Capítulo VIII

En esto al menos los dioses son iguales que los mortales: los más ansiosos por algo llegan antes. Mucho antes del juicio de Cyric, Mystra se manifestó en el Pabellón de Cynosure y se escondió en un rincón sombrío. Allí estuvo oculta un tiempo, tan quieta como un ladrón entre camellos. La cámara tenía el aspecto que siempre había tenido para ella, el del laboratorio de un alquimista lleno de hornillos y probetas, pero ahora estaba oscuro y vacío. Revisó con la vista todos los rincones y sombras, y cuando estuvo segura de que ningún otro dios andaba por allí salió de su escondite para poner en marcha su traición.

La arpía se movió con rapidez. Primero hizo sonar una campanilla de latón para hacer que la voz de Cyric tuviera un tono falso cuando leyera el Cyrinishad. Después limpió todas las mesas del pabellón con una esponja viva, de modo que se absorbiera el poder de todas las palabras sagradas cuando surcaran el aire. Después hizo aparecer una serpiente a través del suelo y le arrancó la lengua viperina de la boca. Esto era como protección contra las palabras insidiosas de la persuasión y las medias verdades y promesas de conveniencia así como las mentiras de todo tipo.

Cuando Mystra hubo terminado con la pobre serpiente, ocultó su traición dejando caer un velo blanco sobre el suelo. Apenas acababa la tela de tocar las piedras cuando empezaron a aparecer los demás dioses: Tempus con su armadura; Shar refugiándose entre las sombras; Talos rodeado por un aura de luz resplandeciente.

—¿No está Kelemvor aquí? —preguntó Talos. En la voz del Destructor había un estremecimiento de excitación, ya que nada servía mejor a su salvaje naturaleza que la aniquilación de un dios—. Supongo que no habrá cambiado de idea.

—¡Por supuesto que no! —dijo Sune apareciendo en un remolino de pelo rojo y de dientes relucientes—. Kelemvor tiene un corazón constante. —Echó una mirada a Mystra antes de añadir—: Demasiado constante a veces.

Apresurándose a desviar los celos de Sune, Tempus se dejó caer de rodillas a sus pies.

—¡Si hay una batalla hoy en algún lugar de Faerun, será por amor! —declaró. La diosa del Amor era tan voluble como un halfling en el desierto, y sólo se podía confiar en que mantuviese su promesa cuando se la regalaba con un afecto constante—. Estoy deslumbrado por tu brillo.

—¡Y a mí me devora la lujuria! —añadió Talos.

Para demostrar que hablaba en serio, Talos colocó una crepitante diadema de luz en el cabello de Sune y bailó en torno a ella una danza lujuriosa. La diosa se ruborizó y rió entre dientes, pero no apartó la mirada.

Chauntea y Lathander llegaron juntos sobre un rayo de dorada luz del amanecer, y el viejo Silvanus vino detrás de ellos montado a horcajadas sobre el rayo. El siguiente en aparecer fue Tyr. Como siempre, le faltaban la mano derecha y los ojos. Ocupó su lugar en el círculo e hizo un gesto de fastidio al ver los puestos que todavía estaban vacíos.

—El juicio debía empezar temprano, cuando amaneciera en el Alcázar de la Candela.

En ese momento, Kelemvor apareció al lado de Mystra. Su cara estaba pálida de miedo y llevaba la espada al cinto.

—Pido perdón por llegar tarde, pero se requería mi atención en la Ciudad de los Muertos. Gwydion ha regresado.

Respingos y murmullos llenaron el pabellón. Todos los dioses sabían quién era Gwydion y qué era lo que protegía, y todos estaban tan atentos como cobras al uso que Cyric pretendía hacer del libro contra ellos.

—¿Y qué pasó con el Cyrinishad? —preguntó Tempus.

La mirada de Kelemvor se volvió inexpresiva. Luego negó con la cabeza y se encogió de hombros.

—No puedo recordarlo —dijo.

Esto no sorprendió a nadie, porque todos los dioses conocían el poder del encantamiento de Oghma. Todos los ojos miraron al Justo, y nueve voces exigieron al unísono que se prohibiera la presencia del libro en el juicio. La voz de Mystra fue la que sonó más alto, pues era la más versada en el arte de engañar a los hombres y sabía que Tyr sospecharía de su traición si no se mostraba preocupada.

