Capítulo 20
T.J.
Anna estaba despierta y sentada junto al fuego cuando volví de pescar a la mañana siguiente.
—¿Cómo va la mano?
Tendió la palma y le despegué la tirita.
—Podría estar peor —dije. La herida de bordes irregulares había sangrado un poco y la mano estaba algo hinchada—. Te la limpiaré otra vez y te pondré una tirita nueva, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Le desinfecté la mordedura con otra toallita empapada en alcohol.
—Pareces cansada —dije, reparando en las profundas ojeras que tenía.
—No he dormido demasiado bien.
—¿Quieres volver a la cama?
Negó con la cabeza.
—Echaré una siesta más tarde.
Le puse una tirita limpia.
—Ya está. Como nueva.
Ella estaba con la mirada perdida y no dijo ni mu.
Esa mañana terminé de montar la estructura de la cabaña y empecé a levantar las paredes. Los árboles del pan producían una resina lechosa que usé para rellenar las rendijas.
Anna trabajaba en silencio junto a mí, sosteniendo los tablones o pasándome los clavos.
—Estás muy callada —observé.
—Ya.
Clavé un tablón y dije:
—¿Te preocupa la mordedura?
Ella asintió.
—Ese murciélago parecía enfermo, T.J.
Dejé el martillo en el suelo y me sequé el sudor de la frente.
—No tenía buen aspecto —concedí.
—¿Crees que tenía la rabia?
Coloqué el siguiente tablón y recogí el martillo.
—No. Seguro que no.
Ambos sabíamos que los murciélagos podían ser portadores de la enfermedad. Anna suspiró.
—Pues no me queda más remedio que esperar. Si no caigo enferma en un mes, seguramente me habré salvado.
—¿Qué síntomas da?
—No lo sé. Fiebre seguro. Quizá convulsiones. La rabia ataca el sistema nervioso central.
Se me puso piel de gallina.
—¿Qué hago si te pones enferma? —pregunté, tratando de recordar qué había en el botiquín de primeros auxilios.
—Nada, T.J. —contestó negando con la cabeza.
—¿Por qué no?
—Porque, sin la vacuna antirrábica, la enfermedad es mortal.
Durante unos instantes me quedé sin aliento.
—No lo sabía.
Anna asintió con lágrimas en los ojos. Dejé caer el martillo y la cogí por los hombros.
—No te preocupes —la animé—. No te pasará nada.
No tenía ni idea de si sería así, pero ambos necesitábamos creerlo. Conté cinco semanas en su agenda y señalé la fecha rodeándola con un círculo. Ella quiso que marcara más de un mes, para estar segura.
—Así que, si hasta entonces no presentas ningún síntoma. Será que estás fuera de peligro, ¿verdad?
—Eso creo.
Cerré la agenda y volví a dejarla en la maleta de Anna.
—Sigamos con nuestra rutina de siempre —pidió—. No quiero darle más vueltas.
—Claro, lo que tú digas.
Debería haber sido actriz en lugar de profesora. Durante el día se las arreglaba bastante bien para disimular y sonreía como si nada la inquietara. Se mantenía ocupada y pasaba horas jugando con los delfines o ayudándome con la cabaña. Pero apenas probaba bocado, y por la noche se movía tanto que era evidente que le costaba dormir.
Dos semanas más tarde, me desperté a media noche cuando ella se removió y salió del bote. Siempre se levantaba por lo menos una vez para avivar el fuego, pero solía volver enseguida. Esa vez no lo hizo, por lo que salí a comprobar si todo iba bien. La encontré en el chamizo, contemplando las llamas.
—Hola —dije, sentándome a su lado—. ¿Qué pasa?
—No puedo dormir —atizó el fuego con un palo.
—¿Te encuentras mal? —intenté disimular mi angustia—. No tendrás fiebre, ¿verdad?
Negó con la cabeza.
