3

Eghi-Mé se deslizó fuera de la gruta.

El sol estaba alto y, ¡cómo quemaba! Sin embargo, era preciso que la joven avanzara, como atraída por un enorme imán. Entre los altos cañaverales verdes con penachos negros, la viajera localizó algo que parecía un platillo volante; en realidad, no era más que una canasta de mimbre alquitranado que giraba sobre sí misma. ¿Un satélite? No. Ella supo que aquello recibía el nombre de «gouffa». Flotaba sobre el agua. Y, en aquella embarcación increíble, había una joven terráquea que remaba. Velada de azul, era de piel oscura, fuerte y probablemente bella de acuerdo con las leyes de su raza. Eghi-Mé comprendió inmediatamente que la canasta de mimbre entre las cañahejas era una estratagema para llegar a los muros perfectamente vigilados de la ciudad. No vaciló. Reprimiendo un estremecimiento, hizo bascular su verdadero cuerpo en la oscuridad de la caverna y se desprendió de él con una sacudida. Luego se lanzó y realizó un descenso en barrena hacia el receptáculo escogido.

La cosa no ofreció demasiadas dificultades. La «receptora», de un origen planetario distinto y no condicionada, luchó poco, a su manera obtusa y desordenada, «vegetativa», hubiese dicho Eghi-Mé. Pero también ella, atrapada en el torbellino de las fuerzas primarias, se vio sometida a prueba. Ahora eran dos en un solo cuerpo: la indígena, encogida en un rincón oscuro de su cerebro, aterrada por aquella invasión fulgurante y dura, no estaba vencida sino amodorrada, y esto era todo lo que pedía Eghi-Mé: no tenía el menor deseo de matar o de enloquecer a aquella joven que se llamaba Astoreth, había nacido de agricultores del Delta y venía directamente de su aldea. Venía a Eridu, ¿para hacer qué? La extraterrestre carecía de tiempo para estudiar esas contingencias. El cuerpo del que había tomado posesión, flexible y dorado, envuelto en largos cabellos y en velos igualmente azules, era sano, un poco obsesionante a fuerza de aromas; Eghi-Mé probó con placer los músculos ejercitados. Brazaletes y ajorcas de plata adornando muñecas y tobillos, traicionaban cierto desahogo económico. Cuando trató de desplazarse en la canasta de mimbre, la viajera perdió fuerza: se agarró a los troncos resinosos. La «anfitriona» aprovechó aquel breve desfallecimiento para precipitarse a la lucha y, durante unos segundos, Eghi-Mé la guerrera, la sabia, la navegante astral, se encontró sumergida por una bruma cálida y opaca, por el espantoso encarnizamiento de una fiera que quería sobrevivir. Astoreth, enloquecida, la ensordecía con sus aullidos; el cuerpo indócil se distendía como un muelle y la obligó a correr hacia el borde de la embarcación. «¡Va a echarse al agua!», comprendió Eghi-Mé, que sondeó inmediatamente la superficie fangosa, entrevió los remolinos, los cuerpos oscuros deslizándose por el agua profunda: saurios o tiburones procedentes del mar... A partir de aquel momento, también ella luchó, ferozmente; no podía emplear el procedimiento ordinario de la discusión cerebral y utilizó la hipnosis pura y simple: llenó de bruma y de indecisión los centros nerviosos, paralizó los músculos e infundió al joven cuerpo una súbita fatiga. Astoreth cayó pesadamente entre los cordajes y la «gouffa» empezó a derivar a lo largo del río. Entretanto, Eghi-Mé se insinuaba entre las circunvoluciones cerebrales de su víctima, arrancando algunos recuerdos..., muy pocos. El calor de las noches, la elasticidad de los vegetales, un par de rostros..., un joven moreno, cuya aparición puso en su boca un sabor a fruta... ¡Tam, se llamaba Tam! Había sido sorprendido por los guardianes cazando furtivamente y la joven iba a Eridu a causa de él. ¡Esto comprometía a la navegante solitaria! Bueno, liberaremos a ese Tam... Entre las dos... ¡Levántate! ¡Empuña el remo! ¡Aprisa! «¡Dios mío! —balbuceó Astoreth, súbitamente tranquilizada—. ¿O acaso es una diosa la que me habla? Te obedezco...» Cosa que hizo, en efecto. Se puso en pie, empuñó el remo y dirigió su «gouffa» a una pequeña caleta debajo de los muros. Unos instantes después, caminando descalza sobre el polvo cálido, Eghi-Mé, llegada de las estrellas, entraba en la ciudad, pagando su derecho de paso con un meteorito negro, minúsculo, anudado en el pañuelo de Astoreth.

