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En la linde del bosque, un alto árbol talado obstaculizaba el camino, y había un letrero en ruso que rezaba: PELIGRO, ARTILLERÍA SIN DETONAR.
Hannibal guió al caballo para que bordeara el árbol caído y entrar en el bosque de su infancia. A través de la bóveda forestal, la pálida luz de la luna proyectaba claros grisáceos sobre el sendero cubierto de maleza. César pisaba con cautela en la oscuridad. El muchacho no encendió su farol hasta que se adentraron un buen trecho en el bosque. Iba caminando por delante, y el caballo posaba sus pezuñas, del tamaño de un plato, justo en el borde del haz luminoso. En un momento determinado divisó la cabeza de un fémur humano que sobresalía de la tierra al borde del sendero, como una seta. Cada cierto tiempo se dirigía al caballo.
—¿Cuántos veranos nos habrás traído por este sendero Con el carro, César, a Mischa, a nuestra niñera, al señor Jakov y a mí?
Después de tres horas de arrostrar matojos y matorrales, llegaron al lindar del claro. El refugio de caza seguía allí, en efecto. Su visión no lo decepcionó. No se trataba de un edificio plano como el castillo; tenía volumen, como en sus sueños. Hannibal se quedó en la linde del bosque, mirando. En ese lugar, las muñecas troqueladas todavía se rizaban con el fuego. El refugio de caza estaba medio calcinado, con parte del techo hundido; los muros de piedra habían impedido el derrumbamiento íntegro. El claro estaba cubierto por maleza que llegaba hasta la cintura y arbustos más altos que un hombre. El depósito chamuscado delante del refugio estaba cubierto de enredadera, una liana de hiedra florida colgaba del cañón, y la cola del Stuka derribado sobresalía entre la alta hierba como la vela de un navío. No había senderos abiertos en la hierba. Los emparrados del jardín se alzaban sobre la maleza alta.
Allí en la huerta, la niñera había colocado la tina de Mischa, y cuando el sol había calentado el agua, la pequeña se había metido dentro y había movido las manos en dirección a las mariposas blancas de la col que revoloteaban a su alrededor. En una ocasión, él había cortado una berenjena y se la había dado a su hermanita mientras se bañaba, porque a ella le encantaba el color de esa hortaliza, el violeta bañado por la luz del sol, y la pequeña había abrazado la berenjena caliente.
La hierba crecida delante de la puerta no estaba pisoteada. Había hojas apiladas sobre los escalones y delante de la entrada. Hannibal contempló el refugio de caza mientras la luna avanzaba centímetro a centímetro.
Ya había llegado la hora. El muchacho abandonó el cobijo de los árboles y guió al caballo a la luz del satélite terrestre. Se acercó a la bomba, la cebó con un vaso de agua de su bota de piel y la bombeó hasta que los chirriantes pistones empezaron a extraer agua fresca de la tierra. Olió y saboreó el líquido cristalino y le dio un poco a César, que bebió casi cuatro litros y comió dos puñados de grano del morral. El chirrido de la bomba cruzó el bosque. Un búho ululó y César volvió las orejas hacia el sonido.
A unos cien metros de allí, entre los árboles, Dortlich oyó la bomba chirriante y aprovechó la protección del ruido ensordecedor para avanzar. Pudo cruzar el bosque sin ser oído entre los altos helechos, pero sus pasos crujieron al pisar el manto de hayucos. Se quedó de piedra cuando se hizo el silencio en el claro, y a continuación oyó el graznido de un ave procedente de algún lugar entre su posición y el refugio de caza. Entonces, el ave levantó el vuelo, y con las alas extendidas hasta un extremo imposible en su sigiloso planeo a través de la maraña de ramas, fue proyectando sombras desde el cielo. Dortlich sintió un escalofrío y se levantó el cuello de la chaqueta. Se quedó sentado entre los helechos, a la espera.
Hannibal seguía observando el refugio de caza y la casa le devolvía la mirada. Todos los cristales habían estallado. Las ventanas ennegrecidas lo miraban como las cuencas vacías del cráneo del gibón. Las inclinaciones y los ángulos de su estructura habían quedado transformados a causa del derrumbamiento, su altura real había variado por la altura de la vegetación que la había invadido. El refugio de caza de su infancia se había convertido en los oscuros cobertizos de sus sueños, que en ese momento se aproximaban a él a través del jardín cubierto de maleza.
