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Grutas sostenía una fina cadena, helada contra la piel de los niños, y se la enrolló al cuello. Kolnas la aseguró con dos enormes candados. Grutas y Dortlich encadenaron a Hannibal y a Mischa a la barandilla del tramo más alto de la escalera, donde no entorpecían el paso pero quedaban a la vista. El que llamaban Cazuelas les llevó un orinal y una manta de una habitación. A través de los barrotes de la barandilla, Hannibal vio cómo lanzaban el taburete del piano al fuego. Arremetió el cuello del vestido de Mischa por debajo de la cadena, para protegerle el cogote.
La nieve se apiló en grandes montículos junto al refugio; solo los cristales más altos de las ventanas dejaban pasar una luz verdosa. Con la nieve cayendo de lado y el silbido del viento, la casa parecía un enorme tren en marcha. Hannibal abrazó a su hermana, y ambos se hicieron un ovillo envueltos con la manta y la alfombra del rellano. De esta forma, las toses de la pequeña se silenciaron. Hannibal notó en la mejilla que la niña tenía la frente caliente. Se sacó un mendrugo de pan seco del abrigo y se lo llevó a la boca. Cuando el pan se ablandó, se lo dio a su hermana.
Cada pocas horas, Grutas ordenaba a uno de sus hombres que saliera a retirar la nieve de la puerta con una pala; contaban así con un sendero despejado hasta el pozo. En una de esas ocasiones, Cazuelas llevó una sartén con restos de comida a la caseta de los jornaleros. Atrapados por la nieve, el tiempo pasaba con lenta agonía. No tenían comida y, entonces, la encontraron. Kolnas y Milko colocaron la tina de Mischa sobre la estufa y la taparon con un panel de madera, que se chamuscó por el borde que sobresalía del rudimentario recipiente. Cazuelas avivó el fuego con los libros y los cuencos de madera para la ensalada. Con un ojo puesto en la estufa, Cazuelas actualizó su diario y sus cuentas. Iba apilando sobre la mesa pequeños objetos del botín, para clasificarlos y contarlos. Con una caligrafía de trazos delgados e irregulares escribió el nombre de cada uno de ellos en la parte superior de una hoja:
- Vladis Grutas
- Zigmas Milko
- Bronys Grentz
- Enrikas Dortlich
- Petras Kolnas
En último lugar escribió el suyo: Kazys Porvik.
Debajo del nombre de cada uno estaba su parte del botín: monturas de gafas, relojes, pendientes, anillos y dientes de oro que iba repartiendo con ayuda de una copa de plata robada.
Grutas y Grentz registraron el refugio de forma compulsiva, sacando cajones y desgarrando el fondo de todas las cómodas.
Cinco días después, el tiempo mejoró. Todos se calzaron raquetas para la nieve y llevaron a Hannibal y a Mischa al granero. El niño vio una voluta de humo que salía de la chimenea de la caseta de los jornaleros. Se quedó mirando la enorme herradura de César clavada encima de la puerta como amuleto de la buena suerte y se preguntó si el caballo seguiría vivo. Grutas y Dortlich empujaron a los niños al interior del granero y cerraron la puerta con un candado. Por la ranura de la puerta de doble hoja, Hannibal los vio abrirse en abanico para adentrarse en el bosque. En el granero hacía muchísimo frío. Había prendas infantiles amontonadas sobre la paja. La puerta que daba a la caseta contigua estaba cerrada, pero no con llave. Hannibal la abrió de un empujón. Sacó todas las mantas de los catres y vio a un niño de no más de ocho años pegado tan cerca como era posible al hornillo. Tenía el rostro exangüe y los ojos hundidos. Llevaba varias capas de ropa, y algunas prendas eran de niña. Hannibal colocó a su hermana tras de sí. El chico se quedó apocado al verlo.
Hannibal lo saludó. Repitió el saludo en lituano, alemán, inglés y polaco, pero el chico no respondió. Tenía las orejas y los dedos cubiertos de sabañones rojos. Durante el transcurso de aquel largo y gélido día había logrado fingir que era albanés y solo hablaba en ese idioma. Dijo que se llamaba Agon. Hannibal dejó que le toqueteara los bolsillos en busca de comida; no le permitió tocar a Mischa. Cuando Hannibal le indicó gesticulando que su hermana y él querían la mitad de las mantas, el niño no opuso resistencia. El pequeño albanés se sobresaltaba con cada ruido, dirigía la mirada hacia la puerta y no paraba de gesticular con la mano como si estuviera cortando algo.
Los saqueadores regresaron justo antes del ocaso. Hannibal los oyó y miró a través de la ranura de la puerta de doble hoja del granero. Tiraban de un cervatillo famélico, aún vivo y tambaleante, al que habían colgado del cuello una guirnalda de borlas robada en alguna mansión y que tenía una flecha clavada en el costado. Milko levantó un hacha.
