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La voz de En-Lyl se hizo apremiante en medio de las tinieblas:

¿Estás ahí, hermana mía? ¿Eres tú?

—Sí, soy yo...

La bestia de oro y de noche se enroscó bajo la luna.

—¿Dónde estás tú?

Muy cerca, dijo En-Lyl, decepcionado. Pero temo que no puedas reunirte conmigo. Estás dentro de la piel de un animal, ¿no es cierto?

—Sí —dijo ella—. Una piel magnífica.

¡Sucediendo a unos cuerpos impuros! ¿Cómo podría abrirse delante de ti una pared condicionada por los arturianos?

Eghi-Mé se sentó, lamiendo una de sus patas arañada por la espada del asceta.

—¿Se trata de una pared dotada de sentido moral? —inquirió—. Lo siento, pero iré a otra parte.

¿A dónde?

—Al desierto. Hay luna llena. El aire huele a sílex caliente, a benjuí. El viento, al pasar, acaricia mi piel. Tengo ganas de bailar delante de ese gran astro blanco, de sentir que los cuerpos se doblan y los huesos crujen bajo mi peso... Es la hora en que las panteras cazan en los velds. Tenía que haberme encontrado con ellas, pero estaba aún inhibida por mi mutación.

¿Ya no lo estás?

—No.

¡Eghi-Mé!, gritó la voz surgida de las profundidades. ¡No puedes traicionar tu misión! ¡Tú no eres realmente una pantera!

—¿No soy qué? —El gran felino se estremeció, pero era un estremecimiento humano—. No, en realidad no lo soy. ¡Oh, En-Lyl, esta pantera es demasiado fuerte para mí! Dime lo que tengo que hacer antes que vaya a correr bajo la luna. ¿Cómo es posible que este animal sea mutante? ¿Quién ha podido acelerar el proceso? No ha sido Ea-Ohannès, desaparecido hace mucho tiempo. Ni tú, ni yo. ¿Entonces? ¿Habrá un traidor entre nosotros, en la expedición?

No tenemos tiempo de estudiar eso. Pero, puesto que aún estás consciente, no se ha perdido todo. Escucha, acuéstate sobre la losa de los lotos. Aprieta la tercera flor. Se abrirá una trampilla. Te deslizarás al pozo. Es parecido a la escalera exterior y, a cada rellano, tendrás que desprenderte de lo que fuiste. Te desprenderás en primer lugar de la ordinariez de Astoreth, luego de las inhibiciones de Innina, luego de la brutalidad, de la ambición, de la traición, del fanatismo. Finalmente..., del animal.

—¡No me quedará nada! —protestó ella—. Sabes que dejé mi cuerpo en la caverna...

Quedarás..., tú, dijo En-Lyl. ¿Vienes?

—Voy.

(Y esto fue cantado en mil cantos sagrados y otros tantos poemas: la reina de los cielos y de la vida, la diosa Ishtar, Astarté (¡oh, pobre Astoreth!), Anadyomena descendiendo a los infiernos para reunirse con su bienamado prisionero de la muerte. Se desprendió, por el camino, de sus siete velos y de su corona, se dejó llenar de llagas, ya que la pantera resultó herida por los trozos de roca y las bestias ciegas, y gimió como un niño, colgada de una rugosidad. Es el canto de amor eterno...)

La pantera-Eghi-Mé llegó al fondo del pozo: su piel estaba manchada de sangre y sus pupilas más fosforescentes que nunca. En torno a ella se extendía un subterráneo de dimensiones prodigiosas, atestado de cubos de polímeros minerales. Reinaban en aquel lugar un frío glacial y un silencio terrible. Eghi-Mé resopló con desagrado: olía a muerto.

—¿Estás ahí, En-Lyl? —preguntó en voz baja.

Sí. En uno de los cubos: el tercero.

—¡Pero eso son féretros!

¿Dónde pensabas encontrarme, entonces? Estamos todos aquí, los supervivientes de la primera expedición arturiana, congelados en envases acondicionados: las reservas humanas que debían poblar la Tierra, los muertos vivientes: todos, excepto algunos perdidos en el cataclismo del Gondwana... Los Durmientes.

