LA LUCHA FINAL
CON NAPOLEÓN

1815 - LOS CIEN DÍAS

El 19 de marzo de 1815, a medianoche —la gigantesca plaza está oscura y desierta—, doce coches entran en el patio del palacio de las Tullerías. Una invisible puerta lateral se abre y, con una antorcha en la mano alzada, sale un criado, y tras él se arrastra trabajosamente, sostenido a derecha e izquierda por dos nobles leales, un hombre obeso que jadea asmático, Luis XVIII. A la vista del achacoso rey, que, apenas regresado de quince años de exilio, tiene que volver a huir de su país por la puerta falsa, la compasión asalta a todos los presentes. La mayoría dobla la rodilla mientras se alza a la carroza a este hombre privado de dignidad por su fragilidad y conmovedor por su tragedia. Luego los caballos tiran, siguen los otros coches, durante unos minutos aún repiquetea en los guijarros la cabalgada de la escolta. Luego, el gigantesco espacio vuelve a quedar oscuro y silencioso, hasta que alborea la mañana, la del 20 de marzo, el primero de los Cien Días del emperador Napoleón, regresado de Elba.

Primero, se acercan los curiosos. Con ollares temblorosos de placer, olfatean el palacio para ver si la perseguida pieza real ha escapado ya antes de la llegada del emperador: comerciantes, desocupados, paseantes. Temerosos o alegres, según su temperamento y convicciones, se susurran noticias los unos a los otros. A las diez de la mañana afluyen ya masas compactas. Y como la masa siempre vuelve valeroso al hombre, ya se oyen los primeros gritos: «Vive l’Empereur!» y «A bas le Roi!». Luego, de pronto, llega la caballería, los oficiales que durante la monarquía estuvieron a media paga. Vuelven a ventear guerra, trabajo, paga completa, legiones de honor, avances en su carrera con el retorno del emperador de la guerra: a las órdenes de Exelman, ocupan tumultuosos las Tullerías sin que nadie se lo impida (y, como la transición se hace tan confortablemente, de forma tan incruenta, la Bolsa sube enseguida unos cuantos puntos). A mediodía, la tricolor vuelve a ondear en el antiquísimo castillo real sin haber disparado un solo tiro.

Y enseguida aparecen cien beneficiarios, los «leales» de la corte imperial, las damas de palacio, criados, senescales, mariscales de cocina, los viejos consejeros de Estado y maestros de ceremonias, todos los que bajo la flor de lis no podían servir ni medrar, toda la nueva nobleza que Napoleón sacó de las ruinas de la Revolución para elevarla a cortesana, Todos van de gala, los generales, los oficiales, las damas: se vuelve a ver brillar los diamantes, los espadines y las condecoraciones. Las habitaciones se abren y se preparan para recibir al nuevo señor, se quitan a toda prisa los emblemas reales…, sobre la seda de los sillones vuelve a centellear, en vez de la flor de lis, la abeja napoleónica. Todo el mundo tiembla por estar a tiempo en su sitio, por ser observado de antemano como «leal». Entretanto, anochece. Como en los bailes y grandes recepciones, los criados de librea encienden todas las velas y candelabros; hasta el Arco de Triunfo llega el resplandor de las ventanas del que vuelve a ser palacio imperial, y atrae masas ingentes de curiosos a los jardines de las Tullerías.

Por fin, a las nueve de la noche, entra a todo galope un coche, protegido o flanqueado por la derecha, por la izquierda, por delante, por detrás, por jinetes de todos los grados y rangos, que agitan los sables con entusiasmo (¡pronto los necesitarán contra los ejércitos de Europa!). Como una explosión, el grito jubiloso «Vive l'Empereur!» estalla de la masa represada, resonando en el amplio rectángulo de ventanas tintineantes. En una sola e insensata oleada, la masa entusiasta se lanza contra el coche, los soldados tienen que proteger a punta de sable al emperador de la mortal acometida del entusiasmo. Luego, ellos mismos lo cogen en volandas y llevan reverentes su sagrado botín, al gran dios de la guerra, escaleras arriba al viejo palacio por entre el ensordecedor griterío. A hombros de sus soldados, con los ojos cerrados bajo la sobreabundancia de dicha, con una sonrisa extraña, casi sonámbula, en los labios, el que había salido de Elba como proscrito hacía veinte días regresa al trono imperial de Francia. Es el último triunfo de Napoleón Bonaparte. Por última vez experimenta tan inverosímil elevación, tal vuelo de ensueño desde la oscuridad hasta las más altas almenas del poder. Por última vez los oídos le rugen con el tronar marino del amado grito imperial. Durante un minuto, durante diez minutos, disfruta, con los ojos cerrados y el corazón admirado, del embriagador elixir del poder. Luego manda cerrar las puertas de palacio, retirarse a los oficiales y llamar a los ministros: el trabajo comienza. El hombre tiene que defender lo que el destino le ha regalado.

Los salones esperan hasta los topes al retornado. Pero el primer vistazo le brinda ya la decepción: quienes le siguen siendo fieles no son los mejores, los más inteligentes, los más importantes. Ve cortesanos y corteses, ansiosos de puestos y ansiosos de novedades…, muchos uniformes y pocas cabezas. Casi todos los grandes mariscales faltan sin disculparse, los verdaderos camaradas de su ascenso; se han quedado en sus palacios o se han pasado al rey, en el mejor de los casos son neutrales, en la mayoría incluso hostiles. De los ministros, está ausente el más inteligente, el de más mundo, Talleyrand; de los recién creados reyes, sus propios hermanos, sus propias hermanas y, sobre todo, su propia esposa y su propio hijo. Ve muchos aspirantes y pocos dignos entre el enjambre; todavía el grito de júbilo de los miles le vibra en la sangre, y ya este espíritu de clara visión empieza a sentir, en medio del triunfo, el primer escalofrío del peligro. De pronto, se oye un murmullo en las antecámaras, un murmullo que se hincha asombrado y alegre, y entre los uniformes y los fracs bordados se abre un pasillo respetuoso. Ha llegado un coche, un poco tarde —se viene, pero no se espera; se ofrece, pero no con vehemencia como los pequeños cortesanos—, y de él desciende la estrecha, pálida, pero bien conocida figura del duque de Otranto. Lento, indiferente, con los ojos fríamente velados, impenetrables, camina, sin dar las gracias por entre el callejón abierto, y precisamente esa bien conocida, evidente calma despierta el entusiasmo. «¡Paso al duque de Otranto!», gritan los criados. Los que más le conocen repiten el grito de otro modo: «¡Paso a Fouché! ¡Es el hombre que más necesita ahora el emperador!». Ya ha sido elegido, designado, promovido por la opinión general antes de que el emperador pueda decidir. No viene como pretendiente, sino como poder, majestuoso y grave; y, de hecho, Napoleón no le hace esperar, sino que de inmediato llama a su lado al más antiguo de sus ministros, al más fiel de sus enemigos. Sobre su entrevista se sabe tan poco como sobre aquella primera en la que Fouché ayudó a elevarse al consulado al general huido de Egipto y selló con él un pacto de desleal lealtad. Pero cuando sale de su cuarto después de una hora, Fouché vuelve a ser su ministro, ministro de Policía por tercera vez.

Todavía están húmedas las letras que anuncian en el Moniteur el nombramiento del duque de Otranto como ministro de Napoleón, cuando ambos, el emperador y el ministro, lamentan ya en secreto haber vuelto a entablar relación el uno con el otro. Fouché está defraudado: ha esperado más. Hace mucho que el cargo menor de ministro de Policía ya no satisface el frío fuego de su ambición. En 1796 todavía salvamento y distinción para el ex jacobino medio muerto de hambre, proscrito y despreciado Joseph Fouché, tal nombramiento le parece una miserable sinecura al millonario y popular duque de Otranto de 1815. En el éxito ha crecido su conciencia de sí mismo; sólo el gran juego del mundo le estimula, el excitante azar de la diplomacia europea, el continente como mesa de juego y el destino de países enteros como apuesta. Durante diez años Talleyrand, el único que puede medirse con él, le ha cerrado el paso; ahora que ese peligroso competidor se vuelve contra Napoleón y en Viena reúne contra el emperador las bayonetas de toda Europa, Fouché cree poder exigir para sí el Ministerio de Asuntos Exteriores, porque es el único capaz de desempeñarlo. Pero Napoleón, receloso por buenas razones, niega esta cartera, la más importante, a su hábil mano, porque es demasiado hábil y demasiado poco fiable. Sólo le entrega a regañadientes el Ministerio de Policía; sabe que hay que arrojar al menos unas migajas de poder a esa peligrosa ambición para que no muerda. Pero incluso en ese estrecho departamento le pone un espía en la nuca, nombrando al peor enemigo de Fouché, el duque de Rovigo, jefe de la gendarmería. Así, el primer día de su renovada relación se renueva el antiguo juego: Napoleón aposta su propia policía detrás de su ministro de Policía. Y Fouché impulsa una política propia junto a la imperial y detrás de la imperial. Ambos se engañan el uno al otro, ambos con las cartas descubiertas; una vez más, tiene que decidirse quién prevalecerá a la larga: el más fuerte o el más hábil, la sangre caliente o la fría.