El Ciego alzó el muñón de su muñeca imponiendo silencio.

—Nos hemos atrevido a someter a juicio a otro dios. Si el veredicto le es adverso, en nuestro poder está aniquilarlo, un castigo que muchos ansían. —Al decir esto hizo una pausa y volvió sus cuencas vacías hacia Kelemvor—. Es de justicia que Cyric se defienda como quiera. Si sus palabras nos esclavizan, eso no es nada comparado con el destino que tenéis pensado para él.

Mientras el Pabellón era un clamor de indignación, Oghma se manifestó al lado de Mystra con los ojos llenos de pavor.

—Perdonadme. Tuve que centrar toda mi atención en el Plano del Olvido. Puedo oír la llamada de Rinda, pero el amuleto que lleva encima me impide encontrar su espíritu.

—¿Qué importa el espíritu de Rinda? —dijo Talos el Destructor con voz tonante. Su miedo se difundió por todo el pabellón en relámpagos blancos y crepitantes—. ¡Cyric tiene su libro!

El silencio se hizo en el pabellón. Kelemvor llevó la mano a la empuñadura de la espada.

Mystra le sujetó el brazo.

—¿Qué estás haciendo?

—¡No estoy dispuesto a escuchar ese libro de mentiras! —gritó Kelemvor para que todos lo oyeran—. ¡Prefiero pudrirme en el Abismo antes que servir a Cyric!

Tyr sacó de la nada una maza blanca reluciente y fijó su mirada ciega en el dios de la Muerte.

Antes de que el Justo pudiera advertir a Kelemvor contra cualquier ataque a Cyric, Mystra cogió por el brazo al dios de la Muerte.

—¿Qué te hace pensar que no tenemos más alternativa que pudrirnos o ser esclavos? —preguntó.

—Tyr ha decidido…

—No vas a hacer que Tyr cambie de idea con tu espada, y él es el juez. No podemos desafiarlo. —Mystra le apartó la mano de la espada—. Ao no lo permitiría. Confía en mí.

Kelemvor hizo una mueca de disgusto. Mystra le sostuvo la mirada sin apartar los ojos hasta que finalmente en los de él apareció una luz de comprensión.

—Como desees. Tal vez me esté precipitando.

—Bien. —Mystra miró a Tyr—. No importa cuánto odiemos a Cyric, tenemos que acatar las decisiones del Justo.

Tyr asintió, porque era un payaso y los payasos se dejan engañar fácilmente por las palabras falsas de una mujer. Abrió la mano y, tal como había aparecido, su maza resplandeciente desapareció en el aire.

Oghma no se dejaba engañar tan fácilmente.

—Espero que lo que dices sea verdad —dijo frunciendo el entrecejo—. Recuerda, señora de la Magia, que Ao lo sabe todo.

—Ao no lo sabe todo. Si así fuera ya habría hecho algo respecto a Cyric antes de ahora. —Mystra volvió a mirar a Tyr—. Puesto que debemos acatar tus órdenes, Justo, te pido que sometas a Cyric a la misma norma. Creo que este juicio debía haber empezado cuando amaneciera en el Alcázar de la Candela.

—Y así era —respondió Tyr—. El cargo es de inocencia por locura, por lo cual se acusa a Cyric de no cumplir su deber divino de difundir la contienda y la discordia fuera de los límites de su propia Iglesia. Puesto que el Loco está ausente, ¿alguien se opone a este veredicto?

A ninguno de los dioses sorprendió que el silencio que siguió fuera tan profundo como el Abismo. La mirada vacía de Tyr se posó uno tras otro en todos los dioses, deteniéndose el tiempo suficiente para observar una formalidad.

Fue en ese momento cuando Gwydion me atacó en la Torre del Guardián. Su golpe me hizo salir volando por la ventana aferrado al grueso volumen que había parado su ataque.

—¡Cyric, el Uno, el Todo! —grité.