—Pero tú, En-Lyl, no estás muerto ni dormido...

No. Creo que se ha producido una fisura en mi sarcófago. Sin embargo, date prisa. Este envase estropeado puede abrirse más bajo la presión externa de las ondas arturianas.

—¡No soy más que una pantera! Sin duda, las ondas de la Doble Estrella no habitan ya en mí...

Salta sobre el tercer loto esculpido a tu derecha...

Al saltar, Eghi-Mé hizo oscilar la tapadera del ataúd. Muy a tiempo: allá arriba, los amotinados habían alcanzado la terraza superior de la torre E-Temenanki, habían descubierto la entrada del pozo y precipitaban por ella bloques de granito. En-Lyl, cuya belleza en sus sudarios transparentes petrificó por un instante al gran felino, no era más que un trozo de hielo, capaz de emitir ondas pero no de moverse. Entonces, para calentarle, ella se tendió sobre su pecho y le cubrió con su cuerpo palpitante, encarnizado en hacerle revivir.

La temperatura del cosmonauta volvió lentamente a la normalidad. Pudo levantarse, arrastrarse hasta los otros sarcófagos. A medida que los abría, medía la extensión del desastre: la mayoría estaban llenos de cenizas o de esqueletos. De todos modos, tuvo la suerte de salvar a Sin (que más tarde fue venerado como el dios de la Luna), a Shamash (como el del Sol), a Bel-Mardouk y a algunos otros de sus compañeros. Su retorno a la vida fue lento y penoso.

Entretanto, la pantera herida por los trozos de piedra perdía su sangre. En-Lyl la transportó a una gruta de la escarpada ribera: la de Ea. El gran animal se estaba muriendo. Pero un delgado cuerpo de muchacha estaba tendido contra la pared llena de jeroglíficos y la transmutación se operó sin dificultad. Eghi-Mé era de nuevo ella misma. Sus ojos recorrieron la gruta que no reconocía, ya que una de las paredes se había derrumbado bajo el efecto de las ondas arturianas o de los golpes de ariete asestados a la torre E-Temenanki. La grieta abierta así en el acantilado era probablemente la tumba del Rey-Pez. Al inspeccionarla, los dos viajeros vieron que la cavidad estaba obstruida por la proa de una extraña nave, construida únicamente para flotar sobre las aguas: pero, ¿acaso Ea-Ohannès no era un rey acuático? Como los antiguos soberanos nómadas, se había hecho enterrar con su nombre...

En la entrada de la gruta, frente a la ciudad incendiada, el bosque estaba tranquilo y oscuro. En un cielo negro giraba la estrella que era la astronave. Eghi-Mé trató de contactarla por medio de ondas ultracortas. Pero, sea que Nipurda se encontraba en relajación, sea que sus propias ondas estaban debilitadas por su serie de reencarnaciones, no recibió ninguna respuesta. Entretanto, los Durmientes despiertos subían de las tinieblas, pálidos y casi transparentes como larvas de lepidópteros. La navegante, entonces, llamó a su campamento de querubes. Estos efectuaron una rápida salida, eliminaron los puestos avanzados de Eridu y transportaron a la jungla a los astronautas de la primera expedición. Habían construido allí, con la ayuda de grandes palmeras y de semiconductores, un campamento improvisado sobre la colina. Una vez reunidos, se contaron: como todos los dioses desembarcados de las estrellas, no eran más que un puñado de seres aislados, casi desnudos, sobre la Tierra desnuda.

—¿Y Nipurda? —inquirió Eghi-Mé—. ¿Han pedido su ayuda?

Un querube escupió su saliva dorada:

—Lo hemos hecho. Pero no contesta.

Conocieron un momento de respiro que nadie les discutió. La oscuridad era profunda. La gran luna blanca se reflejaba en el río en crecida, entre los cañaverales y las coronas de datileras sumergidas..., haciendo casi aullar a Eghi-Mé que se mordía los labios hasta hacerse sangre, bajo la mirada amistosa de En-Lyl.

