CAÍDA
Y DECADENCIA
1815-1820
El 28 de julio de 1815 —los cien días del interludio napoleónico han terminado—, el rey Luis XVIII vuelve a entrar en su ciudad de París en una espléndida carroza adornada con toldos blancos. El recibimiento es grandioso, Fouché ha trabajado bien. Multitudes jubilosas rodean el coche, en las casas ondean banderas blancas y, allá donde no hubo forma de encontrarlas, se han puesto a toda prisa toallas y manteles atados a bastones de paseo. Por la noche, la ciudad resplandece con mil luces, incluso, en el desbordar de la alegría, se baila con los oficiales de las tropas de ocupación inglesas y prusianas. No se oye un solo grito hostil, la gendarmería, prevenida por si acaso, se revela innecesaria; la verdad es que el nuevo ministro de Policía del rey cristianísimo, Joseph Fouché, ha trabajado espléndidamente para su nuevo soberano. En las Tullerías, el mismo palacio donde apenas un mes antes todavía se mostraba reverente como el más leal de los leales ante su emperador Napoleón, el duque de Otranto espera al rey, Luis XVIII, el hermano del «tirano» al que condenó a muerte en esta misma casa hace veintidós años. Pero ahora se inclina con profunda reverencia ante el descendiente de san Luis, y en sus cartas firma «con el respeto del más leal y devoto súbdito de Vuestra Majestad» (se puede leer literalmente así al pie de una docena de informes de puño y letra). De todos los locos saltos de su acrobático personaje, éste ha sido el más audaz, pero también será el último en la cuerda política. Desde luego, por el momento todo parece ir a las mil maravillas. Mientras el rey no se asiente con firmeza en el trono, no desdeña apoyarse en un Fouché. Por el momento, hace falta este Fígaro que sabe hacer tan magníficos malabarismos. Primero para las elecciones, porque en la corte desean obtener una mayoría fiable en el Parlamento; para eso, el «acreditado» republicano y hombre del pueblo es un promotor insuperable. Además, sigue habiendo toda clase de negocios desagradables y sangrientos que atender: ¿por qué no utilizar este guante gastado? Luego se le puede tirar y no se ensucia uno las reales manos.
Uno de esos asuntos sucios hay que despacharlo en los primeros días. Sin duda, en el destierro el rey ha prometido solemnemente otorgar una amnistía y no perseguir a nadie que durante los Cien Días haya prestado servicios al usurpador retornado. Pero, después de comer, las cosas se entienden de otra manera; pocas veces los reyes se sienten obligados a mantener lo que prometieron mientras eran pretendientes al trono. Los realistas furibundos, orgullosos de su propia lealtad, exigen, ahora que el rey vuelve a estar seguro sobre su montura, que se castigue a todos aquellos que se apartaron del estandarte de las flores de lis durante los Cien Días. Duramente presionado por los realistas, que siempre son más realistas que el rey, Luis XVIII termina por ceder. Y al ministro de Policía le toca la penosa tarea de confeccionar esa lista de proscripción.
Al duque de Otranto no le resulta agradable el encargo. ¿Hay realmente que castigar a un hombre por una pequeñez así, sólo porque hizo lo más razonable y se pasó al más fuerte, al vencedor? Y además, el ministro de Policía del rey cristianísimo sabe que el primer nombre en esa lista de proscritos debería en toda regla ser el del duque de Otranto, el ministro de Policía bajo Napoleón, es decir, el suyo. ¡Penosa situación, vive Dios! Al principio, Fouché trata de rehuir el desagradable mandato con un ardid. En lugar de una lista que, como se desea, contenga treinta o cuarenta de los principales culpables, presenta enseguida, para sorpresa general, unos cuantos folios con trescientos o cuatrocientos nombres, incluso algunos afirman que mil nombres, y exige que se les castigue a todos o a ninguno. Espera que el rey no tendrá tanto valor, y con eso el incómodo asunto quedará liquidado; pero, por desgracia, el ministerio lo preside un zorro tan taimado como él mismo, Talleyrand, que advierte enseguida que a su amigo Fouché esa píldora le sabe mal; tanto más insiste en hacérsela tragar. Sin compasión, empieza a hacer tachones en la lista hasta que no quedan más que cuatro docenas de nombres, y traslada a Fouché la penosa misión de entregar a esos condenados a la muerte y el destierro.
