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Lituania, 1946

Hannibal Lecter, a la sazón de trece años, se encontraba solo entre los escombros apilados junto al foso del antiguo castillo Lecter, tirando mendrugos de pan al agua negra. La huerta que quedaba justo detrás de las cocinas, con los setos sin podar, se había convertido en la huerta del Orfanato de la Beneficencia, con un cultivo mayoritario de nabos. El foso y su superficie eran importantes para el chico. El foso era inmutable; como siempre había ocurrido, sobre su superficie negra se reflejaba el paso de las nubes más allá de las torres almenadas del castillo Lecter.

Sobre su uniforme del orfanato, Hannibal llevaba una camisa de castigo con las frase NADA DE JUEGOS. Como ya le habían prohibido jugar el partido de fútbol de los huérfanos en el campo de los extramuros del hospicio, no se sentía marginado. El partido quedó interrumpido cuando César, el caballo de tiro, y el conductor ruso del carro que tiraba cruzaron el campo con un cargamento de leña. César se alegraba de ver a Hannibal, cuando el niño podía visitar el establo, aunque no le gustaban los nabos.

Hannibal contemplaba a los cisnes que nadaban en el foso. Una pareja de ánades negros habían sobrevivido a la guerra, les acompañaba dos crías de plumaje todavía esponjoso; una de ellas viajaba a lomos de su madre, otra nadaba detrás. Tres niños mayores que se encontraban en lo alto del terraplén junto al foso apartaron un seto para mirar a Hannibal y los cisnes. El macho de cisne salió del agua para retar al niño. Un chico rubio llamado Fedor susurró algo a sus compañeros.

—Mirad, ese cabroncete negro va a darle una buena tunda al mamarracho, lo dejará hecho un guiñapo, como hizo con vosotros cuando intentasteis robarle los huevos. Vamos a ver si el mamarracho sabe llorar.

Hannibal levantó las ramas de sauce, y el cisne volvió a meterse en el agua.

Decepcionado, Fedor se sacó de la camisa un tirachinas hecho con goma roja de cámara neumática y se metió la mano en el bolsillo en busca de una piedra. El proyectil impactó contra el fango de la orilla del foso, que salpicó a Hannibal en las piernas. El chico alzó la mirada, vio el rostro inexpresivo de Fedor y sacudió la cabeza. La siguiente piedra que tiró el huérfano rubio dio en el agua, justo al lado de las crías de cisne; Hannibal levantaba las ramas al tiempo que silbaba para espantar a los cisnes y conseguir así que salieran del ángulo de tiro. Se oyó el tañido de una campana en el castillo.

Fedor y sus secuaces dieron media vuelta, muertos de risa por lo bien que se lo habían pasado. Hannibal se alejó del terraplén y formó una enorme bola de hierbajos y fango. La bola le dio en toda la cara a Fedor, y Hannibal, que era una cabeza más bajo que el niño rubio, se abalanzó sobre él y lo tiró rodando por el escarpado terraplén al agua. Bajó la cuesta tras el chico aturdido y arremetió contra él en las negras aguas; le hundió la cabeza en el foso y le golpeó en la nuca, una y otra vez, con el mango del tirachinas. Hannibal tenía expresión de enajenado, sus ojos inyectados en sangre eran la única parte del rostro que reflejaba vida. Hannibal tiró de Fedor para darle la vuelta y colocarlo boca arriba. Los compañeros del niño atacado bajaron a trompicones hasta la orilla, no querían luchar en el agua, y gritaban para pedir ayuda a un monitor. El monitor jefe Petrov los siguió profiriendo blasfemias mientras bajaba; sus relucientes botas habían quedado hechas una porquería y se le había embarrado la cachiporra.

Había caído la noche en el gran vestíbulo del castillo Lecter, despojado de su antiguo refinamiento y gobernado por un enorme retrato de Iosif Stalin. Tras la cena, un centenar de niños uniformados permanecían alineados en formación ante las alargadas mesas cantando La Internacional. El director, algo achispado, dirigía el cántico con un tenedor.

El monitor jefe Petrov, recién ascendido, y el monitor adjunto, ataviados ambos con pantalones y botas de montar, se paseaban entre las mesas para asegurarse de que todos los niños cantaban. Hannibal no lo hacía. Tenía una mejilla amoratada y un ojo entrecerrado. Fedor lo miraba desde otra mesa, con el cuello vendado, arañazos en la cara y un dedo entablillado.

Los monitores se detuvieron delante de Hannibal. El chico seguía el ritmo con un tenedor.

—¿Se cree usted superior para cantar con nosotros, señorito? —le preguntó el monitor jefe Petrov en un tono lo bastante alto para que se le oyera por encima del cántico—. Aquí ya no eres un señorito, no eres más que un huérfano cualquiera, ¡y por Dios que cantarás! —El monitor jefe estampó su carpeta en la cara de Hannibal con todas sus fuerzas.

El niño no demudó la expresión, ni cantó; le caía un hilillo de sangre por una de las comisuras de los labios.

—Es mudo —dijo el monitor adjunto—. No se saca nada pegándole.

La canción finalizó, y la voz del monitor jefe atronó en el silencio.

—Será mudo, pero bien que grita por las noches —comentó con sorna el monitor jefe, y le propinó una bofetada con la otra mano.

Hannibal interceptó el golpe empuñando el tenedor y le clavó las puntas en los nudillos. El herido salió corriendo tras él alrededor de la mesa.

—¡Alto! No vuelva a golpearle. No quiero que le queden marcas. —El director podía estar borracho, pero todavía era el que mandaba—. Hannibal Lecter, persónese en mi despacho.

El despacho del director tenía un escritorio de campaña, archivadores metálicos y dos catres. Era en ese lugar donde más sorprendía a Hannibal el cambio de olores del castillo. En vez de oler a abrillantador con aroma a limón y perfumes, había un fuerte hedor a orines que provenía de la chimenea. Las ventanas no tenían cortinas, el único adorno que quedaba era la carpintería tallada.

—Hannibal, ¿era esta la habitación de tu madre? Tiene cierto aire femenino. —El director era antojadizo, podía ser amable, o cruel, si lo irritaban sus fracasos. Tenía sus maliciosos ojos enrojecidos y esperaba una respuesta.

Hannibal asintió.

—Tiene que ser duro para ti vivir en esta casa.

No hubo respuesta.

El director tomó un telegrama de su mesa.

—Bueno, no seguirás aquí por mucho tiempo. Tu tío viene para llevarte a Francia.