Allí yacía su madre, con el vestido en llamas, y más adelante, sobre la nieve, él había posado la cabeza en su pecho y sus senos estaban duros como el hielo. Allí estaba Berndt y los sesos del señor Jakov helados sobre la nieve entre las páginas desparramadas. Su padre estaba tendido boca abajo cerca de los escalones, muerto por las decisiones que había tomado.
Ya no quedaba nada en el suelo. La puerta del refugio estaba hecha astillas y colgaba de una bisagra. Hannibal subió los escalones de entrada y empujó la puerta para adentrarse en la oscuridad. En el interior, algún animalejo se escabulló a toda prisa para ponerse a cubierto. El muchacho se colocó el farol a un lado y entró.
La habitación se había chamuscado parcialmente y tenía medio techo hundido. La escalera estaba destruida a la altura del rellano y unas cuantas vigas caídas del techo la habían aplastado. La mesa estaba destrozada. En el rincón, el pequeño piano yacía volcado de lado y su teclado de marfil le sonrió a la luz del farol. En las paredes había unas cuantas pintadas en ruso:
A LA MIERDA CON EL PLAN QUlNQUENAL Y EL CAPITÁN GRENKO TIENE EL OJETE COMO UN BEBEDERO DE PATO.
Dos pequeñas criaturas huyeron de un salto por la ventana.
La habitación dejó mudo a Hannibal. El muchacho desafió a la estancia y armó un gran alboroto al retirar el panel que cubría la estufa para colocar su farol encima. Los hornillos estaban abiertos pero faltaban las rejillas, seguramente los ladrones se las habían llevado con las cacerolas para utilizarlas en alguna hoguera. A la luz de la lámpara, Hannibal iba apartando los escombros desparramados que encontraba alrededor de la escalera a medida que avanzaba. Las demás ruinas estaban atrapadas bajo las enormes vigas del techo que formaban una pila chamuscada de puntiagudos y gigantescos palillos de madera.
El alba asomó a través de las ventanas sin cristales mientras Hannibal trabajaba, y en los ojos de un trofeo de caza chamuscado que colgaba de la pared se reflejó el destello rojizo del amanecer. El muchacho observó con detenimiento la pila de vigas durante varios minutos, enganchó una viga próxima al centro de la pila con una lazada y fue soltando cuerda hasta que atravesó lo que quedaba de puerta dando marcha atrás. A continuación despertó a César, que dormía y rumiaba hierba de forma alternativa. Lo hizo caminar por los alrededores durante un rato para desentumecerlo. El húmedo rocío le empapaba las perneras de los pantalones, salpicaba la hierba y se posaba como gotas de sudor frío sobre la cubierta de aluminio del bombardero derribado. A la luz del día, Hannibal pudo ver que una enredadera había invadido la cubierta de la cabina del Stuka con sus grandes hojas, incluso le habían brotado nuevos zarcillos. El piloto seguía en su interior, y el artillero detrás. La enredadera había crecido alrededor de este último y a través de él; se había retorcido entre las costillas y le había atravesado el cráneo.
Hannibal ató la cuerda al rendaje del arnés e hizo avanzar a César hasta que el animal sintió la carga sobre sus poderosos hombros y en el pecho. Le chasqueó en la oreja; era un sonido de su infancia. César se inclinó por el peso de la viga, con los músculos tensos, y siguió avanzando. Se oyó un crujido y un golpe seco en el interior del refugio de caza. El hollín y la ceniza salieron como una exhalación por la ventana y llegaron arrastrados por la corriente hasta el bosque, como una vaharada de oscuridad a la fuga. Hannibal dio unas palmaditas al caballo. No pudo esperar a que cesara de levantarse polvo, se ató un pañuelo a la cara, entró en el interior de la casa y remontó la pila caída de escombros; tosía mientras desenredaba las cuerdas y volvía a engancharlas. Dos tirones más y los escombros más pesados salieron de debajo de la profunda capa de ruinas del lugar donde se había hundido la escalera. Dejó a César atado, y haciendo palanca con ayuda de una pala fue extrayendo de entre los restos muebles rotos, cojines medio chamuscados y una antigua nevera portátil de corcho. Sacó de la pila el trofeo de una cabeza de jabalí clavada en un soporte de madera.
La voz de su madre: no está hecha la miel para la boca del cerdo.