Para Fouché, lo más inteligente sería ponerse el sombrero y salir por la puerta de atrás de palacio. Pero ya hemos indicado varias veces el punto débil de Fouché; su ambición reúne todas las astucias, menos una: saber renunciar a tiempo. Fouché prefiere cargar sobre sus espaldas el disfavor, el odio y la indignación antes que levantarse voluntariamente de un sillón de ministro. Así que, para furia general, aparece una lista de proscritos que contiene los nombres más famosos, los más nobles de Francia, firmada por el viejo jacobino. Carnot está en ella, l'organisateur de la victoire, el creador de la República, y el mariscal Ney, el vencedor de incontables batallas, el salvador de los restos del ejército de Rusia, todos sus compañeros del gobierno provisional, los últimos de sus camaradas de la Convención, de sus camaradas de la Revolución. Todos los nombres están en esta lista terrible que amenaza con la muerte o el destierro, todos los nombres cuyos logros de las dos últimas décadas han dado fama a Francia. Sólo falta uno, el de Joseph Fouché, el duque de Otranto.
Aunque en realidad no falta. También el nombre del duque de Otranto está en esa lista. Pero no en el texto, como el de un ministro napoleónico acusado y proscrito, sino como ministro del rey, que envía a la muerte o el exilio a todos sus compañeros: como el del verdugo.
El rey no puede negar cierta gratitud por un golpe tan áspero como el que el viejo jacobino ha dado a su conciencia con esta autohumillación. A Joseph Fouché, el duque de Otranto, se le concede un último y supremo honor. Viudo desde hace cinco años, ha decidido volver a casarse, y el mismo hombre que antaño perseguía con tanta saña la «sangre de los aristócratas» piensa unirse conyugalmente con la sangre azul, concretamente casarse con una tal condesa de Castellane, una gran aristócrata, es decir, un miembro de «esa banda criminal que ha de caer bajo la espada de la ley», como le gustaba predicar en su día en Nevers. Pero desde entonces, ha habido toda clase de pruebas de ello, el antiguo jacobinísimo, el sanguinario Joseph Fouché, ha cambiado a fondo sus concepciones; cuando ahora se dirige hacia la iglesia, el primero de agosto de 1815, no lo hace, como en 1793, para destrozar a martillazos los «vergonzosos signos del fanatismo», los crucifijos y altares, sino para recibir con humildad junto a su noble esposa la bendición de un hombre que lleva aquella mitra que él, recordemos, hizo poner a un asno para escarnio en 1793. Conforme a la vieja usanza de la nobleza —un duque de Otranto sabe lo que hay que hacer cuando se casa con una condesa de Castellane—, el contrato conyugal es firmado por las primeras familias de la corte y de la nobleza. Y como primer testigo firma manu propria este documento, probablemente único en la Historia, Luis XVIII, el más digno e indigno testigo del asesino de su hermano.
Esto es mucho, muchísimo. E incluso demasiado. Porque precisamente esta extrema desfachatez de, en tanto que regicida, pedir al hermano del guillotinado rey que actúe de testigo, provoca una inmensa indignación en los círculos de la nobleza. Este miserable tránsfuga, este realista de anteayer, refunfuñan, se comporta como si realmente perteneciera a la corte y a la nobleza. ¿Para qué se necesita en realidad a este hombre, le plus dégoûtant reste de la révolution [el último y más sucio desecho de la Revolución], que mancha el ministerio con su repugnante presencia? Cierto, ayudó a devolver al rey a París, alargó su mano venal para firmar la proscripción de los mejores hombres de Francia. Pero, ahora, ¡fuera con él! Precisamente los mismos aristócratas que, mientras el rey esperaba impaciente a las puertas de París, le apremiaban para que nombrara ministro a toda costa al duque de Otranto para entrar en París sin derramamiento de sangre, precisamente esos caballeros no quieren de repente saber nada de un duque de Otranto; tan sólo se acuerdan tercamente de un tal Joseph Fouché, que mandó abatir a cañonazos a cientos de sacerdotes y nobles en Lyon y exigió la muerte de Luis XVI. De pronto, cuando atraviesa la antecámara del rey, el duque de Otranto advierte que toda una serie de nobles ya no le saluda, o le vuelve la espalda con provocativo desprecio. Aparecen de pronto y corren de mano en mano incendiarios escritos contra el Mitrailleur de Lyon, celebra asambleas una nueva sociedad patriótica, los Francs régénérés, los antepasados de los Camelots du Roi y los «húngaros que despiertan» del Imperio austrohúngaro, y exigen lisa y llanamente que se limpie por fin esa mancha del estandarte de la flor de lis.
