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Hannibal estaba tendido en la cama baja del altillo. La luz de las velas temblaba sobre los rostros que había dibujado inspirándose en sus sueños, y las sombras bailoteaban sobre el cráneo del gibón. Observó fijamente las cuencas vacías del animal y se mordió el labio inferior para imitar el aspecto de sus fauces. A su lado había un fonógrafo abierto con un altavoz en forma de lila. Hannibal tenía en el brazo una jeringuilla con una dosis del cóctel de hipnóticos utilizado en el interrogatorio de Louis Ferrat.

—Mischa, Mischa, allá voy.

Fuego en la ropa de su madre, las velas votivas arden ante santa Juana de Arco. El sacristán dijo: «Ya es la hora».

Encendió el plato giradiscos y posó la aguja del grueso brazo sobre el disco de canciones infantiles. Se oían crujidos en la grabación; el sonido era lejano y tenue, pero penetró en Hannibal.

Sagt, wer mag das Mannlein sein

Das da steht im Walde allein

Presionó el émbolo de la jeringuilla medio centímetro y sintió que la droga le quemaba en la vena. Se frotó el brazo para hacerla circular. A la luz de las velas, clavó la mirada en los rostros dibujados que salían en sus sueños, e intentó conseguir que movieran los labios. Tal vez empezaran cantando, luego dirían sus nombres. Hannibal cantó para sí, para animarlos a que se unieran. Tenía el mismo poder para conseguir que las caras se movieran que para dar vida al gibón. Sin embargo, fue el esqueleto del animal el que le sonrió entre sus fauces, desprovistas de belfos, y con la mandíbula curvada en una sonrisa de oreja a oreja, y entonces Ojos Azules sonrió, su expresión de aturdimiento quemaba a Hannibal mentalmente. Luego llegó el olor a humo del refugio de caza, el humo ascendiendo pegado al techo de la fría estancia, el hedor cadavérico de los hombres rodeándolos a su hermana y a él junto a la chimenea. En ese momento los llevaron al granero; prendas de ropa infantil en el granero, manchadas y desconocidas para él. No oía a los hombres hablar, no podía oír cómo se llamaban entre ellos

Pero entonces le llegó la voz distorsionada del Hombre Cuenco que decía: «Coged a la niña, de todas formas va a morir. El niño se conservará freeesco durante un tiempo». Golpea y muerde. Y llega la escena cuya visión no puede soportar, Mischa levantada en brazos, con los pies colgando sobre la nieve ensangrentada, retorciéndose, volviéndose para mirarlo:

—¡Anniba!

Su voz…

Hannibal se sentó en la cama. Con el brazo doblado, apretó el émbolo de la jeringuilla hasta el fondo.

El granero empezó a dar vueltas a su alrededor.

—¡Anniba!

Hannibal se zafa y corre hacia la puerta tras ellos. La puerta del granero se cierra de golpe y le pilla el brazo; se oye el crujido de los huesos. Ojos Azules se vuelve para levantar un leño, lo agita por encima de su cabeza. En el patio se oye el hachazo y entonces llega la bienvenida oscuridad.

Hannibal se dejó caer sobre la cama, la visión se le enfocaba y desenfocaba alternativamente; los rostros danzaban en la pared.

Después de aquello. Después de aquello que no puede mirar, aquello que no puede oír ni vivir. Despierta en el refugio de caza con sangre reseca en la sien y un dolor que le recorre todo el brazo, encadenado a la barandilla de la escalera y envuelto con la alfombra. Truenos… no, aquellos cuyas armas atruenan entre los árboles, los hombres amontonados delante de la chimenea con el morral de cuero del cocinero, arrancándose las placas de identificación y metiéndolas en el morral, vaciando en él los documentos de sus billeteras y poniéndose en el brazo la banda de la Cruz Roja. Al final, el silbido y el cegador destello de una bomba de fósforo que estalla junto al casco del tanque de los cadáveres en el exterior, y el refugio que se quema, está quemándose, está envuelto en llamas, llamas… Los criminales salen a toda prisa a la oscuridad, se dirigen hacia su camión semioruga, y, en el umbral, el cocinero se detiene. Sostiene el morral a la altura de su cara para protegerla de las llamas, saca la llave del candado y se la tira a Hannibal cuando cae la siguiente bomba, pero no llegan a oír la explosión, solo la casa que tiembla, la barandilla donde Hannibal está atado que se hunde, y el niño cae con ella y la escalera se derrumba sobre el cocinero. Hannibal oye el crepitar de su pelo bajo una lengua de fuego y luego se ve a sí mismo en el exterior, con el camión semioruga rugiendo en la distancia, ya en el bosque. Él sigue envuelto en la alfombra que arde lentamente por una punta. Las explosiones de las bombas hacen temblar la tierra, y los fragmentos metálicos aúllan al pasar rozándole. Sofoca el fuego de la alfombra con un puñado de nieve, y se frota el brazo que le cuelga laxo: arriba y abajo, arriba y abajo.

Amanecer gris sobre los techos de París. En la habitación del altillo, el fonógrafo ha ralentizado su marcha hasta detenerse, y las velas están casi extinguidas. Hannibal abre los ojos. Las caras de las paredes están quietas. Vuelve a haber bocetos en pastel, hojas en blanco que se agitan con la corriente. El gibón ha recuperado su expresión habitual. El día despunta. Los primeros rayos penetran por todas partes. Una nueva luz lo inunda todo.