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—Entonces, ¿habremos perdido a este globo en lugar de salvarlo? —inquirió En-Lyl, enarcando la ceja izquierda hacia la sien, como bajo el aguijón de un lancinante dolor.
Un querube sabio (Al-Xaël) se encogió de hombros en la medida en que le está permitido hacerlo a un toro. Estaban sentados en el suelo, sobre un cuero extendido, y el río borboteante llegaba a sus pies.
—Todas las religiones planetarias —dijo Al-Xaël— se sublevan un día contra sus dioses, conociendo su combate de los ángeles. Y nadie puede impedírselo. He dado un salto extrasensorial al futuro (a ese futuro en el que no tenemos derecho a intervenir, puesto que la trama temporal tiene que ser conservada) para saber lo que los humanos conocerán de nuestra época. Un pequeño pueblo, sobre una península, cuenta el combate de los titanes con los dioses. Más tarde, una secta que se esparcirá sobre la Tierra, hablará del arcángel Miguel aplastando al dragón de los abismos. Un libro, Maha Bharata, anunciará que los guardianes de la «amrita», que es la fuerza, han sido atacados por un Pájaro poseedor de gran potencia y mucha energía.
—¿Se parecen a nosotros esos guardianes? —preguntó En-Lyl.
—Apenas. Son gigantescos (la leyenda lo quiere así) y llevan unos extraños pectorales de oro, con piedras preciosas engastadas, así como unas armaduras flexibles y resistentes; sus armas son serpientes de fuego, con unas lenguas como relámpagos, una boca que escupe llamas y unos ojos que lo reducen todo a cenizas. Al otro lado del gran océano, una Biblia llamada Popol-Vuh abunda en asombrosas imágenes de combates: una espesa resina cae del cielo, el pájaro Xecotcova arranca los ojos de los hombres, el murciélago Kamazotz les corta la cabeza y el búho Tecurbalan quebranta sus huesos. Así es la batalla vista desde abajo y por sectores, como en un informe de Estado Mayor de campaña.
—¿Sabes si sobreviviremos?
—No.
El consejo reunido en torno a ellos murmuró. La nave demente daba vueltas por encima de sus cabezas. Los querubes levitantes propusieron intentar alcanzarla; pero era una tentativa desesperada, ya que suponiendo que pudieran engañar a los radares, se estrellarían contra el casco de la Thiamath. Shamash, el más joven de los astronautas resucitados, manoseaba su desintegrador y Mardouk habló de una balsa-suicida. Pero ningún ingenio podía seguir la órbita caótica de Nipurda. Finalmente, una mano ligera y fresca se posó en el hombro de En-Lyl, y Eghi-Mé declaró:
—No nos corresponde a nosotros salir a su encuentro. Es él quien debe reunirse con nosotros.
—¿Cómo?
—Atendiendo a nuestra llamada.
Bajo el cielo negro, cruzado por explosiones lívidas, Eghi-Mé se erguía dura y resplandeciente como un diamante sin mácula, blanca como un loto reflejado en las oscuras aguas.
En-Lyl balbuceó:
—Nipurda no aceptará nunca. Por otra parte, todas las telecomunicaciones están interrumpidas.
—Las comunicaciones por radio, sí. Pero hay otras. Tú no tenías ningún aparato en tu sarcófago..., y sin embargo te oí. En cuanto a aceptar...
Eghi-Mé enrolló uno de sus bucles oro-verde alrededor de su dedo índice, señal en ella de profunda reflexión.
—¡El modo de pensar de Nipurda nos es ajeno! —dijo En-Lyl.
—Precisamente —replicó Eghi-Mé, con el asombroso sentido práctico de las mujeres y de las panteras—. El aparato PSI de las arañas de las Hyades es más sensible que el nuestro.
—No podríamos alcanzarlo...
—Yo, sí.
Aquélla fue la penúltima conversación sensata del consejo. A medianoche, la estrella Absintia se había detenido entre el Tigris y el Éufrates, incendiando los «sakkiehs» y destripando los canales. Poco después, las esclusas situadas más arriba de Eridu se rompieron. Las medusas y los querubes se precipitaron a salvar lo que aún podía ser salvado. Reconstruyeron la Tierra con los escombros, dirían las tablillas. Pero las puertas del cielo se habían abierto. Empleando una táctica planetaria, Nipurda había aglomerado unas nubes artificiales y las bombardeó, para activar el diluvio. El estallido de las tormentas, la caída de las trombas de agua compusieron una mugiente sinfonía, y muy pronto la bóveda celeste, baja y plomiza, y los ríos en crecida formaron un solo caos. Shamash fue alcanzado por un rayo y Bel decapitado por un torbellino. Pero, en medio de aquel infierno verde y violeta, En-Lyl oyó de repente la voz mental de Eghi-Mé, fuerte y bella como la muerte.
—¡Nipurda, oh Nipurda de las Hyades! ¿Qué clase de ser eres? Este planeta nos ha sido confiado como una esperanza y un tesoro, y tú lo atacas... ¡Destruyes a tus hermanos del infinito y exterminas a los débiles terráqueos! ¡Desde lejos! ¡Por medio del diluvio y de los relámpagos! ¡Oh Nipurda de las arañas, eres un cobarde! Has traicionado a los tuyos. ¿Y por qué? ¡Por una mirada, por los cabellos de una muchacha de un planeta extranjero! Esta es la verdad.
—¡Mentiras! —aulló la nube.
