26. ¡Adiós, hija de San Sebastián!
Ahora, en este momento, es preciso que termine; pero antes de dejar la pluma permitiré que el lector me haga una pregunta. Vamos, lector, pronto; piénsalo bien y pregúntame lo que debes preguntarme, pues dentro de un minuto y medio escribiré en mayúsculas la palabra FINIS; luego, como bien sabes, no podré añadir una sola sílaba. Sería una vergüenza que lo hiciera, pues la palabra Finis significa que se ha concertado con el lector un pacto secreto de no molestarlo con más palabras, grandes o pequeñas. Apuesto veinte contra uno que adivino cuál será tu pregunta. Quieres preguntarme: ¿Qué le sucedió a Catalina? ¿Cómo terminó?
¡Ah lector! Si respondo a esa pregunta dirás que no he respondido. Si revelo el secreto dirás que sigue siendo un secreto. No obstante, puesto que te he prometido responder y te enojarás si no cumplo, contestaré lo mejor que pueda.
Después de diez años de inquietud en España, de donde sus pensamientos volvían siempre a los terribles Andes, Catalina se enteró que una expedición se hallaba a punto de partir a la América Española. Todos los soldados la conocían, de manera que se enteraba de todo lo que ocurría en los cuarteles. Algunos jefes del más alto rango se unirían a la expedición; pero Catalina era una hermana con privilegios en todas partes; a los ojos de cada brigada o tercio era tan querida y respetada como el propio estandarte; todos los oficiales, del primero hasta el último, se alegraron al oír que compartirían con ella la mesa a bordo de la nave. Esta nave, y las demás, zarparon; la verdad es que he olvidado cuál era su destino final. Al llegar a América toda la expedición tocó en Veracruz. Muchos soldados bajaron a tierra. Por su parte, los oficiales formaron un grupo con la misma intención. Su propósito era cenar alegremente en la mejor posada después del largo confinamiento a bordo, y la cena no podía ser perfectamente feliz a menos que Catalina aceptara unirse a la partida. Catalina accedió a la invitación, bondadosa como siempre con sus compañeros de armas. Descendió a la barquilla junto con los demás y veinte minutos más tarde la barquilla llegó a tierra. Todos los gallardos oficiales, jóvenes y viejos, saltaron entre risas al embarcadero, como escolares que tienen un día libre, y se dirigieron apresuradamente, pues el tiempo apremiaba, a la posada. Al llegar todos preguntaron con impaciencia: «¿Dónde está nuestra querida Catalina?» Ay, mi querida Catalina, ¿dónde estabas tú en este solemne momento? No cabía duda de que había ocupado su asiento en la barca; eso estaba fuera de toda discusión aunque, en la confusión general, nadie estaba seguro de haberla visto bajar a tierra. La buscaron en el mar —registraron los bosques. Pero el mar no devolvió sus muertos, si acaso reposaba en él, y los bosques no respondieron a los corazones angustiados que la buscaban. ¿Tengo yo alguna conjetura propia sobre el misterioso destino que la envolvió tan súbitamente y la escondió para siempre en la oscuridad? Sí, la tengo. Pero es una conjetura demasiado vaga e incierta como para que valga la pena repetirla. Sus compañeros de armas, que como es natural tenían más elementos que yo para pronunciarse, quedaron adoloridos y perplejos y ni siquiera pudieron proponer una conjetura plausible.
Esto ocurrió hace doscientos veintiún años. La historia puede resumirse en pocas palabras: La monja partió de España al Perú, donde su pie fatigado no encontró descanso. La monja volvió del Perú a España, donde no pudo calmar el desasosiego de su corazón. La monja volvió a zarpar de España para América y encontró el descanso que todos encontraremos. Pero el lugar donde sucedió esto no lo supieron el padre de los campamentos españoles, en Madrid, ni el padre espiritual de Catalina, en Roma. El gran Padre de Todos, que una vez susurró algo a Catalina, en los Andes, lo sabe; el secreto se ha mantenido durante más de dos siglos, y seguirá siendo siempre un misterio para todos los hombres.