21. Otra vez la tormenta
Catalina recordaba el viejo dicho español: «Quítale a un español todas sus buenas cualidades y lo que quede será un portugués de los mejores», pero como no había nadie más con quien jugar se dedicó a frecuentarlos. Pronto sospechó que hacían trampas; su experiencia de campamento le había enseñado a reconocer todas las maneras de cargar los dados. Observó a los jugadores y, cuando ya había perdido su última moneda, quedó convencida de que le habían robado. En un primer movimiento de cólera hubiera abofeteado de buena gana a toda la docena, pero doce contra uno era un encuentro demasiado desigual y decidió limitar su venganza al principal culpable. Lo siguió a la calle, se acercó hasta distinguir su perfil reflejado en la pared y luego fue tras él a poca distancia, sin perderlo de vista. El despreocupado caballerito iba silbando mientras caminaba un antiguo romance portugués; al cabo de un cuarto de hora, llegó a una casa y, llave en mano, comenzó a abrir la puerta. Esta operación fue la señal de que la hora de la venganza había sonado; Catalina fue hasta él sin perder un momento, le tocó el hombro y dijo: «Señor, sois un ladrón». El portugués se volvió tranquilamente y al ver a su antagonista de la mesa de juego respondió: «Es posible que así sea, señor, pero no siento ningún placer especial en que me lo digan», y al mismo tiempo desenvainó la espada. Catalina no había pensado en valerse de la sorpresa, como lo demuestran el hecho de haberle tocado el hombro, el cambio de palabras y el carácter que todos le conocemos. Pero es posible que, en tales casos, quien ha tomado una decisión firme desde un primer momento tenga una cierta ventaja inconsciente sobre quien se ve obligado a defenderse tan de improviso. Lo cierto es que no habían peleado un minuto y ya Catalina atravesaba a su enemigo; sin un gemido, sin un suspiro, el caballero portugués cayó muerto ante la puerta de su propia casa. Catalina quedó un momento atenta a cualquier ruido y (en la medida que lo permitía la oscuridad de la noche) trató de ver si había alguien en la calle. Todo estaba en silencio; no divisó ninguna figura humana. ¿Qué hacer con el cadáver? Una mirada a la puerta resolvió el problema: el propio Femando la había abierto al sentir que lo llamaban. Catalina arrastró el cuerpo hasta la escalera, dejó la llave al lado del muerto, volvió a salir silenciosamente y cerró la puerta procurando no hacer ruido. Luego, tras detenerse otra vez a escuchar y atisbar, regresó a casa de la hospitalaria señora, se acostó, durmió, y a la mañana siguiente fue despertada muy temprano por el corregidor y cuatro alguaciles.
El desorden de todo lo que siguió revela claramente la lamentable condición en que se hallaba entonces la justicia penal dondequiera rigiesen las leyes españolas. No había ninguna prueba que permitiera establecer una relación entre Catalina y la muerte de Femando Acosta. Los tahúres portugueses, que por otra parte parecían tomar el accidente muy a la ligera, tenían sin duda sus propias razones para desear que la atención pública no reparase en la industria que ejercían en Tucumán. Ninguno de ellos se presentó abiertamente; de ser así, lo ocurrido en la mesa de juego, y la partida de Catalina que salió pisándole los talones a su rival, hubieran sido motivos suficientes para detenerla en tanto no se esclareciesen los hechos. Tal como sucedieron las cosas, su detención no obedecía a ninguna razón definida, a menos que el magistrado hubiera recibido una denuncia anónima —a la que, sin embargo, nunca hizo referencia. No obstante la injusticia española ofrecía un consuelo: no se demoraba. Por el contrario, cruzaba el terreno a galope tendido: a menudo bastaba una semana para la instrucción, el juicio y la ejecución de la sentencia; lo único de malo es que, a veces, después de dos o tres semanas se llegaba a la desagradable conclusión de que todo había sido «prematuro»; se había hecho un solemne sacrificio a la justicia ofendida en el que todo era perfecto salvo la elección de la víctima, que no era culpable. Esto traía nuevos trastornos, pues había que comenzar otra vez —un nuevo acusado que ejecutar y, muy posiblemente, que todavía era preciso detener.
