuestro futuro. Cada día que huye nos conduce hacia lo desconocido que constituye nuestra aspiración.

He visto a mi padre. Me esperaba en el muelle.

—Habías cambiado mucho últimamente —me ha dicho—. Cuando anoche vi que no regresabas a casa, supe que partías hacia Creta —Me ha cogido del brazo, murmurando—: Dime, ¿qué es lo que te impulsa a marcharte?

Fiel a la ley del silencio que el teseo nos había impuesto, no he dicho nada. Entonces, mi padre ha hecho un gesto extraño, ambiguo, irrisorio, fetal, que ha interrumpido. Me ha parecido oírle murmurar: «También yo, quizás, en otro tiempo...» Pero no estoy seguro de nada, ya que los otros tiraban de mí hacia el velero, cuyas drizas izaban ya los marineros. Quiero haberlo oído para estar más en paz conmigo mismo.

Como acabo de escribir, nuestro velero es manejado por unos marineros. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? A veces nos habíamos sorprendido leyendo tratados de navegación o relatos de navegantes, pero el problema de nuestra travesía no nos había preocupado, en realidad. Una vez más, confiábamos en la leyenda. Puesto que era preciso que un teseo regresara de Creta, nuestra partida se inscribía en la continuidad de una línea trazada desde hacía siglos.

La tripulación no nos habla. Dispone de sus dormitorios, de su cantina, que son diferentes de nuestros dormitorios, de nuestra cantina. Vivimos en medio de los marineros, pero nosotros les somos indiferentes, y ellos nos son indiferentes a nosotros.

De la totalidad de nuestro grupo, únicamente mi amigo P., la joven rubia y yo no participamos más que con reserva de la euforia general. Dejamos que los otros engrasen sus cuerpos como se engrasa el delicado mecanismo de un arma, frecuenten las casetas de tiro, las salas de esgrima... Nosotros hemos comprendido que no tendremos necesidad de nada de eso, y que si el combate tiene lugar, no será la fuerza del músculo la que decidirá su desenlace. Algo nos estorba, coarta nuestros movimientos como un traje demasiado estrecho.

Por primera vez, nos hemos puesto de acuerdo y le hemos preguntado al capitán qué opinaba de Creta, qué había visto allí.

El capitán se ha hecho el tonto... a menos de que lo sea realmente.

—No bajo nunca a tierra —ha dicho—. Los que tenéis que enfrentaros con el Minotauro sois vosotros. ¿Creéis que el monstruo toleraría que os siguiera?

—Pero, ¿no ha hablado usted con ningún habitante de la isla?

—Nunca.

—¿Ha visto o ha oído al Minotauro?

—¡Líbreme el cielo! —ha exclamado—. ¡Quiero demasiado a mi esposa y a mis hijos!

De modo que no hemos podido sonsacarle nada. No sabe nada, o dice que no sabe nada. Nunca ha visto, oído, percibido o adivinado nada; labra a ciegas nuestro surco de espuma, y desesperábamos ya de él cuando, un día, nos señaló una lejana mancha verde.

—¡Cómo! —se asombró la joven rubia—. ¿Tan pequeña es Creta?

—No es Creta. Es Naxos, la isla de Ariadna.

Nunca habíamos pensado en Naxos. Nunca habíamos pensado en Ariadna.

—Usted regresó con el último teseo: díganos, ¿cómo es Ariadna?

—No puedo decirlo.

—Pero, ¿la vio usted?

Vaciló.

—La he visto, en un sentido, sí y no. Veréis, estaba rodeada de velos y no salía nunca de su cabaña; sólo la abandonó para dirigirse a la isla.

Nuestros compañeros, alrededor de nosotros, exclamaban:

—¡Es Naxos, es la isla de Ariadna, nos estamos acercando a Creta!

Una joven morena nos miró pensativamente:

—Me pregunto cuál de vosotros siete será el cobarde que la abandonará.

—Y yo —murmuró mi amigo P.— me pregunto si hay cobardía o inconsciencia, o fatalidad, en esta historia absurda.

El teseo, en su despacho del palacio del gobernador, se había extrañado de que nadie le formulara preguntas. Ahora yo tendría una, sí, una pregunta inmensa, englobando a todas las demás, que formularle, y parece ser que soy el único en formularla, y experimento un horror indecible.

—Ha mentido usted —le he dicho al capitán, en cuanto se han dispersado mis compañeros—. Ignoro si esa isla es Naxos o no, pero estoy seguro de que Ariadna no ha puesto nunca el pie en ella.

