Capítulo XXXIX

En la Galería Ardiente de la Torre de Cristal, cuatro de los avatares de Kelemvor ocupaban cuatro tronos idénticos ante los cuales se extendían cuatro filas interminables de espíritus aterrorizados convocados de todos los confines de la Ciudad de los Muertos. Las almas tosían y se ahogaban con las acres emanaciones negras de las paredes de carbón incandescente, y muchos de ellos murmuraban en tono casi inaudible, preguntándose por qué habían sido llamados a este lugar de humo y oscuridad. Y cuando llegaran a la cabecera de la fila y supieran por fin la respuesta, unos gritarían de gozo y otros de desesperación, y se postrarían a los pies del dios de la Muerte besándoselos o abrazándose a sus piernas, pero él no les prestaría la menor atención. Las almas se desvanecerían y volverían a aparecer en su nueva morada, y Jergal haría avanzar al siguiente y leería su historia, y Kelemvor pronunciaría un nuevo veredicto y el espíritu se lamentaría o se regocijaría y se echaría a los pies de Kelemvor, y así continuaría la reevaluación hora tras hora, día tras día.

En la Sala de los Juicios, donde el techo de cristal se había vuelto tan marrón y oscuro como el topacio, otros dos Kelemvors juzgaban a todas las almas recién llegadas a su reino. Cuando estos espíritus oían sus sentencias, no había risas ni lamentos, sólo respingos de sorpresa y largos y tristes silencios.

En la ciudad, otros tres avatares remodelaban los muchos distritos y barrios convirtiéndolos en guetos más adecuados al Reino de los Muertos. Kelemvor lanzó su aliento sobre el Claustro de la Paz y los umbríos valles y boscosas montañas se convirtieron en una tierra desolada de picos desnudos y barrida por nubes de polvo. En el mismo momento, el dios de la Muerte emitió un tremendo bramido en la Ciudad Canora, que se volvió tan silenciosa como una tumba. Se internó en el Pantano Ácido y sembró el cenagal de puñados de piedras que se agrandaron formando islas pedregosas donde los charlatanes y los estafadores pudiesen encontrar refugio después de sus lóbregas existencias. Nunca más volverían los veredictos del señor de la Muerte a ser decretos de bendición eterna ni de eterna agonía. Ahora los muertos harían lo que pudieran de su suerte, tal como habían hecho en vida, con la única diferencia de que vivirían sólo con otros de su laya, lo cual sin duda era razón suficiente para hacer que cualquier mortal se mantuviera fiel a su dios.

El último avatar estaba a las puertas de la ciudad, frotando con las manos la superficie de alabastro de la portada. Al contacto de la palma de su mano, la piedra reverberaba como el mercurio y se endurecía transformándose en un espejo como el que había en la Sala de los Juicios, tan perfecto que revelaba hasta el menor defecto de quien se le ponía delante. Ahora, cuando los Falsos y los Infieles se acercasen a la ciudad de Kelemvor, se verían a distancia y tendrían tiempo de contemplar los defectos por los cuales habían venido a parar a la Ciudad de los Muertos.

Fue ante este avatar que trajo Jergal al espíritu de Adon, el patriarca de Mystra.

—Tengo al que me pediste, señor de la Muerte.

Antes de que el dios de la Muerte pudiera apartar la vista de su trabajo, una voz lanzó un grito penetrante.

—¡Kelemvor! —Dos brazos delgados le rodearon las rodillas—. ¡Has respondido a mi plegaria!

El señor de la Muerte se volvió e hizo que la desdichada figura de Adon se pusiera de pie. El patriarca no le llegaba a Kelemvor ni a la rodilla, y tenía el mismo aire demente de todos los lunáticos: las mejillas tan hundidas como cuencos, el pelo sucio y enmarañado y unas ojeras amoratadas debajo de los ojos.

Kelemvor suspiró al verlo.

—Adon, ¿qué voy a hacer contigo?