—Mátame; si miento. El universo entero es testigo de tu cobardía. Pero no me matarás, porque es a mí a quien quieres conseguir. Estoy aquí, muy cerca, a tu merced. Es inútil que incendies este planeta. Aterriza y me encontrarás sobre esta colina, en medio de tus hermanos los astronautas, a los que has traicionado... Pertenezco a uno de ellos: a En-Lyl. Un día será un gran dios de esta Tierra, y por eso no te atreves a atacarle cara a cara. Mira: estoy en sus brazos, le envuelvo con mis cabellos. Es hermoso. ¡No es una negra araña! Para salvarle, me he despojado de mis siete velos: mi orgullo de arturiana, mi violencia de combatiente, mi dulzura y mis repulsiones de mujer, mi miedo, mi prudencia, incluso mi pureza..., y he descendido a su tumba, ¿me oyes? Estaba muerto, pero he calentado su cadáver, me he unido a él. Desciende hacia nosotros, Nipurda. ¡Si quieres vengarte, desciende!
—¡Nos volverá locos a todos! —dijo Indra, uno de los más jóvenes astronautas.
—¡Piensa en el estado de ánimo de Nipurda!
Todos pensaban en ello, imaginando a la araña enloquecida, contraída, torturada en su astronave de pesadilla. Antes de atacar, sin duda, había sorbido con su trompa delicada algún excitante de Meknar..., o se había aplicado descargas eléctricas. Estaba ebria o drogada, sumida en una terrible desesperación. ¡Y el pensamiento de Eghi-Mé, cálido y dorado, debía flagelarle espantosamente!
—Es el final: el agua asciende a nuestro alrededor, Nipurda. Moriremos con este planeta. Y yo moriré en brazos de En-Lyl. Y nunca podrás, como exigen los ritos de un arácnido real, abrir mi corazón para depositar en él tus larvas.
Entonces, la Thiamath cayó.
Directamente sobre la meseta de Mesopotamia.
Un combate atroz se entabló entre los supervivientes de la expedición y los robots. Ya que la Thiamath estaba aún poblada de máquinas cuya programación había falseado Nipurda. Unos guerreros semejantes a langostas con cabelleras de fuego y con dardos de escorpión desembarcaron; algunos poseían unas trompas de elefante de las cuales brotaban haces de llamas, capaces de destruir ciudades. Los frágiles terráqueos que habían huido bajo la tormenta se unieron a los extraterrestres. ¡Y fue un combate más de los ángeles! Los arturianos avanzaron, con el agua hasta el torso; rechazaron hacia los pantanos a los robots que tenían su propio rostro, les ahogaron o quemaron sus conexiones. Unos rayos láser se cruzaban sobre Sumeria. Penetrando con la llama y la muerte al puño —es decir, armado con un desintegrador ligero— en los restos de la Thiamath, En-Lyl no encontró nada: las últimas máquinas se habían defendido hasta el agotamiento y sólo la capa de azoe y de proteínas que manchaba los cuadrantes de los aparatos podía evocar aún a Nipurda... Pero En-Lyl, ciego de ira, paseó su chorro de fuego sobre las deslucidas paredes..., para desintégralo todo.
Una sola cosa habría podido retenerle: la mano fresca y ligera, posada en su hombro. La voz de Eghi-Mé ya no estaba allí: alcanzada por los lásers de la Thiamath, no quedaba de ella más que un poco de ceniza blanca. Y el «dios loco y muerto» continuó con sus destrozos...
El agua subió más y cubrió los restos del Pájaro del Abismo. Luego cubrió las colinas y, de toda la ciudad, sólo permaneció visible la plataforma suprema de E-Temenanki. Pero las medusas flotaban sobre las olas cálidas, y los querubes lograron construir apresuradamente unas balsas con troncos de palmeras, unidos con lianas. Dejaron subir a ellas a varios fugitivos y montaron a la fuerza a En-Lyl, el cual se derrumbó sobre la corteza musgosa, con la frente apoyada sobre su codo doblado. Para él, todo había terminado: el universo ya no existía.
Unas imágenes lejanas vinieron a acosarle: estaba muerto. Y, sin embargo, había una luz en su tumba, pero ningún odio. Estaba muerto porque había querido desembarcar en este mundo viviente, delirante. Siempre se yerra al pasarse de la raya. Los dioses... Un rayo muy fino, muy pálido, penetraba sus tinieblas; estuvo a punto de gritar de dolor. En su planeta natal, alguien pensaba en él, soñaba con él. Una niña de ojos de tormenta y cabellos de lino.
Dios Anu, deja venir hacia mí a mi hermana...
No habría tenido que llamar así: ahora estaba seguro de haberla atraído a este Apocalipsis.
¡Cuán bella es tu aurora en el horizonte! Ven...
Ni siquiera se levantó: se limitó a entreabrir los ojos y en sus pupilas, por encima de las aguas tumultuosas, se reflejó una irisación, un arco de nubes y de llamas. Rosa, verde, anaranjado... Un arco iris se erguía sobre las olas y, más allá, nimbada por aquellas iridiscencias, se deslizaba una extraña embarcación, una nave de metal y de polímeros. Reconoció, arrancada al acantilado, a su gruta sellada, la nave de Ea-Ohannès. Los humanos se prosternaron y los querubes doblaron la rodilla.
En-Lyl se incorporó rápidamente. Las entidades divinas, sus hermanas, respondían a su llamada. Otrora fue una muchacha navegando por el infinito, ahora era una nave...
El arco derivó suavemente sobre las olas que parecían apaciguarse. El sol se elevó en la barra de plata del horizonte. En-Lyl hizo soltar las amarras y, cuando la nave de Ea estuvo cerca, avanzó. Llevaba en brazos a una niña terráquea, cuyos iris tenían reflejos violeta.