—¿Por qué?

—Porque esa isla, que casi hemos contorneado, no es más que un acantilado único; ni siquiera creo que se pueda ascender a la cumbre.

—Hay una ensenada para desembarcar al otro lado.

—No le creo a usted.

—Haga lo que quiera.

Me vuelve la espalda, se aleja, adivino que se burla de mí.

Me acerco a un marinero:

—Dime, ¿cómo es Ariadna?

El hombre me contesta, pero no le entiendo. El capitán ha retrocedido:

—No se canse, joven. Ninguno de los marineros comprende nuestro idioma.

Le miro, estupefacto. ¡Aquel marinero hirsuto es el primer extranjero que veo! Repito estúpidamente:

—¡Este hombre no es de nuestra Ciudad!

El capitán añade:

—Toda mi tripulación es cretense.

Recobro el dominio de mí mismo: ahora sé.

En el curso del viaje, han surgido amoríos. La Creta inminente agudiza los deseos y la locura de vivir. En nuestro universo en miniatura se forman unas extrañas parejas. La gran exaltación del principio se dobla, cede. En nuestros rostros se lee el abatimiento; para mí, que sé, la fatiga es aún mayor.

Los enamorados se abrazan con lentitud, tratan de vivir a cámara lenta, de saborear cada segundo en su totalidad.

«¿Qué harás tú?»

«Y tú, ¿serás la víctima del Minotauro?»

Los músculos de los jóvenes se endurecen, la práctica en el manejo de las armas se hace furiosa. Luego, el silencio se apodera de nuevo del velero. Les grito, finalmente:

—¿No somos ya los catorce Vivientes?

Todos me miran. Mi amigo P. me dice:

—Si sabes algo, cállate.

Pero no puedo seguir callando. Les digo que nadie muere sobre la tierra de Creta, que recorrerán la isla, o lo que nosotros llamamos una isla, que descubrirán su belleza, que se mezclarán con los indígenas y fundarán allí su hogar.

—Te equivocas —mi amigo P. me mira con cólera—. ¿Habría hecho este Viaje para nada, lo habríamos abandonado todo para volver a encontrarlo todo, semejante, en Creta? Ninguno de nosotros partió por el mismo motivo, pero todos habíamos comprendido que la Ciudad se estaba haciendo demasiado estrecha para nosotros, y que al advertir a las computadoras postulábamos nuestra aventura.

—No será igual —dijo la joven rubia—. Será la misma vida, pero en Creta; las mismas preocupaciones, pero en Creta. Si él está en lo cierto, seremos ricos por Creta, felices por ella.

—Olvidáis el Minotauro —dijo alguien.

—No tenéis que preocuparos por él. Yo combatiré al Minotauro y le mataré.

Yo he pronunciado esas palabras; han surgido de mí independientemente de mi deseo o de mi voluntad. Veo a mi padre el egeo en lo alto de las murallas, cerca de la torre del vigía solitario, siento vergüenza, piedad, me encuentro desesperado... y responsable.

Y he aquí que estamos en Creta. El velero oscila suavemente cerca de un muelle de troncos. Un poco más lejos hay una aldea, unas redes triangulares que secan o que remiendan unas ancianas apergaminadas vestidas de negro. Detrás de las casas, un rebaño de árboles raquíticos escala un montículo. Uno de los nuestros asegura que son olivos, pero yo no lo creo, y además el detalle carece de importancia.

Atravesamos la aldea. Los habitantes parecen felices con nuestra presencia, nos saludan con una sonrisa, un gesto amistoso, una niña nos obsequia con una flor, un mozalbete nos sigue tocando la guitarra.

Luego, cuando la última casa de la aldea queda atrás, nos dejan marchar con la despreocupada indiferencia de los que poseen la felicidad.

Desde lo alto de nuestro montículo, vemos ahora todo el mar, y su largo, muy largo cinturón de playas consteladas de pueblos y de aldeas.

—Creta es muy grande —murmura alguien.

Sí, muy grande. ¿Es una isla, un continente? Sí, Creta es muy grande.

Y al otro lado, mar sólido replicando al mar líquido, he aquí la llanura, su mosaico cultivado, sus ciudades, sus fábricas, sus bosques, y la púrpura imponente de sus montes lejanos. Entre la llanura y nosotros, los vestigios de una ciudad muy antigua, con las columnas rotas de sus templos, sus arterias invadidas por la vegetación. Nadie se equivoca en lo que a ella respecta: es el Laberinto.

