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La Tierra estaba sin forma y oscura y el Espíritu se movía sobre las aguas.
La gran nave se llamaba Thiamath. Los pueblos del joven planeta lo tradujeron más tarde por «Pájaro del Caos y del Abismo» o también «Monstruo de los Infiernos de Abajo». De hecho, no era más que una nave de reconocimiento normal. Dos seres inteligentes se inclinaban sobre el tablero de los mandos: uno de ellos, una negra araña de las Hyades, semejante a una nube tormentosa, no tenía nada de humanoide; el otro era blanco, encantador, nimbado de una cabellera de oro verde; sus alargados ojos estudiaban el computador. El ser luminoso inquirió en galáctico:
—¿Descendemos, Nipurda?
El arácnido levantó lo que le servía de cabeza: una gran perla estriada de púrpura y de verde. La respuesta por la onda ultracorta fue:
—No es el mismo continente, Eghi-Mé.
—¿No es el Gondwana?
—No. Este no existe en nuestros atlas. Compruébalo.
La nave se había situado en órbita. El visor reflejó una vasta meseta rodeada de mares, taladrada de pantanos y recorrida por ríos lentos. La flora de inmensas palmeras y de coníferas estaba mezclada aún con vestigios de glosopetras, horadada por grandes abanicos de helechos neuropteridium. Los habitantes de aquella enorme península veían su planeta como una copa semiesférica rodeada de agua. Estirando sus antenas ESP, Eghi-Mé buscó vagas inteligencias dispersas en la sombra y las adivinó débiles, semisalvajes, apegadas al suelo y al bosque. Sin embargo, no eran simios: su órbita revelaba creencias elementales, costumbres, el esbozo de una ciudad. La viajera extendió más lejos sus radares mentales: chocaron al norte con la Montaña de Plata, al oeste con el océano. Pero no había ni rastro de las señales colocadas por los Galácticos en su incursión anterior.
—Tienes razón —murmuró—. No es el Gondwana.
—La propia configuración del globo parece cambiada. Mira, por allí había peñascos de ónice y minas de oricalco..., y ahora sólo veo aguas profundas. Sin embargo, sabemos que las primeras expediciones perforaron el suelo más duro para depositar en él su carga. Pero, ¿quién encontraría necesario falsear nuestros datos?
—Aquellas expediciones..., todas se marcharon. ¿Por qué razón?
—¡Oh! Supongo que la atmósfera era todavía irrespirable, densa, sofocante, saturada de gas. Según algunos, «el suelo borbolloneaba en muchos lugares». Un planeta demasiado joven..., y ellos no tenían prisa. El hacerse cargo de un globo nuevo es una tarea que requiere tiempo. Una vez sembrado un mundo, regresamos alrededor de cada cinco mil años.
—Esta vez nos han enviado antes. Y nada es igual.
—Eso es lo que me desconcierta.
—Un momento —dijo Eghi-Mé, tensando sus radares—. Creo que lo entiendo. Esa tierra..., todavía en su génesis, ha experimentado perturbaciones físicas terribles. Es posible que hayan desaparecido continentes, cubiertos por las mareas, que hayan surgido nuevas islas...
—En tal caso...
El astronauta de las Hyades revolvía unos extraños globos de plata. Eghi-Mé dijo:
—Se impone una prospección en el suelo.
—¡En el suelo!
—¿Acaso no es ése el verdadero objetivo de nuestro viaje?
—Tú lo sabes mejor que yo, Libre Dama. Pero piensa que después de haber aterrizado sobre ese globo de fango y de vegetación clorofílica, tendremos sin duda que quedarnos en él. No tenemos suficiente energía para un despegue. Y si no encontramos nuestras reservas, nos quedaremos aquí sin nada. Sin nada, ama humana, salvo algunas armas de a bordo, unas provisiones que se agotarán rápidamente..., y un mínimo de humanidad.
—Aumentará con el despertar de «los-que-están-en-las-profundidades».
—¿Estás segura de su despertar?
Sus dos miradas —metal teñido de púrpura y amatista-y-glauco— se cruzaron.
—¡No estaríamos aquí si el Universo dudara! —exclamó la joven.
Nipurda imploró:
—Nuestro mundo está lejos. Este se encuentra poblado por fieras gigantes y por antropoides; está agitado por huracanes y por sacudidas sísmicas, y su suelo da nacimiento a plantas venenosas y carnívoras. ¡Y tenemos que sobrevivir!
—¡Desde luego! —le interrumpió Eghi-Mé con cierta impaciencia—. Para realizar nuestra tarea. Aunque sólo tenemos un breve lapso de tiempo delante de nosotros, ya que «los-que-duermen» tienen que despertar...
El cuerpo filiforme de Nipurda temblaba y se contraía extrañamente, en tanto que sus ondas oscilantes trataban de persuadir a su compañera. Viniendo de parte de un humanoide, aquello hubiera puesto a Eghi-Mé en guardia: pero Nipurda no tenía nada de humano.