Fouché coge a disgusto el ministerio. Pero lo coge. Ese jugador espléndido y apasionado tiene un defecto trágico: no puede quedarse al margen, no puede ser ni por una hora espectador del juego del mundo. Tiene que tener constantemente cartas en la mano, lanzar triunfos, mezclar, engañar, confundir, volver la espalda y ganar. Tiene que estar siempre sentado a una mesa…, no importa en cuál, real, imperial o republicana; sólo tiene que estar ahí, sólo avoir la main dans la pâte, tener las manos en la masa, no importa en cuál, tan sólo ser ministro, de la derecha, de la izquierda, del emperador, del rey, tan sólo roer el hueso del poder. Nunca tendrá la fuerza moral y ética, nunca la frialdad de nervios o el orgullo de rechazar cualquier resto de poder que se le arroje. Siempre aceptará cualquier servicio que se le encargue; para él, nada es el hombre, nada la causa…, el juego lo es todo.

Y con igual disgusto vuelve Napoleón a tomar a Fouché a su servicio. Conoce a ese maniobrero desde hace diez años y sabe que no sirve a nadie, y solamente sigue su propio deseo de jugar. Sabe que ese hombre le dejará caer como al cadáver de un gato muerto, lo abandonará en el momento más peligroso, igual que ha abandonado y traicionado a los girondinos, a los partidarios del Terror, a Robespierre y los termidoristas, a Barras, su salvador, al Directorio, a la República, al Consulado. Pero le necesita, o cree necesitarle…, igual que Napoleón fascina por su genio, así Fouché fascina una y otra vez a Napoleón por su utilidad. Rechazarle sería peligrosísimo; Napoleón ni siquiera se atreve a tener a Fouché por enemigo en un momento tan incierto. Así que elige el mal menor, ocuparle, distraerle con cargos y facultades, dejarse servir deslealmente por él. «Sólo los traidores me han enseñado la verdad», dirá después, acordándose de Fouché, el vencido de Santa Helena. Incluso en su más extrema inquina, centellea la admiración ante las inusuales capacidades de este hombre mefistofélico, porque nada soporta el genio con menos paciencia que la mediocridad; y, sabiéndose engañado, Napoleón se sabe de todos modos entendido por Fouché. Así que, al igual que un sediento coge el agua que sabe envenenada, prefiere tener a este hombre inteligente y poco fiable como criado que a los fieles e incapaces. Diez años de encarnizada enemistad unen a los hombres más misteriosamente que una amistad mediana.

Durante diez años y más Fouché ha servido a Napoleón, el ministro al señor, el espíritu al genio, durante diez años siempre ha sido el inferior. En 1815, en la lucha final, en realidad Napoleón es desde el principio el más débil. Una vez más, por última vez, ha vivido la embriaguez de la fama, como en alas de águila el destino le ha llevado inesperadamente de la isla extranjera al trono imperial. Regimientos enviados contra él, que le superaban cien a uno, arrojan sus armas a la mera visión de su capote. En veinte días, el proscrito que había llegado con seiscientos hombres llega a París a la cabeza de un ejército y, con el trueno del júbilo de millares en los oídos, vuelve a dormir en la cama de los reyes de Francia. Pero ¡qué despertar en los días siguientes, qué pronto palidece el fantástico sueño ante las desilusiones de la realidad! Vuelve a ser emperador, pero sólo de nombre, porque el mundo, antes arrodillado a sus pies, ya no reconoce a su señor. Escribe cartas y proclamas, apasionadas protestas de paz; se sonríen encogiéndose de hombros y ni siquiera le conceden el honor de una respuesta. Los mensajeros enviados al emperador, los reyes y los príncipes son detenidos en las fronteras como contrabandistas y eliminados sin contemplaciones. Una sola carta llega por caminos extraviados hasta Viena, y Metternich la arroja sin abrirla sobre la mesa de negociaciones. Alrededor de Napoleón se hace el vacío, sus viejos amigos y compañeros se han dispersado a los cuatro vientos: Berthier, Bourrienne, Murat, Eugen Beauharnais, Bernadotte, Augereau, Talleyrand, se quedan en sus posesiones o se ponen de parte de sus enemigos. En vano quiere engañarse a sí mismo y engañar a otros; hace adornar espléndidamente las habitaciones de la emperatriz y del rey de Roma como si fueran a volver junto a él mañana mismo, pero en realidad María Luisa coquetea con Cicisbeo Neipperg, y su hijo juega en Schönbrunn con soldados de plomo austríacos, bien vigilado por el emperador Francisco. Ni siquiera su propio país reconoce la tricolor. Sublevaciones en el sur, en el oeste: los campesinos están hartos de los eternos reclutamientos y disparan sobre los gendarmes que quieren volver a llevarse sus caballos para tirar de los cañones. En las calles hay pegados burlescos carteles que decretan en nombre de Napoleón:

ARTÍCULO PRIMERO. Habrán de serme entregadas trescientas mil víctimas para batallas al año.

ARTÍCULO II. En caso necesario elevaré esta cifra a tres millones.

ARTÍCULO III. Todas estas víctimas me serán enviadas por correo para la gran carnicería.

No hay duda, el mundo quiere paz, y todas las personas razonables están dispuestas a enviar al infierno al indeseado retornado si no garantiza la paz, y —trágico destino— ahora que el emperador soldado quiere de verdad, por vez primera, tranquilidad para sí y para el mundo, siempre que se le deje el poder, el mundo ya no le cree. Los bravos ciudadanos, llenos de miedo por sus rentas, no comparten el entusiasmo de los oficiales a media paga y los gallos de pelea profesionales, para los que la paz significa un trastorno en los negocios, y apenas —forzadamente— Napoleón les da derecho a elegir, se lo tiran al rostro eligiendo precisamente a aquellos a los que ha perseguido violentamente desde hace quince años y ha mantenido en la oscuridad, a los revolucionarios de 1792, Lafayette y Lanjuinais. En ningún sitio hay un aliado, pocos verdaderos adeptos en Francia, apenas un hombre con el que realmente pueda deliberar a solas. Malhumorado y trastornado, el emperador vaga por su desierto palacio. Sus nervios y su energía ceden; ora se entrega a una desordenada actividad, ora se hunde en un obtuso letargo. A menudo se echa a dormir en mitad del día; un cansancio interior, no del cuerpo, sino del alma, lo abate con mazo de plomo durante horas. En una ocasión Carnot lo encuentra en sus aposentos, con lágrimas en los ojos, mirando fijamente el cuadro del rey de Roma, su hijo; sus íntimos le oyen quejarse de que su buena estrella le ha abandonado. De alguna manera, su brújula interior siente que el cenit del éxito ha sido ya alcanzado, y por eso la aguja de su voluntad tiembla y vacila de polo a polo. A regañadientes, sin verdadera esperanza, dispuesto a todo entendimiento, este hombre acostumbrado a la victoria parte hacia la guerra. Pero Nike no vuela jamás sobre una cabeza que se inclina humillada.

Así se encuentra Napoleón en 1815, aparente señor y aparente emperador por crédito y préstamo del destino, revestido tan sólo con una sombra de poder. Pero el que está a su lado, Fouché, está precisamente en esos años en la plenitud de su fuerza. Esta razón afilada, siempre guardada en la vaina de la perfidia, no se desgasta tanto como la pasión en constante giro. Nunca se revela Fouché intelectualmente más diestro, más intrigante, más flexible, más osado que en esos Cien Días que median entre la reconstrucción y la caída del Imperio; no es hacia Napoleón, sino hacia él, hacia quien se vuelven expectantes todas las miradas en busca de un salvador. Todos los partidos —fantástico fenómeno— tienen más confianza en ese ministro del emperador que en el emperador mismo. Luis XVIII, los republicanos, los realistas, Londres, Viena, todos ven en Fouché al único hombre con quien de verdad se puede negociar, y su raciocinio frío y calculador ofrece más confianza a un mundo agotado y necesitado de paz que el genio vacilante del emperador, que se alza y abate dudoso al viento de la confusión. Y todos los que niegan el título imperial al «general Bonaparte» respetan el crédito personal de Fouché. Las mismas fronteras en las que los agentes del Estado de la Francia imperial son atrapados sin escrúpulos y metidos en prisión se abren, como tocadas con una llave mágica, a los secretos mensajeros del duque de Otranto. Wellington, Metternich, Talleyrand, Orleans, el zar y los reyes, todos reciben de buen grado y con la mayor cortesía a sus emisarios, y de pronto aquel que hasta ahora ha engañado a todos es el único jugador digno de confianza en el juego mundial. No tiene más que mover un dedo para que se haga su voluntad; la Vendée se subleva, se avecina una lucha sangrienta…, pero basta con que Fouché envíe un mensajero para impedir la guerra civil con una única entrevista. «¿Para qué —dice, con sincero cálculo—, sacrificar ahora sangre francesa? Unos cuantos meses, y o bien el emperador ha vencido o está perdido, ¿para qué luchar por algo que probablemente caerá en vuestro regazo? ¡Abatid las armas y esperad!». Y enseguida los generales realistas, convencidos por esta exposición sobria y carente de sentimentalismo, firman el deseado pacto. Todo el mundo en el extranjero, todo el mundo dentro del país se dirige primero a Fouché, ningún acuerdo parlamentario se alcanza sin él… Napoleón ha de ver impotente cómo su servidor le paraliza el brazo allá donde pretende golpear, cómo dirige las elecciones contra él y, con un Parlamento republicano, pone en su camino un obstáculo a su voluntad despótica. En vano querría ahora librarse de él, porque ha pasado la época autocrática en que se enviaba a la jubilación al duque de Otranto con unos millones como a un incómodo criado; hoy, es más bien el ministro quien puede expulsar al emperador de su trono que el emperador de su asiento de ministro al duque de Otranto.