Pero Fouché no se rinde tan fácilmente cuando se trata del poder: lo agarra con los dientes. En el informe secreto de un espía que tenía que vigilarlo aquellos días podemos leer cómo trata de aferrarse a todo lo posible. Finalmente, quedan los gobernantes enemigos: ellos podrían defenderlo de los servidores demasiado monárquicos del rey. Visita al zar de Rusia, pasa horas todos los días hablando con Wellington y el embajador inglés, hace saltar todas las minas diplomáticas tratando, por una parte, de ganarse al pueblo mediante una queja contra las tropas invasoras y, al mismo tiempo, de insuflar miedo al rey mediante informes exagerados. Envía al vencedor de Waterloo a hablar por él ante el rey Luis XVIII, moviliza a los banqueros, a sus mujeres y a sus últimos amigos. No, no quiere irse; su conciencia ha pagado ese rango demasiado caro como para no defenderse como un desesperado. Y, de hecho, durante unas semanas consigue mantenerse con el agua política al cuello tumbándose unas veces de lado y otras de espaldas, como un nadador experimentado. Durante todo este tiempo, según informa aquel espía, muestra confianza en público, y probablemente incluso la tiene, porque en esos veinticinco años siempre ha ido hacia arriba. Y cuando se ha acabado con un Napoleón y un Robespierre, ¡para qué preocuparse por unos cuantos y simplones nobles! Hace mucho que el viejo despreciador del ser humano ya no teme a los hombres, él, que ha engañado y sobrevivido a los más grandes de la Historia Universal.
Pero hay una cosa que este viejo condotiero, este refinado conocedor del género humano, no ha aprendido, y nadie puede enseñársela: a luchar con fantasmas. Ha olvidado que por la corte real circula un fantasma del pasado como una Erinia de la venganza: la duquesa de Angulema, la hija de Luis XVI y María Antonieta, la única de la familia que escapó a la gran masacre. El rey Luis XVIII podría perdonar a Fouché; al fin y al cabo, debe a este jacobino el trono, y esa herencia alivia a veces (la Historia puede atestiguarlo) el dolor fraterno incluso en los círculos más elevados. Pero para él era fácil perdonar, porque no ha vivido en persona esa época de horror; en cambio, la duquesa de Angulema, la hija de Luis XVI y María Antonieta, lleva en la sangre las espantosas imágenes de su infancia. Tiene recuerdos de los que no se olvidan, y sentimientos de odio que no se pueden apaciguar con nada. Ha vivido demasiado en su propia carne, en su propia alma, como para poder perdonar nunca a uno de esos jacobinos, a uno de esos hombres del Terror. Ha pasado, de niña en Saint-Cloud, temblando, la noche espantosa en que las masas de descamisados asesinaron a los guardias de la puerta y se presentaron ante su madre y su padre con los zapatos escurriendo sangre. Luego vivió la noche en la que, apretados los cuatro en un coche, padre, madre, hermano —«panadera, panadero y los hijos del panadero»— volvieron a París, a las Tullerías, arrastrados por una multitud burlona y jubilosa, teniendo presente la Muerte a cada hora. Ha vivido el 10 de agosto, cuando la chusma reventó a hachazos las puertas de los aposentos de su madre, cuando le pusieron a su padre el gorro frigio en la cabeza y la pica en el pecho; ha sufrido los días escalofriantes de la prisión del Temple, y los espantosos minutos en que alzaron hasta la ventana, clavada en la punta de una pica, la cabeza cubierta de sangre de la amiga de su madre, la duquesa de Lamballe, con el cabello suelto y pegado por la sangre. ¿Cómo va a poder olvidar la noche en que se despidió de su padre, al que llevaban a la guillotina, la despedida de su hermano pequeño, al que dejaron llenarse de piojos y enfermar en una angosta habitación? ¿Cómo no acordarse de los camaradas de Fouché, con su gorro frigio, que la interrogaron y atormentaron durante días para que atestiguara el supuesto incesto de su madre María Antonieta con su hijo pequeño, en el proceso contra la reina? ¿Y cómo desterrar de su sangre el momento en que hubo que arrancarla de los brazos de su madre y oyó traquetear sobre el empedrado el carro que la llevaba al pie de la guillotina? No, ella, la hija de Luis XVI y María Antonieta, los prisioneros del Temple, no ha leído en periódicos como Luis XVIII o escuchado por boca de terceros esos horrores, ella los lleva insolublemente marcados a fuego en su asustada, perpleja, atormentada y martirizada alma de niña. Y su odio contra los asesinos de su padre, contra los torturadores de su madre, contra las imágenes de terror de su infancia, contra todos los jacobinos y revolucionarios, dista mucho de haberse extinguido, sin haber sido vengado aún.
Tales recuerdos no se olvidan. Así que ha jurado no dar jamás la mano al ministro de su tío, al asesino de su padre, a Fouché, y no respirar jamás el mismo aire de la misma habitación que él. De manera abierta y desafiante, muestra ante toda la corte su desprecio y su odio al ministro. No pisa una fiesta ni un acto al que asista ese regicida, ese traidor a sus propias convicciones, y su abierto, burlón, fanáticamente expuesto desprecio del tránsfuga fustiga poco a poco el sentido del honor de todos los demás. Finalmente, todos los miembros de la familia real piden unánimemente a Luis XVIII que, ahora que su poder está asegurado, eche con escarnio de las Tullerías al asesino de su hermano.