Estaban en el recinto del campamento. El astro terrestre —que a fin de cuentas no era más que un regulador astronáutico del primer grado— derramaba una sangría de ópalo, y a su helada blancura Eghi-Mé contempló el rostro de En-Lyl: en nada parecido a los monumentos arturianos que la habían hecho soñar, sino más cercano, más emotivo, con unos labios delicadamente dibujados y unos grandes ojos color de crepúsculo. Un ángel. Y, no obstante... A la hora del combate, hubo ángeles que no estaban ni por el Mal ni por el Bien, sino por sí mismos... La extraña melodía, procedente del futuro más bien que del pasado, ascendió, se quebró contra las estrellas, volvió a caer en las aguas profundas. En-Lyl era tan alto que Eghi-Mé tenía que echar la cabeza a un lado para hablarle.

—No te pareces en nada a la imagen tuya que figura en el Panteón de Sigma —dijo—. Eres más humano...

—Tengo quinientos años más.

—De hibernación, lo sé. Pero esos años de nada no dejan huella. Y me parece conocerte desde hace muchísimo tiempo.

—Nos conocemos desde siempre —dijo él, con fervor—. Hemos vivido sobre mil planetas e, incluso sobre esta Tierra, hemos volado por encima de la selva con unas alas de arqueopterix y luchado contra grandes saurios. Este no es nuestro primer encuentro.

—Ni el último, sin duda. Pero, ¡cuántos obstáculos entre nosotros! Esta vez..., yo podía no ser designada. No haber leído tu leyenda. No haber sido fascinada por tus estatuas... Piensa que habríamos podido no encontrarnos...

—¡Imposible! —exclamó En-Lyl, palideciendo.

—Sí —dijo ella—. He pensado en ello durante todo el vuelo. Lo más espantoso sería revivir sin saber nada. Sería el horror, la muerte profunda... Pero..., ¿no podríamos intercambiar una señal que marcara nuestro encuentro ineludible? Mira..., como esa estrella que asciende...

En aquel preciso instante apareció el astro rojo sobre el bosque y la astronave Thiamath, enloquecida, atacó a la Tierra.

...Luego, mucho más tarde, En-Lyl, otros dioses y otros poetas trataron de reducir a palabras, de relatar en lenguaje humano el combate de los titanes y de los héroes. Hacía horas que la Thiamath había ensanchado su elipse. ¿Había sido asaltada por un enemigo desconocido, ajeno al sistema, a la galaxia? Más bien debía tratarse de un desfallecimiento del piloto. Los arturianos habían admitido fácilmente en su universo angélico a las criaturas más extrañas —y Nipurda era una de ellas— sin preocuparse de sus desviaciones particulares. ¿Se había cansado el arácnido de girar durante tanto tiempo sobre una misma órbita? Sus radares le informaban más o menos sobre los acontecimientos de la Tierra: las metamorfosis de Eghi-Mé, el salvamento de En-Lyl. A pesar que las arañas de las Hyades se reproducían de acuerdo con sus propios ritos, aquel viaje, aquella colaboración con una arturiana debieron trastornar a Nipurda. En cualquiera de los casos, la Thiamath atacó, con desorden y furor.

«Fue espantoso —pensaba Eghi-Mé—. Pero, también, exultante. Cuando cierro los ojos, no es el bosque lo que veo, sino aquella llanura verde, laboriosa, cada uno de cuyos arapendes era la prueba de un genio humano disciplinado. Los estanques brillando como espejos, las ruedas hidráulicas. Habríamos podido entendernos con los hombres que vivían allí: empezaban a acostumbrarse al rumor de las alas, a los susurros de los altairianos en los cañaverales, a las gentes del Boyero, transparentes como la aurora. Sus aldeas se abrían inocentemente al pie del campamento; sobre los canales, sobre los anchos ríos nutricios, el cielo era puro, como lavado por el rocío. Los niños jugaban en la arena, las mujeres regresaban de la orilla del río con su cántaros de gres, y estaban los comerciantes y los agricultores. Aquel mundo iba a desaparecer en medio de un diluvio de fango y de fuego.