Sin prestar más atención al comportamiento de su copiloto, Eghi-Mé, comandante arturiana de la expedición, expuso su plan coherente y simple: como en los primeros tiempos de la astronavegación, la nave se situaría en órbita cerca del globo examinado. Recibiría a la vez las ondas de su base y las comunicaciones del planeta a descubrir. Unos exploradores serían lanzados en paracaídas sobre unos módulos, con víveres y municiones; estudiarían el continente que asomaba por encima del agua, buscarían las señales y volverían a subir, una vez cumplida su misión.
—Irían a su perdición —opinó el ser de las Hyades—. Piensa, ama, que no tenemos que vérnoslas con un planeta muerto. Sumergidos en el baño de fermentos que es la atmósfera de ese globo, sus cuerpos serían atacados por todos los peligros biológicos o nucleares. No podríamos recuperarlos. ¡Necesitaríamos voluntarios!
—Los tendremos —dijo Eghi-Mé.
De todos modos, Nipurda pidió una noche de reflexión.
Durante doce horas, la nave giró sobre una órbita de satélite. Pero Eghi-Mé había iniciado ya su exploración. Tendida sobre su litera de desaceleración, tensando sus facultades ESP, percibía las voces procedentes de la Tierra. Variadas, ora sordas y potentes, traduciendo quizás las cogitaciones de vegetales o de minerales, ora desgarradoras y breves como las llamadas animales de la jungla, servían de fondo sonoro a otras incitaciones, mejor formuladas, probablemente surgidas de seres humanos. Algunas nociones revelaban la presencia de Homo sapiens. «Samu» era el vocablo que designaba a la vez al cielo y el Ser superior (sin duda un recuerdo de los desembarcos anteriores). Los dones habían sido numerosos: aquellos primitivos conocían el pico, para excavar el suelo, el «sakkié» —rueda hidráulica elemental— y el «tchard»: cadena de recipientes, confeccionados con pieles de animales. Una primera imagen de la ciudad: un recinto rodeado de estacas, una roca horadada de cavernas. Eghi-Mé pensó: «Sí, al principio vivieron ocultos como trogloditas, bajo tierra. Parece que el corazón del Gondwana, donde nuestras expediciones depositaron sus reservas, aflora a esa azuya, como ellos dicen. Pero nada es menos seguro». Debajo de la Thiamath sólo había una mezcla feroz de organismos insensatos, agitados por sobresaltos convulsivos. Sin duda, Nipurda tenía razón: no se descendía a esos pantanos de nieblas deletéreas, sobre las pendientes de esos volcanes cubiertos de lava, entre esas fieras exasperadas. Y el sol enloquecido se levantaría más, poniendo a los ríos en ebullición... ¡No, no! Había que dormir... La joven apretó sus sienes con sus dos puños, apeló a la ayuda de la sensatez suave y fría de los mundos lejanos y se relajó para alcanzar el vacío, la nada, la calma perfecta. Y entonces oyó, como una marea bajo las lunas múltiples, el canto de una gran voz divina que decía:
Ven a mí, hermana mía, esposa mía..., ven a liberarme de las redes de la noche y de la muerte..., ¡oh Eghi-Mé!
Un segundo después, la joven estaba sentada sobre la litera, deslizando sus bellas manos a lo largo de su cuerpo, con sus grandes ojos abiertos sobre las tinieblas. Se estremeció. Había oído perfectamente «Eghi-Mé». Pero, no, era imposible. Nadie podía llamarla, en el galáctico del sexto planeta del Boyero, con las palabras de un canto que ella se había negado a escuchar allá abajo...
Pero seguía oyendo la extraña melopea:
¡A Anu, dueño de la verdad, dios de la primavera, Toro que apacenta el Rebaño celeste! Acudiré y diré: esta noche, deja venir a mi hermana. Ya que estoy muerto, y, ¿qué les queda a los muertos si un dios no los resucita? Están agachados en el polvo. Se balancean de un lado a otro y llaman... Su alimento es arcilla y ceniza.
La aurora asciende en su belleza: es mi hermana bienamada y mi esposa. Sus brazos son ramas floridas y su boca una copa de miel. Pero yo no puedo venir delante de ella, y llamo.
Ven a liberarme de las redes y de los hielos de muerte, ven esta noche...
—¡Por las estrellas! —exclamó Eghi-Mé—. ¡Es una telecomunicación por ondas largas! ¿Quién es usted? ¡Identifíquese!
Se daba cuenta que era absurdo. Nadie podía llamarla así. Surgida de la partenogénesis, pertenecía a la cohorte sagrada de las once mil vírgenes arturianas que la Doble Estrella acababa de echar, como una red, sobre el cosmos. Los cantos de amor les eran extraños. Según los globos en los que aterrizaban, asumían la apariencia de las quimeras, de las hadas orientales o de los ángeles (se discutiría durante mucho tiempo acerca de su sexo: las diosas azules de Atlántida, Orejona, los visitantes del Mar Muerto no tendrían otro origen). Eternamente puras, poderosas, elevadas por encima de las cosas de la carne, entrarían en vida en la leyenda: Arturo sabía que sólo los seres inmaculados heredan el universo.
Sin embargo, Eghi-Mé gritó:
—¿Quién eres? ¿Dónde estás, hermano mío?
La voz sorda y cálida sobre las ondas respondió:
- Me llamo En-Lyl. Venido de lo alto, me encuentro abajo..., muy abajo...