Recordemos que Luis XVIII se dejó imponer a Fouché como ministro a disgusto, y sólo porque le era imprescindible. Ahora que ya no lo necesita, le da el pasaporte con gusto y alegría. «La pobre duquesa no debe ser expuesta a encontrarse ese rostro repugnante», dice sonriente del hombre que, ignorante aún, firma como su «más leal servidor». Y Talleyrand, el otro tránsfuga, recibe el mandato real de explicar a su camarada de la Convención y la época napoleónica que su presencia en las Tullerías ya no se considera deseable.
Talleyrand asume gustoso el mandato. Ya tiene bastantes dificultades para orientar la vela al fuerte viento realista, así que espera poder mantener mejor a flote su afortunado barco soltando lastre. Y el peor lastre en su ministerio es ese regicida, su viejo compinche Fouché; con encantadora y mundana habilidad, asume la en apariencia penosa tarea. No es que vaya a anunciarle su cese burda o solemnemente…, no, como viejo maestro de las formas, como soberano aristócrata, elige una manera irresistible de hacerle entender que para el señor Fouché la campana ha tocado al fin las doce. Este último aristócrata del siglo XVIII siempre sitúa las escenas de sus comedias e intrigas en las bambalinas de un salón, y también esta vez disfraza el tosco cese con la más refinada de las formas. El 14 de diciembre, Talleyrand y Fouché se encuentran en una recepción vespertina. Comen, hablan, charlan relajadamente, sobre todo Talleyrand parece de estupendo humor. Un gran círculo se congrega en torno a él; hermosas mujeres, dignatarios y jóvenes, todo el mundo se apretuja curioso para oír a este maestro de la palabra. Y, en verdad, esta vez sus relatos tienen un encanto muy especial. Habla de días largamente pasados, cuando tuvo que huir a América de la orden de detención dictada por la Convención, y ensalza entusiasmado ese grandioso país. Ah, qué esplendidez: bosques impenetrables, habitados por tribus nativas de pieles rojas, poderosas corrientes inexploradas, el potente Potomac y el gigantesco lago Erie, y en medio de ese mundo heroico y romántico una nueva estirpe, férrea, brava y fuerte, curtida en los combates, comprometida con la libertad, modélica en sus leyes, de inimaginables posibilidades. ¡Sí, allí había que aprender, allí se sentía un futuro nuevo y mejor, mil veces más vivo que en nuestra mortecina Europa! Allí habría que vivir, allí habría que trabajar, exclama entusiasmado, y ningún puesto le parece más atractivo que el de embajador en Estados Unidos.
Y de pronto se interrumpe en su en apariencia casual entusiasmo y se vuelve a Fouché: «¿No os gustaría un puesto así, señor duque de Otranto?».
Fouché palidece. Ha entendido. Interiormente tiembla de ira, al ver con cuánta audacia y habilidad ese viejo zorro le ha puesto el sillón de ministro en la calle delante de todo el mundo, de toda la corte. No da respuesta alguna. Pero a los pocos minutos se disculpa, se va a casa y escribe su dimisión. Talleyrand se queda, contento, y de camino a casa confía a sus amigos con torcida sonrisa: «Esta vez le he retorcido el cuello definitivamente».
Para envolver en un fino capote este despido de Fouché ante la opinión pública, se ofrece, pro forma, al despedido ministro otro pequeño cargo. Así que el Moniteur no dice que el regicida Joseph Fouché ha sido cesado en su cargo de ministro de Policía, sino que se puede leer que Su Majestad el rey Luis XVIII se ha dignado nombrar a Su Excelencia el duque de Otranto embajador en la corte de Dresde. Naturalmente, se espera que rechace ese puesto absolutamente sin valor, que no corresponde ni a su rango ni a su posición ya en la Historia Universal. ¡Qué error! Con un mínimo de despierta razón, Fouché tenía que comprender que él, el regicida, estaba definitivamente liquidado y sin salvación al servicio de una monarquía reaccionaria, que al cabo de algunos meses iban a arrancarle de los dientes incluso ese hueso miserable. Pero el hambre de poder ha convertido en canina esa alma de lobo un día tan osada. Exactamente igual que Napoleón se aferraba hasta el último momento no ya a su posición, sino al mero nombre falso de su dignidad imperial, aún más innoblemente se adhiere su servidor Fouché al último y mínimo título de un ministerio aparente. Se pega al poder con dureza de lapa, y también esta vez, eterno servidor, obedece lleno de amargura a su señor: «Acepto, sire, con gratitud la embajada que Vuestra Majestad se ha dignado ofrecerme», escribe humildemente este hombre de cincuenta y siete años, veinte veces millonario, al hombre que desde hace medio año vuelve a ser rey por gracia suya. Hace sus maletas y se traslada con toda su familia a esa cortecita de Dresde, se instala como un príncipe y hace como si quisiera pasar el resto de sus días allí como embajador del rey.