Más allá de las puertas, en la ribera, una superficie cubierta con losas de mármol estaba rodeada de cuerdas y de estacas; en todos los cruces vigilaban unos arqueros tocados con birretes cónicos, de fieltro. Astoreth informó a Eghi-Mé: era un mercado. Unos guardianes pálidos, de manos delicadas, vestidos con largas túnicas oscuras, amontonaban en aquel recinto a unos seres femeninos, velados de azul como Astoreth, dejando asomar únicamente un leve mentón de gato o el resplandor de ágata de sus ojos... Pero otras iban espléndidamente desnudas, doradas, pintadas con antimonio y con cinabrio, con largos cabellos esparcidos hasta los lomos; unos aros de metales preciosos tintineaban en sus tobillos, y el frío matinal ponía estremecimientos en su piel. En torno a las más bellas se apretujaban horribles espectros resecos o abotargados que componían sus collares de flores o las horquillas de su peinado, de un modo que Eghi-Mé encontró ostentoso. Pero algunas ancianas la asaltaron a su vez. Algunas preparaban y ofrecían aromas, esencias mezcladas en alcuzas de cobre o de gres; otras exhibían sobre bandejas de paja diversos aderezos capaces de seducir a las jóvenes beldades. Las más viejas, con las pupilas cegadas por unas manchas blancas, no teniendo nada que ofrecer, esparcían arena y conchas y prometían a las bellas maravillas: serían cubiertas de oro, destronarían a las diosas y todas sin excepción entrarían en el lecho del Toro Anu.

Mientras Eghi-Mé-Astoreth trataba de apartarse de la multitud, sus velos se engancharon en las azagayas de los arqueros, su cabellera se esparció como un manto y surgieron un codo y un hombro nacarados. «No te preocupes —dijo uno de los guardianes—, aunque tu amante te espere: no estarás mucho tiempo aquí, cuando te emparejen con una camella». La hicieron retroceder y caer en uno de los puestos que bordeaban las avenidas del mercado, y ella echó de menos con amargura su armadura y su desintegrador. Su rodilla sangraba.

—¿Por qué te excitas? —inquirió caritativamente una joven morena que, en el puesto vecino, se desvestía con despreocupación—. Sabes perfectamente que es el día y la costumbre.

—Sí —dijo su vecina de la izquierda, una rubia espectacular—, pero ella acaba de llegar de su aldea. Yo he crecido en el templo y, sin embargo, se me pone la piel de gallina al pensar que estar noche perteneceré a un extranjero..., a un salvaje.

—¿Un salvaje? —inquirió estúpidamente Astoreth.

—De todos modos —replicó la morena—, no podemos evitarlo, es la ley de la cual depende la supervivencia de la ciudad. El demonio que posee a las vírgenes es celoso y mata a los que se acercan a ellas. Se habla de una muchacha, en el desierto, que ha perdido así a siete novios... Por lo tanto, se nos entrega a un forastero, a un transeúnte; él es quien carga con la maldición, la antigua serpiente le mata y nosotras quedamos libres.

—Pero, ¿no saben esos extranjeros que morirán?

—¡Oh! —exclamó la rubia—. No son más que unos extranjeros. Su lujuria y su curiosidad son más fuertes, y vienen de todas partes. Algunos pagan incluso un precio muy elevado; y algunas muchachas han llegado a reunir una bonita dote...

—En cualquier caso —añadió la morena—, no tendrás que esperar mucho. Aunque vengas de una aldea, hay en ti algo especial... Todo dependerá de la fealdad de la compañera que te adjudiquen.