Entonces di contra algo que parecía una pila de troncos. Me quedé sin aire en los pulmones al golpearme el libro en el pecho, y una calavera eclipsó el cielo que empezaba a iluminarse encima de mí.

—Llegas tarde —dijo el Uno con voz ronca. A mí me pareció un gigante. Me encontraba en la palma de su mano esquelética, cuyos dedos tan largos como cuellos de camello bailaban a mi alrededor. Tenía unos ojos del tamaño de ruedas de carreta, la nariz era una caverna oscura y sus dientes parecían dos filas de escudos de marfil. Con un dedo tocó el volumen que tenía sobre el pecho.

—Esconde eso bajo la ropa.

Al principio no entendí nada. Me parecía totalmente descabellado que el Uno y el Todo pudiera confundir el feo volumen que tenía entre mis brazos con el santo Cyrinishad, pero Cyric me rodeó con sus dedos huesudos y empezó a apretar.

—¡Obedece!

—Pero Poderoso, éste es…

—¡Hazlo ya, Malik! —La oscuridad que derramaban sus ojos me envolvió como un río y me sentí arrastrado hacia un mar de sombra helada—. El juicio ha empezado.

Es imposible decir cuánto tiempo estuve flotando allí. Me pareció un instante y una eternidad. Apenas tuve tiempo de guardar el libro bajo mi capa y sin embargo mil pensamientos me daban vueltas en la cabeza. Recordé que mientras Rinda llevara al cuello el diamante de Oghma, ni Cyric ni ningún otro dios podían conocer el paradero del Cyrinishad. Me di cuenta de que aunque el libro que tenía en mis manos hubiera sido el tomo sagrado el Uno no lo habría sabido, y él sin duda era consciente de ello. Entonces vi el error de nuestro señor oscuro: él creía que el encantamiento de Oghma había ocultado el Cyrinishad dándole el aspecto del libro que había traído conmigo.

Después de un tiempo indeterminado, el mar de sombra helada se desvaneció y entramos en el Pabellón de Cynosure. Vi al mismo tiempo una docena de lugares diferentes, un bosque y una caverna, un cielo dorado y un campo de batalla y ocho escenarios más, todo en el mismo espacio. Cada uno de ellos parecía tan sólido y verdadero como el propio Faerun, y en cada uno de ellos había doce radiaciones informes y cegadoras. Temeroso de perder la vista, me tapé en seguida el ojo bueno ya que el otro seguía cerrado por la hinchazón, pero las luces atravesaban incluso el espesor de mi cráneo. Eran un anillo de soles feroces dentro de mi cabeza que ardían en una docena de colores, y nada de lo que pudiera hacer conseguiría impedirles el paso.

—Llegas tarde, Cyric. —Las palabras de Tyr me llenaron hasta dejarme a punto de estallar—. Ya hemos leído los cargos.

—Te equivocas como de costumbre, Ciego —respondió el Uno—. Llego puntual. Tú y los demás habéis venido antes.

Aunque la indignación que se expresó en el pabellón sólo fue un murmullo para los dioses, para mí fue como un atronador terremoto. Cyric no hizo el menor caso y me colocó encima de lo que para él era un banco, para Sune un cojín de plumas y para Kelemvor una cripta.

—Sin embargo, vuestra anticipación no tiene importancia —dijo el Uno—. Conozco los cargos y estoy preparado para refutarlos.

—¿De qué modo? ¿Torturando a este pobre mortal hasta la muerte? —preguntó Mystra. Un torrente de magia reluciente se apartó de su resplandor y atravesó el pabellón envolviéndome. De inmediato desaparecieron todas mis heridas—. Todos sabemos que eres cruel, Cyric. La cuestión es saber si eres capaz.

Me di cuenta en seguida de que la arpía trataba de enfurecer a Cyric y de conseguir que me matara.

—¿Qué has hecho? —grité—. ¡No necesito para nada la bondad de una zorra! —Al lado de las voces resonantes de los dioses, mis palabras sonaron como el canto de un grillo, pero no dejé que eso me arredrara. Escupí contra el resplandor de Mystra y seguí gritando—. ¡Maldigo tus Misterios y tu Orden! ¡No son nada ante el Camino de la Fe Verdadera!

