25. Jaque mate, por fin, a San Sebastián

Sí, por fin la bélica dama, el rozagante alférez —esta monja tan marcial, este dragón tan encantador— debe volver a la tierra de su infancia que no ha visto desde hace diecisiete años. Sus aventuras resuenan en toda España, en Portugal, en Italia. España, de norte a sur, está impaciente por ver a su valerosa hija y la imaginación nacional se enciende ante sus novelescas andanzas y su heroísmo patriótico. El Rey de España debe besar a su hija fidelísima que no permitió que se deshonrara su estandarte. El Papa debe besar a su hija errante, que desde ahora será una oveja que retoma al redil cristiano. Cuando tan grandes potentados dicen palabras de amor podemos estar seguros de que no hablan en vano. Todo quedó perdonado: el sacrilegio, el derramamiento de sangre, la huida, la burla a las llaves de San Sebastián y (por consiguiente) de San Pedro; los perdones fueron redactados, firmados, sellados; las cancillerías de la tierra quedaron satisfechas.

¡Ah! Qué día de pena y de júbilo fue ese día de la primera semana de noviembre de 1624 en que Catalina llegó a la costa de Andalucía; en que, tras descender a la barquilla de la nave, fue conducida hasta los muelles de Cádiz por remeros que vestían la librea real; en que vio todos los barcos, calles, casas, conventos, iglesias —como si hubiera llegado el día poderoso del juicio— llenos de rostros de hombres, mujeres y niños que fijaban en ella sus ojos resplandecientes. Tan sólo en Cádiz se habían reunido cuatrocientas mil personas. Toda Andalucía había salido a recibirla. ¡Ah! ¡Qué alegría para ella si no hubiera vuelto la mirada hacia los Andes, a sus terribles cimas, a sus laderas aún más terribles! ¡Ah! ¡Qué pena si la música y las innumerables banderas y los gritos triunfales de sus compatriotas no la hicieran olvidar ahora los Andes, para pensar en la ribera tumultuosa y feliz a la que se dirigía!

En el embarcadero, listo para recibirla, aguardaba al frente de la enorme multitud el Primer Ministro de España, el mismo Conde de Olivares que tan sólo un año antes había mostrado tanto orgullo y altivez ante nuestro orgulloso y altivo Duque de Buckingham. Sólo había pasado un año desde que el Príncipe de Gales llegara a España en busca de una novia española y también fuera recibido en triunfo y con gran regocijo, pero el entusiasmo con que se saludaba el regreso de la monja era cien veces mayor. Y Olivares, que hablara tan duramente al duque inglés, le dijo a ella que era «dulce como el verano[9]». Luego, a través de las multitudes inacabables que le daban la bienvenida, la condujo hasta el rey. El rey la estrechó entre sus brazos y no se cansó de escucharla. Reclamaba su presencia constantemente; gozaba con su conversación tan nueva, tan natural, tan ingeniosa; le concedió una pensión (por una suma sin precedentes en ese entonces); y, por expreso deseo real, puesto que 1625 era año de jubileo, Catalina partió pocos meses después de Madrid con destino a Roma. Pasó por Barcelona y en esa ciudad, como en todas partes, fue recibida como la dama que el rey se había complacido en colmar de honores. Al llegar a Roma se le abrieron todas las puertas. Fue presentada a Su Santidad, para quien llevaba cartas de Su Majestad Católica. Pero las cartas eran innecesarias. El Papa la admiraba tanto como los demás. Le pidió que le contara todas sus aventuras, y lo que más le gustó del relato fue la sinceridad y el dolor con que se describía a sí misma, ni mejor ni peor de lo que había sido. Catalina no era orgullosa pero tampoco era un sicofante ni tenía la falsa humildad del adulador. Urbano VIII ocupaba entonces la silla de San Pedro. No dejó de elevar los pensamientos de su hija por encima de las cosas terrenales: le señaló las nubes que flotaban en masas imponentes sobre la cúpula de la Catedral de San Pedro; le repitió lo que le había dicho la catedral entre las nubes grandiosas de los Andes y las luces solemnes del atardecer: cuán dulce, cuán divino es perdonar todas las ofensas por amor a Jesús, y cómo él confiaba en que Catalina no pensaría otra vez en derramar sangre sino, en caso de ser ofendida, dejaría toda retribución en manos de Dios, el Vengador final. También debo mencionar, aunque las prensas y los cajistas están furiosos con mis demoras, que el Papa, en la audiencia de despedida que concedió a su querida hija, a la que no volvería a ver, le otorgó licencia general para que pudiera vestir en todo el mundo —aun in partibus Infidelium— uniforme de oficial de caballería, botas, espuelas y sable, en suma cualquier traje en torno al cual se pusieran de acuerdo ella y la caballería española. En consecuencia, lector, no digas una sola palabra, ni permitas que ningún sastre diga una sola palabra, ni siquiera la novena parte de una palabra, contra esos pantalones Wellington cortados en un bosque de castaños; la indulgencia papal tiene en este punto efectos sobre el pasado y sobre el futuro: sanciona por igual aquellos pantalones casi olvidados y todos los posibles pantalones venideros.

Catalina dejó Roma y volvió a España. Fue incluso a San Sebastián, es decir a la ciudad de ese nombre, pero —no sabemos si le faltó valor— nunca visitó el convento. Estuvo en todas partes y en todas fue acogida como huésped de honor, pero en ninguna encontró la calma. Los pobres y los humildes no dejaron jamás de admirarla; y entre los ricos y aristocráticos grandes de España, con el rey a la cabeza, Catalina fue amada sobre todo por dos clases de hombres. Los cardenales y obispos la mimaban como a una hija que había regresado. Los militares la adoraban como a una hermana en el retiro.