En el presente caso la justicia procedió con su ritmo español de costumbre. Catalina fue obligada a levantarse de inmediato; no se le permitió hablar con nadie de la casa si bien, al momento de salir, se abrió una puerta y pudo ver a la joven Juana que lo miraba con su más triste expresión indígena. El juicio tomó un solo día. Catalina dijo (y era verdad) que apenas conocía a Acosta y que las personas de su rango solían atacar a sus enemigos cara a cara y no asesinarlos a traición. Los jueces quedaron impresionados por las respuestas de Catalina (¿respuestas a qué y a quién, en un caso en que no había acusación clara ni acusador definido?). Las cosas comenzaban a ir por buen camino cuando súbitamente acabaron muy mal al comparecer dos testigos que, según sabe el lector (que casi es culpable de encubrimiento, pues ha recibido en privado una comunicación sobre la verdad de los hechos y la ha ocultado) eran testigos falsos, pero que los viejos jueces españoles saludaron encantados, cual si fuesen modelos de la mejor calidad. Ambos eran individuos de mala catadura, como era su deber. El primero declaró lo siguiente: «Que en su barrio de Tucumán todo el mundo sabía que la mujer de Acosta era objeto de criminales galanterías de parte del alférez (Catalina); que indudablemente el marido ofendido había sorprendido al acusado —lo cual, por supuesto, llevó al asesinato, a la escalera, a la llave, en suma a todo lo que pudiera desearse. No— ¡perdón! ¿Qué estoy diciendo? A todo lo que debiera abominarse». Finalmente, zanjada la cuestión principal, añadió que tenía un amigo que podría continuar con el caso a partir del momento en que él debía abandonarlo, por ser corto de vista. Este amigo —Pitias del miope Damón— cayó en un frenesí de virtud al ser convocado y precipitándose ante los alguaciles declaró: «Que, puesto que su amigo había probado de manera suficiente que el alférez rondaba la casa y había matado a un hombre, sólo le correspondía a él mostrar cómo había logrado el asesino dejar la casa; lo cual podía hacer a entera satisfacción de todos; había un balcón a la altura de las ventanas del segundo piso; él, que acechaba desde una esquina de la calle, vio al alférez abrir una de las ventanas y saltar ágilmente del dicho balcón a la dicha calle». Las pruebas de esta clase eran definitivas; no se escuchó a la defensa, ni tampoco la tenía el acusado. El alférez no podía negar la escalera ni el balcón; la calle sigue hasta el día de hoy en el mismo sitio, como los ladrillos de la chimenea de Jack Cade, dispuesta a dar todos los testimonios que se requieran; y en cuanto a nuestro amigo, que había visto el salto, allí estaba —nadie podía negarlo a él. En verdad el prisionero podía haber sugerido que nunca había oído hablar de la mujer de Acosta; por lo demás la existencia de esta señora no se había probado, y ni siquiera pasaba de ser una presunción. Pero los jueces se sentían convencidos; todo rigor de lógica de parte de la defensa habría sido, a partir de este momento, impertinente. Así pues, se dictó sentencia: ocho días después de ser detenido el alférez sería ejecutado en la plaza pública.