Estas semanas de política arbitraria y sin embargo prudente, múltiple y sin embargo clara, están entre las más perfectas de la diplomacia de la Historia Universal. Incluso un adversario personal, el idealista Lamartine, no puede negar su tributo al genio maquiavélico de Fouché:

Hay que reconocer —escribe— que manifestó una rara osadía y una enérgica intrepidez en su papel. Su cabeza respondía a diario de sus manejos, podía caer al primer sentimiento de vergüenza y de ira que surgiera en el pecho de Napoleón. De todos los que aún procedían del tiempo de la Convención, era el único que no se mostraba ni gastado ni disminuido en modo alguno en su osadía. Cruelmente atrapado por su audaz juego, por una parte entre la tiranía que había vuelto a la vida y la libertad que quería revivir, y por otra entre Napoleón, que sacrificaba la patria a sus intereses, y Francia, que no quería dejarse matar por un solo hombre, Fouché intimidaba al emperador, halagaba a los republicanos, tranquilizaba a Francia, hacía guiños a Europa, sonreía a Luis XVIII, negociaba con las cortes, mantenía correspondencia gestual con el señor de Talleyrand y mantenía todo en el aire con su pose… Un papel céntuple, difícil, tan vil como sublime, pero inmenso, al que la Historia aún no ha prestado hoy la debida atención. Un papel sin nobleza de espíritu, pero no sin amor a la patria y valor heroico, en el que un súbdito se ponía a la altura de su soberano, un ministro por encima de su rey, árbitro entre imperios, restauración y libertad, pero árbitro por medio de la doblez. La Historia, mientras condena a Fouché, no podrá negarle durante este período de los Cien Días una osadía en la actitud, una superioridad en el manejo de los partidos y una grandeza en la intriga que le situarían junto a los primeros estadistas del siglo si hubiera estadistas sin virtud y sin dignidad de carácter.

Con esta clarividencia juzga Lamartine, el poeta, el estadista, el contemporáneo, a partir de la atmósfera que le rodea. Naturalmente la leyenda napoleónica, que empieza cincuenta años más tarde, cuando los diez millones de muertos ya se han podrido, los inválidos han sido enterrados y las devastaciones de Europa han quedado curadas hace mucho, es más severa e injusta en el juicio a Fouché. Toda leyenda heroica es siempre una especie de retaguardia espiritual de la Historia, y, como toda retaguardia, exige con mucha facilidad las virtudes que no tiene que poner en práctica: ilimitado sacrificio humano, entrega sin reservas incluso a la locura heroica, muerte heroica ajena y lealtad absurda ajena. La napoleónica, con su obligada técnica de blanco o negro, no conoce más que «leales» y «traidores» a su héroe, no hace ninguna diferencia entre el primer Napoleón, el cónsul que devolvió a su país la paz y el orden mediante la inteligencia y la energía, y ese Napoleón posterior, cesarista y enloquecido, para el que la guerra se había convertido en una manía, que arrastró sin escrúpulos una y otra vez al mundo a criminales aventuras en aras de su voluntad privada de poder y que dijo a Metternich las palabras, dignas de Tamerlán: «Un hombre como yo se ríe de la vida de un millón de personas». Con furia dantesca, la leyenda arroja a su infierno a cualquier Francia racional que quisiera oponer moderación a esa locura ambiciosa del poseso, del rabioso que corría hacia su propia decadencia, que no se encadenara como un perro o como un esclavo a su carro de heno para pasar por todo; la Francia de Talleyrand, Bourrienne, Murat y, sobre todo, Fouché es para ella el architraidor entre los traidores, el advocatus diaboli. Según su visión del mundo, Fouché sólo volvió al ministerio en 1815 para acercarse a la espalda del emperador y poder darle la puñalada en el momento oportuno, vendido de antemano a Luis XVIII y Europa. Supuestamente, ya el 20 de marzo había mandado decir a los monárquicos, en el momento de la partida del rey: «Salvad tan sólo al rey, yo me encargo de salvar la monarquía», y el día de su toma de posesión había confiado a su Sancho Panza: «Mi primera obligación es socavar todos los planes del emperador; dentro de tres meses seré más fuerte que él, y si no me hace fusilar hasta entonces, tendrá que caer de rodillas ante mí»… Una profecía que por desgracia es demasiado exacta en cuanto a las fechas como para no haber sido inventada a posteriori.

Sin embargo, suponer de Fouché que había entrado desde el primer momento en el gobierno de Napoleón como adepto a Luis XVIII, como espía pagado del rey, es subestimarlo miserablemente, es ante todo desconocer la espléndida complejidad psicológica, el misterio demoníaco de su carácter. No es que Fouché, el absoluto amoralista maquiavélico, no hubiera sido capaz, en su caso, de ésta y de cualquier otra traición; pero esa vileza era demasiado simple, demasiado poco atractiva para su espíritu audaz y juguetón. Engañar a un hombre, aunque sea un Napoleón, no está en su línea: su único placer es y será siempre engañarlos a todos, hacer dudar a todos y atraer a todos, jugar con todas las partes y contra todas las partes a la vez, no actuar jamás conforme a planes preconcebidos, hacer lo que el instinto le índica, ser Proteo, el dios de la metamorfosis; no un Franz Moor, un Ricardo III, un intrigante rectilíneo…, sólo el papel más brillante, capaz de sorprenderle incluso a él, entusiasma su apasionada naturaleza de diplomático. Ama las dificultades por ellas mismas, las aumenta artificialmente a la segunda, a la cuarta potencia, no traidor una vez, sino muchas, con todos, primigenio. Y, de hecho, quien más íntimamente le conocía, Napoleón, dice de él en Santa Helena esta profunda frase: «Sólo he conocido a un auténtico y completo traidor: ¡Fouché!». Completo traidor…, no ocasional, una genial naturaleza de la traición, eso es lo único que fue, porque la traición no es tanto su intención, su táctica, como su más auténtica naturaleza. Quizá la mejor forma de comprender su esencia sea la analogía con el agente doble, tan conocido en los casos de guerra, que entrega secretos a una potencia extranjera para conseguir a su vez de ella otros más valiosos, y que en ese ir y venir finalmente ya no sabe a qué potencia sirve en realidad; el agente al que ambos pagan y no es fiel a ninguno, entregado realmente tan sólo al juego, al doble juego del ir y venir, del estar en medio, un placer ya casi inmaterial, un placer diabólico y mortal. Sólo cuando la balanza se inclina definitivamente hacia un lado vuelve a entrar en acción la razón después de la pasión, para cobrar las ganancias: sólo cuando la victoria está decidida, Fouché se decide…, así fue en la Convención, así bajo el Directorio, bajo el Consulado y bajo el Imperio. En la lucha no está con nadie, al final de la lucha siempre con el vencedor. Si Grouchy hubiera llegado a tiempo, Fouché se habría convertido (al menos por una temporada) en ministro convencido de Napoleón. Como pierde la batalla, lo deja caer y se aparta de él. Sin defenderse, dijo con su cinismo habitual la frase decisiva sobre su actitud durante los Cien Días: «No he sido yo el que ha traicionado a Napoleón, sino Waterloo».