—No. Estoy bien, de verdad. Vuelve a la cama.
—No puedo dormirme si no estás a mi lado.
Anna pareció sorprenderse.
—¿De veras?
—Sí. No me gusta que estés aquí fuera a solas. Me pongo nervioso. No hace falta que salgas a echar leña al fuego por la noche. Ya te he dicho que no me molesta volver a encenderlo por la mañana.
—Lo hago por costumbre —se levantó—. Vamos. Por lo menos que duerma uno de los dos.
Seguí a Anna hasta el bote. Ya acostados, nos cubrió a ambos con la manta. Ella llevaba unos pantalones cortos y mi camiseta, y, mientras se acomodaba en la cama, su pierna desnuda rozó la mía. No la apartó, y yo tampoco lo hice.
Nos quedamos tumbados a oscuras, notando el roce mutuo de nuestras piernas, y ninguno de los dos se durmió hasta pasado mucho rato.
***
Anna accedió a dejar de levantarse a media noche, y una mañana, un par de semanas más tarde, cuando terminé de encender el fuego, le dije:
—Ojalá pudieras cronometrarme. Apuesto a que lo he encendido en menos de cinco minutos.
—Menudo fanfarrón estás hecho —y se rio.
Cuanto más nos acercábamos a la fecha señalada en la agenda, más parecía relajarse.
El día que se cumplieron las cinco semanas, sostuve la palma de su mano en la mía y recorrí con el pulgar la cicatriz de la herida.
—Creo que te has librado —dije, esta vez convencido.
—Yo también lo creo —repuso sonriendo.
Ese día se zampó tres peces para almorzar.
—¿Sigues con hambre? Puedo ir por más.
—No, gracias. Tenía un hambre canina, pero ya estoy llena.
Nos bañamos en el mar un buen rato y luego estuvimos trabajando en la cabaña hasta la hora de cenar. De nuevo, comió más de lo que lo había hecho en semanas. Cuando llegó la hora de irnos a la cama, apenas podía mantener los ojos abiertos y se quedó dormida segundos después de que me acostara a su lado. Yo también me dormí, pero me desperté cuando Anna se acurrucó junto a mí y apoyó la cabeza en mi hombro.
La rodeé con el brazo y la acerqué más.
Si hubiese enfermado, no podría haber hecho más que verla sufrir y después enterrarla junto a Mick. ¿Habría podido seguir resistiendo sin ella? Su voz, su sonrisa (ella, en definitiva), eran lo que hacía soportable la vida en la isla. La estreché un poco más y me dije que, si se despertaba, se lo comentaría. Pero no lo hizo. Suspiró en sueños, y poco después yo también me quedé dormido.
Cuando me desperté por la mañana, Anna había vuelto a su lado de la cama. Fui a encender el fuego y al poco salió gateando del bote.
Me sonrió, desperezándose.
—He dormido a pierna suelta. Hacía siglos que no pasaba tan buena noche.
—Yo también he dormido de un tirón.
Unos días después, estábamos en la cama, debatiendo sobre nuestros diez álbumes de rock preferidos de todos los tiempos.
—Sticky Fingers, de los Rolling Stones, es mi número uno. Voy a devolver Led Zeppelin IV al quinto puesto —sentenció Anna.
—¿Te has fumado algo? —repuse, y empecé a enumerar las razones por las que discrepaba, entre ellas que The Wall de Pink Floyd debía ocupar el primer puesto, pero entonces se me escapó un pedo. A veces la fruta del pan me producía ventosidades.
Anna chilló e intentó escapar del bote, pero la atrapé rodeándole la cintura con los brazos, la tiré hacia atrás y le cubrí la cabeza con la manta. Me gustaba hacerla rabiar.
—¡Oh, no, Anna! ¡Dios mío, será mejor que salgas de ahí! —bromeé entre risas—. El pestazo debe de ser insoportable.
