Capítulo 15
Anna

Los delfines nadaban a mi alrededor en la bahía. Se zambullían, pasaban por debajo de mi cuerpo y salían por el otro lado. Hacían unos chasquidos adorables, y cuando les hablaba daban la impresión de entenderme. Nos gustaba cogerlos de la aleta y nos reíamos mientras surcábamos el agua montados en su lomo. Podía pasar horas jugando con ellos.

T.J. vino corriendo hasta la orilla.

—Anna, adivina qué acabo de encontrar.

El mar había arrastrado hasta la playa la otra zapatilla de T.J., y ahora pasaba horas en el bosque, buscando cosas útiles. De momento sólo había encontrado mosquitos, pero no se rendía. Así tenía algo con lo que entretenerse.

—¿Qué has encontrado? —pregunté, mientras acariciaba uno de los delfines.

—Ponte las zapatillas y ven a verlo.

Me despedí de los delfines, lo seguí hasta el chamizo y me puse los calcetines y los zapatos.

—Me muero de curiosidad. ¿Qué es?

—Una cueva. He descubierto la entrada cuando fui a coger una pila de ramas. Quiero averiguar qué hay dentro.

Sólo nos llevó unos minutos llegar. T.J. se arrodilló en la entrada y entró gateando.

—¡Es más estrecha de lo que creía! —anunció, levantando la voz—. Túmbate en el suelo y avanza a rastras. Es pequeña, pero hay sitio para los dos. Ven.

—¡Ni hablar! Ni loca entro yo ahí.

El corazón me latía deprisa y empecé a sudar sólo de pensarlo.

—Voy a tientas —dijo él—. No veo nada.

—¿Y si hay ratas? ¿O una enorme araña peluda?

—¿Qué? ¿Crees que puede haber arañas?

—No, olvídalo.

—No creo que haya nada aquí dentro, aparte de piedras y palos. Pero no podría asegurarlo.

—Si los palos están secos, sácalos. Podemos usarlos como teña.

—Vale.

T.J. salió reculando a rastras. Cuando se levantó, vio que sostenía en una mano lo que parecía una tibia, y en la otra algo que solo podía ser una calavera.

—¡Mierda! —exclamó, dejándola caer al suelo.

—Dios mío… —murmuré—. A saber quién era, pero desde luego su aventura en la isla no tuvo un final feliz.

—¿Crees que puede ser la misma persona que construyó la cabaña?

Ninguno de los dos podía apartar los ojos de la calavera.

—Supongo que sí —repuse, asintiendo.

Volvimos al chamizo y cogimos un leño ardiendo para usarlo a modo de antorcha. Regresamos a toda prisa y T.J. volvió a entrar en la cueva, sosteniendo la antorcha para alumbrarse.

—No vayas a quemarte —le advertí.

—Tranquila.

—¿Ya estás dentro?

—Sí.

—¿Qué ves?

—Un esqueleto. Y nada más —T.J. salió y me tendió la antorcha—. Voy a traer los huesos de vuelta y a dejarlos aquí con el resto del esqueleto.

—De acuerdo.

T.J. y yo regresamos al chamizo.

—Ha sido espeluznante —comenté.

—¿Cuánto tarda un cadáver en convertirse en esqueleto?

—¿Con este calor y esta humedad? Probablemente no mucho.

—Cada vez estoy más convencido de que es el tío de la cabaña.

—Puede que sí. Y si de veras era él, tenemos una posibilidad menos de que nos rescaten —negué con la cabeza—. No va a volver porque nunca se marchó. Pero ¿qué lo habrá matado?

—A saber —T.J. echó más leña al fuego y se sentó a mi lado—. ¿Por qué no has querido entrar en la cueva? Antes de que descubriéramos el esqueleto, quiero decir.

—No soporto los espacios pequeños y cerrados. Me ponen de los nervios. ¿Te acuerdas de la casa del lago de la que te hablé? ¿Donde íbamos a pescar con mi padre?

—Sí.