Sea como fuere, es fácil entender que este doble juego de su ministro enfurezca a Napoleón. Porque sabe que esta vez está en juego su cabeza. Todas las mañanas, como desde hace más de una década, ese hombre flaco y enjuto, con el rostro pálido y carente de sangre sobre la oscura levita bordada con hojas de palma, entra en su habitación y le rinde su informe, un informe magnífico, claro, irrebatible, sobre la situación. Nadie conoce mejor el conjunto de los acontecimientos, nadie sabe exponer con más claridad la situación del mundo, todo lo penetra y todo lo ve —eso es lo que siente Napoleón— este intelecto superior. Y, sin embargo, al mismo tiempo siente también que Fouché no le dice todo lo que sabe. Él no ignora que de las potencias extranjeras llegan mensajeros al duque de Otranto, que por la mañana, la tarde y la noche su propio ministro recibe a sospechosos agentes realistas a puerta cerrada, que mantiene conversaciones y relaciones de las que no le dice una palabra a él, el emperador. Pero ¿sucede realmente esto, como Fouché quiere hacerle creer, sólo para obtener información, o se tejen secretas intrigas? ¡Espantosa incertidumbre para un acosado, rodeado de cien enemigos! Es en vano que ora le pregunte amistosamente, ora le amoneste con insistencia, ora lo abrume con groseras sospechas: esa fina boca se mantiene inconmoviblemente cerrada, los ojos insensibles como el cristal. No es posible llegar hasta Fouché, no se le puede arrebatar su secreto. Así que Napoleón hierve: ¿cómo atraparlo? ¿Cómo saber de una vez si el hombre al que se deja acceso a todos los ficheros le traiciona a él o a sus enemigos? ¿Cómo atrapar al inatrapable, cómo penetrar al impenetrable?

Por fin —¡salvación!— un rastro, una pista, casi una prueba. En abril, la policía secreta, es decir, aquella policía que el emperador ocupa expresamente en vigilar a su ministro de Policía, descubre que un supuesto empleado de una casa bancaria vienesa ha llegado a París y ha ido directamente a visitar al duque de Otranto. Enseguida el mensajero es rastreado, detenido y —naturalmente, sin conocimiento del ministro de Policía, Fouché— llevado ante Napoleón, en un pabellón del Elíseo. Allí se le amenaza con el inmediato fusilamiento y se le intimida hasta que al fin confiesa haber traído a Fouché una carta de Metternich, escrita con tinta simpática, con el fin de iniciar una conversación entre hombres de confianza en Basilea. Napoleón echa espumarajos de furia: cartas con tales prácticas de ministros de sus enemigos a su ministro es alta traición. Y su primer pensamiento es el natural: detener de inmediato al infiel servidor e incautarse de sus documentos. Pero sus hombres de confianza se lo desaconsejan: aún no se ha aportado ninguna prueba, y sin duda, dada la probada cautela del duque de Otranto, jamás se encontrará en sus documentos una sola huella de sus maquinaciones. Así que el emperador decide empezar por poner a prueba la devoción de Fouché. Le hace llamar y habla con una falsedad muy inusual en él, que ha aprendido de su propio ministro, sondeándole sobre la situación; ¿no será posible entablar negociaciones con Austria? Fouché, ignorante de que hace mucho que aquel mensajero lo ha contado todo, no menciona con una sola palabra el billete de Metternich, y con indiferencia, con aparente indiferencia, el emperador le deja ir, ahora completamente convencido de la canallada de su ministro. Pero, para condenarlo del todo, pone en escena —en medio del más amargo humor— una refinada obra con todo el enredo de una comedia de Molière. Por medio del agente, se averigua la palabra clave para el encuentro con el hombre de confianza de Metternich. Así que el emperador envía un agente que debe presentarse como agente de Fouché…, sin duda el agente austríaco le hará toda clase de confidencias, y por fin el emperador sabrá no sólo que Fouché le ha traicionado, sino hasta qué punto. Esa misma noche parte el mensajero de Napoleón; dentro de dos días, Fouché habrá quedado desenmascarado y estará cogido en su propia trampa.

Pero, por rápido que se sea, a la serpiente o a la anguila, a los auténticos animales de sangre fría, no se les coge a manos limpias. La comedia que el emperador hace representar tiene, como toda comedia bien acabada, una acción paralela, casi un doble fondo. Igual que Napoleón tiene una policía secreta a espaldas de Fouché, así Fouché tiene a espaldas de Napoleón un escribiente comprado e informadores secretos: sus confidentes no trabajan con menos rapidez que los del emperador. El mismo día en que el agente de Napoleón parte hacia Basilea para el juego de máscaras del hotel Drei Könige, Fouché ya está al tanto: uno de los hombres «de confianza» de Napoleón le ha puesto al corriente de la comedia. Y el que había de ser sorprendido sorprende a su señor a la mañana siguiente, durante su diaria exposición. En medio de la conversación, se lleva de pronto la mano a la frente con la despreocupación de un hombre al que se le ha escapado algo completamente sin importancia:

—Ah, sí, sire, he olvidado deciros que he recibido un billete de Metternich, estaba ocupado con cosas más importantes. Y encima su enviado no me ha dado los polvos para volver legible el texto, al principio sospeché que se trataba de una mistificación. Así que no he podido informaros hasta hoy.

El emperador ya no puede contenerse:

—Sois un traidor, Fouché —le grita—, debería ahorcaros.

—No comparto la opinión de Vuestra Majestad —responde el más inconmovible, el de más sangre fría de los ministros.

Napoleón tiembla de ira. Una vez más, con esta anticipada e indeseada confesión, este Fra Diavolo se le ha escapado. Y el agente que dos días después le trae el informe sobre la entrevista de Basilea tiene poco importante que contar y mucho insatisfactorio. Poco importante, porque de la conducta del agente austríaco se desprende que Fouché, el cauteloso, era demasiado refinado como para dejarse arrastrar a pruebas documentales de que jugaba a espaldas de su señor su juego favorito: tener todas las posibilidades en la mano. Pero el mensajero también trae mucho de insatisfactorio: que las potencias están de acuerdo con cualquier forma de gobierno en Francia, pero no con Napoleón Bonaparte a su cabeza. Furioso, el emperador se muerde los labios. Su contundencia se ha paralizado. Ha querido alcanzar por la espalda al maniobrero, y en esta lucha en la oscuridad ha recibido él mismo una herida mortal.

El momento adecuado se ha perdido debido al quite de Fouché, Napoleón lo sabe: «Está claro que me traiciona —dice a sus íntimos—, y lamento no haberlo echado antes de que me revelara sus tratos con Metternich. Ahora se ha perdido el momento, y me falta un pretexto. Diría por todas partes que soy un tirano que todo lo sacrifica a sus recelos». Con plena clarividencia, el emperador reconoce su inferioridad, pero sigue luchando hasta el último minuto para ver si puede arrastrar a su lado a este hombre equívoco, o sorprenderlo y aplastarlo. Echa mano de todos los registros. Lo intenta con la confianza, con la amabilidad, con la indulgencia y con la cautela, pero su fuerte voluntad se estrella impotente contra esta piedra igual de fría y brillantemente pulida en todas sus facetas: se puede aplastar o tirar un diamante, pero nunca atravesarlo. Finalmente, a este hombre atormentado por el recelo le fallan los nervios; Carnot cuenta la escena en la que se revela dramáticamente la impotencia del emperador ante su atormentador: «Me traicionáis, duque de Otranto, tengo pruebas de ello —grita en una ocasión Napoleón al inconmovible en medio de un Consejo de Ministros y, cogiendo un abrecartas de marfil que yace sobre la mesa, dice—: Tomad este cuchillo y clavádmelo en el pecho, eso sería más leal que lo que hacéis. Sólo depende de mí haceros fusilar, y el mundo entero estaría de acuerdo con un acto semejante. Pero si me preguntáis por qué no lo hago, es porque os desprecio y no pesáis una onza en mi balanza». Se ve que su desconfianza se ha convertido ya en ira, su tormento en odio. Este hombre nunca olvidará la medida en que le han desafiado, y Fouché lo sabe. Pero calcula con claridad las míseras posibilidades de poder del emperador. «Dentro de cuatro semanas todo habrá terminado», dice, profético y despreciativo, a sus amigos. Por eso, no piensa pactar ahora; después de esta batalla decisiva, alguien tiene que quitarse de en medio: Napoleón o él. Sabe que Napoleón ha anunciado que el primer mensajero del campo de batalla tras la victoria traerá a París su destitución, quizá incluso la orden de detenerlo. Y de golpe el reloj retrocede veinte años, hasta 1793, cuando igualmente el más poderoso de su tiempo, Robespierre, dijo con la misma decisión que dentro de quince días tendría que caer una cabeza: la de Fouché o la suya. Pero desde entonces el duque de Otranto ha ganado seguridad en sí mismo. Y recuerda con arrogancia a uno de sus amigos, que le advierte contra la ira de Napoleón, aquella amenaza de antaño, y añade sonriendo: «Pero cayó la suya».

