16

Hannibal se levantó temprano y se lavó la cara con el agua de cántaro de su mesilla de noche. Una pequeña pluma flotaba en el interior. No tenía más que un vago y borroso recuerdo de lo ocurrido. Detrás de él oyó el roce de un papel deslizándose por el suelo de piedra; un sobre que alguien había echado por debajo de la puerta. Junto con la nota había una ramita de sauce cabruno. Hannibal se llevó la tarjeta a la cara y la acunó entre sus manos antes de leerla.

Hannibal:

Me sentiría muy halagada si te reunieras conmigo en la sala de estar a la hora de la cabra. (En Francia eso quiere decir a las diez de la mañana).

MURASAKI SHIKIBU.

Hannibal Lecter, de trece años, con el pelo mojado y repeinado hacia atrás, permanecía de pie frente a la puerta cerrada de la sala de estar. Oyó la música del koto. No era la misma melodía que había oído en el baño. Llamó a la puerta.

—Entra.

Entró en una estancia, mezcla de escritorio y salón, con un bastidor de costura cerca de la ventana y un caballete para la caligrafía. Lady Murasaki estaba sentada frente a una mesa baja de té. Tenía el pelo recogido en un moño y sujeto con horquillas de ébano. Oyó el frufrú de las mangas de su quimono mientras disponía un arreglo floral. La escena constituía un tapiz multicultural de buenas costumbres con un objetivo común.

Lady Murasaki realizó una parsimoniosa y grácil inclinación de cabeza para indicar que se había apercibido de su presencia. Hannibal respondió con una reverencia, doblándose desde la cintura, como su padre le había enseñado. Vio que una madeja del humo azulado del incienso cruzaba por delante de la ventana como una lejana bandada de pájaros; la vena zafírea del antebrazo de lady Murasaki, que se le traslucía mientras sostenía una flor; el sol rosado a través de la piel de su oreja. El koto de Chiyoh tañía con dulzura desde detrás del biombo.

Lady Murasaki lo invitó a sentarse frente a ella. Su voz era un agradable contralto con unas cuantas notas que no existían en la escala occidental. Para Hannibal, sonaba como una melodía accidental interpretada por un móvil de campanillas movido por el viento.

—Si no quieres hablar ni en francés, ni en inglés, ni en italiano, podemos utilizar un par de palabras en japonés, como kieuseru. Significa «desaparecer». —Colocó un tallo en el jarrón, se apartó del arreglo floral y lo contempló a cierta distancia—. Mi mundo de Hiroshima desapareció tras un resplandor. A ti también te despojaron de tu mundo. Ahora, tú y yo tenemos que construirnos uno nuevo, juntos, en esta habitación.

Cogió otras flores de la alfombrilla que tenía a su lado y las colocó sobre la mesa, junto al jarrón. Hannibal pudo oír el roce de las hojas y el frufrú de las mangas del quimono cuando ella le pasó unas flores.

—Hannibal, ¿dónde las colocarías para que destacaran más? Donde tú quieras.

El chico miró las flores.

—Cuando eras pequeño, tu padre nos enviaba los dibujos que hacías. Tienes un talento prometedor. Si quieres dibujar el arreglo floral, utiliza el cuaderno que tienes junto a ti.

Hannibal se lo pensó. Agarró dos flores y el cuchillo. Miró el arco de las ventanas, la curva de la chimenea, donde la tetera colgaba sobre el fuego. Recortó los tallos y colocó las flores en el jarrón, obteniendo así un vector en armonía con el arreglo y con la habitación. Depositó los tallos cortados sobre la mesa.

Lady Murasaki parecía complacida.

—¡Muy bien! Eso se llama moribana, o estilo inclinado. —Agarró una sedosa peonía—. Pero ¿dónde pondrías esta? Es más, ¿la utilizarías siquiera?