—¡Lo que hagas conmigo no importa! —El patriarca tendió una mano hacia la blanca extensión del Plano del Olvido—. Es al resto de los Fieles de Mystra a quienes debes salvar. ¡Están ahí fuera, orando, y ella se niega a acudir!

—No puede responder a sus Fieles. —Kelemvor no se molestó en dar más explicación, pues sabía que la mente de Adon había sido tocada por Cyric y que lo hecho por éste no podía deshacerse con medias palabras—. Y no me corresponde a mí ayudar a los Fieles de otro dios. He enviado a buscarte sólo porque tus plegarias te han convertido en uno de los Infieles, puede que incluso en uno de los Falsos, ya que has estado tratando de subvertir el culto de Mystra. Antes de dictar tu castigo tendré que decidir si eres lo uno o lo otro.

Adon dio un respingo.

—¿Castigo?

—Ésta es la Ciudad de los Muertos, donde los Falsos y los Infieles pagan el precio de sus vidas de holgazanería. No estarías aquí si no tuvieras que ser castigado.

—¡Pero Mystra es un demonio! —Adon retrocedió dando tumbos y no se detuvo hasta que lo sujetaron los guantes incorpóreos de Jergal. El patriarca no prestó la menor atención a su captor—. ¡He visto su faz auténtica! ¡No le importa nada de sus Fieles!

—Aunque eso fuera cierto, no cambiaría las cosas para mí. —Hubo cierta conmoción en la voz de Kelemvor, y evitó mirar a Adon a los ojos—. Mientras sigan siendo sus Fieles, no puedo tocarlos. Tú, en cambio, te has puesto totalmente en mis manos, y debes sufrir por ello.

La expresión extraviada pasó del asombro a la furia.

—¡Pero tú prometiste ser justo! ¡Prometiste no torturar a los condenados!

Kelemvor lo miró con gesto torvo. Sus ojos echaban chispas.

—Ni tu locura ni nuestra amistad del pasado te autorizan a hablarme como lo has hecho, y ésta es la última vez que te advierto. En cuanto a mis promesas, a mí me toca decidir lo que es justo, y no es necesario que torture a los condenados. Ellos mismos se encargarán por mí.

Adon se quedó con la boca abierta.

—¿Qué te ha pasado? —Los hombros se le hundieron y el rostro se le transformó en una máscara lunática—. ¡Debería haberlo sabido! Siempre has sido el…

—¡Ya basta! —Kelemvor subrayó sus palabras con fuerza suficiente para hacer que Adon se pusiera de rodillas—. Te he advertido…

Kelemvor se vio interrumpido por una risa atronadora.

—¡Tus advertencias no significan nada para Adon, ladrón de tronos! —Una enorme calavera teñida de rojo apareció en el aire—. De hecho, exijo saber adónde lo llevas. ¡Adon es uno de mis Fieles!

Los ojos del patriarca se agrandaron por el horror, y por debajo de la cabeza del Uno apareció un esqueleto cubierto por restos de armadura y parches de cuero. El avatar medía el doble que Kelemvor, aunque para los dioses el tamaño no significa nada, por supuesto.

—Adon, ¿es cierto lo que afirma Cyric? —preguntó Kelemvor—. ¿Alguna vez le has elevado plegarias?

—¡Nunca!

Cyric sonrió pacientemente y la calavera negó en el aire.

—Chist, Adon, no debes mentir. Ahora sólo yo puedo salvarte.

Adon corrió a refugiarse al lado de Kelemvor arrastrando consigo la capa llena de sombra de Jergal.

Cyric trató de apoderarse de ambos, pero el señor de la Muerte extendió la mano y cogió al Uno por la muñeca. Entonces Kelemvor se atrevió a sostenerle la mirada y creció hasta ser tan grande como el Uno y el Todo mientras Jergal empujaba a Adon a través de las puertas de la ciudad sin molestarse en abrirlas.