El 18 de junio, de repente, los cañones emplazados ante la catedral de los Inválidos empiezan a atronar. La población de París se estremece de entusiasmo. Conoce desde hace quince años esa voz de hierro. Ha sido alcanzada una victoria, se ha librado con éxito una batalla…, total derrota de Blücher y Wellington, anuncia el Moniteur. Entusiastas, las masas afluyen a los paseos dominicalmente repletos, el ambiente general, vacilante aún hace pocos días, se vuelca de repente en lealtad al emperador y entusiasmo. Sólo el más fino barómetro, la Bolsa, baja cuatro puntos, porque aquella victoria napoleónica significa prolongación de la guerra. Y sólo un hombre tiembla quizá en lo más íntimo ante ese broncíneo sonido: Fouché. La victoria del déspota puede costarle la cabeza.

Sin embargo, trágica ironía: a la misma hora en que en París los cañones franceses disparan su saludo, hace mucho que los ingleses han aplastado en Waterloo las columnas de la infantería y de la guardia, y mientras la capital se ilumina ignorante, los corceles de la caballería prusiana ahuyentan levantando polvareda las últimas virutas del ejército fugitivo.

Al ignorante París todavía le queda un segundo día de confianza. Sólo el 20 de junio se filtran inquietantes noticias. Pálido, con labios temblorosos, el uno susurra al otro inquietantes rumores. En las alcobas, en la calle, en la Bolsa, en los cuarteles, por todas partes la gente murmura y habla de una catástrofe, aunque los periódicos callan como paralizados. Todo el mundo habla, vacila, refunfuña, se queja y espera en la capital repentinamente intimidada.

Sólo uno actúa: Fouché. Apenas ha recibido (naturalmente, antes que todos los demás) la noticia de Waterloo, ya no considera a Napoleón más que como un molesto cadáver al que hay que eliminar a toda prisa. Y enseguida coge la pala para cavar su tumba. Inmediatamente escribe al duque de Wellington para entrar en contacto de antemano con el vencedor, y al mismo tiempo advierte a los diputados, con inigualable previsión psicológica, de que lo primero que Napoleón intentará será mandarlos a todos a casa. «Volverá más furioso que nunca y exigirá enseguida la dictadura». ¡Rápidamente a atravesar un palo en el camino! Por la noche, el Parlamento ya está encarrilado, el Consejo de Ministros ganado contra el emperador, la última posibilidad de volver a empuñar el poder se le quita de las manos a Napoleón, y todo eso antes de que haya puesto el pie en París. El dueño del momento ya no es Napoleón Bonaparte, sino al fin, al fin, al fin Joseph Fouché.

Poco antes del amanecer, envuelta en el negro manto de la noche como en una mortaja, una mala carroza (la suya, con el tesoro de la corona, su espadín y sus documentos, la ha conquistado Blücher) rueda hacia las puertas de París y hacia el Elíseo. El que hacía seis días había escrito patéticamente en su orden para el ejército: «Para cada francés que tenga valor ha llegado el momento de vencer o morir», ni ha vencido ni ha muerto, pero en Waterloo y Ligny han vuelto a caer por él sesenta mil hombres. Ahora ha vuelto a casa con rapidez, como antaño de Egipto, como de Rusia, para rescatar el poder; ha frenado intencionadamente el paso sólo para llegar secretamente, cubierto por la oscuridad. Y en vez de comparecer directamente en las Tullerías ante los representantes del pueblo de Francia en su palacio imperial, oculta sus nervios destrozados en el más pequeño y apartado Elíseo.

Un hombre cansado y destrozado desciende del coche, balbuciendo palabras incoherentes y confusas, buscando explicaciones y disculpas para lo inevitable. Un baño caliente le relaja, sólo entonces convoca a su Consejo. Inquietos, oscilando entre la ira y la compasión, respetuosos sin interior respeto, escuchan el discurso confuso y febril del derrotado, que de nuevo fantasea hablando de los cien mil hombres que piensa reclutar, de la incautación de los caballos de lujo, que calcula (ante ellos, que saben perfectamente que no se pueden sacar cien hombres más del exprimido país) que dentro de quince días podrá oponer doscientos mil hombres a los aliados. Los ministros, Fouché entre ellos, mantienen la cabeza baja. Saben que esos discursos enfebrecidos no son más que los últimos coletazos de aquella inmensa voluntad de poder que se resiste a morir en el gigante. Exige exactamente lo que Fouché ha predicho: la dictadura, la reunión de todo el poder militar y político en una mano, la suya…, y quizá no la exige más que para que los ministros la rechacen, para librarse ante la Historia de la culpa de haber desperdiciado una última posibilidad de triunfo (¡el presente conoce analogías de tales reconversiones!).

Sin embargo, todos los ministros se manifiestan cautelosamente, cada uno de ellos lleno de vergüenza ante la posibilidad de hacer daño con una palabra dura a este hombre sufriente, a este loco febril. Solamente Fouché no necesita hablar. Calla, porque hace mucho que ha actuado y tomado todas las medidas para impedir ese último asalto al poder de Napoleón. Con la curiosidad de un médico que observa con frialdad clínica las violentas convulsiones de un moribundo y calcula de antemano cuándo se detendrá el pulso, cuándo se quebrará su resistencia, oye sin compasión ese vano y espasmódico discurso; ni una sola palabra sale de sus labios finos y sin sangre. Un moribundo, perdido, abandonado, ¡qué importan esas frases desesperadas! Sabe que mientras aquí el emperador se embriaga a sí mismo para embriagar también a los otros con sus locas fantasías, mil pasos más abajo, en las Tullerías, la Asamblea decide con implacable lógica conforme a las órdenes y la voluntad, libre al fin, de Fouché.

Por supuesto, exactamente igual que el 9 de Termidor, este 21 de junio él ni aparece en la cámara de diputados. Ha apuntado —y basta con eso— sus baterías en la oscuridad, ha diseñado el plan de batalla, y ha elegido al hombre adecuado y el minuto adecuado para el ataque: la trágica y casi grotesca contrafigura de Napoleón, Lafayette. Un cuarto de siglo antes había regresado como un héroe de la guerra de liberación americana, un noble jovencísimo y sin embargo coronado ya con la fama de dos mundos, estandarte de la Revolución, precursor de la nueva idea, favorito de su pueblo, Lafayette había conocido pronto, demasiado pronto, todos los éxtasis del poder. Y de pronto, de la nada, del dormitorio de Barras, había salido un pequeño corso, un tenientillo de capote medio roto y zapatos gastados, y en dos años había derribado todo lo que él había construido e iniciado, robándole su lugar, su fama; una cosa así no se olvida. Rencoroso, el ofendido aristócrata se queda en su propiedad campestre mientras el portador del bordado manto imperial recibe a los príncipes de Europa a sus pies e implanta un nuevo despotismo, el del genio, más duro, en lugar del antiguo de la nobleza. Este sol ascendente no arroja ni un rayo de su favor sobre la retirada finca rural; y cuando el marqués de Lafayette acude en una ocasión a París con su sencilla vestimenta, el advenedizo apenas le presta atención; las levitas bordadas en oro de los generales, los uniformes de los mariscales horneados en masa de sangre, sobrepujan su fama ya polvorienta. Lafayette está olvidado, nadie menciona su nombre desde hace veinte años. El cabello se le ha vuelto gris, la audaz figura, enjuta y reseca, y nadie le llama, ni al ejército, ni al Senado; despreciativamente, se le deja plantar rosas y patatas en La Grange. No, un hombre ambicioso no olvida una cosa así. Y ahora que el pueblo, acordándose en 1815 de la Revolución, vuelve a elegir representante a su antiguo favorito y Napoleón se ve obligado a dirigirle la palabra, Lafayette no responde más que con frialdad y rechazo, demasiado orgulloso, demasiado honesto, demasiado sincero como para ocultar su enemistad.

Ahora en cambio, empujado por Fouché, da un paso adelante, y el odio acumulado en su interior hace casi las veces de la inteligencia y la fuerza. Por primera vez vuelve a oírse la voz del viejo abanderado desde la tribuna: «Cuando, después de tantos años, vuelvo por vez primera a alzar mi voz, que los viejos amigos de la libertad reconocerán, me siento obligado a hablaros de los peligros que corre la patria, cuya salvación está ahora sólo en vuestras manos». Por primera vez ha vuelto a pronunciarse la palabra libertad, y en este minuto significa: liberación de Napoleón. La propuesta de Lafayette detiene de antemano todo intento de disolver las cámaras, de volver a ensayar un golpe de Estado; se aprueba con entusiasmo que la representación popular se declare en sesión permanente y considere traidor a la patria a todo aquel que se haga culpable del intento de disolverla.

