Capítulo 9
Anna

A la mañana siguiente, T.J. usó el cuchillo para afilar dos ramas largas.

—¿Lista para ir de pesca? —preguntó.

—Ya lo creo.

Cuando llegamos a la orilla, T.J. se agachó a recoger algo.

—Esto debe de ser tuyo —dijo, tendiéndome una bailarina azul marino.

—Sí que lo es —miré hacia el mar—. Quizá la otra acabe apareciendo también.

Nos adentramos en el agua, hundiéndonos hasta la cintura. El calor no era tan agobiante como por la mañana, así que me metí con la camiseta de T.J. por encima de la ropa interior. La parte inferior de la camiseta se empapó y se me pegó a los muslos. Estuvimos más de una hora intentando en vano coger algún pez. Pequeños y veloces, se dispersaban al menor movimiento.

—¿Tendríamos más suerte si nos metiéramos un poco más? —pregunté.

—No lo sé. Seguramente los peces serán más grandes, pero también será más difícil usar nuestros arpones.

Entonces me fijé en algo que cabeceaba a flor de agua.

—¿Qué es eso, T.J.? —pregunté, haciendo visera con la mano.

—¿Dónde?

—Ahí delante. ¿No lo ves, flotando arriba y abajo? —dije, señalando.

T.J. entornó los ojos.

—Oh, joder. No mires, Anna.

Demasiado tarde.

Justo antes de que me dijera que no mirara, comprendí qué era. Dejé caer el arpón y vomité en el agua.

—Las olas lo arrastrarán hasta la orilla, así que salgamos del agua —dijo T.J.

Lo seguí hasta la arena y volví a vomitar.

—¿Ya está aquí? —pregunté, limpiándome la boca con el dorso de la mano.

—Casi.

—¿Qué vamos a hacer?

La voz de T.J. sonó temblorosa e insegura:

—Tendremos que enterrarlo en algún sitio. Podríamos usar una de las mantas.

Por mucho que me resistiera a desprenderme de una de nuestras escasas pertenencias, envolverlo en una manta parecía lo más respetuoso, dadas las circunstancias. Además, sabía que no sería capaz de tocarlo con las manos desnudas.

—Iré por ella —dije, aliviada por tener una excusa para no estar allí cuando las olas lo arrojaran a la orilla.

Cuando volví con la manta, se la di a T.J. y envolvimos el cadáver empujándolo con los pies. El olor a carne macerada y putrefacta me anegaba las fosas nasales y me producía arcadas, así que hundí el rostro en el ángulo del codo.

—No podemos enterrarlo en la playa —dije.

T.J. negó con la cabeza.

—No, no podemos.

Decidimos hacerlo debajo de un árbol, lejos del chamizo, y empezamos a excavar la tierra blanda con las manos.

—¿Será lo bastante grande? —preguntó T.J. observando el agujero.

—Eso creo.

No necesitábamos una gran sepultura, ya que los tiburones habían devorado las piernas de Mick y parte de su torso, además de un brazo. Algún otro animal se había ensañado con su rostro abotargado. De su cuello colgaban jirones de aquella camiseta con estampado desteñido.

T.J. esperó mientras los espasmos me sacudían el estómago vacío, pues no me quedaba nada que vomitar. Luego cogí un extremo de la manta y lo ayudé a arrastrar los restos hasta su tumba. Lo cubrimos con tierra y nos incorporamos.

Las lágrimas resbalaron por mis mejillas.

—Ya estaba muerto cuando el avión cayó al agua —dije con firmeza, como si estuviera segura de ello.

—Ya —asintió T.J.

Empezó a llover, así que volvimos a la balsa y nos metimos dentro. La capota nos mantenía secos, pero yo no paraba de temblar. Nos tapé a ambos con la manta, que en adelante tendríamos que compartir, y nos quedamos dormidos.

Cuando nos despertamos, ambos salimos a recoger fruta del pan y cocos. Ninguno de los dos dijo gran cosa.

—Ten —musitó T.J., ofreciéndome un trozo de coco.

Aparté su mano.

—No, no puedo. Cómetelo tú —tenía el estómago revuelto. Nunca iba a poder quitarme de la cabeza la imagen del cadáver de aquel piloto desdichado.

—¿Sigues teniendo náuseas?

—Sí.

—Prueba un poco de agua de coco —sugirió, tendiéndomela.

Me llevé el envase de plástico a los labios y bebí un sorbo.

—¿Te ha sentado bien?

Asentí.

—Creo que de momento me conformo con esto.

—Voy a recoger más leña.

—Vale.

No había pasado más que unos minutos a solas cuando noté una sensación familiar. «Por Dios, no…». Rogando que fuera una falsa alarma, eché a andar en la dirección opuesta a la que había tomado T.J. y me bajé los vaqueros. Allí, en el rectángulo de algodón de mis bragas, estaba la confirmación: acababa de venirme la regla.

Volví corriendo al chamizo y cogí mi camiseta de manga larga. De nuevo entre los árboles, rasgué una tira de tela, la enrollé y me la puse en las bragas a modo de compresa.

«Quiero que este maldito día se acabe de una vez», pensé.

Cuando el sol se puso, los mosquitos acribillaron mis brazos desnudos.

—Has decidido que más vale estar fresca que ahorrarse unas picaduras, ¿eh? —bromeó T.J. cuando me vio apartándolos a manotazos.

Se había puesto la sudadera y los vaqueros tan pronto como los insectos habían empezado a revolotear.

Pensé en mi camiseta de manga larga, escondida debajo de un arbusto que más me valía volver a encontrar.

—Sí, algo así.