—No dejes que pierda mucha sangre —le advirtió Cazuelas con autoridad culinaria.
Kolnas llegó corriendo con su cuenco y los ojos vidriosos. Se oyó un berrido en el jardín, y Hannibal le tapó los oídos a Mischa para que no oyera los hachazos. El chico albano lloraba y daba gracias.
Más adelante, ese mismo día, cuando los demás hombres ya habían comido, Cazuelas dio a los niños un hueso para roer, que conservaba pegados algo de carne y unos tendones. Hannibal lo royó un poco y masticó el alimento hasta formar un puré para Mischa. El jugo se habría perdido de haberla alimentado con los dedos, así que le daba el puré directamente de la boca. Volvieron a trasladar a Hannibal y a la niña al refugio, los encadenaron a la barandilla del segundo piso y dejaron al niño albano solo en el granero. Mischa ardía por la fiebre, y Hannibal la abrazaba con fuerza bajo la polvorienta alfombra.
Todos cayeron enfermos de gripe; los hombres permanecían tendidos, tan pegados al fuego moribundo como podían; tosían unos encima de los otros. Milko encontró el peine de Kolnas en el suelo y chupó la grasa que tenía en las púas. El cráneo del cervatillo estaba dentro de la bañera seca, sin rastro de carne, pues lo habían hervido hasta pelarlo. Después volvió a haber carne, y los hombres la engulleron emitiendo sonidos guturales, sin mirarse entre sí. Cazuelas alimentó a Hannibal y a Mischa con cartílago y caldo. No llevó nada al granero.
El mal tiempo no amainaba, las nubes estaban bajas y el cielo tenía un color gris plomizo; la nieve amortiguaba todos los ruidos del bosque salvo el romper y el caer de las ramas que cedían bajo el peso del hielo. La comida se terminó mucho antes de que el cielo se despejara. Las toses parecían más violentas en la tarde luminosa en que el viento cesó. Grutas y Milko salieron dando tumbos con sus raquetas de nieve. Tras un prolongado sueño febril, Hannibal oyó que volvían. Una discusión en voz alta y una escaramuza. A través de los barrotes de la barandilla vio que Grutas chupaba el plumaje ensangrentado de un pájaro, se lo tiró a sus hombres y ellos se abalanzaron sobre el ave muerta como perros hambrientos. Grutas tenía la cara cubierta de sangre y plumas. Volvió su sangriento rostro hacia los niños y dijo:
—O comemos o morimos.
Ese era el último recuerdo consciente que tenía Hannibal del refugio de caza.
Debido a la escasez del suministro ruso de caucho, el tanque avanzaba con ruedas de acero que transmitían una vibración ensordecedora a través del casco y dificultaban la visión por el periscopio. Era un enorme KV-1 que atravesaba penosamente el sendero del bosque, con un tiempo gélido, a medida que el frente avanzaba hacia el oeste varios kilómetros al día gracias a la retirada de los alemanes. Dos soldados de infantería, vestidos con camuflaje de invierno, viajaban en la parte trasera del tanque, acurrucados sobre los radiadores, oteando los alrededores en busca de un chiflado de los Werewolf —los «Hombres Lobo» de la organización paramilitar homónima de las SS—, un fanático al que habían dejado por esos lares armado con un misil Panzerfaust para intentar destruir un tanque. Detectaron movimiento entre la maleza. Desde el interior del tanque, el comandante oyó que los soldados que estaban en la parte de arriba abrían fuego y volvió el tanque hacia su objetivo para disparar con la ametralladora coaxial. En la imagen magnificada del periscopio distinguió a un chico, un niño que salía de entre los matorrales, al tiempo que las balas impactaban contra la nieve a su alrededor mientras los soldados disparaban desde el tanque en movimiento. El comandante emergió por la escotilla y ordenó el alto el fuego. Ya habían matado a unos cuantos niños por error —eran cosas que ocurrían— y les alegró no haber matado también a ese.
Los soldados vieron a un niño delgado y pálido con una cadena atada al cuello; del extremo de esta colgaba una lazada vacía. Cuando lo colocaron cerca de los radiadores y le quitaron la cadena, le arrancaron pedacitos de piel que habían quedado pegados a los eslabones.
El niño tenía unos prismáticos bastante buenos en la bolsa que llevaba aferrada al pecho. Lo zarandearon, le hicieron preguntas en ruso, polaco y un rudimentario lituano, hasta que comprendieron que era mudo. Los militares no tuvieron el valor de quitarle los prismáticos, le dieron media manzana y permitieron que viajara con ellos detrás de la torreta, donde le daba el aire caliente de los radiadores, hasta que llegaron a una población.