—¿De...?

—Sí. Una muchacha muy guapa puede estar segura de ser liberada rápidamente y a un buen precio, en tanto que las patizambas, las jibosas, las entradas en años no tienen salida, ocupan todos los puestos y crean una reputación perjudicial para las vírgenes de la ciudad: se dice que todas son feas. En consecuencia, los ediles inventaron un sistema que los jóvenes maldicen: el que se lleva a una guapa tiene que llevarse también a una fea. Por otra parte, ¡mira! Ahí están...

Un grupo de personajes pálidos llegaba en aquel momento, empujando delante de ellos un lamentable rebaño de mujeres achacosas, aunque muy pintadas y adornadas con joyas. Pasando a lo largo de los puestos de las estatuas vivientes, abandonaban aquí y allá a sus monstruos, como una pesadilla. Astoreth tuvo derecho a una compañera esquelética, cuyo rostro parecía una máscara de madera labrada. Contrariamente a sus colegas, la muchacha llevaba unos velos de una tela finísima, color de esmeralda, y los porteadores negros depositaron suavemente su camilla en el puesto de la bella. Eghi-Mé, que en su planeta natal sólo había conocido seres de un esplendor corporal perfecto, se estremeció, y la tullida, muerta de cintura para abajo, volvió la cabeza con aire altanero. No tuvieron tiempo de intercambiar dos palabras: al fondo del mercado, las cuerdas que delimitaban el área cedieron y la multitud invadió el lugar. Unos nómadas negros como langostas tostadas, unos marineros tatuados con estrellas azules y unos comerciantes apoyados en el hombro de adolescentes de cabellos rizados y gestos lánguidos se precipitaron por las avenidas, gritando, haciendo gestos insinuantes u obscenos. Se esparcieron unas ondas violentas y cálidas. Alrededor de Astoreth, dos guerreros barbudos se enzarzaron en una furiosa pelea, un pastor cayó de rodillas... Iban a pisotear a la tullida. Los ediles corrían ya hacia allí.

¡Cambia de cuerpo, Eghi-Mé!, gritó súbitamente en el cerebro de la viajera una voz ronca y sobresaltada. Cualquier otro es preferible...

Astoreth profirió un grito y se desplomó. Bruscamente, la que la había habitado fue proyectada a las tinieblas: el lugar más cercano: un calabozo tan terrible que su boca se llenó de cenizas. E inmediatamente se entabló la batalla: la personalidad que habitaba el pobre cuerpo seco en el que ella acababa de encarnarse tenía mucha más envergadura que la de la pobre campesina y, por unos instantes, Eghi-Mé fue atravesada por descargas dolorosas, estrujada por espantosas convulsiones. Mezcladas la una con la otra, la extraplanetaria y la criatura terráquea rodaron por el suelo y la multitud se apartó, aullando:

—¡El Alto Mal! ¡El Mal Sagrado!

Mientras los pastores huían, los marineros apretaban sus puños y los comerciantes acusaban a los ediles de haber introducido al demonio en el mercado de muchachas. Un último choque —el de su cabeza contra las losas— borró la conciencia de la navegante.

Y se hizo de noche.

Recobró el sentido en medio de la oscuridad más profunda e irguió con tanta violencia sobre su camilla el cuerpo duro y encogido que le servía de refugio que su anfitriona gimió furiosamente. Por espacio de un segundo, todo fue claro para Eghi-Mé: estaba en la Tierra, su misión consistía en localizar y despertar a los Durmientes, los astronautas en hibernación que la esperaban en los abismos: y, por una suerte extraordinaria, uno de ellos, liberado ya a medias, la ayudaba en aquella tarea. Poco importaba que fuese En-Lyl, cuya reputación en Arturo dejaba mucho que desear... Tal vez era mejor así. ¿Qué habría hecho ella, sobre este globo delirante, con un hermano más angelical? Entretanto, la proximidad de una enemiga se concentró y Eghi-Mé irguió sus barreras mentales. Inmediatamente se enfrentaron: la una con su experiencia galáctica y sus poderes, pero también con su indulgencia de civilizada, la otra con su astucia y su odio de ave rapaz.