Una risotada de Cyric me hizo caer de mi asiento al suelo. Esto me dejó doloridas las costillas, pero al mismo tiempo me salvó la vida. En ese instante, seis rayos provenientes de seis dioses diferentes descargaron sobre el banco donde había estado. Estoy seguro de que si ninguno de estos ataques provino de Mystra y si ella no revocó la magia que había curado mis heridas fue sólo porque temía la ira de nuestro señor oscuro.

Sin dejar de reír, Cyric me levantó del suelo y me mostró a los demás.

—Éste es Malik el Sami yn Nasser y no permitiré que lo matéis. Malik es mi testigo.

—¿Testigo? —rugió Kelemvor.

—Supongo que se me permitirá un testigo. —La pregunta iba dirigida a Tyr—. Será mi única defensa.

—Por supuesto —dijo Tyr—. El que tú quieras podrá hablar.

—¿Y esta vez no va a interrumpir nadie? —preguntó Cyric—. ¿Especialmente con rayos de magia?

—Cualquier testigo que hable estará bajo mi protección —prometió Tyr—. No sufrirá ningún daño. ¿Está claro, Talos?

Un crepitar de reacio consentimiento partió del resplandor de Talos y luego empezó a desplazarse por el pabellón, sembrando la destrucción por las doce formas de existencia del lugar. El resplandor de Kelemvor se acercó al de Mystra. Sune se colocó detrás de Tempus y la sombra luminosa de Shar empezó a replegarse. Todos sabían de la presencia del libro que escondía entre mis ropas y, al igual que Cyric, todos creían que era el Cyrinishad.

—¡No hay necesidad de que hable el mortal! —El resplandor de Sune se acercó tanto a Tempus que los dos se transformaron en uno—. ¿No estaría dispuesto Tempus a reconsiderar sus cargos?

—No.

—¿Ni por mí? —En su desesperación por impedir la lectura del Cyrinishad es asombroso que Sune no se ofreciera a ser poseída allí mismo—. Sería de lo más… apasionada.

—Tempus, harías bien en aceptar su oferta —lo animó Shar—. Insistir en los cargos no hará más que empeorar las cosas para todos.

No había terminado la Precursora de la Noche en sumar su voz a la de Sune cuando Silvanus y Talos se unieron a ella y fueron seguidos de inmediato por Chauntea y Lathander, que engrosaron el creciente coro.

Me di cuenta de que poco importaba lo que yo escondiera bajo mi ropa. El libro podría haber sido la Guía del Califa para el Amor e igualmente habrían retirado los cargos.

Pero no Mystra, ni Kelemvor ni Tempus.

—¡No! —exclamaron los tres al unísono, y un viento real barrió el Pabellón.

—No voy a retirar los cargos —añadió el señor de la Batalla cuando hubo pasado—. No puedo. —Y era verdad, pues Tempus no estaba dispuesto a faltar a la palabra dada a Máscara.

—Tampoco te lo pido —dijo el Uno. Sentí su desdén en las ampollas ardientes que me aparecieron en la piel—. De hecho, exijo el derecho a responder a los cargos. Malik, tú leerás el libro.

—¿Leer, poderoso señor? —Casi me sentí aliviado por no tener el Cyrinishad debajo de mi capa. Todavía recordaba la terrible náusea que me asaltó al mero contacto con el libro y dudaba de que hubiera sobrevivido a la lectura del tomo sagrado—. ¿Yo?

—Tú, Malik. ¡Ahora!

Cuando saqué el volumen de debajo de mi ropa un murmullo ensordecedor llenó el pabellón. Los resplandores de Tempus, Talos y Kelemvor se acercaron, y Tyr se dispuso a interceptarlos. Se me formó tal nudo en la garganta que no podía hablar, ya que tenía la impresión de que iba a ser aniquilado en la batalla que sobrevendría a continuación.

Mystra dio un paso adelante y sujetó el brazo de Kelemvor.

—¡Espera! Deja que lea. —Sin esperar respuesta se volvió hacia mí—. Adelante, Malik, empieza desde el principio. Nadie te hará daño.