La cabeza de jabalí traqueteó cuando Hannibal la sacudió, luego le agarró la lengua y tiró de ella. El músculo muerto salió con el tapón pegado a él. El muchacho inclinó el morro hacia abajo y las joyas de su madre cayeron sobre la superficie de la estufa. No se detuvo a examinar las piezas, sino que reemprendió de inmediato la excavación.
Al ver uno de los extremos de la tina de cobre de Mischa con su manilla labrada, dejó de cavar y se enderezó. La habitación le dio vueltas por un instante, se agarró al frío borde de la estufa y apoyó la frente sobre el acero helado. Salió al exterior y regresó con unos cuantos metros de hiedra florida. No miró en el interior de la tina, sino que amontonó las lianas con flores encima y la colocó sobre la estufa, pero no podía soportar verla allí, por lo que se la llevó fuera para colocarla en el depósito de agua.
El ruido de la excavación y los movimientos de palanca con la pala facilitaron el avance silencioso de Dortlich. Miró hacia el bosque oscuro, dejando a la vista una lente y un cañón de sus prismáticos, y solo se asomaba cuando oía el ruido de la pala y los escombros levantados.
Hannibal golpeó algo con la pala, levantó una mano cadavérica y a continuación sacó el cráneo del cocinero de entre las ruinas. Buenas noticias en la sonrisa del esqueleto —sus dientes de oro demostraban que los ladrones no habían llegado hasta allí—, y a continuación descubrió, todavía agarrado por el brazo huesudo cubierto con una manga, el morral de cuero del cocinero. Hannibal lo sacó de debajo del brazo del difunto y se lo llevó a la estufa. Al vaciar la bolsa sobre el acero se oyó el traqueteo metálico del contenido: galones militares con diversos emblemas para el cuello de la camisa, insignias policiales lituanas, el emblema de latón con forma de relámpago doble de las SS, el broche para la gorra con la calavera y las tibias cruzadas de las Waffen SS, las águilas de aluminio de la policía, el emblema metálico para el cuello de la camisa del Ejército de Salvación, y, por último, las seis placas de identificación rectangulares de acero inoxidable. La primera que salió fue la de Dortlich.
César sabía por experiencia que en las manos de los hombres podía haber manzanas y sacas de comida, o fustas y varas. Nadie con una vara en la mano se le podía acercar, y esto era consecuencia de la costumbre del enfurecido cocinero que lo espantaba cuando era un potro para ahuyentarlo de la huerta. Si Dortlich no se hubiera acercado con su porra de antidisturbios en ristre cuando emergió de entre los árboles, podría haber pasado desapercibido por donde se encontraba César. Sin embargo, el caballo relinchó, corcoveó un par de veces para poder dar unos pasos, tirando así de la cuerda hasta el último escalón de la entrada del refugio, y se volvió para mirar de frente al hombre.
Dortlich retrocedió hasta adentrarse de nuevo en el bosque. Se alejó unos cien metros del refugio de caza, se sumergió entre los helechos húmedos por el rocío que le llegaban a la altura del pecho, y salió del plano visual que se obtenía desde las ventanas desprovistas de cristales. Sacó su pistola y metió el cargador. Un retrete de estilo victoriano con los aleros decorados con filigranas de madera labrada estaba situado a unos cuarenta metros por detrás del refugio. Las plantas de tomillo del angosto sendero que conducía hasta ese excusado habían crecido sobremanera y estaban muy altas, y los setos que tapaban su visión desde la casa a punto estaban a punto de tocarse y cerrarse sobre el camino. Dortlich pasó entre la vegetación a duras penas, las ramas y las hojas se le metían por el cuello de la camisa, le arañaban el cogote, pero el seto era flexible y no llegó a partirse. Alzó la porra delante de la cara y fue abriéndose paso poco a poco. Con la porra en una mano y la pistola en la otra avanzó un par de pasos hacia una ventana lateral del refugio. En ese preciso instante, el canto de una pala lo golpeó en la columna y se le vencieron las piernas. Disparó una vez al suelo y se desplomó, la parte plana de la pala le golpeó en la nuca y sintió la hierba húmeda en la cara antes de que se hiciera la oscuridad total.