No estaba entre las debilidades de Catalina —que tantas veces dio muerte a otros y que, por propia confesión, no se cuidaba mayormente de ello (a menos que pudiera suponerse una ventaja cobarde de su parte)— el temblar ante su propia muerte. Muchos incidentes de su carrera muestran la serenidad y hasta la alegría con que fue al encuentro de la muerte cuando ésta parecía inevitable. Pero en este caso sintió la tentación de escapar, lo cual indudablemente estaba a su alcance. Bastaba revelar el secreto de su sexo y los grotescos testigos, que constituían la única prueba contra ella, se hubieran cubierto de ridículo. A Catalina le gustaba divertirse, y el principal aliciente para hacerlo era poder decir a los jueces: «Habéis quedado como unos viejos idiotas; pronto todas las mujeres y niños del Perú se estarán riendo de vosotros». Debo reconocer mi propia debilidad; yo no hubiera podido resistir esta última tentación; la carne es débil y las ganas de divertirse muy fuertes. Pero Catalina no cedió. Después de pensarlo se dijo que, si bien las razones para asesinar a Acosta quedarían descartadas en medio de carcajadas, esto no bastaría para absolverla del crimen, que podía haber cometido por cualquier otro motivo. Pero, suponiendo que fuese declarada inocente, lo que más temía era que al conocerse su sexo salieran a la luz muchas de sus pasadas aventuras, que las noticias llegaran muy pronto a España y que, tarde o temprano, ella pudiera convertirse en objeto de las tiernas atenciones de la Inquisición. Por lo tanto se mantuvo firme en su decisión de no salvar la vida revelando su secreto. En la medida que su suerte estaba en sus propias manos, no cabe duda de que entonces hubiera perecido, lo cual me parece un fantástico capricho: correr el riesgo de una muerte próxima y segura para evitar una lejana posibilidad de morir. Pero, aparte de esto, ¡qué caso tan extraño! Una mujer acusada falsamente (puesto que había sido acusada por testigos falsos) de un crimen que en realidad había cometido. ¡Falsamente acusada de cometer, por un motivo imposible, un verdadero delito!
Cuando se ponía el sol del séptimo día y las horas de la prisionera estaban contadas, entraron a su celda cuatro personas vestidas con hábitos religiosos. Su misión de caridad era preparar para la muerte al pobre condenado. Catalina, que todo lo observaba con atención, notó algo de ansioso y significativo en la mirada del primero de ellos, que parecía indicar que traía un mensaje secreto. Logró estrecharle las manos, como llevada por la angustia, y él le entregó un minúsculo billete de Juana que decía, no había sitio para más, estas palabras: «No confeséis. J.» La advertencia, tan simple y tan breve, resultó ser un talismán. No se refería a confesar el crimen —lo cual hubiera sido suponer lo que Juana no podía ni quería suponer— sino, en el sentido técnico de la Iglesia, al sacramento de la confesión. Catalina leyó el mensaje en un instante y comprendió perfectamente; se negó de plano a confesarse, como si fuera alguien de inseguras convicciones religiosas que tuviese necesidad de ayuda espiritual, y los cuatro monjes se retiraron a presentar su informe. El juez principal, al enterarse de la impenitencia del prisionero, concedió un día de gracia. Pasado este día, como no ocurriera cambio alguno en la decisión del prisionero ni en las circunstancias, dio la orden de proceder a la ejecución. Por lo tanto, al caer el sol se formó en la cárcel el triste cortejo, que luego se dirigió a la plaza mayor de Tucumán, donde se había levantado el cadalso. Toda la ciudad se había reunido para asistir al espectáculo. Catalina subió sin vacilaciones la escalera del patíbulo; aun entonces mantuvo su decisión de no revelar la verdad sobre su sexo para salvarse; aun en ese trance fue capaz de expresar su desprecio ante la torpeza con que el verdugo le anudó la soga al cuello y de volver a hacer el nudo ella misma, con habilidad marinera, lo que le valió los aplausos entusiastas de la multitud; con ellos estuvo a punto de perderse, pues los tímidos magistrados, temerosos de que los feroces clamores de la plebe excitada anunciasen un intento de rescate, ordenaron coléricamente al verdugo que pusiese fin a la escena. Pero en ese momento el ruido de un caballo al galope los obligó a detenerse. La multitud abrió paso a un agitado jinete, que traía orden del Presidente de La Plata de suspender la ejecución hasta que se hubiese interrogado a dos prisioneros. Todo era obra de la señora y de su hija. La buena dama, después de reunir informaciones contra los dos testigos, los siguió hasta La Plata. En esa ciudad, gracias a su influencia ante el gobernador, fueron detenidos, reconocidos como viejos malhechores y, aterrados, confesaron su parte en el perjurio. Catalina fue trasladada a La Plata, donde quedó absuelta en solemne ceremonial; y, por consejo del Presidente, su alianza con la familia de la señora se aplazó indefinidamente.