La tranquilidad de aquella zorra dejó tan atónitos a los demás dioses como a mí. Kelemvor se paró en seco, lo mismo que Talos y Tempus, e incluso el resplandor de Tyr se dio la vuelta para encararse a Mystra.

—¿Qué? —gritó Cyric.

—Ha dicho que le permitan leer. —La voz de Tyr era reflexiva. Guardó silencio un momento y luego su resplandor se volvió otra vez hacia Cyric—. Supongo que no tendrás ninguna objeción.

—Por supuesto que no, pero ¿y si ha cambiado el libro cuando formuló el conjuro de curación sobre mi testigo?

—No ha modificado en nada tu prueba —dijo Tyr—. Lo he comprobado. Ahora ¿le permitirás que lea?

—Sí. —El engreimiento de la voz de Cyric había sido reemplazado por cautela, y cuando se dirigió a mí pude notar la desconfianza en sus palabras—. Adelante, Malik.

Abrí el libro y vi que era el diario de Rinda, que tan sólo en el primer párrafo contenía una docena de blasfemias. Consciente del terrible error que sería leer semejantes sacrilegios en presencia del Uno, decidí reemplazarlas por la historia de la ascensión de nuestro señor oscuro que todos los niños de la Iglesia de Cyric aprenden de memoria.

Pero cuando abrí la boca para hablar, un gran murmullo me llenó los oídos, y en vez de «Una niñez en las sombras», un terrible sacrilegio brotó involuntariamente de mis labios. Sólo podía leer lo que tenía ante mí.

«Mi primer encuentro con Cyric tuvo lugar en una tienda de pergaminos donde el aire pútrido hedía a pieles ensangrentadas y a cubas de curtir llenas de vísceras. La fetidez del lugar era abrumadora pero adecuada. Nada podría describir mejor los sentimientos que despertó en mí el Príncipe de las Mentiras».

Intenté dejar de leer, pero en cuanto aparté la vista de la página, aquel terrible bisbiseo llenó mi cabeza y me encontré mirando la siguiente línea. Todavía no lo sabía, pero el conjuro de Mystra contra las mentiras se había adueñado de mí. ¡Tenía que leer la historia de aquel tomo, y una vez empezado me era imposible parar! Imaginen mi horror al ver las blasfemias que seguían saliendo de mi boca:

«Ésta es la historia de Rinda, una escriba de Zhentil Keep que fue obligada por el señor de la Corrupción a escribir el Cyrinishad, un volumen de viles mentiras en el que no hay una sola palabra veraz…»

—¡Malik! —La voz de Cyric me arrojó del banco y me hizo caer al suelo dando tumbos, pero a pesar de todo no podía dejar de leer.

«… y de cómo el sabio Oghma la ayudó a escribir una versión verdadera de la vida del mentiroso…»

Vi que una bola roja se separaba del resplandor oscuro de Cyric y venía arrolladora hacia mí, y caí una vez más. Mi mundo estalló en un fuego lacerante. Ése debería haber sido el fin de este relato, pero las llamas no me devoraron. No me levantaron una sola ampolla en la piel ni erizaron un solo pelo de mi barba ni chamuscaron una sola página del libro que sostenía entre las manos, y yo todavía seguía leyendo:

«… lo cual dio como resultado la expulsión de Cyric de la Ciudad de los Muertos y la decadencia de su poder sobre el mundo…»

—¡Silencio!

Aunque la voz rugiente de Cyric ahogó el lastimero chirrido de la mía, yo seguí leyendo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—¡Obedece, Malik! ¡Obedece o acabaré dejando tus huesos limpios con ácido hirviente!

—¡No lo harás! —bramó Tyr—. Eso sería interferir en el testimonio de un testigo. Hasta que este juicio termine, Malik el Sami yn Nasser está bajo mi protección y, a través de mí, de la de Ao. Ni tú ni nadie puede hacerle daño.

Cyric calló y, por supuesto, yo llené el silencio con otra blasfemia.

«Él leyó su libro y sus propias mentiras lo volvieron loco».

—¡Ya basta! —gritó Cyric. Por un momento, su resplandor se volvió tan débil que pude verlo tapándose los oídos con sus manos descarnadas—. ¡Lo libero de su función!