No cabe duda de adónde va dirigido tal mensaje; apenas se le entrega, Napoleón ya siente el puñetazo en mitad del rostro. «Hubiera debido destituir a esa gente antes de mi partida —dice furioso—. Ahora pasó el momento». En realidad, ni ha pasado el momento ni es demasiado tarde. Todavía podría, rubricando a tiempo su abdicación, salvar la corona imperial para su hijo, la libertad para sí mismo, todavía podría, por otra parte, recorrer los mil pasos que separan el Elíseo del salón de sesiones e imponer con su presencia su voluntad a ese inseguro rebaño de corderos; pero, una y otra vez, la Historia Universal muestra el asombroso fenómeno de que precisamente sus más enérgicos personajes se vean acometidos, en la raya divisoria de la decisión, por una extraña incertidumbre, una paralización del alma, por así decirlo. Wallenstein antes de su caída, Robespierre en la noche del 9 de Termidor y, no menos, los dirigentes de la Gran Guerra, todos ellos muestran una funesta indecisión precisamente cuando incluso el apresuramiento sería un error menor. Napoleón parlamenta, discute ante unos cuantos ministros que le escuchan con indiferencia, delibera de forma estéril, precisamente en el momento que ha de decidir su futuro, sobre los errores del pasado; se queja, fantasea, saca énfasis de sí mismo, auténtico y teatral, pero ningún valor. Habla, pero no actúa. Y como si la Historia se repitiera dentro de una sola vida, como si las analogías no fueran siempre el más peligroso error lógico en política, envía, como el 18 de Brumario, a su hermano Luciano en vez de ir él mismo a ganarse a los diputados. Pero en aquella ocasión Luciano apoyó la victoria de su hermano, como elocuente abogado, con duros granaderos y decididos generales como cómplices. Y, además, Napoleón ha olvidado trágicamente algo: entre esos quince años yacen diez millones de muertos. Y cuando Luciano sube ahora a la tribuna y acusa al pueblo francés de dejar, ingrato, en la estacada la causa de su hermano, de repente la ira acumulada de la nación decepcionada estalla contra su carnicero en boca de Lafayette, en inolvidables palabras que, lanzadas como chispas a un barril de pólvora, hacen saltar de golpe por los aires la última esperanza de Napoleón: «¿Cómo —inquiere a Luciano— os atrevéis a reprocharnos no haber hecho bastante por vuestro hermano? ¿Habéis olvidado que los huesos de nuestros hijos, de nuestros hermanos, dan por doquier testimonio de nuestra lealtad? ¡En las arenas de África, en las orillas del Guadalquivir y el Tajo, en las riberas del Vístula y en los campos helados de Moscú, desde hace más de diez años, tres millones de franceses han muerto por un hombre! Por un hombre que todavía hoy quiere luchar contra Europa con nuestra sangre. ¡Es bastante, es demasiado para un hombre! Ahora es nuestro deber salvar a la patria». El atronador aplauso de todos, se podría pensar, podría enseñar a Napoleón que sería el momento de renunciar voluntariamente. Pero nada en el mundo parece más difícil que despedirse del poder. Napoleón titubea. Y ese titubeo le cuesta a su hijo el Imperio, y a él mismo la libertad.

Ahora, Fouché pierde la paciencia. Si no quiere irse, fuera con él; si se aplican rápido las palancas, incluso un halo tan colosal caerá. En medio de la noche trabaja con los diputados que le son fieles, y a la mañana siguiente, la cámara exige imperativa la abdicación. Pero tampoco esto parece lo bastante claro para alguien en cuya sangre rugen las olas del poder. Napoleón sigue parlamentando, hasta que, a una seña de Fouché, Lafayette pronuncia la frase decisiva: «Si duda en abdicar, propondré que sea depuesto».

Una hora de tiempo dan al señor del mundo para marcharse honrosamente, una hora al hombre de poder para la renuncia definitiva; pero, exactamente igual que en 1814 ante sus generales en Fontainebleau, la utiliza de forma meramente teatral, en vez de política. «¿Cómo? —grita indignado—. ¿Por la fuerza? Si es así, no abdicaré. ¡La cámara no es más que una horda de jacobinos y ambiciosos, que hubiera debido denunciar a la nación y dispersar! Pero se puede recuperar el tiempo que he perdido». En realidad, lo que quiere es hacerse de rogar para aumentar el rescate, y, de hecho, exactamente igual que en 1814 los generales, ahora sus ministros le hablan con cautela. Sólo Fouché calla. Llega noticia tras noticia, el reloj avanza implacablemente sobre la esfera. Por fin, el emperador lanza una mirada a Fouché, una mirada, cuentan los testigos, a un tiempo sarcástica y llena de odio apasionado. «Escribid a esos caballeros —le ordena despreciativo— que se comporten con tranquilidad, yo les daré satisfacción». Enseguida, Fouché envía a su hombre en la cámara unas líneas escritas a lápiz: el castigo ya no es necesario; y Napoleón se retira a una estancia apartada para dictar la abdicación a su hermano Luciano.

Al cabo de unos minutos regresa al gabinete principal. ¿A quién entregar la hoja de tan grave contenido? Terrible ironía, precisamente a aquel que le ha obligado a escribirla, y que ahora espera inmóvil como Hermes, el mensajero implacable. Sin una sola palabra, el emperador se la entrega. Sin una sola palabra, Fouché coge el duramente combatido documento y se inclina.

Pero ha sido su última reverencia ante Napoleón.

En la sesión de la cámara faltó Fouché, el duque de Otranto; ahora que la victoria está decidida, entra y sube lentamente los escalones, con la histórica hoja en la mano. Debe de haberle temblado de orgullo, la estrecha y dura mano de intrigante, en ese instante, porque ha vencido por segunda vez al hombre más poderoso de Francia, y ese 22 de junio vuelve a ser para él 9 de Termidor. En medio de un conmovido silencio, pronuncia, frío e impertérrito, unas cuantas palabras de despedida de su antiguo señor, flores de papel sobre una tumba recién abierta. Y luego ¡nada de sentimentalismos! No se ha arrebatado a ese gigante el poder de las manos para dejarlo caer al suelo, al alcance de cualquiera. Ahora se trata de cogerlo uno mismo, de aprovechar ese instante anhelado desde hace años. Así pues, presenta la moción de que se elija inmediatamente un gobierno provisional, un directorio de cinco hombres, seguro de antemano de que será por fin elegido. Sin embargo, una vez más la tan anhelada independencia amenaza con escapársele de las manos; sin duda, consigue en el momento de la elección poner tramposamente la zancadilla al más peligroso de sus competidores, Lafayette, que acaba de prestarle tan espléndidos servicios como ariete gracias a su rectitud y sus convicciones republicanas; pero en primera vuelta Carnot obtiene 324 votos, y él, Fouché, sólo 293, de modo que la presidencia del nuevo gobierno provisional corresponde indudablemente a Carnot.

Pero en ese momento decisivo, a sólo una pulgada de la meta, Fouché, el astuto jugador de azar, hace una vez más la más encantadora e infame de sus tretas. Conforme a esas cifras electorales, la presidencia corresponde obviamente a Carnot, y él, Fouché, sólo sería el segundo en este gobierno, cuando por fin quiere ser el primero, el soberano ilimitado. Así que recurre a un refinado truco: apenas se ha reunido el Consejo de los Cinco y Carnot va a sentarse en el sillón presidencial que le corresponde, Fouché propone a sus colegas constituirse, como si se tratara de algo evidente. «¿Qué entendéis por constituirse?», pregunta asombrado Carnot. «Bueno —responde ingenuamente Fouché—, elegir a nuestro presidente y nuestro secretario —y añade enseguida, con falsa modestia—: Naturalmente, os doy mi voto para el puesto de presidente». Carnot se deja engañar y responde cortés: «Y yo a vos el mío». Pero dos de los miembros ya han sido ganados en secreto para la causa de Fouché, así que obtiene tres votos contra dos, y antes de que Carnot pueda entender cómo ha sido burlado, Fouché se sienta en el sillón presidencial. Después de Napoleón y Lafayette, felizmente también ha sido sorteado Carnot, el hombre más popular, y en vez de él es el más astuto, es decir, Joseph Fouché, el dueño de los destinos de Francia. En cinco días, del 13 al 18 de junio, el emperador ha perdido el poder, y en cinco días, del 17 al 22 de junio, Fouché se lo ha apropiado, y por fin ya no es servidor, por vez primera es ilimitado señor de Francia, libre, divinamente libre para el amado y enredado juego de la política mundial.

