Capítulo 27
Anna
Cuando se hizo de noche y los mosquitos empezaron a revolotear, regresamos a la cabaña. T.J. se acostó a mi lado y nos tapó a ambos con la manta. Ciñó mi cuerpo desnudo con el suyo y segundos después se quedó dormido.
Yo, en cambio, no podía pegar ojo.
Cuando me besó, le devolví el beso sin detenerme a pensar. Éramos dos personas adultas y en plena posesión de nuestras facultades, pero por más vueltas que le diera sabía que, si algún día salíamos de la isla, mi comportamiento tendría consecuencias. Sin embargo, estando allí a oscuras, acostada junto a T.J., que me arropaba con su cuerpo, me dije que no había nada de malo en lo que habíamos hecho, y que si alguien lo merecía éramos nosotros. Lo que hiciéramos juntos era asunto nuestro y de nadie más.
Por lo menos eso quise creer.
***
Me apoyé en una rodilla. Llevaba puesta la gorra de béisbol de T.J. y el pelo recogido hacia atrás para que no me estorbara. Ante mí, desplegados en el suelo, estaban la rama combada que T.J. usaba para encender el fuego, dos trozos pequeños de leña y un nido hecho de cortezas de coco y hierba seca.
Al cabo de una semana, poco más o menos, de que cazáramos el tiburón, T.J. comentó que había algo que yo no sabía hacer sola. Siempre era él quien encendía el fuego, y quería asegurarse de que yo también pudiera hacerlo. Había estado enseñándome y ya empezaba a cogerle el truco, aunque de momento mis resultados se limitaban a una buena humareda y una profusa sudoración.
—¿Lista? —preguntó.
—Sí.
—Muy bien, adelante.
Cogí un palo, le anudé el cordón de zapato y usé el arco para hacerlo girar. Al cabo de diez minutos, empezó a salir humo.
—Sigue así —me animó—. Ya casi está. Tienes que girar el palo tan deprisa como puedas.
Imprimí más velocidad al giro, y al cabo de veinte minutos, con los brazos doloridos y el rostro bañado en sudor, vislumbré el fulgor de un ascua. La extraje con cuidado y la pasé al nido inflamable. Luego lo recogí, lo sostuve a la altura de mi rostro y soplé suavemente.
El nido ardió en llamas y lo dejé caer.
—¡Dios mío!
T.J. me chocó los cinco.
—¡Lo has hecho!
—¡Lo sé! ¿Cuánto crees que he tardado?
—No demasiado. Pero no me preocupa lo que tardes, sólo que seas capaz de hacerlo —me quitó la gorra y me besó—. Buen trabajo.
—Gracias.
Fue una victoria agridulce, pues aunque ahora sabía encender fuego, sólo necesitaría hacerlo si le pasaba algo a T.J.