Con esto, los resplandores informes de los doce dioses se oscurecieron dentro de mi cabeza, y las doce formas del Pabellón de Cynosure se desvanecieron a mi alrededor y me hundí otra vez en el mar de sombra helada, dejando al Uno solo ante sus acusadores.

En mi ausencia, la sala quedó silenciosa. Los pensamientos de los dioses se volvieron introspectivos, primero por el alivio al ver que el libro que llevaba bajo mi capa no era el Cyrinishad, después por la extraña compulsión que me había obligado a seguir leyendo a pesar de la ira de mi dios. Mystra vio sus miradas inquisitivas y supo que muy pronto ni su magia podría impedir que todos supieran la verdad.

—¿Es que tu ladrón se ha equivocado de libro, Cyric? —preguntó—. ¿O acaso te resultan halagadoras las impresiones del diario de Rinda?

Muchos dioses rieron entre dientes, pero no Tyr ni Oghma. El dios sabio frunció el entrecejo y se volvió a mirar a Mystra.

—Señora de la Magia, ¿por qué crees que seguía leyendo el mortal?

Mystra no respondió, porque si decía algo, su propio conjuro la obligaría a revelar lo que había hecho como protección contra el poder del Cyrinishad.

Oghma insistió en obtener una respuesta.

—Evidentemente, Malik sabía que su dios estaba molesto.

—Sumamente molesto. —El Uno fijó sus abrasadores ojos negros en la diosa de la Magia y la observó atentamente—. ¿Y bien?

Al ver que Mystra no respondía, Sune dejó de pavonearse.

—El hombrecillo estaba impresionado, por supuesto —dijo—. ¡Por los doce dioses! ¿Qué mortal no lo estaría?

Oghma se mordió el labio para no dar una respuesta impaciente.

—No me explico cómo el hecho de estar impresionado podría llevarlo a desafiar a su dios. El efecto sería todo lo contrario, supongo.

Sune alzó el mentón y miró a Oghma con furia.

—Es imposible saber lo que pueden hacer los mortales cuando están impresionados…, son tan impredecibles. Deberías saberlo. ¿Acaso no eres el señor del Conocimiento?

—Así es —respondió Oghma.

—La reacción del mortal no tiene importancia —dijo Kelemvor aprovechando el silencio de Oghma—. No ha leído nada que no supiéramos ya.

—Sí debería tener importancia —replicó Tyr—. En el Pabellón de Cynosure todos deberían ser libres para dar su propia opinión, incluso los mortales, si tienen importancia suficiente como para estar aquí.

—Dices que debería tener importancia —observó Oghma—. ¿Significa eso que no se vio obligado?

—No por medios mágicos ni por el pensamiento. No he podido detectarlo con el poder de Ao —replicó el Ciego.

Esto se debía, por supuesto, al velo que Mystra había echado antes del juicio. Por más que Tyr disfrutara del uso del poder de Ao, la señora de la Magia era la dueña del mismísimo Tejido y podía hacer con magia cosas que el Justo ni siquiera podía soñar.

Fuera así de toda sospecha, Mystra se sintió bastante segura para romper su silencio.

—Ahora que Cyric ha dicho lo suyo y todo parece estar en orden, ha llegado el momento de dictar sentencia.

—Tú dirás lo que quieras, a mí no me importa. —Al decir esto, Cyric se volvió tan traslúcido como un espectro y empezó a desvanecerse del Pabellón—. Estoy por encima de vuestros veredictos.

—No exactamente —le respondió Tyr. El Ciego extrajo una cadena de la nada y la arrojó contra Cyric; la cadena se desvaneció antes de tocar el suelo, pero la forma del Uno se tornó tan sólida como la piedra—. Hasta que este juicio termine, Ao me ha dado poderes para encadenarte para ser juzgado.

—¿Qué? —Cyric agitó las manos y el tintineo de la cadena se propagó en el aire—. ¿Ao te ha dado poder sobre mí?

—Por supuesto. Tu poder supera tanto al nuestro —se burló Talos—, que sabía que lo necesitaríamos.