Ella forcejeó, intentando zafarse, pero sujeté la manta con fuerza. Cuando por fin la dejé salir, fingió sentir arcadas y dijo:
—Voy a darte una paliza, Callahan.
—¿Ah, sí? ¿Tú y cuántos más?
Anna no pesaría más de cuarenta y cinco kilos. No estaba en condiciones de darle una paliza a nadie.
—No te pongas chulo conmigo. Un día de éstos descubriré el modo de ponerte a mis pies.
—Qué miedo… —dije, riendo.
Lo que no dije, sin embargo, fue que para ponerme a sus pies le bastaba con el roce de una mano si me tocaba en el punto adecuado.
Me pregunté si lo sabría.
***
—Voy a bañarme —anunció Anna cuando volví de la playa.
Cogió el jabón, el champú y una muda limpia.
—Vale.
Después de que se fuera, me di cuenta de que apenas nos quedaba leña. Cogí la mochila y fui recogiendo toda la broza que encontré por el camino. El sol empezaba a ponerse sobre el horizonte y los mosquitos zumbaban alrededor. Abandoné la densa cubierta vegetal sin apenas darme cuenta.
Al salir de entre los árboles, alcé los ojos y vi a Anna adentrándose en el mar, desnuda.
Me quedé petrificado.
Sabía que debía marcharme, irme de allí pitando, pero no fui capaz. Me escondí detrás de un árbol y la observé.
Se sumergió en el agua para mojarse el pelo, y luego dio media vuelta y regresó a la orilla. Estaba buenísima, y la piel bronceada enmarcaba las partes de su cuerpo que más me gustaban. Me deslicé la mano dentro de los pantalones.
Anna se quedó de pie en la orilla, lavándose el pelo, y luego entró de nuevo en el mar para enjuagárselo. Cuando volvió a salir, se enjabonó las manos y se frotó de arriba abajo. Se sentó en la arena, se afeitó las piernas y volvió a meterse en el agua para enjuagarse.
Lo que hizo a continuación me dejó alucinado.
Cuando salió del agua, miró alrededor y se sentó de cara a la orilla. Había llevado consigo el aceite de bebé; se vertió un poco en la palma de la mano y se la deslizó entre los muslos.
«Dios santo», suspiré.
Se había acostado con una pierna estirada y la otra flexionada. Vi cómo se tocaba mientras mi propia mano se movía cada vez más deprisa.
Aunque me masturbaba casi a diario cuando estaba a solas en el bosque, nunca se me había ocurrido que ella también pudiera hacerlo. Seguí mirando. Al cabo de unos minutos, Anna estiró la pierna flexionada y arqueó la espalda. Se estaba corriendo, y yo también lo hice.
Luego se levantó, se sacudió la arena del cuerpo y se puso la ropa interior. Acabó de vestirse y recogió sus cosas. Cuando se volvió para marcharse, se detuvo bruscamente y miró hacia donde yo estaba. Escondido detrás del árbol, no me atreví a mover un solo músculo. Esperé a que se alejara y luego me escabullí, corriendo entre los árboles.
—Hola —la saludé al volver desde la dirección opuesta.
Anna estaba junto al chamizo, lavándose los dientes.
Se quitó el cepillo de dientes de la boca y me miró ladeando la cabeza.
—¿Dónde estabas?
—Recogiendo leña.
Abrí mi mochila y dejé caer las ramas secas sobre la pila de leña.
—Ah —se enjuagó la boca y bostezó—. Me voy a la cama.
—Yo no tardaré.
Más tarde, mientras ella dormía a mi lado, evoqué las imágenes de su cuerpo desnudo y el modo en que se tocaba, como si fuera una película que podía rebobinar y ver cuantas veces quisiera. Deseé besarla, tocarla, hacerle todo lo que se me ocurriera, pero no podía. La película seguía proyectándose en mi mente, una y otra vez, y no pegué ojo en toda la noche.