Mas lo que tanto tiempo ha temido, pronto se hace realidad. Durante veinticinco años, Fouché ha combatido como un desesperado el retorno de los Borbones, siguiendo el acertado instinto de que terminarían por pedirle cuentas por las dos palabras, La mort, con las que envió a Luis XVI a la guillotina. Pero, neciamente, había esperado engañarles al infiltrarse entre sus filas, al disfrazarse de bravo y fiel servidor del rey. Esta vez, sin embargo, no ha engañado a los otros, sino tan sólo a sí mismo. Porque apenas ha hecho cambiar las alfombras en sus habitaciones de Dresde, apenas ha instalado su mesa y su cama, cuando en el Parlamento francés estalla la tormenta. Nadie habla ya del duque de Otranto, todos han olvidado que un dignatario de ese nombre recibió en triunfo en París al rey Luis XVIII…, todos hablan tan sólo de un tal señor Fouché, el regicida Joseph Fouché de Nantes, que en 1792 condenó al rey, del Mitrailleur de Lyon, y por una abrumadora mayoría de 334 votos contra 32, el hombre «que alzó la mano contra la ungida de su señor» es excluido de toda amnistía y desterrado de por vida de Francia. Naturalmente, esto también significa oprobioso despido de su puesto de embajador. Sin compasión, lisa, sarcástica y despreciativamente, se pone en la calle de una patada al «señor Fouché», ya no Excelencia, ya no comendador de la legión de honor, ya no senador, ya no ministro, ya no gran dignatario, y a la vez se comunica oficialmente al rey de Sajonia que ni siquiera la estancia personal de ese individuo llamado Fouché es bienvenida. El que envió a miles al destierro es ahora, veinte años después, el último en seguir a los combatientes de la Convención, apátrida, maldito, desterrado. Y como ahora carece de poder y está fuera de la ley, el odio de todos los partidos cae unánime sobre el caído igual que antes las simpatías de todos los partidos habían cortejado al poderoso. De nada sirven ahora todas las tretas, todas las protestas, todas las invocaciones; un hombre de poder sin poder, un político liquidado, un intrigante agotado, siempre es la cosa más miserable del mundo. Tarde, pero con intereses de usura, Fouché tendrá que pagar ahora su culpa de no haber servido jamás a una idea, a una pasión moral de la Humanidad, sino siempre y únicamente al favor perecedero del momento y de los hombres.
¿Adónde ir ahora? Al principio, el desterrado duque de Otranto no se preocupa. ¿Acaso no es el favorito del zar, el hombre de confianza del vencedor de Waterloo, Wellington, el amigo del todopoderoso ministro austríaco Metternich? ¿Acaso no le deben gratitud los Bernadotte por haberlos puesto en el trono de Suecia y no en el de un principado bávaro? ¿No conoce a todos los diplomáticos desde hace años, no han buscado apasionadamente su favor todos los príncipes y reyes de Europa? No necesita, cree el caído, más que hacer una delicada indicación, y todos los países se apresurarán a pedir el privilegio de albergar al desterrado Arístides. Pero ¡cuán distinta es la forma de actuar de la Historia para con un caído que para con un poderoso! A pesar de hacer varias indicaciones, de la corte de los zares no viene invitación alguna, y tampoco de Wellington, Bélgica le rechaza, ya tienen bastantes antiguos jacobinos en sus postes fronterizos, Baviera se aparta cautelosa, e incluso su viejo amigo el príncipe Metternich se muestra extrañamente frío. Bueno, en todo caso, si lo quiere y desea, el duque de Otranto puede venir a territorio austríaco, si está generosamente dispuesto a no tener nada en contra. Pero en modo alguno puede ir a Viena, no, allí no se le necesita, y tampoco a Italia, bajo ningún concepto. Como mucho puede ir a vivir a una pequeña ciudad de provincias, y no en la Baja Austria, es decir, no cerca de Viena (¡y eso siempre que se comporte como es debido!). En verdad no se esfuerza mucho, el viejo amigo Metternich; el ministro austríaco no abandona su reserva ni siquiera cuando el millonario duque de Otranto ofrece invertir todo su patrimonio en fincas o valores austríacos, cuando propone que su hijo sirva en el ejército imperial. Cuando el duque de Otranto anuncia su visita a Viena, la rechaza cortésmente: no; puede ir en completo silencio, de forma enteramente privada, a Praga.
Así pasa, sin verdadera invitación, sin honor, significativamente más tolerado que invitado, Joseph Fouché de Dresde a Praga, para instalarse allí; su cuarto exilio, el último y más cruel, ha comenzado.