—Y ha llegado el momento de ejercer nuestro poder —remachó Tempus—. Escuchemos el veredicto y cumplamos con nuestro verdadero deber: determinar el castigo de Cyric.

Tyr fue el único que no sumó su voz al coro de los que estaban de acuerdo.

—Cyric todavía no ha terminado su defensa —dijo el Justo—. Todavía tiene oportunidad de hacer su alegación.

—¿Ante vosotros? —Aunque el tono de Cyric era de desdén, paseó su mirada por el círculo y estudió a todos los dioses, uno por uno, deteniéndose más tiempo en los rostros de Mystra y de Kelemvor—. ¿Cómo puedo esperar que me entendáis? Yo me he hecho solo. Existe entre nosotros la misma diferencia que entre los dragones y las lagartijas.

—De todos modos, tal vez deberías intentarlo —repuso Oghma con serenidad—. Estas lagartijas parece ser que tienen poder de vida o muerte sobre ti.

Los ojos de Cyric doblaron su tamaño y ardieron como negras bolas de fuego, pero cuando habló su tono no tenía nada de civilizado.

—¿Me acusáis de inocencia por motivo de locura?

—Ése es el cargo —afirmó Tyr.

—Ah… Tal vez me daréis ocasión de demostrar que los cargos son, cuando menos, verdades a medias. —Cyric echó a Mystra una mirada furiosa, luego sonrió y atravesó el Pabellón hasta colocarse delante de Kelemvor—. Solicito que el señor de la Muerte sea mi testigo.

—¿Qué? —Kelemvor llevó la mano a la espada—. Si crees que yo…

—Así es, Kel. —Cyric miró la mano de Kelemvor sobre la espada—. Aunque pudieras desenfundarla, supongo que la protección de Tyr no sólo me comprende a mí, sino también a mis testigos.

Kelemvor retiró la mano.

—No entiendo cómo puedes imaginar que yo podría ayudarte.

—Claro que no puedes. Estoy loco —replicó Cyric—. Sólo quiero saber si estarías dispuesto a servir como mi… inferior, por así decirlo.

—¡Jamás!

—Eso suponía. Después de todo siempre te he tratado bastante mal. —El Uno asintió con la cabeza y se dispuso a alejarse, pero hizo una pausa y se volvió hacia Kelemvor—. Entonces dime: si pensabas que Malik tenía el Cyrinishad, ¿por qué dejaste que lo leyera?

Mystra trató de sujetar el brazo del señor de la Muerte para advertirle que callara, pero Kelemvor, pensando que podría evadir la cuestión con una respuesta vaga, ya había abierto la boca.

—Porque Tyr dijo… —En ese momento se detuvo y de su garganta salió un ronquido. Sacudió la cabeza como para alejar un zumbido repentino y prosiguió—. Porque cuando Mystra animó a Malik a que leyera, supe que había hecho algo para protegernos.

Esto no sorprendió a nadie, excepto a Tyr.

—¡Pero si yo comprobé que no había magia!

Cyric no le prestó atención y se volvió hacia Mystra.

—¿Tiene razón Kelemvor? ¿Hiciste algo para neutralizar el Cyrinishad? —Aquí hizo una pausa y miró a Tyr—. Estoy seguro de que a nadie se le escaparán sus razones para no querer responder.

—Responderé. —Mystra miró directamente a Tyr, que empuñaba su maza reluciente y parecía dispuesto a usarla—. Desvié el Tejido para protegernos de la corrupción del Cyrinishad y para asegurarme de que nadie mintiera en este juicio.

En cuanto dijo esto, su velo mágico apareció en el suelo. Tyr se metió la maza en el cinto y levantó la tela.

—¡Esto estaba prohibido!

—Así es —dijo Cyric—, pero como yo soy la parte perjudicada, te pido que esperes a que termine antes de imponer tu castigo.

—Que así sea. —Tyr hizo una bola con la tela y la sostuvo en la mano.

—Sólo una pregunta más, señora de la Magia. —Cyric sonrió ladinamente al decir esto, pues sabía mejor que ningún dios que Mystra no era una señora—. ¿Quieres verme destruido porque me temes, o porque eres partidaria de lo que tú llamas «el Bien»?