Primera medida: ¡fuera con el emperador! Hasta la sombra de un Napoleón agobia a un Fouché, y exactamente igual que Napoleón no se sentía bien como soberano mientras supiera en París al imprevisible Fouché, así Fouché no respira con libertad si no hay unos cuantos miles de millas entre él y el hombre del capote gris. Evita volver a hablarle personalmente —¿para qué sentimentalismos?—, sólo le envía órdenes, aun tenuemente envueltas en un papel rosa de benevolencia. Pero pronto arranca incluso ese apagado y cortés envoltorio y muestra sin compasión su impotencia al caído. Se limita a tirar a la papelera una patética proclamación que Napoleón dirige a sus ejércitos a modo de despedida, y a la mañana siguiente Bonaparte busca en vano sus imperiales palabras en el Moniteur. Fouché le ha prohibido mostrarse en público. ¡Fouché prohíbe al emperador! Aún no puede creer la ilimitada osadía con la que su antiguo servidor se pone por encima de él, pero con contundente energía es empujado de hora en hora por ese duro puño, hasta que finalmente se traslada a la Malmaison. Pero allí se queda y se afirma. No quiere irse más lejos, aunque los dragones del ejército de Blücher ya se acercan, aunque de hora en hora Fouché le advierte, de forma cada vez más feroz, que debe ser por fin razonable y desaparecer. Pero cuanto más se siente caer, más convulsivamente se aferra Napoleón al poder. Y finalmente, cuando el coche ya está preparado en el patio, se le ocurre aún un gesto grandilocuente; él, el emperador, se ofrece a ponerse como simple general a la cabeza de las tropas para vencer una vez más o morir. Pero Fouché, sobrio, no toma en serio tan romántica oferta: «¿Está ese hombre burlándose de nosotros? —exclama iracundo—. Su presencia a la cabeza del ejército no sería más que un nuevo desafío para Europa, y el carácter de Napoleón no permite creer en él indiferencia alguna hacia el poder».

Abronca al general que lleva el mensaje por la osadía de transmitir semejantes peticiones en vez de llevarse al emperador, y le ordena ejecutar inmediatamente la partida del incómodo personaje. Al propio Napoleón no se digna enviarle respuesta alguna. Para Fouché, los vencidos no merecen ni una onza de tinta.

Ahora es libre, ahora ha llegado a la meta: tras la liquidación de Napoleón, a sus cincuenta y seis años, Joseph Fouché, el duque de Otranto, está al fin solo e irrestricto en la cumbre del poder. Interminable errar por el laberinto de un cuarto de siglo: de pequeño y pálido hijo de comerciante a triste y tonsurado profesor de curas, luego tribuno de la plebe y procónsul, finalmente duque de Otranto, servidor de un emperador, y ahora, por fin, servidor de nadie más, por fin gobernante único de Francia. La intriga ha triunfado sobre la idea, la habilidad sobre el genio. Una generación de inmortales ha caído a su alrededor. Mirabeau muerto, Marat asesinado, Robespierre, Desmoulins, Danton guillotinados, su compañero de consulado Collot en el destierro en las islas de las Fiebres de Guayana, Lafayette liquidado, todos, todos muertos y desaparecidos, sus compañeros de la Revolución. Mientras él decide en Francia, libremente elegido por la confianza de todos los partidos, Napoleón, el dueño del mundo, huye a la costa con un mísero disfraz, con un pasaporte falso, como secretario de un pequeño general; Murat y Ney esperan a ser fusilados, los pequeños reyes familiares por la gracia de Napoleón vagan apátridas de escondite en escondite, con los bolsillos vacíos. Toda la gloriosa generación de este cambio único en el mundo se ha hundido, sólo él ha subido gracias a su terca paciencia, que planeaba en la oscuridad, que excavaba bajo tierra. Ahora el ministerio, el Senado y la Asamblea Nacional se funden como cera en su mano maestra, los generales, normalmente tan imperiosos, tiemblan por sus pensiones, y se someten como corderos al nuevo presidente; la burguesía y el pueblo de todo un país esperan su decisión. Luis XVIII le envía mensajeros, Talleyrand sus saludos, Wellington, el vencedor de Waterloo, comunicaciones confidenciales… Por primera vez, los hilos del destino del mundo pasan espléndidos, pública y libremente, por sus manos. Le espera una tarea inconmensurable: proteger a un país destrozado y vencido del enemigo que se acerca, impedir una resistencia inútil y patética, conseguir condiciones aceptables, encontrar la forma de Estado adecuada, el gobernante adecuado, crear una nueva norma, un orden duradero a partir del caos. Esto exige maestría, una extrema agilidad de espíritu, y, de hecho, en esta hora en que todos pierden confundidos la compostura, las medidas de Fouché demuestran la máxima energía, sus dobles y cuádruples planes una sorprendente seguridad. De todos es amigo, para engañar a todos y hacer únicamente lo que le parece personalmente correcto y útil. Aunque parece promover al hijo de Napoleón ante el Parlamento, la República ante Carnot, al duque de Orleans ante los aliados, pone suavemente proa hacia el anterior rey, Luis XVIII. Imperceptiblemente, con giros suaves y hábiles, y sin que sus compañeros más próximos adviertan su verdadera dirección, navega por entre una ciénaga de sobornos hacia los realistas y negocia el gobierno a él confiado con los Borbones, mientras en el Consejo de Ministros y en la cámara sigue jugando imperturbable a bonapartista y republicano. Desde el punto de vista psicológico, su solución era la única correcta. Sólo una rápida capitulación ante el rey podía garantizar indulgencia y una transición sin fricciones a la Francia desangrada, destruida, inundada de tropas extranjeras. Sólo Fouché comprende enseguida, con su sentido de la realidad, esa necesidad, y la lleva a la práctica contra la resistencia del Consejo, del pueblo, del ejército, de la cámara y del Senado, por propia voluntad y por sus propias fuerzas.

Pero, a pesar de toda la inteligencia que Fouché despliega en esos días, hay una —¡ésta es su tragedia!—, la última, la suprema, la más pura, que no posee: la de olvidarse de sí mismo, de su beneficio, en aras de la causa. La que se le imponía, después de esa obra maestra, de renunciar, a los cincuenta y seis años, en la cumbre del éxito, diez o veinte veces millonario, honrado y respetado por su tiempo y por la Historia. Pero quien ha anhelado el poder durante veinte años, quien ha vivido de él y aún no se ha saciado en veinte años, es incapaz de renunciar… Exactamente igual que Napoleón, Fouché no es capaz de abdicar un minuto antes de que lo echen. Y como ya no tiene señor alguno al que traicionar, no le queda otra cosa que traicionarse a sí mismo, a su propio pasado. Devolver a la Francia vencida a su antiguo soberano fue en ese instante una auténtica hazaña, política correcta y audaz. Pero hacerse pagar esa decisión con la propina de un puesto de ministro real fue una bajeza y más que un crimen: una necedad. Y esa necedad la comete ahora el furiosamente ambicioso sólo para seguir teniendo las manos en la masa unas horas más…, su primera necedad y la mayor, la imborrable, la que le rebaja para siempre ante la Historia. Ha subido mil peldaños con habilidad, flexibilidad, paciencia: con una única, torpe e innecesaria genuflexión, los baja todos.

Felizmente, tenemos un documento característico de cómo se produjo esta venta del gobierno a Luis XVIII a cambio de un puesto de ministro, uno de los pocos que relata literalmente una entrevista diplomática del por lo común cauteloso Fouché. Durante los Cien Días, un único y decidido adepto del rey, el barón de Vitrolles de Toulouse, había reunido un ejército y combatido al retornado Napoleón. Apresado y llevado a París, el emperador quería hacerle fusilar inmediatamente, pero Fouché se había inmiscuido; siempre estaba a favor de la indulgencia, especialmente para con enemigos a los que se podía necesitar. Así que se había conformado con encerrar al barón de Vitrolles en una prisión militar hasta que se despachara el procedimiento ante el consejo de guerra. Pero en cuanto la mujer del prisionero escucha, el 23 de junio, que Fouché se ha convertido en el amo de Francia, corre a verle para rogarle la liberación de Vitrolles, que Fouché le concede enseguida, porque le importa mucho gozar del favor de los Borbones. Al día siguiente, el barón de Vitrolles, el liberado jefe realista, comparece ante el duque de Otranto para darle las gracias.

Entonces se produce la siguiente y amistosa conversación política entre el jefe de gobierno republicano electo y el conjurado archirrealista. Fouché le dice:

—Bueno, ¿qué pensáis hacer ahora?

—Tengo la intención de partir hacia Gante, en la puerta me espera un coche de postas.

—Es lo más inteligente que podríais hacer; aquí no estáis seguro.

—¿No tenéis nada que darme para el rey?

—Oh, Dios mío, no. Nada en absoluto. Decid tan sólo a Su Majestad que puede contar con mi devoción, y que por desgracia no depende de mí que vuelva pronto a las Tullerías.

—Yo creo que depende únicamente de vos que eso ocurra pronto.

—Menos de lo que pensáis. Las dificultades son grandes. En todo caso, la cámara ha simplificado la situación. Ya sabéis —y Fouché sonríe al decir esto— que ha proclamado a Napoleón II.

—¿Cómo, Napoleón II?

—Naturalmente, había que empezar por eso.

—Pero supongo que no habrá que tomarlo en serio.