En la chimenea, el agua de la tetera de barro borboteó y rompió a hervir. Hannibal lo oyó, oyó el borboteo, miró la superficie del agua hirviendo y se le demudó el rostro; la habitación se esfumó de golpe.

La tina de Mischa sobre la estufa del refugio de caza, el golpeteo del cráneo astado del cervatillo contra las paredes metálicas de la bañera en el agua hirviendo, como si intentara arremeter contra ellas para escapar. El traqueteo de los huesos en el agua turbulenta.

Cuando volvió en sí, de regreso en la habitación de lady Murasaki, el capullo de la peonía, ahora ensangrentado, estaba sobre la mesa, y el cuchillo, junto a la flor. Hannibal logró dominarse, se puso en pie y se llevó la mano ensangrentada a la espalda. Hizo una reverencia a lady Murasaki y se dispuso a abandonar la estancia.

—Hannibal.

El chico estaba abriendo la puerta.

—Hannibal. —Se levantó y se acercó a él a toda prisa. Le tendió una mano, buscó su mirada, no lo tocó, le hizo una seña con los dedos. Tomó su mano sangrante y observó, por el leve cambio en el tamaño de las pupilas, que el chico percibía su tacto—. Necesitas que te den unos puntos. Serge puede llevarnos al pueblo.

Hannibal sacudió la cabeza y señaló con la barbilla el bastidor de costura. Lady Murasaki le miró a la cara hasta que estuvo segura de cómo proceder.

—Chiyoh, hierve una aguja e hilo.

Junto a la ventana, donde había buena luz, Chiyoh le llevó a lady Murasaki una aguja e hilo enrollado en una horquilla de ébano; habían hervido en el agua para el té y desprendían vapor. Lady Murasaki le inmovilizó la mano y le cosió la herida del dedo con seis puntos certeros. Cayeron unas gotas de sangre sobre la seda blanca de su quimono. Hannibal la contemplaba con la mirada fija mientras ella le daba los puntos. No manifestó reacción alguna al dolor. Se diría que estaba pensando en otra cosa.

Contemplaba el hilo tenso, desovillado de la horquilla. Calculó que la curvatura del ojo de la aguja era una función del diámetro de la horquilla… Páginas de Huyghens desparramadas sobre la nieve con pegotes de sesos humanos.

Chiyoh le aplicó una compresa de hojas de aloe vera en la mano y lady Murasaki se la vendó. Cuando lo soltó por fin, Hannibal se dirigió hacia la mesa de té, levantó la peonía y le cortó el tallo. Añadió esa flor al jarrón y completó el elegante arreglo. Miró de frente a lady Murasaki y a Chiyoh. En su rostro se registró un temblor parecido al estremecimiento del agua, e intentó decir «gracias». Lady Murasaki recompensó el esfuerzo con las más dulce y amable de sus sonrisas, aunque no permitió que siguiera intentándolo durante mucho tiempo.

—¿Quieres acompañarme, Hannibal? Podrías ayudarme a traer más flores.

Juntos ascendieron por la escalera del ático.

En un pasado, la puerta del desván pertenecía a otro lugar de la casa; tenía un rostro tallado en la superficie, una máscara de la comedia griega. Lady Murasaki, que portaba un candelabro, iba delante cuando cruzaron el vasto espacio del ático y fueron pasando junto a una colección de objetos de tres siglos de antigüedad: baúles, adornos navideños, ornamentos de jardín, muebles de mimbre, disfraces del teatro kabuki y no, y una hilera de marionetas de tamaño natural colgadas de una barra. Una tenue luz penetraba por la persiana cerrada de una ventana alejada de la puerta. La vela iluminó un pequeño altar: una cómoda dedicada a los dioses justo enfrente de la ventana. Sobre el altar había fotos de los antepasados de lady Murasaki y de los de Hannibal. Alrededor de los retratos había una bandada de grullas de papel, muchas grullas, hechas según el arte de papiroflexia japonés, el origami. También había una foto de los padres de Hannibal el día de su boda. El muchacho miró a sus padres de cerca, a la luz de la vela. Su madre parecía muy feliz. La única llama era la del candil que él sostenía; las ropas de su progenitora ya no estaban en llamas.

