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El río Essonne, de superficie lisa y aguas oscuras, pasaba por el almacén y por debajo de la negra casa flotante amarrada al muelle que estaba junto al Vert le Petit. Las ventanas de sus achaparradas cabinas estaban cubiertas con cortinas. Había cables de teléfono y de electricidad que llegaban hasta el barco. Las hojas de las plantas de la cubierta lucían húmedas y brillantes. Las escotillas de cubierta estaban abiertas. Un chillido salió de una de ellas. Por una de las portillas inferiores apareció el rostro de una mujer, agonizante y con una mejilla pegada al cristal. Una manaza la apartó de golpe y corrió la cortina de un tirón. Nadie vio nada.

La bruma formaba aureolas borrosas en torno a las luces del muelle, pero justo encima relucían unas cuantas estrellas cuyo brillo atravesaba la calina. Su fulgor era demasiado tenue y transparente para distinguidas con claridad. Calle arriba, un guardia apostado junto a una puerta apuntó su farol hacia una furgoneta con el letrero CAFÉ DE L’ESTE y al reconocer a Petras Kolnas le hizo una señal para que se dirigiera al aparcamiento rodeado con alambre de espino.

Kolnas atravesó a toda prisa el almacén donde un trabajador estaba borrando con pintura las marcas de un rótulo: ECONOMATO MILITAR DEL EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS, NEUlLLY. El almacén estaba abarrotado de cajas, y Kolnas las apartó a manotazos para salir hacia el muelle.

Un guardia estaba sentado junto a la pasarela del barco en una mesa hecha con una caja de madera. Comía una salchicha con su navaja y fumaba al mismo tiempo. Se limpió las manos con un pañuelo, pues se disponía a iniciar su ronda. En ese momento reconoció a Kolnas y lo dejó pasar con un movimiento de la cabeza. Kolnas no solía reunirse con los demás, tenía una vida propia. Se paseaba por la cocina de su restaurante con un cuenco, picoteándolo todo, y había ganado peso desde el fin de la guerra. Zigmas Milko, enjuto como siempre, lo condujo hasta la cabina.

Vladis Grutas estaba en un sofá de piel mientras una mujer con un moratón en la mejilla le hacía la pedicura. Parecía apocada y era demasiado vieja para la trata de blancas. Grutas levantó la vista con una expresión complacida y abierta que a menudo era señal de carácter. El capitán del barco jugaba a los naipes sobre la mesa de cartas de navegación con un matón barrigudo llamado Mueller, antiguo miembro de la Brigada Dirlewanger de las SS, cuyos tatuajes carcelarios le cubrían la parte trasera del cuello y las manos, y ascendían por debajo de las mangas hasta perderse de vista. Cuando Grutas volvió su mirada de ojos claros hacia los jugadores, estos guardaron las cartas y abandonaron la cabina.

Kolnas no perdió el tiempo con las cortesías de rigor.

—Dortlich tenía su placa de identificación encajada entre los dientes. Hay que ver qué bueno es el acero alemán, no se fundió ni ardió. El chico también habrá encontrado tu placa, la mía, la de Milko y la de Grentz.

—Pero tú ordenaste a Dortlich que limpiara el refugio de caza hace cuatro años —dijo Milko.

—Se limitaría a removerlo todo con su tenedor de picnic, ¡jodido vago! —se lamentó Grutas. Empujó a la mujer de un puntapié, ni se molestó en mirarla, y ella se apresuró a salir de la cabina.

—¿Dónde está? ¿Dónde está ese maldito mocoso que ha matado a Dortlich? —preguntó Milko.

Kolnas se encogió de hombros.

—Estudia en París. No sé cómo consiguió el visado. Lo ha utilizado para entrar. No hay noticias de que haya salido. No saben dónde está.

—¿Y si acude a la policía? —preguntó Kolnas.

—¿Con qué pruebas? —preguntó Grutas—. ¿Recuerdos de su infancia, pesadillas infantiles, viejas placas de identificación?

—Dortlich podría haberle contado que me llamaba por teléfono para ponerse en contacto contigo —advirtió Kolnas. Grutas se encogió de hombros.

—El chico se convertirá en un hueso duro de roer. Milko soltó un gruñido.

—¿Un hueso duro de roer? Yo diría que ya lo ha sido para Dortlich. Matar a Dortlich no debe de haber sido fácil, seguramente le disparó por la espalda.