La respuesta de Mystra no se hizo esperar.

—Porque te odio. —Cerró la boca y trató de mantenerla cerrada, pero todavía quedaban verdades por decir, de modo que volvió a abrirla—. Y porque soy partidaria de lo que es bueno para los mortales de Faerun.

Estas palabras suscitaron muchos murmullos entre los dioses. Mystra tenía el deber divino de mantener el equilibrio imparcial del Tejido, y lo que había admitido era una violación de ese deber sagrado.

Tempus dio un paso adelante y señaló a Cyric.

—Una treta ingeniosa, Loco, pero podemos ocuparnos de Mystra más tarde. A quien estamos juzgando aquí es a ti.

Cyric giró sobre los talones para mirar al dios de la Batalla, y se acercó a él casi bailando.

—¡Ya lo sé, Tempus! ¡No estaba tratando de distraer a nadie! —Ahora el Uno casi se reía, y el señor de la Batalla retrocedió como lo hace un visir ante un mendigo—. Pero ya que lo preguntas, ¿puedes acusarme sólo a mí de la decadencia de la guerra en Faerun?

—¿Por qué no?

—¡No has estado escuchando, torpe! ¿Cuántos espectadores han sido derribados últimamente por bolas de fuego perdidas? ¿Cuántas ciudades han sido barridas por terremotos mágicos? —Cyric se dio la vuelta y señaló a Mystra con un dedo huesudo—. ¿Y cuántos ríos se han secado de repente cuando una partida de refugiados necesitaba escapar de sus perseguidores? ¿A cuántas crestas les han brotado espinas para detener a una banda de merodeadores que pretendía atacar a un pueblo indefenso?

Mystra nada podía decir, ya que las acusaciones de Cyric eran tan ciertas como las palabras del Cyrinishad.

Después de pensar un momento, Tempus asintió.

—Todo lo que dices es verdad. La magia de guerra de Faerun ha sido poco contundente últimamente, y cuando destruye, siempre favorece al lado virtuoso. Puede que parte de la culpa la tenga Mystra…

—¡Aguarda! —interrumpió Cyric—. Todavía hay más…, ¿o acaso no has notado que los guerreros más nobles están perdiendo todo miedo a la muerte mientras que los cobardes y los que matan por la espalda son más cautelosos que nunca?

Tempus asintió una vez más, pero no dijo nada y esperó a que Cyric continuase.

—Todos sabemos de quién es la culpa. —Esta vez el Uno señaló a Kelemvor—. El Usurpador premia a los hombres nobles tan favorablemente que no pueden esperar a morir. Se sacrifican por las causas más ridículas mientras que los más astutos están tan aterrorizados por sus castigos que casi no se atreven a combatir. ¡No tardarán en desaparecer las guerras de Faerun! Todos los hombres valientes estarán muertos en sus paraísos, y los cobardes no se atreverán a trasponer sus propios umbrales por temor a que los mate una olla caída del cielo.

Kelemvor no pudo decir más que Mystra, pues lo que Cyric decía era la verdad.

Cuando el Uno hubo terminado, Tempus lo miró de arriba abajo.

—Todo lo que dices es verdad, pero si piensas que puedes cambiar tu propia vida por…

—¡En absoluto! —lo interrumpió Cyric—. Lo único que pido es que se me juzgue por mis propias… acciones.

—La petición es razonable. —El comentario de Oghma sorprendió más a Cyric que a la propia Mystra o a Kelemvor—. Podría afirmarse que la señora de la Magia y el señor de la Muerte son más culpables de desatender sus deberes que el propio Cyric.

El rostro de Tempus, cubierto con la visera, se volvió hacia Tyr.

—¿Puedo ampliar mis cargos para incluir a los otros dos?

Tyr echó una mirada al velo arrugado que tenía en la mano.

—De acuerdo.

Mystra se volvió hacia el Ciego.

—¿Cómo te atreves? —vociferó—. Puede que te haya desobedecido, pero yo no soy como Cyric. ¡Y Kelemvor tampoco!

—Eso lo decidiremos dentro de diez días —respondió Tyr—. Emplead ese tiempo en prepararos para vuestro juicio.