Hannibal sintió una presencia mucho más alta que él a su lado, y miró hacia la oscuridad con los ojos entrecerrados. Cuando lady Murasaki levantó la persiana, la luz del alba iluminó a Hannibal y a la oscura presencia junto a él: unos pies acorazados, un abanico de guerra japonés sujeto por unos guantes de piel curtida con protectores metálicos, una coraza y, por último, una máscara de hierro y un casco astado de un comandante samurái. El cuerpo de la armadura estaba colocado sobre una plataforma elevada. Las armas del samurái, las espadas largas y cortas, un cuchillo tanto y un machete de guerra, reposaban sobre un caballete delante de la armadura.

—Vamos a dejar las flores aquí, Hannibal —dijo lady Murasaki, despejando el lugar del altar que quedaba justo delante de las fotos de los padres del chico—. Aquí es donde rezo por ti, y te recomiendo de todo corazón que tú también lo hagas, que pidas sabiduría y fuerza a los espíritus de tu familia.

Permaneció con la cabeza inclinada ante el altar durante un instante, pero su interés por la armadura lo atraía como un imán, la sentía junto a él en toda su envergadura. Se dirigió hacia el caballete para tocar las armas. Lady Murasaki lo detuvo con una mano en alto.

—Esta armadura estaba en la embajada de París cuando mi padre era embajador de Japón en Francia, antes de la guerra. La escondimos de los alemanes. Yo solo la toco una vez al año. El día del cumpleaños de mi tatarabuelo tengo el honor de pulir esta armadura y sus armas, y de engrasarlas con aceite de camelia y clavo, de delicioso perfume.

Destapó un frasquito y se lo ofreció para que lo oliera.

Había un pergamino sobre el estrado de delante de la armadura. Estaba desenrollado lo suficiente como para que se viera la primera de sus representaciones: el samurái con la armadura durante una recepción de sus criados. Mientras lady Murasaki disponía los objetos en el altar, Hannibal desenrolló el manuscrito hasta llegar a la siguiente ilustración, donde el personaje de la armadura presidía la presentación de las cabezas cortadas de otros samuráis. Cada una de las cabezas enemigas tenía una etiqueta con el nombre del fallecido atada al pelo, y si la víctima era calva, atada a la oreja.

Lady Murasaki le quitó el pergamino con amabilidad y volvió a enrollarlo hasta que solo quedó a la vista el antepasado con la armadura.

—Eso ocurrió después de la batalla por el castillo de Osaka —le informó—. Hay otros pergaminos más apropiados para un muchacho de tu edad que podrían interesarte. Hannibal, a tu tío y a mí nos encantaría que llegaras a ser un hombre como tu padre, como tu tío.

El chico contempló la armadura con mirada interrogante. Ella interpretó la pregunta de su rostro.

—¿Cómo él, también? En ciertos aspectos, sí, pero más compasivo. —Lady Murasaki miró la armadura como si esta pudiera oírles, y sonrió al chico—. Aunque no repetiría eso delante de él en japonés.

Se acercó más al sobrino de su esposo con el candelabro en la mano.

—Hannibal, puedes abandonar la tierra de las pesadillas. Puedes ser cualquier cosa que imagines. Vamos a cruzar el puente de los sueños. ¿Me acompañas?

Era muy distinta a su madre. No era su madre, pero él la sentía en su pecho. La intensa mirada del chico la incomodó; decidió dar un giro radical a la situación.

—El puente de los sueños conduce a todas partes, pero primero pasa por la consulta del médico y el aula de clase —aclaró—. ¿Vendrás?

Hannibal la siguió, pero primero agarró la peonía ensangrentada, perdida entre el resto de las flores, y la colocó sobre el estrado que había delante de la armadura.