—Puede decirse así. Cuanto más pienso en ello, más convencido estoy de que ese nombramiento es completamente absurdo. Pero no podéis imaginaros cuánta gente se adhiere aún a ese nombre. Algunos de mis colegas, sobre todo Carnot, están convencidos de que todo estará a salvo con Napoleón II.

—¿Y cuánto tiempo va a durar esta broma?

—Probablemente el tiempo que necesitemos para librarnos de Napoleón I.

—Y luego, ¿qué ocurrirá?

—¿Cómo voy a saberlo? En momentos como estos, es difícil prever el día siguiente.

—Pero al señor Carnot, vuestro colega, tan adepto a Napoleón, quizá le cueste trabajo apartarse de esa combinación.

—¡Bah, no conocéis a Carnot! Basta con apartarle de la idea de proclamar el gobierno del «pueblo francés». Pueblo francés, imagínese cuando lo oiga.

Y ambos se ríen, el republicano electo duque de Otranto, que se burla de su colega, y el emisario realista. Empiezan a entenderse mutuamente.

—Así está bien, así saldrá bien —retoma el barón de Vitrolles la conversación—, pero espero que después de Napoleón II y el «pueblo francés» penséis al fin en los Borbones.

—Desde luego —responde Fouché—, luego le tocará el turno al duque de Orleans.

—¿Cómo, el duque de Orleans? —exclama sorprendido el barón de Vitrolles—. ¿Es que creéis que el rey aceptará jamás una corona así ofrecida y negociada con todo el mundo?

Fouché se limita a callar, y sonríe.

Pero el barón de Vitrolles ya ha entendido. Con esa conversación astutamente irónica, aparentemente frívola, Fouché le ha mostrado sus intenciones. Le ha hecho sentir claramente que, si él quiere, habrá dificultades, que en lugar del rey Luis XVIII se podría proclamar a Napoleón II, al pueblo francés o al duque de Orleans, pero que él, Fouché, no tiene personalmente especial interés en ninguna de esas posibilidades y está tranquilamente dispuesto a suprimirlas todas en favor de Luis XVIII si… Ese «si» no ha sido expresado, pero el barón de Vitrolles lo ha entendido ya, quizá en una sonrisa en la mirada, quizá en un gesto. En cualquier caso, se decide de pronto a no viajar y quedarse en París junto a Fouché, naturalmente con la condición de poder mantener libre correspondencia con el rey. Plantea sus condiciones: al principio, veinticinco pasaportes para sus agentes enviados a Gante, al cuartel general del rey. «Cincuenta, cien, todos los que quiera —responde el bienhumorado ministro de Policía republicano al representante de los adversarios de la República—. Y luego, por favor, poder hablar con vos una vez al día». Una vez más, el duque responde alegremente: «¡Una vez no es bastante! Dos veces, una por la mañana y una por la tarde». Ahora el barón de Vitrolles puede quedarse tranquilamente en París y negociar con el rey bajo la protección del duque de Otranto, y comunicarle que las puertas de París le estarán abiertas si…, sí, si Luis XVIII está dispuesto a aceptar al duque de Otranto como ministro del nuevo gobierno real.

Cuando se propone a Luis XVIII hacer que Fouché le abra las puertas de París a cambio de la propina de un puesto de ministro, este Borbón normalmente imperturbable empieza a echar espumarajos. «¡Jamás!», grita al primero que quiere poner en la lista ese odiado nombre. Y en verdad, ¡qué absurda pretensión admitir en casa a un regicida, uno de los que firmaron la sentencia de muerte de su propio hermano, un sacerdote renegado, ateo furioso y servidor de Napoleón! «¡Jamás!», grita indignado. Pero ya se sabe que a lo largo de la Historia este jamás de los reyes, de los políticos y generales, es casi siempre el primer paso para una capitulación. ¿Acaso París no vale una misa? ¿No han hecho desde Enrique IV los reyes, sus antepasados, similares sacrifici dell’inteletto, tales sacrificios de conciencia y de espíritu en aras del poder? Presionado por todas partes, por los cortesanos, los generales, por Wellington y sobre todo por Talleyrand (que, como obispo casado, necesita una oveja aún más negra en esta corte), Luis XVIII empieza poco a poco a vacilar. Todos le aseguran que sólo un hombre puede abrirle sin resistencia las puertas de París, y es Fouché. Sólo él, el hombre de todos los partidos y convicciones, el mejor, el eterno sostenedor del estribo de todos los pretendientes al trono, ahorraría un derramamiento de sangre. Y, además, hace mucho que el viejo jacobino se ha convertido en un buen conservador, se ha arrepentido y traicionado espléndidamente a Napoleón. Finalmente, para descargar su conciencia —«¡Pobre hermano mío, si pudieras verme ahora!», dicen que exclamó—, el rey se confiesa y se declara dispuesto a recibir secretamente a Fouché en Neuilly; secretamente, porque nadie en París debe sospechar que un dirigente electo del pueblo vende su país por un puesto de ministro y un pretendiente al trono vende su honor por una corona: en la oscuridad, con el obispo renegado como único testigo, se lleva a cabo el más desvergonzado de los negocios de la Historia moderna entre el ex jacobino y el todavía no rey.

Allí en Neuilly se produce una escena inquietante y fantástica, digna de un Shakespeare o de un Aretino: el rey Luis XVIII, descendiente de san Luis, recibe a uno de los asesinos de su hermano, el séptuple perjuro Fouché, el ministro de la Convención, del Imperio y de la República, para tomarle juramento, su octavo juramento. Y Talleyrand, antiguo obispo, luego republicano, luego servidor del emperador, sirve de introductor a su compañero. Para poder caminar mejor, el cojo pasa el brazo por los hombros de Fouché —«El vicio apoyado en la traición», observa sarcástico Chateaubriand—, y los dos ateos se aproximan con fraternal oportunismo al heredero de san Luis. Primero, profunda reverencia. Luego, Talleyrand asume la penosa obligación de proponer al rey como ministro al asesino de su hermano. Este hombre enjuto está aún más pálido que de costumbre, porque ahora dobla la rodilla para jurar ante el «tirano», el «déspota», y besa la mano por la que corre la misma sangre que ayudó a derramar, y presta el juramento en nombre del mismo Dios cuyas iglesias saqueó y profanó con sus hordas en Lyon. ¡Es un plato fuerte, hasta para un Fouché!

Por eso, el duque de Otranto sigue pálido cuando sale de la sala de audiencias del rey; ahora es más bien el cojo Talleyrand el que tiene que sostenerlo. No dice una sola palabra. Ni siquiera las irónicas observaciones de este obispo cínico y resabiado, que dice misa como quien juega a las cartas, pueden sacarle de ese consternado silencio. Por la noche, con el decreto ministerial firmado en la cartera, regresa a París junto a sus ignorantes colegas de las Tullerías, a los que mañana despedirá y pasado mañana declarará proscritos: puede que haya algo en lo más hondo de él que le incomode. El más desleal de los criados ha sido libre, pero —¡fantástica contradicción del destino!— las almas subalternas no pueden soportar la libertad, huyen compulsivamente hacia nuevas servidumbres. Y así Fouché, ayer aún fuerte y autocrático, vuelve a humillarse ante un señor, vuelve a encadenar sus manos libres a la galera del poder (y cree estar con ello al timón del destino), y pronto llevará también el signo de los galeotes, el estigma.

A la mañana siguiente, las tropas de los aliados entran en París. Conforme al secreto acuerdo, ocupan las Tullerías y cierran sencillamente las puertas a los diputados. Esto da al aparentemente sorprendido Fouché ocasión de proponer a sus colegas deponer el gobierno como protesta contra las bayonetas. Los engañados aceptan el patético gesto y, como estaba acordado, el trono queda de pronto vacío, durante un día entero no hay gobierno en París. Y Luis XVIII no tiene más que acercarse a las puertas, entre el júbilo organizado con dinero por su nuevo ministro de Policía, para ser recibido con entusiasmo como salvador; Francia vuelve a ser una monarquía.

Sólo ahora comprenden los colegas de Fouché con qué refinamiento los ha engañado. Ahora, por el Moniteur, se enteran también del precio por el que se ha vendido. En ese instante explota la furia en el decente, idealista, impecable (aunque un poco duro de mollera) Carnot. «¿Dónde tengo que ir a entregarme, traidor?», increpa despreciativo al reciente ministro de Policía real.

Igualmente despreciativo, Fouché responde: «Donde quieras, imbécil».

Y con ese lacónico diálogo entre caracteres de los dos viejos jacobinos, los últimos del 9 de Termidor, finaliza el drama más asombroso de la Edad Moderna, la Revolución, y su centelleante fantasmagoría: el paso de Napoleón por la Historia Universal. La época de las aventuras heroicas se ha extinguido, la era burguesa comienza.