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¡Castigados! Cada vez que pienso en ello, me encuentro al borde de una crisis de furor. Solamente al borde, porque me digo: «Si reincido... la cosa se repetirá». No pienso: «Esta vez será peor», porque ningún correctivo podría ser peor...

Lisa y yo (era el primer día) no podíamos creerlo. Uno tiene poco más de veinte años, su situación le ha permitido ocupar una vivienda nueva en medio de un parque lleno de grandes árboles, y... de un momento a otro ya no está en su casa. Instintivamente se rebela. Pero, ¿contra qué? ¿Dónde está el Invisible?

Ignorábamos aún que él no comprendía nada de nuestro lenguaje, de nuestros pensamientos; de modo que susurrábamos... (Después, adoptamos menos precauciones, y nos dedicamos a insultarle, a arrastrarle verbalmente por el fango, cuando él nos cree seducidos por sus avances...)

Diez veces, cien veces, traté de cogerle, de golpearle... Incluso con un cuchillo. Cosa horrible, en tanto que él puede dominarnos, arrastrarnos, su cuerpo (¡suponiendo que lo posea!) no tiene ninguna consistencia. Mi puño e incluso mi cuchillo han golpeado en el vacío sin que él se diera cuenta. Poco a poco se estableció mi convicción: el Ser está constituido por Energía en estado puro, sin soporte material. Físicamente, no sé cómo explicar eso.

Pero, me aparto de lo que quería decir. Lisa y yo reaccionamos el primer día. Reacción muy significativa de nuestra civilización de pies de arcilla: descolgué el teléfono y marqué el número de la brigada volante de la policía. ¡Yo, llamando a la policía! ¡Yo, que pretendo ser un libertario!

Nadie contestó. Ni siquiera la «tonalidad» clásica indicando que la línea está ocupada. Nada. Marqué otro número... Otro... Silencio. Un poco pálido, me acerqué al conmutador eléctrico. No había luz. Lo sospechaba.

—Una avería... —murmuró Lisa.

Para mí, la verdad estaba allí, cegadora, si puedo decirlo sin juego de palabras. Los Seres que ocupan nuestras viviendas, y probablemente la Tierra entera, han paralizado todas las líneas de transporte-energía de la ciudad. ¿De la ciudad? Tal vez del país... ¿y por qué no del planeta? Esos Invisibles sólo pueden ser unos extraterrestres dotados de poderes de los que ni siquiera tenemos consciencia. Alguien decretó «Hágase la luz...» Y la luz se hizo. Ellos ordenan: «Que deje de existir la electricidad...» Y la electricidad queda aniquilada.

Incrédulo, puse en marcha el aparato de radio a transistores. Ni un ruido, ni un susurro. Exactamente igual que cuando las pilas están agotadas: cuando se han dejado ocho días en funcionamiento creyendo haberlas parado. Miré a mi alrededor con aire asustado. ¡No era posible! Algo tenía que funcionar. ¡El final de una civilización milenaria no se produce en unos segundos!

Me dirigí a la cocina, abrí el grifo del agua. Nada, ni una gota. Ni un átomo de gas en los quemadores del horno.

Entonces, el pánico se apoderó de mí. Tuve consciencia de la potencia inimaginable del invasor. Corrí hacia Lisa, la cogí del brazo y tiré de ella.

—¡Vamos!

El Ser no se oponía a que saliéramos al parque, lo sabíamos ya. Una hora antes, mientras atisbábamos ansiosamente a través de la verja por si podíamos establecer contacto con nuestros vecinos, habíamos visto a Bertrand, el pasante de notario, en su ventana. Su aspecto era salvaje.

Aullaba:

—¡Los niños! ¿Sabéis lo que han hecho con mis niños?

Luego, nada más. Algo le atrajo hacia atrás y dejamos de verle.

Lisa y yo nos asustamos. Tal vez habíamos oído demasiado... Tal vez el Ser que nos tenía en su poder iba... Pero, no. No pasó nada. Fue la primera prueba que obtuvimos: esos Seres son individualistas. Exactamente como los inquilinos de un H.L.M. Los animales domésticos forman parte de la familia, y tienen derecho a maullar y a ladrar mientras no molesten a nadie... ni traten de escapar.

¡Lisa y yo ardíamos en deseos de escapar! Lisa: veintidós años. Yo: veinticinco. Resulta difícil someterse a lo Invisible a nuestra edad, tanto más por cuanto Lisa está embarazada.

—¿Y si huyéramos? —repito.

—¿Para ir dónde?

Lisa tiene razón. ¿A dónde ir? No sólo de casa de los Dumont, de casa de los Bertrand, sino de todas partes nos llega una certeza, aunque sólo sea por los gritos lanzados por encima de los jardines...

—¿A dónde ir? —repito.

Me callo porque, para ilustrar lo que pienso, alguien empieza a aullar con desesperación, lejos, en dirección del castillo del lago. Desde la mañana oímos esa clase de aullidos.

—¡Lo tienen todo! —susurra Lisa—. ¡Se han establecido en todas partes!