Tampoco en Praga están muy entusiasmados con su elevado huésped, duramente caído de su cumbre, especialmente la aristocracia hereditaria vuelve la fría espalda al repentino intruso. Porque los nobles de Bohemia siguen leyendo periódicos franceses, y éstos desbordan precisamente ahora de los más rabiosos y vengativos ataques contra el «señor» Fouché; cuentan con frecuencia y con mucho detalle cómo este jacobino saqueaba iglesias en Lyon en 1793 y vació las arcas en Nevers. Todos los pequeños escritores que antaño temblaban ante el duro puño del ministro de Policía y tenían que morderse las uñas de rabia, escupen ahora sin freno sobre el indefenso. La rueda da la vuelta a velocidad de vértigo. El que en su tiempo vigilaba a medio mundo es vigilado ahora; todos los métodos policiales con los que su inventivo genio especuló, los aplican ahora sus discípulos y antiguos funcionarios contra su antiguo maestro. Cada carta al o del duque de Otranto pasa por el gabinete negro, es abierta y copiada, agentes de policía escuchan y comunican cualquier conversación, se espía a las personas con las que trata, se controla cada uno de sus pasos, por todas partes se siente vigilado, rodeado, acechado; su propio arte, su propia ciencia es puesta a prueba con la más cruel habilidad en el más hábil de los hábiles, el que la inventó. En vano busca ayuda contra esas humillaciones. Escribe al rey Luis XVIII, pero éste responde al depuesto tan poco como Fouché contestó a Napoleón al día siguiente de deponerlo. Escribe al príncipe Metternich, que en el mejor de los casos le hace llegar un malhumorado sí o no a través de algún funcionario de secretaría de bajo rango. Debe mantener la calma bajo los golpes que todo el mundo le da, debe dejar al fin de extender rumores y quejas. El que era querido por todos sólo por temor, es despreciado por todos desde que ya no se le teme; el más grande jugador político ha terminado su juego.
Durante veinticinco años este hombre flexible, inaprensible, había escapado una y otra vez al destino, que con tanta frecuencia se le había acercado amenazante. Ahora que yace definitivamente en tierra, los golpes caen implacables sobre el caído. En Praga, después del político, es el hombre privado Joseph Fouché el que vive su más dolorosa peregrinación a Canossa: ningún novelista podría inventar un símbolo más ingenioso de su humillación moral que el pequeño episodio que ocurrió allí en 1817. Porque a la tragedia se une ahora la más espantosa imagen deformada de toda desgracia: el ridículo. No sólo el hombre político es humillado, también el esposo. Se puede suponer que no fue el amor el que acercó en su momento a la preciosa aristócrata de veintiséis años a ese viudo de cincuenta y seis, con su calvo y pálido rostro de calavera. Pero ese poco seductor pretendiente era en 1815 el segundo hombre más rico de Francia, veinte veces millonario, Excelencia, duque y prestigioso ministro de Su Cristianísima Majestad; así que la bonita pero empobrecida condesa de provincias albergaba la justificada esperanza de brillar en todas las fiestas de la corte y en el Faubourg Saint-Germain como una de las mujeres más distinguidas de Francia, y de hecho los comienzos fueron prometedores: Su Majestad se dignó firmar personalísimamente su cédula de matrimonio, la nobleza y la corte se apiñaba entre los que la felicitaban, un espléndido palacio en París, dos casas de campo y un castillo principesco en la Provenza competían por albergar como señora a la duquesa de Otranto. A cambio de tales magnificencias y de veinte millones, una mujer ambiciosa puede aceptar un marido de cincuenta y seis años, prosaico, calvo y apergaminado. Pero la apresurada condesa ha vendido su luminosa juventud por oro falso, porque apenas pasadas las semanas de luna de miel descubre que no es la esposa de un reverenciado ministro del Estado, sino la del hombre más escarnecido, más odiado de Francia, del perseguido, expulsado, despreciado por todos «señor» Fouché… El duque, con toda su magnificencia, se ha esfumado, se ha quedado con el anciano gastado, amargado y bilioso. Así que no es muy sorprendente que en Praga surja una amitié amoureuse entre esta mujer de veintiséis años y el joven Thibaudeau, el hijo de otro viejo republicano también desterrado, una amistad de la que no se sabe exactamente hasta qué punto era amitié y hasta qué punto amoureuse. Pero esto da motivo a escenas muy tempestuosas, Fouché prohíbe entrar en su casa al joven Thibaudeau, y lo irritante es que esta disputa conyugal no es ningún secreto. Los periódicos realistas, que acechan cualquier oportunidad de fustigar con el látigo al mismo hombre ante el que temblaron durante años, publican malvadas noticias sobre sus decepciones domésticas; para deleite de todos los lectores, difunden la burda calumnia de que la joven duquesa de Otranto ha dejado en Praga al viejo cornudo para fugarse con su amante. Pronto el duque de Otranto advierte, cuando acude a una reunión social, que las damas reprimen a duras penas una sonrisita y, con mirada irónica, comparan a la joven floreciente con su propia y poco encantadora figura. Ahora el viejo fabricante de rumores, el eterno cazador de charlatanerías y escándalos, siente en su propia carne lo malo que es ser víctima del perverso asesinato de la reputación, y que tales calumnias jamás pueden ser combatidas, sino que lo más inteligente es huir de ellas. Ahora, en la desgracia, advierte la entera profundidad de su trampa, y su exilio en Praga se convierte en infierno. De nuevo se dirige al príncipe Metternich, en demanda de permiso para abandonar la insufrible ciudad y poder elegir otra dentro de Austria. Se le hace esperar. Por fin, Metternich le permite, clemente, dirigirse a Linz; allí se retira ahora ese hombre defraudado y cansado, humillado por el odio y el escarnio del mundo antaño sometido a él.
