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Una unidad soviética motorizada compuesta por un cazacarros y un pesado lanzamisiles se había refugiado en el abandonado castillo Lecter para pernoctar. Lo dispusieron todo para reemprender la marcha antes del amanecer, y dejaron manchas de gasolina en la nieve que cubría el patio. Un camión ligero se encontraba en la entrada del castillo con el motor al ralentí.
Grutas y sus cuatro compañeros supervivientes, vestidos con uniformes de médicos, observaban los preparativos desde el bosque. Habían pasado cuatro años desde que Grutas matara al cocinero en el patio del castillo, y catorce horas desde que los saqueadores huyeran del refugio de caza en llamas y dejaran a sus muertos atrás.
Las bombas retronaban a lo lejos y los proyectiles antiaéreos con trazador describían arcos en el cielo. El último soldado salió por la puerta caminando de espaldas y soltando mecha de un carrete.
—¡Joder! —exclamó Milko—. Va a caer una lluvia de pedruscos grandes como furgones.
—Vamos a entrar de todas formas —dijo Grutas.
El soldado desenrolló la mecha hasta el último escalón, la cortó y se agachó junto a ella.
—De todas formas, ya han vaciado el sótano —dijo Grentz—. C’est foutu.
—Tu débandes? —preguntó Dortlich.
—Va te faire enculer —respondió Grentz. Habían aprendido algo de francés cuando los Totenkopf iban a por aprovisionamientos cerca de Marsella, y les gustaba insultarse en ese idioma en los momentos tensos previos a la acción. Los tacos les recordaban sus buenos momentos en Francia.
El soldado soviético abrió una pequeña brecha en la cuerda de detonación y encajó la cabeza de un fósforo en su interior.
—¿De qué color es la mecha? —preguntó Milko.
Grutas tenía los prismáticos.
—Está muy oscuro, no lo veo.
Desde el bosque vieron el fulgor de una segunda cerilla que iluminó la cara del soldado cuando este encendió la mecha.
—¿Es naranja o verde? —preguntó—. ¿Tiene rayas?
Grutas no respondió. El soldado se dirigió hacia el camión con parsimonia, reía mientras sus compañeros le gritaban que se diera prisa, la mecha refulgía tras él sobre la nieve. Milko contaba entre dientes.
En cuanto perdieron el vehículo de vista, Grutas y Milko corrieron hacia la mecha. El fuego cruzó el umbral en el preciso instante en que llegaron a los escalones. No distinguieron las rayas hasta que estuvieron ahí mismo. «Arde unmetrocadadosminutos, unmetrocadadosminutos… unmetrocadadosminutos». Grutas cortó la mecha con su navaja automática.
—A la mierda con la granja —murmuró Milko, y subió a toda prisa la escalera hacia el castillo, siguiendo la mecha, buscando otras mechas, otras cargas. Cruzó el gran vestíbulo en dirección a la torre, iba siguiendo la mecha y encontró lo que estaba buscando: el empalme con un gran rollo de mecha detonadora. Regresó al gran vestíbulo y gritó—: Tiene una mecha principal. Solo hay una. Tenías razón.
Y había cargas atadas y apiladas en torno a la base de la torre para derribada, unidas por una única vuelta de mecha detonadora. Los soldados soviéticos no se habían molestado en cerrar la puerta de entrada, y el fuego que habían encendido todavía ardía en la chimenea del gran vestíbulo. Habían herido las paredes desnudas con sus pintadas, y el suelo próximo al hogar estaba cubierto de los excrementos y el papel higiénico de su último acto al abrigo del castillo.
Milko, Grentz y Kolnas registraron los pisos superiores. Grutas hizo un gesto a Dortlich para que lo siguiera y descendió por la escalera hacia la mazmorra. La verja del fondo de la bodega estaba abierta, habían reventado la cerradura. Grutas y Dortlich compartían una linterna que sostenían entre ambos. El fulgor amarillo de su luz se reflejaba en los cascos de vidrio. La bodega estaba sembrada de botellas vacías de afamadas cosechas, con los cuellos partidos a manos de bebedores ansiosos. La mesa de catas, derribada por las refriegas de los saqueadores, yacía contra la pared del fondo.
—¡Mierda! —exclamó Dortlich—. No queda ni una gota.
—Ayúdame —pidió Grutas.
Juntos apartaron la mesa de la pared, y los cristales que había debajo quedaron machacados. Encontraron la vela para la decantación detrás de la mesa y la encendieron.
—Ahora tira de esa araña —ordenó Grutas a Dortlich—. Dale solo un tironcito hacia abajo.
La estantería de botellas se separó de la pared del fondo; Dortlich se llevó la mano a la pistola cuando se movió. Grutas entró en la recámara secreta de la bodega, su compañero lo siguió.
—¡Por Dios santo! —exclamó Dortlich.
—Ve por el camión —ordenó Grutas.