7. Catalina en la corte, donde prescribe una flebotomía y consigue un ascenso
Un carretero guió a Catalina de Vitoria a Valladolid. Felizmente —así lo pareció en un principio aunque en última instancia cambió en muy poco las cosas— en Valladolid se encontraban el rey y su corte. Por consiguiente en la ciudad había muchos regimientos y muchas bandas militares. Atraída por una de ellas Catalina se hallaba escuchando tranquilamente la música cuando unos rufianes callejeros, burlándose de los vivos colores y de la forma tan particular de sus silvestres vestiduras (¡miserables! ¿qué clase de pantalones hubieran hecho ellos con tan malas tijeras?) comenzaron a lanzarle pedradas. ¡Ah, amigos míos del género matón, qué poco sabéis a quién habéis elegido para vuestros experimentos! Esta es la única criatura quinceañera de toda España, macho o hembra, que por naturaleza, carácter y provocación está calificada para bajaros los humos. Catalina puso manos a la obra y en un santiamén, abriendo con afiladas piedras más de una o dos cabezas, hizo correr un poco —no demasiado— de mala sangre vallisoletana. Pero la villanía del mundo no tiene límites. Unos alguaciles —muy parecidos a otros alguaciles que yo conozco más cerca de casa— tras permitir que se insultase y agrediese a un extranjero desamparado, estimaron su deber llevarse presa a la pobre monja por sus justas represalias, y de haber existido un cepo en Valladolid Catalina hubiera ido a parar a él sin más investigaciones. Por suerte no siempre triunfa la injusticia. Un joven y gallardo caballero, que había asistido desde su ventana a todo el incidente, que había sido testigo de la provocación y admirado la conducta de Catalina, tan paciente al comienzo como valerosa al final, corrió a la calle, siguió a los funcionarios, los obligó a poner en libertad a su prisionero declarando las circunstancias del caso, y ofreció de inmediato a Catalina un cargo en su séquito. Era hombre noble y de fortuna; no siendo el puesto ofrecido —de paje de honor— desdoroso ni siquiera para la hija de un hidalgo, Catalina lo aceptó de buena gana.