Trinos, escribanos hortelanos volando en bandada y cantando en los árboles y la luz de la mañana destellando en amarillo sobre la alta hierba pisoteada en el lugar por el que Hannibal y César habían pasado. Hannibal se inclinó sobre el depósito de agua calcinado y permaneció con los ojos cerrados durante unos cinco minutos. Se volvió hacia la tina y apartó la enredadera con un dedo, lo suficiente para ver los restos de Mischa. Resultaba extrañamente reconfortante ver que la pequeña conservaba todos los dientes de leche, así se disipaba una horrible visión. Sacó una hoja de laurel de la tina y la tiró al aire. De las joyas que estaban sobre la estufa escogió un broche que recordaba haber visto prendido en el pecho de su madre: una cinta de Moebius engarzada de diamantes. Le quitó el lazo del collar a un camafeo y ató el broche en el lugar en que Mischa había llevado un lazo en el pelo.
En una suave loma orientada hacia el este y que se cernía sobre el refugio de caza excavó una tumba y la cubrió con todas las flores silvestres que encontró. Colocó la tina en la fosa y la cubrió con tejas de la casa. Se quedó a los pies de la improvisada sepultura. Al oír la voz de Hannibal, César levantó la cabeza del suelo.
—Mischa, nos consuela saber que Dios no existe. Que no estarás esclavizada en el Cielo, obligada a besarle el culo al Creador por los siglos de los siglos. Lo que tienes es mejor que el paraíso. Posees el bendito olvido. Te extraño a diario.
Hannibal rellenó el foso y aplanó la tierra con las manos. Cubrió la tumba con agujas de pino, diversas hojas y ramitas hasta que la sepultura se confundió con el resto del mantillo.
En un pequeño claro a cierta distancia de allí, Dortlich se encontraba sentado, amordazado y atado a un árbol. Hannibal y César acudieron a su encuentro. El muchacho se acomodó en el suelo y examinó el contenido de la mochila de Dortlich. Un mapa y las llaves de un coche, un abrelatas del ejército, un bocadillo envuelto en un estuche de plástico, una manzana, una muda de calcetines y una billetera. De esta última sacó un documento de identidad y lo comparó con las placas de identificación del refugio de caza.
—Herr… Dortlich. En el nombre de mi difunta familia y el mío, quiero agradecerle su presencia aquí en el día de hoy. Significa mucho para nosotros y para mí, especialmente, contar con usted. Me alegro de tener la oportunidad de hablar en condiciones sobre el hecho de que se comiera a mi hermana. Le arrancó la mordaza y Dortlich empezó a hablar de inmediato.
—Soy policía local, me habían informado del robo de este caballo —aclaró Dortlich—. Eso es lo único que buscaba por aquí. Di que devolverás el caballo y lo olvidaremos todo.
Hannibal sacudió la cabeza.
—Recuerdo su cara. La he visto muchas veces. Y su mano sobre nosotros, con esa telilla de pellejo entre los dedos, tentando a ver cuál de los dos estaba más gordo. ¿Recuerda el agua de la tina borboteando sobre la estufa?
—No. De la guerra solo recuerdo haber pasado frío.
—¿Tenía pensado comerme a mí hoy, Herr Dortlich? Si tiene la merienda aquí mismo. —Hannibal analizó el contenido del bocadillo—. Pero ¡cuánta mayonesa, Herr Dortlich!
—No tardarán en salir a buscarme —advirtió Dortlich.
—Nos palpó los brazos. —Hannibal le palpó los brazos—. Nos palpó las mejillas, Herr Dortlich —dijo, y le pellizcó los cachetes—. Le llamo «Herr», pero no es usted alemán, ni lituano, ni ruso ni nada, ¿verdad? Es usted ciudadano de sí mismo, ciudadano de Dortlich. ¿Sabe dónde están los otros? ¿Mantienen el contacto?
—Todos muertos, todos muertos en la guerra.
Hannibal le sonrió y desató el nudo de su atillo. Estaba lleno de setas.
—En París, las morchellas cónicas están a cien francos los cien gramos, ¡y estas habían crecido en un tocón! —Se levantó y caminó hacia el caballo.
Dortlich se retorció intentando zafarse de sus ataduras cuando Hannibal se distrajo con otra cosa. En la amplia grupa de César había una bobina de cuerda. El muchacho ató el cabo suelto al rendaje del arnés. El otro extremo estaba atado con un nudo de soga. Soltó cuerda y acercó el nudo a Dortlich. Abrió el bocadillo de su cautivo, engrasó la cuerda con la mayonesa y le aplicó una generosa capa de esta crema en el cuello. Estremeciéndose para soltarse las manos, Dortlich gritó:
—¡Queda uno vivo! ¡En Canadá! ¡Grentz! ¡Busca su identificación ahí! Yo podría testificar.