Linz…, en Austria, cuando alguien pronuncia el nombre de esta ciudad, siempre sonríe, porque rima involuntariamente con Provinz. Una población pequeñoburguesa de origen campesino, trabajadores portuarios, artesanos, en su mayoría pobres gentes, sólo unas cuantas casas de la antigua nobleza rural austríaca. No, como en Praga, una gran y prestigiosa tradición, ni ópera, ni biblioteca, ni teatro, ni susurrantes bailes de la nobleza, ni solemnidades…, una ciudad de provincias entera y verdadera, somnolienta, rural, un asilo para veteranos. Allí se instala el anciano con sus dos jóvenes mujeres, casi de la misma edad, la una su esposa, la otra su hija. Alquila una espléndida casa, hace que la arreglen de forma distinguida, para alegría de los proveedores y hombres de negocios de Linz, que hasta ahora no han visto tales millonarios dentro de sus muros. Unas cuantas familias se esfuerzan en tomar contacto con los interesantes extranjeros, distinguidos gracias al dinero, pero la nobleza prefiere muy visiblemente a la condesa Castellane que al hijo de un mercader burgués, ese «señor» Fouché al que sólo un Napoleón (él mismo un aventurero a sus propios ojos) ha puesto una capa de duque sobre los flacos hombros. Los funcionarios a su vez tienen la secreta orden de Viena de tomar el menor contacto posible con él; así que el antaño apasionadamente activo vive totalmente aislado y casi evitado. Un contemporáneo describe en sus memorias de forma muy plástica su situación en uno de los bailes públicos:
Era llamativo cómo se celebraba a la duquesa, pero se postergaba al propio Fouché. Era de mediana estatura, fuerte, pero no grueso, y su rostro era feo. Aparecía en los bailes siempre de frac azul con botones de oro, calzones blancos y medias blancas. Llevaba la gran cruz de Leopold austríaca. Normalmente se situaba de pie junto a la estufa, solo, y contemplaba el baile. Al contemplar a este antaño todopoderoso ministro del Imperio francés, tan solitario y abandonado que parecía alegrarse cuando algún funcionario entablaba conversación con él o le invitaba a una partida de ajedrez, no podía por menos de pensar en la mutabilidad de todo poder y grandeza terrenas.
Este hombre intelectualmente apasionado sólo mantiene hasta el último instante un único sentimiento: la esperanza de volver a subir en política una sola vez, una vez más. Cansado, consumido, un poco lento de movimientos e incluso ya fondón, no puede abandonar la locura de que a él, que tantos méritos ha hecho, van a llamarlo a su cargo una vez más, que una vez más, como tantas veces, el destino le sacará de la oscuridad y le devolverá al divino juego de la política. Se mantiene sin cesar en secreta correspondencia con sus amigos de Francia, la vieja araña sigue tejiendo sus secretas redes, pero se quedan olvidadas en las vigas de Linz. Bajo nombre supuesto, publica unas Observaciones de un contemporáneo acerca del duque de Otranto, una apología anónima que describe su talento y su carácter en los más vivos, casi líricos colores, y al mismo tiempo, para intimidar a sus enemigos, deja caer en sus cartas privadas que el duque de Otranto está escribiendo sus memorias, incluso que van a aparecer próximamente en Brockhaus y estarán dedicadas al rey Luis XVIII: con eso quiere recordar a los demasiado audaces que el antiguo ministro de Policía Fouché todavía tiene algunas flechas en el carcaj, y son mortalmente venenosas. Pero es extraño, ya nadie le teme, nada le redime de Linz, nadie piensa en llamarle, buscarle, nadie quiere su consejo, su ayuda. Y cuando en el Parlamento francés, por otros motivos, se discute el retorno de los desterrados, no se piensa en él ni con odio ni con interés. Los tres años transcurridos desde que ha abandonado la escena mundial han bastado para hacer olvidar al gran actor, excelente en todos sus papeles, el silencio se abomba sobre él como un catafalco de cristal. Para el mundo ya no hay ningún duque de Otranto; sólo un hombre viejo, cansado, irritable, solitario y extraño que pasea malhumorado por las aburridas calles de Linz. Aquí y allá un proveedor, un hombre de negocios, se quita cortésmente el sombrero ante este hombre enfermizo y encorvado; por lo demás, ya nadie en el mundo le conoce, y nadie piensa en él. La Historia, ese fiscal de la eternidad, se ha tomado la más cruel de las venganzas en el hombre que siempre pensó únicamente en el momento: lo ha enterrado vivo.
