7

El gato llegó un hermoso día soleado. Una leve brisa agitaba el follaje transparente de la acacia debajo de la cual estábamos tumbados, Lisa y yo. Sólo el estremecimiento de las hojas iluminaba el silencio.

«Miau... miau...»

Avanzaba casi arrastrándose, increíblemente delgado, con los ojos hundidos en las órbitas. Un gato vulgar, gris claro rayado de gris oscuro. ¿De dónde venía? Tal vez había subsistido durante meses en algún jardín, esperando el regreso de sus amos... O bien en los bosques en los cuales Lisa quería refugiarse cuando intentamos huir. Y como no había llovido desde hacía un mes...

—Se muere de sed —dije.

Lisa se había precipitado ya hacia el animal, lo había tomado en sus brazos. El gato ronroneaba, feliz, y se dejaba mecer.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró Lisa—. Haz que no muera. Ya no estamos solos...

Fui en busca de un plato lleno de agua. El gato bebió largamente, glotonamente, luego volvió a frotarse contra las piernas de Lisa ronroneando a más y mejor y, sin duda en señal de agradecimiento, volvió a maullar. Tal vez intentaba decirnos algo, como yo cuando trato de hablarle al Ser... O tal vez leía algunos de mis pensamientos, como yo leo los del Ser, en tanto que los suyos permanecían ininteligibles para mí.

—Ven aquí, minino —dije, señalando mis rodillas.

Obedeció inmediatamente y vino a apelotonarse en el lugar indicado. En aquel momento, el Ser me llamó.

¡Hombre, ven!

Yo había aprendido la docilidad desde hacía meses. Cogí al gato, me levanté y lo dejé sobre las rodillas de Lisa. El Ser me llamaba siempre a mí y no a ella, como yo sabía desde hacía mucho tiempo. Por un motivo desconocido, la dejaba en paz.

Su pensamiento se me apareció claramente:

Hombre, trae también ese animal que tenías en las rodillas.

Lisa había comprendido lo mismo que yo. Estrechó al gato entre sus brazos y empezó a sollozar, gimiendo:

—¡Por favor! ¡Va a matarlo... como mató a Mónica!

Vacilé. La orden me llegó, esta vez severa:

Trae ese animal.

Obedecí y avancé hacia el cedro al pie del cual, habitualmente, se sitúa el Ser. Admitiendo que se sitúe realmente en alguna parte y que tenga una forma concreta, cosa que ignoro...

No me levantó como hacía normalmente. Cogió al gato. Creí que éste, levantado a tres o cuatro metros de altura, iba a maullar, a debatirse, a arañar... Nada de eso. Se apelotonó y empezó a ronronear. Unos segundos más tarde lamía con su pequeña lengua roja... ¡al Invisible! Aunque tal vez él veía lo que nosotros no vemos...

Los pensamientos del Ser se tiñeron de color de rosa. No trataba de ocultarlos; por el contrario, los dirigía hacia mí como un reproche:

¿Por qué no eres cariñoso como este animalito, hombre? Mírale: es feliz. Y yo soy feliz porque él lo es. Voy a quedármelo. Me gusta.

El gato ronroneaba a más y mejor, lamía a más y mejor... Por mi parte, experimentaba la tierna alegría del Ser, casi como si participara de ella. Y esto me resultaba insoportable, ya que lo único que el Ser me inspiraba era un odio feroz.

Márchate, hombre —continuó el Ser—. Tú y tu hembra. Aquí estáis de más.

¿Qué quería decir? ¿Era posible? ¿Nos autorizaba a huir, cuando siempre nos lo había impedido?

El Ser se explicó, sin dejar de enternecerse con el afecto del pequeño animal:

¡Podéis marcharos! —precisó con impaciencia—. Marchaos a donde queráis... y sin volver la vista atrás.

¡No acababa de creerlo! Me acerqué a Lisa y le expliqué brevemente que éramos libres. ¿A dónde iríamos? Lo ignorábamos, aunque sabíamos que no iríamos a una casa, desde luego... Probablemente, el campo estaba libre de todo Ser.

Arrastré a Lisa hasta la puerta principal. La abrí. Lisa salió delante de mí. La seguí, sin volverme, puesto que el Ser lo había ordenado. ¡Y yo había aprendido a obedecer!