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La puerta se abrió de golpe, y Grutas entró con Milko y Dortlich. Hannibal agarró una lanza de la pared, y Grutas, por su certero instinto, apuntó con la pistola a la niña.

—Suéltala o disparo. ¿Me entiendes?

Los saqueadores empezaron a pulular en torno a los niños. Los saqueadores estaban dentro; Grentz, en el exterior, hizo una señal con la mano para que el camión semioruga se acercara, los faros de este parpadearon y sus luces se reflejaron en los ojos de los lobos que se encontraban en la linde del claro; uno de los cánidos llevaba algo a rastras.

Los hombres se reunieron alrededor de Hannibal y de su hermana, junto al fuego; el calor del hogar hizo que la ropa de los saqueadores desprendiera el hedor a sudor de varias semanas pasadas a la intemperie y la sangre reseca pegada en los cordones de las botas. Los maleantes se acercaron más. Cazuelas atrapó un pequeño insecto que se escapó de entre sus ropas y le reventó la cabeza con la uña del pulgar.

Tosían en la cara de los niños. El aliento de los depredadores —característico de la cetosis que sufrían por la dieta carroñera consistente en carne cruda, en parte escarbada de las ruedas del camión— hizo que Mischa enterrase la cara en el abrigo de su hermano. Él la acogió en el interior de la prenda y sintió su pequeño corazón desbocado. Dortlich agarró el cuenco de gachas de Mischa, hundió las narices en él y arrebañó el fondo del recipiente con sus dedos magullados y cuarteados. Kolnas tendió su cuenco, pero Dortlich no le dio nada. Kolnas era achaparrado y fornido, y le brillaban los ojos cuando miraba algún metal precioso. Le quitó el nomeolvides a Mischa y se lo guardó en el bolsillo. Cuando Hannibal lo agarró por la mano, Grentz le dio un apretón en el cuello y le adormeció el brazo. Las bombas atronaban a lo lejos.

—Si llega una patrulla, no importa de qué bando, hemos levantado aquí un hospital de campaña. Hemos salvado a estos mocosos y estamos encargándonos de proteger las pertenencias de su familia metiéndolas en el camión. Sacad una bandera de la Cruz Roja y colgadla en la puerta. ¡Ahora!

—Los otros dos se congelarán si los dejamos en el camión —dijo Cazuelas—. Se han creído que somos de la patrulla, pueden volver a sernos útiles.

—Mételos en esa caseta —ordenó Grutas—. Enciérralos con llave.

—¿Y adónde van a ir? —preguntó Grentz—. ¿Con quién van a hablar?

—¡Joder! ¡Por mí, como si te cuentan sus tristes vidas en albano, Grentz! Muévete ya y hazlo.

En medio de la ventisca, Grentz sacó a dos seres enclenques del camión y los llevó a rastras hacia la caseta de los jornaleros.