Eghi-Mé se levantó. El cuerpo inerte y tenso la hizo caer de nuevo. No se lastimó —el suelo estaba cubierto de pieles—, pero comprendió que le resultaría difícil domar a aquella potranca. ¿Qué era, comparada con ella, la dulce Astoreth? Por otra parte, al contacto de una piel áspera, al tratar de hinchar los músculos lacios, echó de menos el cuerpo elástico de la campesina. Y, además, había aquel olor a farmacia que llenaba la estancia —la jaula—, olor a medicamentos, a aceites rancios, a incienso... ¡Astoreth sólo respiraba aire puro y fragancia de rosas! Eghi-Mé se arrastró sobre sus codos; la otra resistía.

—¡Levántate y anda! —ordenó la extraplanetaria.

—No puedo...

—¿Por qué?

—Estoy enferma.

—¿Acaso no has ido a venderte al mercado?

—Me han llevado a la fuerza —dijo la otra con aspereza—. Los sacerdotes y los ediles. Por algo soy la hija del «pathési» (gobernador) de Eridu. Además, ¿desde cuándo un espíritu intruso interroga a su anfitrión? ¿Quién eres?

—Eso, amiga mía... —Eghi-Mé volvía a utilizar su lenguaje de navegante—, eso te importa tanto como la última explosión de Sirio... Ahora te conozco: estás tan enferma como yo; lo que pasa es que eres fea y orgullosa. Para justificar que los hombres te desdeñen, prefieres pasar por tullida. ¡Harías mejor remando en el Éufrates! —Con una violenta sacudida sentó en la cama el delgado cuerpo recalcitrante—. Ahora —añadió—, vas a vestirte y a salir de esta casa. No tenemos tiempo que perder.

—¿Por qué tengo que salir de mi casa?

—¿Acaso eres sorda?

En efecto, el rumor que al principio Eghi-Mé creyó que era la pulsación de la sangre en las arterias de la muchacha creció irresistiblemente, y ahora era una marejada de aullidos y de «¡han!» salvajes. Los cortinajes que velaban las estrechas ventanas dejaban filtrar una claridad rojiza. No se podía dudarlo: una multitud precedida de antorchas se dirigía hacia el palacio del pathési.

—¡Un motín! —exclamó la tullida—. ¡La desgracia persigue a la pobre Innina!

—Eso parece. Tu representación en el mercado debió hacerles entrar en sospechas.

—¡A mí, esclavos! ¡Guardianes!

—No grites. Sabes perfectamente que la casa está desierta. Tu padre se encuentra en Nippur, ¿no? Y los esclavos han huido.

—¡Son unos holgazanes y unos cobardes! ¡Les crucificaré!

—¡Cosmos! —juró Eghi-Mé—. Deja en paz ahora a tus criados. En este momento, la que está amenazada con la cruz o con la verga eres tú, ¿comprendes? Vístete. No es preciso que te emperifolles: un vestido azul y un velo bastarán.

Innina obedeció, con singular ligereza. Pero la casa parecía estar ya rodeada y se oían gritos:

«¡Muerte a Innina, la bruja!»

«¡Abajo el pathési y sus mouchkenous (cautivos de guerra)!»

—¡Ya están en los patios interiores! —balbuceó Innina.

—¿No hay otra salida?

—No, no...

Innina se retorcía las manos.

, dijo una voz llegada de muy lejos, pero que incluso la tullida oyó. El subterráneo que conduce a la torre E-Temenanki.

—¡El que entra en la torre muere!

—Bueno —dijo Eghi-Mé—, tú morirás de todos modos. Yo te abandono.

—¡No! —gimió Innina—. ¡Eso, no! Corramos...

Corrieron. El palacio de alabastro retemblaba bajo los golpes de la multitud. Las fugitivas cruzaron una puerta disimulada en una de las paredes; al otro lado reinaban la oscuridad y el olor a moho. Recorrieron unos pasadizos cuesta abajo, se deslizaron sobre las costras de salitre, se sintieron rozadas por horribles presencias: sapos, murciélagos gigantes, reptiles arrancados a su sueño. Pero Innina parecía conocer el camino y los rumores del motín se iban apagando.