»Y nosotros con él. Antes que él.

»Ya que, desde el primer momento, nos dimos cuenta que Nipurda nos buscaba, sin encontrarnos. Las arañas de las Hyades tienen dieciocho sentidos, pero son semiciegas, y no había nadie para ayudar al piloto a rectificar sus cálculos. ¿Qué había sido de nuestros camaradas que quedaron a bordo? Preferíamos no pensar en ello. Lo cierto es que la Thiamath empezó a derramar una lluvia de proyectiles sobre la Tierra. Era un espectáculo prodigioso. Unas pobres Escrituras humanas hablarán de una estrella Absintia abatida sobre el globo (emponzoñando una tercera parte de las aguas). Y otras explicarán que los hombres huyeron a las montañas y gritaron a los peñascos: ¡Cúbrannos! Todo lo que había en las casas ha sido quemado..., las montañas fueron arrancadas de raíz y el propio Sol arrastrado por un torbellino...»

(Eghi-Mé preveía los anales sumerios, el Apocalipsis y sobre todo el libro de Popol-Vuh, que habla de un pájaro huracán girando encima de la Tierra, en la órbita de la destrucción...)

—¿Qué haremos? —le preguntaban los querubes, preocupados.

En medio del tumulto, ella les comunicó unos pensamientos breves. ¿Qué podían hacer? No estaban armados contra un ataque cósmico. Y aquella nave era, a pesar de todo, su nave, su único enlace entre ellos y el universo, y estaba conducida por su compañero de equipo. Ni siquiera podían saber si Nipurda era libre de actuar, si había enloquecido o si estaba dominado por unas fuerzas desconocidas. Al principio supusieron que una avería había descentrado la Thiamath y que los robots encargados de las armas de a bordo no estaban ya bajo control. Pero, dado que la nave sólo disponía de un mínimo de municiones, las cosas no durarían mucho tiempo, sin duda. No obstante, la Thiamath se había acercado a la Tierra, hasta tal punto, anotarían más tarde los escribas sobre sus tablillas, que su sombra interceptaba al sol y a la luna y no había ya día ni noche..., sólo una monstruosidad crepitante que inflamaba las nubes. Estallaron tormentas en mil lugares, sobre las aldeas y los diques de los ríos. Grandes palmeras ardieron como antorchas y la humanidad huyó...

Aquello duró días y noches. Los extraplanetarios se mantenían ocultos en su campamento. No se atrevían a enviar señales a la Thiamath ni a recoger a la oleada de refugiados de Eridu que habrían revelado su escondrijo. Además, no tenían nada para mantenerlos. De todos modos, fue en aquella época cuando Ethana, pathési de Eridu y padre de Innina, logró alcanzar a nado su colina.

Eghi-Mé le dejó entrar en el recinto, conmovida por la especie de vaga amistad que hacía nacer en ella el recuerdo de haberse confundido, por espacio de unas horas, con la hija de aquel terráqueo. Ethana había perdido en su huida a su familia, sus guardias, su litera y su cofre de joyas. Las medusas le sacaron del agua, cubierto de aluviones, y cayó de rodillas delante de Eghi-Mé.

—¡Esto es el fin del mundo, diosa! —exclamó—. ¡Ha llegado!

—No es la primera vez sobre esta tierra —dijo ella—. Y las grandes tormentas les son familiares...

—Si no fuera más que eso... Pero hay algo peor.

Habló de un modo confuso: era la carne misma de aquel pueblo privilegiado, duro, perverso y bondadoso al mismo tiempo, apegado al suelo y devoto de las ínfimas divinidades de los cultivos que protegen al siervo encorvado sobre la gleba, se hacen suaves para el rico y crueles para el ladrón de frutos. De todos modos, había recibido instrucción y sentía el mayor respeto por los ingenieros arturianos que habían construido la red de irrigación gracias a la cual sobrevivía el continente. A pesar de unas terribles quemaduras, el pathési había nadado hasta la colina para advertir a los extraplanetarios: el bombardeo caótico de la Thiamath había afectado a numerosas obras de arte; todos los diques de Ea-Ohannès iban a estallar.