Capítulo 16
T.J.
Encontré a Anna fuera del bote salvavidas. Le di los peces que había cogido y guardé la caña en el chamizo.
—¿Cómo está el recolector de agua? —pregunté.
—Bastante seco.
—Tal vez mañana llueva.
Anna miró al cielo con aprensión y empezó a limpiar el pescado.
—Eso espero.
Estábamos en noviembre: llevábamos cinco meses en la isla. Anna había dicho que la estación de las lluvias no volvería hasta mayo. Seguía lloviendo día sí, día no, pero eran aguaceros breves. Teníamos el agua de los cocos, pero aun así pasábamos sed.
—Por lo menos ahora sabemos que no hay que beber el agua de la laguna —dijo Anna, estremeciéndose—. No quiero ni acordarme.
—Ni yo. Eché hasta la primera papilla.
No podíamos controlar la lluvia, pero las Maldivas eran ricas en vida marina. Los cocos y la fruta del pan apenas servían para aplacar el hambre, pero los peces de colores que yo sacaba de la bahía impedían que muriéramos de inanición. Me metía en el agua hasta la cintura y los pescaba, uno tras otro. Ninguno medía más de quince centímetros (un pendiente y una cuerda de guitarra no daban para mucho) y me preocupaba que alguno más grande picara el anzuelo y rompiera la cuerda. Menos mal que Anna tenía una buena colección de pendientes, porque ya había perdido uno.
Aunque no pasábamos hambre, Anna decía que nuestra dieta carecía de cosas importantes.
—Me preocupas, T.J. aún estás creciendo.
—Por eso no sufras.
Nuestra dieta no podía ser tan mala, porque en el momento del accidente los pantalones me llegaban hasta las rodillas, y ahora me quedaban medio palmo más cortos.
—La fruta del pan debe de tener vitamina C. De lo contrario, a estas alturas ya habríamos pillado el escorbuto —barruntó como para sí.
—¿Qué demonios es el escorbuto? —pregunté—. Suena fatal.
—Es una enfermedad causada por la carencia de vitamina C. Los piratas y los marinos solían enfermar de escorbuto en las travesías largas. No es nada agradable.
Anna debería preocuparse más por sí misma. La braga del biquini le colgaba del culo, y las tetas ya no le llenaban la parte de arriba como antes. Las clavículas le asomaban bajo la piel, y se le marcaban las costillas. Yo procuraba que comiera más y ella se esforzaba por hacerlo, pero muchas veces acababa terminándome su plato. A diferencia de ella, no me importaba comer lo mismo un día tras otro, y lo hacía siempre que tenía hambre.
—Hoy es el día de Acción de Gracias —anunció al poco de despertarnos, unas semanas después.
—¿De veras? —yo no prestaba demasiada atención al pase del tiempo, pero Anna llevaba la cuenta de los días.
—Sí —cerró la agenda y la dejó a su lado—. Creo que nunca en mi vida había comido pescado el día de Acción de Gracias.
—Ni coco, ni fruta del pan.
—Da igual lo que comamos. Se trata de dar las gracias por lo que tenemos.
Intentó mostrarse animada al decirlo, pero luego se secó los ojos con el dorso de la mano y se puso las gafas de sol.
Ninguno mencionó la festividad durante el resto del día. No me había detenido a pensar en el día de Acción de Gracias. Había dado por sentado que alguien nos rescataría antes de esa fecha. Anna y yo habíamos dejado de hablar de ese tema casi por completo, pues hacerlo nos deprimía. Lo único que podíamos hacer era esperar y mantener viva la esperanza de que antes o después alguien sobrevolaría la isla. Eso era lo más duro, el hecho de no ejercer ningún control sobre la situación a menos que decidiéramos hacernos a la mar en el bote salvavidas, algo a lo que Anna jamás accedería. Tenía razón. Seguramente sería un suicidio.
Esa noche, en la cama, susurró:
—Me alegro de que nos tengamos el uno al otro, T.J.
—Yo también.
Me pregunté si seguiría con vida si Anna hubiese muerto en el accidente y yo llevara tanto tiempo solo.
Pasamos el día de Navidad persiguiendo una gallina.
A primera hora de la mañana, mientras me agachaba para coger unas ramas, me puse a chillar como un niño cuando el ave salió corriendo de entre los arbustos, dándome un susto de muerte.
Eché a correr tras ella, pero desapareció de nuevo entre la maleza. Metí la mano y la busqué a tientas, en vano.
—Anna, ese aleteo que oímos a veces lo hace una gallina —le dije al volver con la leña.
—¿Hay gallinas en la isla?
—Sí. He perseguido una hasta los arbustos, pero se me ha escapado. Ponte las zapatillas. Habrá gallina para la comida de Navidad.
***
—Está por aquí. La he oído. Voy a darle una patada al arbusto, así que prepárate para cogerla si sale corriendo por el otro lado —dijo Anna cuando pusimos en marcha la «operación gallina».
Llevábamos más de una hora siguiéndole la pista, habíamos recorrido la isla de cabo a rabo y por fin la teníamos arrinconada.
—¡Ahí está! —gritó Anna cuando el animal salió revoloteando del arbusto que había junto a mí.
Intenté atraparla, pero sólo retuve un puñado de plumas.