—¿Para qué, Herr Dortlich?
—Para lo que tú quisieras. Yo no lo hice, pero diré que lo presencié.
Hannibal ajustó el nudo al cuello de Dortlich y lo miró a la cara.
—¿Parezco molesto con usted? —Regresó a donde estaba el caballo.
—Es el único, Grentz, se fue en un barco de refugiados que zarpó de Bremerhaven, yo podría hacer una declaración jurada…
—Bueno, entonces, ¿está dispuesto a cantar?
—Sí, cantaré.
—Entonces cantemos para Mischa, Herr Dortlich. Usted conoce esta canción. A Mischa le encantaba. —Volvió la grupa del caballo hacia Dortlich—. No quiero que veas esto —susurró al oído del animal y rompió a cantar—: Ein Mannlein steht im Walde ganz still und stumm… —Chasqueó los dedos al oído de César y lo condujo hacia delante—. Cante para relajarse, Herr Dortlich. Es hat van lauter Purpur ein Mantlein um.
El cautivo retorcía el cuello en la grasienta soga al tiempo que observaba cómo la cuerda iba desenrollándose sobre la hierba.
—No está cantando, Herr Dortlich.
Dortlich abrió la boca y cantó gritando de forma desentonada:
—Sagt, wer mag das Mannlein sein.
Y cuando cantaron juntos «Das da steht im Wald allein…», la cuerda se levantó del suelo, corcoveó un poco, y Dortlich gritó:
—¡Porvik! ¡Se llamaba Porvik! Lo llamábamos Cazuelas. Lo mataron en el refugio de caza. Tú lo encontraste.
Hannibal detuvo el caballo y regresó hasta donde estaba Dortlich, se agachó y lo miró a la cara.
—Átalo, ata el caballo, una abeja podría darle un picotazo.
—Sí, la hierba está llena de abejas. —Hannibal echó un vistazo a las placas—. ¿Milko?
—No lo sé, no lo sé, lo juro.
—Y ahora llegamos a Grutas.
—No lo sé, no lo sé. Suéltame y testificaré contra Grentz. Lo encontraremos en Canadá.
—Un par de versos más, Herr Dortlich.
Hannibal tiró del caballo hacia delante, el rocío destellaba perlado en la cuerda, que estaba casi a ras del suelo.
—Das da steht im Walde allein…
—¡Es Kolnas! ¡Kolnas tiene tratos con él! —soltó Dortlich en un grito asfixiado.
El muchacho dio una palmadita al caballo y regresó para agacharse frente a Dortlich.
—¿Dónde está Kolnas?
—En Fontainebleau, cerca de la place Fontainebleau, en Francia. Tiene una cafetería. Me comunico con él dejándole mensajes. Es la única forma de contactar con él. —Dortlich miró a Hannibal directamente a los ojos—. Te juro por Dios que ella estaba muerta. De todas formas hubiera muerto, lo juro.
Sin dejar de mirarlo a la cara, Hannibal chasqueó con la lengua al caballo. La cuerda se tensó y el rocío salió disparado de los pelillos de la cuerda cuando esta se levantó. El grito estrangulado de Dortlich se acalló cuando Hannibal aulló su canción en la cara del ahorcado.
Das da steht im Walde allein,
Mit dem purporroten Mantelein.
Se oyó un crujido seco y la salpicadura de una arteria latiente. La cabeza de Dortlich siguió atada a la soga en su recorrido de unos seis metros y quedó mirando al cielo. Hannibal silbó y el caballo se detuvo con las orejas echadas hacia atrás.
—Dem purporroten Mantelein, sí señor.
Hannibal tiró el contenido de la mochila de Dortlich al suelo y cogió las llaves del coche y el carnet de identidad. Fabricó un tosco espetón con ramitas verdes y se tentó los bolsillos en busca de cerillas. Mientras el fuego ardía hasta reducir la leña a provechosas ascuas, Hannibal dio la manzana de Dortlich a César. Sacó los arreos al caballo para que no enganchara la maleza y lo llevó al camino que conducía al castillo. Se abrazó al cuello del animal y le dio una palmada en la grupa.
—Vete a casa, César, vete a casa.
El caballo conocía el camino.