Les digo, a todos:

—¿Por qué vaciláis? Creta se ofrece a vosotros, millares de veces más grande, más bella, más variada que nuestra Ciudad. ¿Cómo podríais vacilar entre Creta y nuestra Ciudad?

—No vacilamos en escoger Creta —me contesta mi amigo P.—. Pero, entre todos, nos resultaría más fácil matar al Minotauro.

—No os necesito.

—Ven con nosotros —me dice la joven rubia—. ¿Por qué has de regresar a la Ciudad? ¿Para perpetuar una leyenda?

De buena gana les diría lo que sé, incluso me dispongo a hacerlo, cuando llega hasta nosotros el sonido de unas alegres risas. Es una boda; los recién casados, los padres, los invitados se apretujan en unas carretas con bancos de madera; hay flautas y violines, un improvisado coro infantil...

Nos ven, nos llaman, no entendemos lo que nos dicen, pero la invitación es espontánea. Un anciano agita las manos ante nosotros y nos habla con un cálido acento sonoro, en nuestro idioma:

—Sois catorce —dice—. Sé de dónde venís. Uno de mis vecinos vivía en vuestra Ciudad. Subid; dejad toda vuestra vieja impedimenta y venid con nosotros.

Yo repito: «Id con ellos», y me obedecen.

Mi amigo P. se vuelve y me dice:

—Creo que lamentaré siempre no haberte seguido.

—Suba usted también —me apremia el anciano.

—No puede —explica uno de nuestro grupo—. Tiene que matar al Minotauro.

El anciano le mira, sacude la cabeza, sonríe:

—No he comprendido bien su frase, domino muy poco su idioma. —Y, volviéndose hacia mí—: ¿No viene usted, de veras?

La comitiva ha desaparecido por fin, llevándose en los cantos y las flores a mis compañeros y a mi pasado, y la mentira consciente urdida contra la Ciudad. Me dirijo hacia la ciudad muerta, cruzo la primera puerta. Podría dispensarme de hacerlo, puesto que sé lo que me espera, pero subsiste una duda, la última, y también ella tiene que desaparecer. Enfilo la avenida más ancha; conduce directamente a un monumento monolítico que percibo a lo lejos, ¿Iré hacia aquel monumento? ¿Qué descubriré en él que no haya descubierto ya? ¿La cabeza de un toro?

La cabeza de un toro de piedra contempla fijamente la nada con sus órbitas vacías.

No sé por qué continúo la redacción de estas páginas. ¿Para mí, quizás? No. Y tampoco para el extranjero que otrora solicitaba, antes de convertirme en teseo.

Si ese hipotético extranjero lee estas páginas, no las comprenderá. Sólo un nuevo teseo, un futuro teseo... Pero, ¿qué necesidad tendría de hacerlo?

El capitán decía la verdad. No se mueve del barco. Al verme, exclamó:

—Sabía que usted mataría al Minotauro.

De modo que también él es un simple instrumento.

Luego se disculpó por haberme inducido a error señalándome la isla de Ariadna: no ha comprendido el papel que le ha sido asignado.

De acuerdo con la costumbre, mandé izar la vela negra antes de que nuestras costas fueran visibles. Llegó el pequeño remolcador, se interesó por mi nombre y volvió a dirigirse rápidamente hacia el puerto, con toda la velocidad de sus diesels recalentados, y vi una forma humana despegarse de la muralla, dislocarse sobre los puntiagudos peñascos, y me pregunté si era justo que mi padre ignorara los motivos de su muerte.

Los marineros me escoltaron hasta el palacio del gobernador. Las pesadas puertas de madera de roble estaban abiertas sobre una multitud de pasillos todos iguales. No reconocí el que debía conducirme al despacho del gobernador. Pasé toda la noche buscándolo, y cuando lo encontré fui directamente hasta el teseo que me esperaba en su alto sitial, le cogí por el cuello y apreté...

Murió sin proferir un solo lamento, feliz, liberado. Contemplé largo rato a la luz de las antorchas su hocico negro del que brotaba un hilo de sangre.

Ahora, espero que alguien, en la Ciudad, presienta la verdad; espero a siete jóvenes y siete muchachas. Vendrán, lo sé. Dentro de un año, dentro de una semana, dentro de dos o tres décadas. Espero. Cuando paso la mano izquierda por mi frente, con un gesto maquinal, noto bajo mis dedos la doble hinchazón de los cuernos.

Aquí, en la Ciudad, en Cnosos, en Creta, espero al enviado de Atenas.