—¡Maldita sea! ¡Ven aquí, cabrona!
Corrí tras ella. Anna me dio alcance y la acorralamos junto a unos arbustos. La gallina intentó escabullirse por un hueco entre el follaje, pero Anna se abalanzó y la retuvo. Yo la cogí por las patas, tiré de ella hacia fuera y la golpeé contra el suelo.
Anna ni se inmutó.
—Buen trabajo, T.J. —me felicitó, dándome una palmadita en la espalda.
Le rebané el pescuezo y la colgué boca abajo hasta que perdió casi toda la sangre. Después le arranqué las plumas, tratando de no mirarle la cabeza.
A continuación, Anna la despiezó con el cuchillo.
—Esto no tiene nada que ver con lo que te dan en la pollería —comentó.
—Tiene una pinta estupenda —observé.
La troceó por completo y luego pusimos los pedazos en varias piedras que acercamos a las llamas.
Anna olfateó el aire.
—Qué olorcito… —dijo mientras la gallina se asaba.
Una vez nos pareció que estaba hecha, la dejamos enfriar y desmenuzamos la carne con los dedos. Se había chamuscado aquí y allá, y algunas partes habían quedado un poco crudas, pero nos supo a gloria.
—Esto está de muerte —me relamí, chupándome los dedos.
—Y que lo digas —asintió Anna.
Tras devorar un muslo, arrojó el hueso a la creciente pila junto al fuego. Cuando hubo acabado se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Cuántas gallinas habrá en la isla?
—Las que haya, las cazaremos todas.
—Es el mejor pollo asado que he comido en mi vida, T.J.
Eructé y solté una carcajada.
—Sin duda.
Roímos los huesos hasta dejarlos limpios y luego extendimos la manta en el suelo, lejos del fuego.
—¿Cuándo sueles abrir los regalos, en Nochebuena o el día de Navidad? —le pregunté.
—En Nochebuena. ¿Y tú?
—También. A veces Grace y Alexis suplican que les dejen abrirlos el 23, pero mamá les hace esperar.
Estábamos acostados uno al lado del otro, descansando. Pensé en Grace y Alexis, y en mis padres. Seguramente lo estaban pasando mal, celebrando la primera Navidad sin mí. Si tan sólo supieran que seguíamos con vida…
***
En mayo volvió la lluvia. Pudimos relajarnos un poco, pero las tormentas se sucedían más a menudo. Cuando eso ocurría, no podíamos hacer más que acurrucamos en el bote a oír el retumbar de los truenos y esperar que escampara.
Una de esas tormentas derribó un árbol, así que lo corté y lo convertí en leña con la ayuda del serrucho. Me llevó dos días hacerlo, pero cuando terminé, el chamizo rebosaba de leña.
Fui hasta la orilla para refrescarme. Anna estaba en el mar, jugando con los delfines. Mientras me adentraba en el agua, le acaricié a uno la cabeza, y juro que me sonrió.
—Son seis, ¡uau! Todo un récord —dije.
—Lo sé. Hoy han venido todos.
Día tras día, los delfines se presentaban en la ensenada puntualmente a media mañana y al caer la tarde. Siempre había por lo menos dos, pero era la primera vez que venían tantos juntos.
—Estás sudando —observó Anna—. ¿Has estado serrando otra vez?
Me zambullí y volví a salir del agua, sacudiendo la cabeza como un perro.
—Sí, pero ya he terminado. No tendremos que volver a recoger leña en unos cuantos días —me desperecé. Tenía los brazos doloridos—. ¿Me frotas un poco los hombros, por favor?
—Ven —me guió hasta la orilla—. Te daré un masaje en la espalda. Mis masajes tienen fama mundial.
Me senté frente a ella y casi se me escapó un gemido cuando une tocó los hombros. No exageraba al presumir de masajista, y me pregunté si se los daría a su novio a menudo. Tenía más fuerza en las manos de lo que hubiese imaginado, y me masajeó el cuello y la espalda largo rato. Imaginé que me tocaba otras partes, y si Anna hubiese podido leerme el pensamiento seguramente habría puesto el grito en el cielo.
—Ya está —dijo al fin—. ¿Te ha sentado bien?
—No sabes cuánto. Gracias.
Volvimos al chamizo. Ella vertió un tapón de detergente para la ropa en el recolector de agua y lo removió con la mano.
—Toca colada, ¿eh?
—Ajá.
Yo había propuesto que nos turnáramos para lavar la ropa, pero Anna había insistido en ocuparse ella. Seguramente no quería que toqueteara su ropa interior.
Echó la ropa sucia en el recolector y comenzó a frotarla. Luego fue sacando las prendas de una en una y dejándolas a un lado para enjuagarlas.
—T.J., ¿dónde están tus calzoncillos? —preguntó de pronto.
«Hablando de ropa interior…».
—Ya no me valen, y además se caían a pedazos.
—¿No te queda ninguno?
—Pues no. A diferencia de otras personas, yo no traía una maleta llena de ropa.
—¿Y no te resulta incómodo?
—Al principio sí, pero me he acostumbrado —sonreí y señalé mis pantalones cortos—. Esto es la jungla, Anna.
Ella soltó una risita.
—Si tú lo dices.