Está a punto de llorar cuando añade:

—En pocos minutos... ¿Quién sabe? ¡En pocos segundos! ¡No es posible! Estamos organizados, poseemos medios de defensa...

¿Cómo defenderse contra unos Seres invisibles e inmateriales? El día que decidimos destruir un hormiguero en nuestro jardín, ¿cómo se defienden las hormigas? Sin embargo, poseen «medios de defensa» y están «organizadas». Mejor que nosotros... Pero las hormigas no están a nuestra escala, del mismo modo que nosotros no estamos a escala de los Seres que nos dominan.

Digo en voz baja, para tranquilizarla:

—Supongo que el gobierno y las fuerzas del orden preparan una respuesta... Pero, ¿ves?, sin duda tienes razón: más vale que vayamos a ocultarnos en algún rincón tranquilo. En el estado en que te encuentras, no soportarías un bombardeo... Esos Seres parecen apegarse a nuestras viviendas. ¡Sea! Si nos marchamos al campo, tal vez nos dejen en paz. Hace un tiempo espléndido, muy caluroso... Podemos dormir al aire libre durante algunas noches.

—Sí, vámonos —murmuró Lisa—. No puedo quedarme aquí. Esta casa en la que vivíamos tan bien, en manos de un Ser... de una Cosa que ni siquiera se ve... ¡No puedo soportarlo!

Entonces, la empujé hacia la puerta principal. Tal vez cometí un error. Tal vez, en aquel momento, el Invisible vigilaba precisamente aquella puerta. Tal vez debimos escalar la verja. Aunque lo dudo. Hay un Ser en la casa contigua, y... nos enteramos más tarde de ello a nuestra costa.

Llegué a la puerta. Hice girar la llave en la cerradura. Un estremecimiento. ¡Se abrió! Nunca hubiese creído que fuera tan sencillo. Lisa pasó delante de mí... Estaba en la calle... Echó a correr... Me lancé detrás de ella.

¡Hombre, vuelve!

La orden amenazadora estalló en mi cerebro. Lo mismo para Lisa que para mí, el Ser sólo utilizaba la palabra «hombre».

No dejé de correr. Había unos bosques a menos de un kilómetro, ya que vivíamos en un bloque muy reciente, en un extremo del barrio. A Lisa le resultaría más difícil llegar hasta allí sin pararse a recobrar el aliento, dado que estaba embarazada de siete meses, pero yo confiaba en que el Ser se desinteresaría de nosotros. Mi razonamiento estaba justificado, a mi entender. A veces he recogido animales extraviados. Cuando se han quedado junto a mí, me he encariñado con ellos. Cuando han huido manifestándome hostilidad, les he dejado marchar. ¿Por qué obraría el Ser de un modo distinto?

Sin darme cuenta, admitía ya —¡y no era más que el primer día!— que, con respecto al Ser, no éramos más que unos animales familiares...

Súbitamente, delante de mí, vi a Lisa saltar en el aire, aullar de dolor y caer al suelo, estirada. Me precipité hacia ella. Antes de llegar a su lado asistí a una escena inimaginable. Una correa la golpeaba, se enroscaba alrededor de su pecho, de sus riñones. Oía los chasquidos de aquel látigo. A cada golpe, Lisa se sobresaltaba, aullaba como una demente. ¡Pero yo no vela la correa, ni el brazo —¿o el tentáculo?— que golpeaba!

Para protegerla, salté encima de ella. La aplasté en mis brazos. La correa me azotaba ahora a mí con una fuerza inaudita. Dos, tres veces, retuve el grito de dolor que ascendía a mis labios. Luego me puse a aullar, como lo había hecho Lisa...

Aquello fue bastante breve. Debo confesarlo, todo lo que podía leer vagamente en los pensamientos del Ser me demostraba que era —relativamente— bueno. Una veintena de zurriagazos. Luego nos levantó, nos llevó hacia la vivienda y nos arrojó en nuestra sala de estar, jadeantes y gimientes.

Unos minutos más tarde, con muchas precauciones y muecas, nos habíamos quitado nuestros vestidos. La espalda de Lisa estaba listada de surcos violáceos. Para mí, el Ser había sido más feroz aún: cada golpe se había traducido en un surco sangriento.

Lisa trajo del botiquín un bálsamo que nos alivió un poco. Pero, cuando quisimos vestirnos, nuestras ropas habían desaparecido. Lisa las había dejado sobre el sofá... Ya no estaban allí, esto es todo. Una nueva fantasía del Ser. Salí, me dirigí al dormitorio, abrí el armario... Estaba vacío. No había nada, ni un simple pañuelo. Abrí cajones, cómodas... Nada.

No cabía duda: el Ser había establecido una relación entre nuestros vestidos y nuestra tentativa de fuga, y había llegado a la ilógica conclusión de que privarnos de ropa equivalía a impedirnos huir.

A partir de aquel día, Lisa y yo hemos vivido desnudos, en una casa nueva sin electricidad, sin agua, sin gas, sin televisión, sin radio... ¡y sin ninguna posibilidad de salir de ella!

Por desgracia, hay algo peor.