2. Espera un poco, hidalgo

A veces el cínico puede regocijarse de que ría mejor quien ríe último. En el convento de San Sebastián todo era gratitud; gratitud (como hemos dicho) de todo el convento al hidalgo por su regalo, hasta que el hidalgo comenzó a expresar su gratitud a las monjas ante tanto agradecimiento. Luego vino una nutrida ráfaga de gracias a San Sebastián: de la madre superiora, por haber enviado una futura santa; de las monjas, por un juguete tan delicioso; de papá, en fin, por una mesa tan bien provista y un encierro con tan buenos cerrojos «del cual» decía el astuto viejo, «mi gatita no saldrá nunca al mundo tan lleno de peligros y acechanzas». ¿De veras? Sospecho, hijodalgo, que la próxima vez que veas a la «gatita», que bien puede ser la última, no será en un convento ni en nada que se le parezca. Por ahora la única persona que no participa en el agradecimiento general es la «gatita», quien muy quieta entre los brazos de una monja joven y sonriente atisba con ojos entrecerrados el resplandor de los cirios. Nada dice la gatita; no vale la pena hablar cuando se tiene al mundo entero en contra. Pero si San Sebastián le permitiera decir toda la verdad diría: «De manera señor hidalgo que me habéis conseguido alojamiento, alojamiento para toda la vida. Esperad un poco. Hablaremos del asunto cuando mis garras estén más grandecitas».