—¡Saquean mi casa! —sollozó la tullida.

Eghi-Mé la adosó al ángulo de un pasillo. Recorrió las circunvoluciones cerebrales de Innina: un mundo negro y duro, sin ninguna clase de piedad.

—Ahora —dijo Eghi-Mé—, escúchame con atención. Sé todo lo que tú conoces sobre la torre E-Temenanki. Es una construcción muy antigua y cubre una salida. Está al cuidado de los sacerdotes consagrados a Ea-Ohannès, el Dios-Pez...

—¡Eres demasiado sabia! —gimió Innina, cuyo terror iba en aumento.

—Sí. No. Contéstame francamente, ya que tu vida, la mía y otras muchas cosas dependen de ello. Esos hombres, ¿poseen realmente la sabiduría de Ea? ¿Saben lo que hay debajo de la torre?

Por primera vez desde el comienzo de su tormentosa asociación, Innina pareció concentrarse, y luego habló con una violencia singular:

—Esos sacerdotes son muy listos —dijo—. Y codiciosos. El cuidado de la torre E-Temenanki les produce riqueza y honores. Por otra parte, creo que no son sabios; nunca han descubierto lo que tú adivinaste a la primera mirada: que no estoy enferma...

—Tal vez no querían verlo...

—Es posible. En cuanto al subsuelo de la torre, saben quizás lo que hay allí. Pero tienen miedo...

—¿De actuar o de destruir?

—De las dos cosas.

Innina rió suavemente y por un momento Eghi-Mé temió que hubiese enloquecido.

—Bueno —dijo—, tú les detestas. Pero no sabes que los cobardes actúan precisamente por exceso de miedo. Vamos, no podemos perder ni un solo segundo.

La torre E-Temenanki dominaba la meseta. Nadie, aparte de los sacerdotes —después de una oscura historia de lenguajes mezclados que significaba probablemente que demasiados extranjeros habían sido empleados para construir aquel templo—, entraba en el segundo piso. Se decía que en los sótanos había unos extraños mecanismos mágicos para mantener al país fecundo y parcialmente sumergido. Cada rellano tenía su misterio. En la última terraza había un santuario en el que las lámparas no se apagaban nunca.

Arrastrando el cuerpo de Innina, Eghi-Mé irrumpió en la sala de la planta baja. Estaba ocupada únicamente por algunos leopardos y leones encadenados, a los que la viajera sumió en una vaga somnolencia. Las dos visitantes treparon con dificultad por una escalera bastante empinada: los músculos de Innina se habían atrofiado debido a su pereza, y padecía de psicastenia. Eghi-Mé tenía que dejarla resoplar en cada rellano. Bajo sus pies, la ciudad aullaba y pasaba del anaranjado al púrpura.

—¡No se han contentado con saquear nuestro palacio! —gimió Innina—. ¡Queman la ciudad! ¡Tengo miedo!

Eghi-Mé lo sabía. Ella, que había atravesado las tinieblas y los siglos-luz, entablaba conocimiento con el pegajoso sudor frío, el temblor de los brazos y de los calcañares. Aprendía lo que era el terror. Sentía deseos de huir. De repente vio, en el segundo piso, un guardián semejante a un ídolo de plata, el cual tensó su arco: una flecha silbó por encima de ellas. Innina cayó de rodillas; iba a traicionarse, estaba perdida. Entonces, sin la menor dificultad, la navegante se separó del pequeño cuerpo rígido que llamaba a la muerte y se introdujo en el soldado, de piel roja, cabellos negros, lomos estrechos y hombros cuadrados, como en los bajorrelieves de Larsa.

Vertiginosamente, se instruía sobre la especie terráquea. Con Astoreth, había aprendido la serenidad bestial, la humildad y la abnegación de las mujeres del pueblo. Con Innina, la maldad y el miedo. Con Agum, el guardián, entraba en contacto con la brutalidad y la estupidez. Agum ni siquiera notó su intrusión. Estaba tan seguro de sí mismo, tan imbuido de sus privilegios de macho, que se limitó a acercarse a la muchacha desvanecida y la hizo rodar sobre sí misma de un puntapié. La pequeña cabeza, como esculpida en madera, se dobló a un lado. Enfurecida, Eghi-Mé sacudió al bruto, que dejó caer su arco.