—Sarah y yo siempre jugábamos con los niños que iban allí de vacaciones con sus familias. Había una carretera que bordeaba el lago y por debajo pasaba una larga tubería de desagüe. Los niños solían desafiarse a cruzarla arrastrándose hasta el otro lado. Un día, Sarah y yo decidimos hacerlo, y convencimos a los demás de que nos siguieran. Habíamos recorrido la mitad del camino cuando empecé a sentir pánico. Me faltaba el aire, y el niño que iba delante de mí no avanzaba. Tampoco podía retroceder, porque detrás venían otros niños. Debía de tener siete años y no era demasiado grande, pero la tubería era muy estrecha. Finalmente llegamos al otro lado, y Sarah tuvo que ir en busca de mamá porque yo no podía parar de llorar. Lo recuerdo como si fuera ayer.

—No me extraña que no hayas querido entrar en la cueva.

—Lo que no entiendo es qué llevó a Huesitos a meterse ahí dentro.

—¿Huesitos?

—Creo que deberíamos ponerle un nombre, y Huesitos suena mejor que «el tío de la cabaña».

—Me gusta —repuso T.J.

***

Me senté junto al chamizo y me puse a jugar al solitario. Cuando vi a T.J. supe que algo iba mal, porque llevaba el brazo pegado al cuerpo y se lo sujetaba con la otra mano. El hombro parecía colgarle de la articulación.

Me levanté de un brinco.

—¿Qué ha pasado?

—Me he caído del cocotero.

—Ven.

Le rodeé la cintura y lo guié despacio hasta el bote salvavidas. Al menor movimiento hacía una mueca de dolor, y cuando lo ayudé a acostarse soltó un gemido. El súbito e imperioso impulso de cuidarlo, de aliviar su sufrimiento, me sorprendió a mí misma.

—Ahora vuelvo. Voy por el paracetamol.

Cogí dos comprimidos y llené la botella en el recolector de agua. Le puse los comprimidos en la lengua y le levanté la cabeza para que bebiera un sorbo. Se los tragó y respiró con dificultad.

—¿Qué hacías encaramado al cocotero?

—Intentaba alcanzar esos coquitos verdes que tanto te gustan.

Sonreí.

—Eres un encanto, pero creo que te has roto la clavícula. Dejaremos que el paracetamol haga efecto y luego intentaré improvisar un cabestrillo.

—De acuerdo —dijo, y cerró los ojos.

Rebusqué en mi maleta y saqué una camiseta de tirantes blanca larga. Veinte minutos después, lo ayudé a incorporarse.

—Lo siento, ya sé que duele.

Le doblé el brazo a la altura del codo y se lo envolví con el cabestrillo, que le anudé en el hombro sin apretar demasiado. Cuando lo ayudé a acostarse de nuevo, le aparté el pelo de la cara y lo besé en la frente.

—Intenta no moverte demasiado.

—De acuerdo.

Quizá no le doliera tanto como yo creía, porque cuando me volví para echarle un último vistazo antes de salir del bote, tenía una sonrisa en los labios.

***

Esa noche me desperté para avivar el fuego.

—¿Anna?

La voz de T.J. me sobresaltó.

—Dime.

—¿Puedes ayudarme a salir? Tengo que ir a orinar.

—Claro.

Lo ayudé a pasar por la puerta del bote y luego fui a echar leña al fuego. Cuando regresó, le di otro paracetamol.

—¿Has podido dormir algo? —le pregunté.

—Qué va.

Por la mañana tenía un bulto y un cardenal allí donde el hueso se había fracturado. Hizo una mueca de dolor cuando le tensé el cabestrillo. Le di una tercera dosis de paracetamol.

A partir de entonces se negó a tomar más pastillas.

—No quiero que se acaben, Anna. Puede que volvamos a necesitarlas.

Tres días después, se sentía mejor y me seguía a todas partes como un cachorrillo. Venía a la playa mientras yo estaba pescando, seguía mis pasos cuando iba a coger fruta del pan y quería ayudarme a vaciar el recolector de agua. Cuando intentó acompañarme a recoger leña, lo mandé de vuelta a la manta que había extendido debajo del cocotero.