—¡Devuélvemelo, Kelemvor! —exigió entre dientes Cyric—. ¡Haz que salga ahora mismo o te haré encerrar en la prisión de Helm junto a tu ramera!

—No tienes ningún derecho sobre Adon —respondió Kelemvor tajante—. De ser así, te habría llamado a ti y no a mí.

—¡Adon está loco! —estalló Cyric—. ¡Eso es lo que lo hace mío!

—Eso lo convierte en tu víctima, no en tu adorador. Tyr verá la diferencia si quieres llamarlo.

Cyric se soltó y dio un paso atrás. De la muñeca para abajo, su mano siguió aprisionada por la de Kelemvor, pero esas cosas no tienen importancia para los dioses.

El Uno amenazó al dios de la Muerte con el muñón.

—¡No puedes arrebatarme mi presa con engaños, Kelemvor! ¡Él es mi prueba!

—¿Tu prueba? —Kelemvor soltó la mano seccionada de Cyric como si no fuera más que un desecho—. ¿Prueba de qué?

—¡De mi culpa! —La mano del Uno se arrastró hacia su amo, moviendo los dedos como si fueran patas de araña—. La acusación contra mí es de inocencia por locura. No soy inocente. ¿Podría un inocente robar el patriarca de Mystra?

Kelemvor negó con la cabeza.

—Lo único que has robado es su vida. La plegaria de Adon lo convierte en Falso y en Infiel para Mystra, no en uno de tus Fieles. —Aumentó de tamaño lo suficiente como para poder mirar a Cyric desde arriba—. Ahora Adon es mío, y también lo es este reino.

Cyric extendió el muñón, y de inmediato su mano cortada voló hacia la garganta del dios de la Muerte y se aferró a ella como un demonio.

—¡Todavía no has oído la última palabra! ¡Tyr está de mi parte!

—Entonces hazlo venir. —Kelemvor se arrancó la mano del Uno y junto con ella parte de su laringe y se lo arrojó todo a Cyric—. Hasta que lo hagas, déjame tranquilo. Tengo mucho que hacer antes del juicio.

La herida de la garganta se le cerró mientras hablaba. Le dio la espalda al Uno y se puso a trabajar otra vez en el espejo perfecto mientras observaba cómo se desvanecía el reflejo de Cyric en un estallido de vapor negro.

Jergal volvió de inmediato, arrastrando el espíritu aturdido de Adon.

—Espero tus órdenes, señor de la Muerte.

Kelemvor se quedó mirando la planicie desierta.

—Me pregunto si Cyric volverá.

Jergal encogió los hombros de sombra.

—Poco importa. Te mantuviste en tu lugar.

—De todas maneras, señor de la Muerte —dijo Adon—. Te doy las gracias por no haberme entregado a él.

Kelemvor bajó la vista para mirar al patriarca.

—No me des las gracias hasta no haber oído tu sentencia. —Fijó la mirada en los ojos amarillos que flotaban bajo la capucha de Jergal—. Llévalo a la Torre de Cristal y ponlo al final de la fila. Vigila que permanezca allí.

Los ojos de Jergal despidieron un destello dorado e inclinó la cabeza como muestra de asentimiento.

—Como ordenes.

Dicho esto, el senescal se dividió en dos avatares. Uno empujó a Adon hacia la Ciudad de los Muertos, esta vez después de haber abierto la puerta, y el otro se quedó rezagado junto a Kelemvor.

—Si se me permite sugerirlo —dijo el senescal—. Creo que hay una solución a tu dilema, una que está dentro de las normas que te has impuesto.

Kelemvor enarcó una ceja.

—Te escucho.

—Deja que Adon vea a Mystra a través de tus ojos. Tus percepciones deberían tener fuerza suficiente para contrarrestar las de Cyric.

Kelemvor suspiró.

—Ojalá todo fuera tan fácil, Jergal, pero el amor y la devoción no son lo mismo. Adon debe ver a Mystra como una diosa, y para mí sigue siendo tan humana como yo.