—¿Quién...? —preguntó—. ¿Quién...?

—¡Deja a esa muchacha en paz! —dijo Eghi-Mé en el bajo dialecto de los Dos Ríos que aprendía a su contacto—. ¡Teme la cólera del pathési! Ve a presentarte al gran sacerdote. ¡Sube!

Subió. Obedecer, era lo único que sabía hacer. Y matar.

Era un juego dirigir aquella marioneta potente y ágil. Eghi-Mé comprendió por qué algunos hombres eran valientes: ¡su cuerpo estaba tan vivo! Aquel Agum de músculos engrasados le sentaba como una hermosa montura. Pero no le hablaría nunca. Ya que, ¿cómo podría aceptar aquel macho orgulloso la dominación de un príncipe hembra? Nacida en una sociedad en la que privaba el angelismo, Eghi-Mé tropezaba por primera vez con el obtuso, vivaz y jubiloso desprecio a la mujer. Entretanto, Agum y ella habían subido alegremente al tercer rellano. Allí, un obstáculo se interpuso: un oficial, jefe de Agum, surgió, bajo un pectoral recamado, con una azagaya en la mano; como un autómata desorientado entre dos potencias iguales, el soldado vaciló...

—¡La alarma suena! —gritó el oficial—. ¿A dónde vas tú, desertor?

—Pero, yo no... Alteza, comandante...

—¡Delito castigado con la muerte! ¡De rodillas!

«Van a matarse entre ellos —se dijo Eghi-Mé—, y yo no puedo perder tiempo.»

Emigró, con ligereza, de un cuerpo al otro, mientras el jefe de los guardianes abatía a Agum con un golpe de azagaya y luego permanecía aturdido a su vez entre aquellas dos olas cálidas: el asesinato y la posesión extraterrestre. Fue una suerte para Eghi-Mé, ya que vacilaba todavía un poco por haber aprendido tan brutalmente cómo podía morir un hombre en un abrir y cerrar de ojos... Ello le hizo tratar sin ninguna consideración al joven jefe cubierto de sangre, al que impulsó, sin darle siquiera órdenes diferenciadas, hasta el cuarto rellano, donde una puerta se abrió delante de un ser pálido, un eunuco vestido con una túnica negra, que lanzó contra ellos un saco hormigueante de víboras. Eghi-Mé abandonó el cuerpo fulminado por el veneno y se introdujo en el del castrado, hinchado como un odre, y luego se libró de aquella forma, llena de inhibiciones, optando por la delgada silueta de un sacrificador que rompió el cuello del eunuco con su hoz de oro. A continuación, el sacrificador fue sacrificado a su vez, y la invencible Eghi-Mé alcanzó la puerta del santuario en el cuerpo de un asceta vestido con un burdo sayal pero armado con una espada resplandeciente. Entonces se dio cuenta que no había visto ni las mamparas de esmalte, ni los dinteles de lazulita, ni siquiera, bajo los arcos de los rellanos, el cielo tachonado de estrellas.

«¿Cómo pueden vivir y morir así esos hombres?», pensó. Pero al menos empezaba a conocer realmente a los terráqueos...

Abajo, la ciudad formaba un océano de llamas. En el centro de la última terraza, el santuario no era más que una angosta celda iluminada. En el umbral, estirado como una quimera, vigilaba un largo animal tenebroso de pupilas doradas.

Una pantera mutante.

«¡Qué dicha la de encontrar lo que ya se conoce!», pensó la viajera.

La pantera saltó.

Eghi-Mé también.

...Nunca se había sentido mejor. Ni más desenvuelta. Después de acabar con el asceta de un zarpazo, penetró en el santuario.

Estaba vacío. Ni arca, ni candelabros, ni siquiera una guirnalda de flores secas. Sólo una losa de esmeralda pura, brillando con un suave resplandor.

Una puerta...