—Ivanov me debe una —dijo Grutas—. El servicio de seguridad de la embajada soviética averiguará el paradero del pequeño Hannibal y nosotros nos encargaremos del resto. Así que Kolnas no tendrá que preocuparse.

Unos gritos ensordecidos y el ruido de una serie de golpes llegaron de algún otro lugar del barco. Los hombres no se inmutaron lo más mínimo.

—Svenka sustituirá a Dortlich —comentó Kolnas para demostrar que no estaba preocupado.

—¿Nos interesa? —preguntó Milko.

Kolnas volvió a encogerse de hombros.

—Es necesario que esté de nuestro lado. Svenka trabajó con Dortlich durante dos años. Tiene nuestras cosas. Es el único vínculo que nos queda con los cuadros. Además, él mantiene contacto con los deportados, puede escoger a los que tengan mejor pinta para entregarlos a la Comisión de Personas Desplazadas de Bremerhaven. Y nosotros los recogemos allí.

Asustado por el potencial del Plan Pleven para rearmar Alemania, Iosif Stalin estaba purgando Europa del Este con deportaciones en masa. Los atestados trenes salían con una frecuencia semanal con destino a la muerte en los campos de concentración de Siberia, y a la miseria en los campos de refugiados del oeste. Los desesperados deportados suponían un buen suministro de mujeres y niños para Grutas. Permanecía detrás de sus mercancías. Conseguía la morfina a través de los médicos alemanes. A cambio de ella, él suministraba transformadores para los electrodomésticos que se vendían en el mercado negro, y aplicaba los «correctivos necesarios» para que su mercancía humana funcionara como era de esperar.

Grutas permaneció un momento meditabundo.

—¿Estuvo ese tal Svenka en el frente? —No creían que alguien que no hubiera estado en el frente del este pudiera ser verdaderamente útil.

Kolnas se encogió de hombros.

—Por teléfono parecía joven. Dortlich tenía un par de encargos.

—Nos desharemos de todo cuanto antes. Es demasiado pronto para vender, pero tenemos que libramos de ello. ¿Cuándo volverá a llamar?

—El viernes.

—Dile que lo haga ahora mismo.

—Querrá salir. Querrá los papeles.

—Podemos llevarlo a Roma. No sé si nos interesa tenerlo por aquí. Prométele lo que sea, ¿de acuerdo?

—El arte se vende muy bien —comentó Kolnas.

—Vuelve a tu restaurante, Kolnas. Sigue alimentando gratis a los monigotes uniformados y ellos seguirán haciendo la vista gorda y rompiendo tus cartillas de racionamiento falsas. Trae unos profiteroles la próxima vez que vengas por aquí con tus lloriqueos.

—Se las arreglará —dijo Grutas a Milko cuando Kolnas se había marchado.

—Eso espero —respondió Milko—. No me apetece nada dirigir un restaurante.

—¡Dieter! ¿Dónde está Dieter? —Grutas golpeó la puerta de una cabina de la cubierta inferior y la abrió de golpe.

Dos mujeres jóvenes y asustadas estaban sentadas en sus catres, ambas encadenadas por la muñeca a la estructura de tubos metálicos del poltrón. Dieter, de veinticinco años, agarró a una de las jóvenes por un mechón de pelo.

—Les has amoratado la cara y les has partido el labio, ya no me darán mucho dinero por ellas —dijo Grutas—. Y esa, de momento, es solo mía.

Dieter soltó a la mujer y rebuscó una llave entre los diversos objetos que llevaba en los bolsillos.

—¡Eva!

La mujer de más edad entró en la cabina y se quedó de pie junto a la pared.

—Limpia a esa. Mueller la llevará a la casa —dijo Dieter.

Grutas y Milko cruzaron el almacén en dirección al coche. En una zona delimitada por una cuerda había una serie de cajones de embalaje con el letrero CASA. Grutas localizó entre los electrodomésticos un refrigerador de fabricación inglesa.

—Milko, ¿sabes por qué los ingleses beben la cerveza caliente? Porque tienen neveras de la marca Lucas. No las quiero en mi casa. Yo quiero Kelvinator, Frigidaire, Magnavox, Curtis-Mathis. Lo quiero todo fabricado en América. —Grutas levantó la tapa de un piano de pared y tocó unas notas—. Es un piano de casa de putas. No lo quiero. Kolnas me ha encontrado un Bosendorfer. El mejor. Milko, recógelo en París… cuando vayas a encargarte de ese otro asunto.