—Si no te estás quieto, no vas a curarte, T.J.

—Me aburro. Y me vendría bien darme un baño. ¿Me ayudarás cuando vuelvas?

—¿Cómo dices? No, no pienso bañarte —«Sólo me faltaba eso».

—Tú eliges: o me ayudas, o me hueles.

Lo olfateé.

—Has olido mejor, desde luego. De acuerdo, te ayudaré, pero sólo pienso lavarte ciertas partes, y porque apestas.

—Gracias —repuso con una sonrisa de oreja a oreja.

Fuimos hasta la orilla. Tan pronto como volví con la leña, T.J. se quedó en pantalón corto y se sentó en el agua, que le cubría hasta la cintura. Me arrodillé junto a él y me enjaboné las manos.

—Sujeta esto —le dije, pasándole el jabón.

Empecé frotándole la cara suavemente con las manos enjabonadas, y a continuación cogí agua en los cuencos para enjuagarlo, rozando la incipiente barba que le cubría las mejillas, el mentón y la zona del bigote.

—Qué bien —dijo.

Llené el recipiente de plástico que había llevado, lo vacié sobre su cabeza y le lavé el pelo. Le había crecido mucho, tenía que apartárselo de los ojos a menudo. Usaba mi sombrero de paja para mantenerlo a raya, lo que me venía bien, porque hacía mucho que yo me había apropiado de su gorra de béisbol.

—Ojalá tuviéramos unas tijeras —comenté—. Te cortaría el pelo.

Me pasó el jabón y volví a hacer espuma frotándome las manos. Le lavé el cuello y seguí bajando hacia el pecho, deslizando las yemas de los dedos por sus pezones erizados. T.J. me observaba en silencio.

Le froté debajo del brazo bueno y en la espalda. T.J. no podía levantar el otro brazo, así que hice lo que pude, frotándole con delicadeza la zona cercana al hematoma.

—Lo siento —dije al ver que hacía una mueca de dolor.

Cuando me disponía a lavarle las piernas, cometí el error de mirar hacia abajo. El agua de la ensenada era lo bastante cristalina como para que viera la tela de los pantalones cortos tensada por una erección.

—¡T.J.!

—Lo siento —me miró avergonzado—. Ésta no la puedo ocultar.

«Un momento —pensé—. ¿Cuántas ha habido?».

De pronto, no sabía adonde mirar. Pero no era culpa suya. Había olvidado lo que pasa cuando frotas con las manos el cuerpo de un chico de diecisiete años.

O de cualquier hombre, si vamos a eso.

—No pasa nada. Sólo que me has pillado desprevenida. Creía que te dolía.

—Bueno, eso no me lo he roto —repuso, turbado.

«Vale, dejémoslo», me dije.

Le lavé las piernas, y cuando les llegó el turno a los pies, descubrí que tenía cosquillas. Apartó el pie de golpe y soltó un alarido, porque al hacerlo movió el tronco bruscamente.

—Perdona. Vale, ya estás más o menos adecentado.

—¿No vas a secarme? —preguntó con una sonrisa esperanzada.

—Muy gracioso. Lástima que no tengamos toallas.

—Gracias, Anna.

—De nada.

Lo ayudé a bañarse durante las siguientes dos semanas, hasta que pudo volver a hacerlo por sí mismo. Cada vez me resultaba menos embarazoso. Nunca volví a mirar hacia abajo para comprobar hasta qué punto le afectaba.

—Esta situación no te desagrada del todo, ¿verdad? —le pregunté un día mientras le lavaba el pelo.

—Y que lo digas —contestó con una amplia sonrisa—. Pero no te preocupes —añadió en tono pretendidamente serio—. Te devolveré el favor. Si alguna vez te haces daño, estaré encantado de bañarte.

—Lo tendré en cuenta.

A decir verdad, me propuse andarme con cuidado. Bañarlo quizá me resultara violento, pero eso no era nada comparado con lo que sentiría si fueran sus manos enjabonadas las que se deslizaran por mi piel.