Tan olvidado está el duque de Otranto que nadie, salvo unos cuantos funcionarios de policía austríacos, presta atención cuando finalmente, en el año 1819, Metternich le permite trasladarse a Trieste, y eso sólo porque sabe de fuentes fiables que esa pequeña gracia le está siendo concedida a un moribundo. La inactividad ha agotado y perjudicado más a este hombre inquieto y apasionado por el trabajo que treinta años de servicio. Sus pulmones empiezan a fallar, no puede soportar el áspero clima, así que Metternich le concede un lugar más soleado para morir: Trieste. Allí se ve a veces a un hombre roto ir a misa con pasos ya pesados y arrodillarse delante de los bancos con las manos entrelazadas; el que un día fuera Joseph Fouché, que hace un cuarto de siglo destrozaba con sus propias manos los crucifijos de los altares, se arrodilla ahora con la blanca cabeza inclinada ante los «ridículos signos de la superstición», y quizá puede haberle acometido la nostalgia de los silenciosos pasillos del refectorio de su viejo monasterio. Algo en él ha cambiado completamente, el viejo disputador y ambicioso sólo quiere la paz con todos sus enemigos. Los hermanos y hermanas de su gran adversario Napoleón —también él derribado hace mucho y olvidado por el mundo— le visitan y charlan en familia sobre tiempos pasados; todos esos visitantes están asombrados de lo mucho que el cansancio ha suavizado a este hombre. Nada en esta pobre sombra recuerda al hombre temido y peligroso que durante dos décadas confundió al mundo y puso de rodillas a los hombres más fuertes de su tiempo. Sólo quiere paz, paz y una buena muerte. Y, realmente, en sus últimas horas hace la paz con su Dios y con los hombres. Paz con Dios, porque el viejo y combativo ateo, el perseguidor del cristianismo, el destructor de altares, hace venir en los últimos días de diciembre a uno de esos «repugnantes estafadores» (como los llamaba en los días de esplendor de su jacobinismo), un sacerdote, y recibe con manos devotamente entrelazadas los últimos óleos. Y paz con los hombres, porque pocos días antes de su muerte ordena a su hijo abrir su escritorio y sacar todos los papeles. Se enciende un gran fuego, al que se arrojan cientos y cientos de cartas, probablemente también las temidas memorias ante las que temblaban centenares de personas. Fue una debilidad del moribundo o una última y tardía bondad, fue miedo a la posteridad o burda indiferencia…, en cualquier caso, con una novedosa y casi piadosa consideración, destruyó en su lecho de muerte todo lo que podía comprometer a otros y con lo que podía vengarse de sus enemigos, buscando por vez primera, en vez de la fama y el poder, otra dicha, cansado de los hombres y de la vida: el olvido.
El 26 de diciembre de 1820, esta vida extraña y marcada por el destino que había comenzado en un puerto del mar del Norte termina en la ciudad del mar del Sur triestino. Y el 28 de diciembre se deposita el cuerpo del inquieto agitador y desterrado para su último reposo. La noticia de la muerte del famoso duque de Otranto no despierta al principio gran curiosidad en el mundo. De su nombre extinguido sólo emana fugaz un fino y pálido halo de memoria, que se disuelve casi sin dejar rastro en el calmado cielo de la época.
Sin embargo, cuatro años después vuelve a palpitar la inquietud. Corre el rumor de que las memorias del temido están a punto de ser publicadas, y alguno de los poderosos, alguno de los precipitados que golpearon al caído con demasiada osadía, sienten un escalofrío correr por su espalda; ¿empezarán realmente esos peligrosos labios a hablar una vez más desde su tumba? ¿Acabarán por salir a la luz, asesinos para la reputación, desde las sombras de los cajones de la policía, los documentos retirados, las cartas demasiado confidenciales y las pruebas comprometedoras? Pero Fouché se mantiene fiel a sí mismo más allá de la muerte. Porque las memorias que un hábil librero publica en 1824 en París son tan poco fiables como él mismo. Ni siquiera desde la tumba este terco ocultador revela toda la verdad; incluso en la fría tierra, se lleva celoso sus secretos para seguir siendo él mismo un secreto, penumbra y luz híbrida, una figura que nunca se revela del todo. Pero precisamente por eso sigue atrayendo a practicar los juegos inquisitoriales que tan magistralmente practicó: a descubrir, por un rastro fugaz y huidizo, todo el intrincado camino de su vida, y, por su cambiante destino, la estirpe intelectual de este hombre, el más extraño de los políticos.