MINISTRO
DEL EMPERADOR

1804-1811

En 1802, Joseph Fouché, o mejor, Su Excelencia el senador Joseph Fouché, se retira, siguiendo el deseo suavemente insistente del primer cónsul, a la vida privada, de la que había salido hacía diez años. Increíble decenio, criminal y funesto, transformador del mundo y mortalmente peligroso…, pero Joseph Fouché ha sabido aprovechar bien el tiempo. No se refugia, como en 1794, en una mísera mansarda sin calefacción, sino que se compra una bonita casa bien equipada en la rue Cerutti, que había pertenecido antaño a uno de esos «viles aristócratas» o «infames ricos». En Ferrières, la futura residencia de los Rothschild, se organiza una espléndida residencia de verano, y su feudo en la Provenza, la senatoria de Aix, le envía diligentemente ingresos. Por lo demás, domina de forma modélica el noble arte alquímico de convertir cualquier cosa en oro. Sus protegidos en la Bolsa le dan participación en sus negocios, amplía con ventaja sus posesiones…, unos años más y el hombre del primer manifiesto comunista se convertirá en el segundo ciudadano más rico de Francia, el mayor terrateniente del país. El tigre de Lyon se ha convertido en un buen hámster, un inteligente y ahorrador capitalista y rentista. Esa fantástica riqueza de advenedizo político nada cambia en su innata carencia de necesidades, tercamente entrenada en la vida monacal. Desde el punto de vista personal, con quince millones Joseph Fouché no vive de forma muy distinta que cuando arañaba trabajosamente los quince céntimos diarios en su mansarda; no fuma, no bebe, no juega, no gasta el dinero en mujeres o vanidades. Igual que un honrado propietario, sale a pasear con sus hijos —tres nuevos han seguido a los dos fallecidos por las privaciones— por sus prados, da de vez en cuando pequeñas recepciones, escucha cuando los amigos de su mujer hacen música, lee y disfruta de las conversaciones inteligentes; muy al fondo, inaccesible bajo ese burgués sobrio y huesudo, se esconde el demoníaco placer que encuentra en el juego de azar de la política, en las tensiones y peligros del juego mundial. Sus vecinos no ven nada de todo eso, sólo al honrado administrador de fincas, al magnífico padre de familia, al tierno esposo. Y nadie que no le conozca por su oficio sospecha que, tras su alegre silencio, se acumula una pasión cada vez más inquieta por volver a lanzarse e intervenir.

Porque ¡mirada de medusa del poder! Quien le haya mirado una vez al rostro ya no puede apartar la vista de él, queda hechizado y cautivo. Quien ha ejercido alguna vez la embriaguez de gobernar y mandar, ya no puede privarse de ella. Ojeemos la Historia Universal en busca de ejemplos de retiro voluntario: excepto Sila y Carlos V, entre miles y decenas de miles de personajes apenas se encuentra una docena que, con el corazón saturado y la mente clara, hayan renunciado al casi blasfemo placer de representar el destino para millones de personas. Igual que un jugador no puede apartarse del juego, un bebedor de la bebida, un cazador furtivo de la caza, Joseph Fouché no puede alejarse de la política. La calma le atormenta, y mientras coge el arado con alegría, con la bien fingida indiferencia de un Cincinato, los dedos le arden y los nervios le tiemblan por volver a coger cartas políticas. Aunque apartado del servicio, continúa voluntariamente el trabajo de policía y, para no perder práctica con la pluma, para no caer del todo en el olvido, envía al primer cónsul informes secretos todas las semanas. Esto divierte, ocupa de forma despreocupada su alma de intrigante sin satisfacerla en realidad, y su aparente mantenerse al margen no es más que un febril esperar el momento de volver a coger las riendas, sentir poder sobre los hombres, poder sobre el destino del mundo, ¡poder!

Bonaparte percibe en muchos signos la impaciencia de Fouché, pero tiene a bien ignorarla. Mientras pueda tener lejos de sí a este hombre increíblemente inteligente, increíblemente trabajador, lo mantendrá en la oscuridad; desde que se ha empezado a distinguir la arbitraria energía de este hombre subterráneo, nadie toma a Fouché a su servicio si no lo necesita a toda costa y para lo más peligroso. El cónsul le da toda clase de muestras de su favor, lo emplea en toda clase de asuntos, le agradece sus buenos informes, le invita de vez en cuando al Consejo de la Corona y, sobre todo, le deja ganar dinero y enriquecerse para que se mantenga tranquilo; pero hay algo a lo que se niega tercamente mientras puede: a volver a nombrarlo y restaurar el Ministerio de Policía. Mientras Bonaparte sea fuerte, mientras no cometa errores, no necesita un servidor tan discutible y tan excesivamente inteligente. Pero, por suerte para Fouché, Bonaparte comete errores. Sobre todo, el error histórico e imperdonable: que no le basta con ser Bonaparte, que además de la seguridad en sí mismo, además del triunfo de su carácter único, ansia el pálido brillo de la legitimidad, el ornato de un título. Aquel que nunca tuvo nada que temer gracias a su fuerza, a su personalidad única y poderosa, teme a la sombra del pasado, al halo impotente de los expulsados Borbones. Y así, se deja inducir por Talleyrand, violando el Derecho Internacional, a traer por gendarmes al duque de Enghien de territorio neutral y fusilarlo… Un acto para el que Fouché tuvo la famosa frase: «Fue más que un crimen, fue un error».

Esta ejecución crea en torno a Bonaparte un espacio sin aire lleno de miedo y espanto, disgusto y odio. Y pronto le parecerá aconsejable volver a ponerse bajo la cobertura del Argos de mil ojos, bajo la protección de la policía.

Y además, y sobre todo: en el año 1804, el cónsul Bonaparte vuelve a necesitar un auxiliar hábil y carente de escrúpulos para su supremo ascenso. Vuelve a necesitar alguien que sostenga el estribo. Lo que hace dos años le parecía aún el máximo logro de su ambición, el Consulado vitalicio, vuelve a parecerle insuficiente a este hombre alzado en alas del éxito. Ya no quiere ser sólo primer ciudadano entre los ciudadanos, sino señor y soberano sobre súbditos, le apetece refrescar la ardorosa frente con el aro de oro de una corona imperial. Pero quien quiera ser César necesita un Antonio, y aunque Fouché lleva mucho tiempo representando el papel de Bruto (antes incluso el de Catilina), hambriento después de dos años de ayuno político se muestra completamente dispuesto a pescar esa corona imperial en ese Senado convertido en ciénaga. Como cebo sirven el dinero y las buenas promesas, y así el mundo vive el extraño espectáculo de que el antiguo presidente del club jacobino y actual Excelencia intercambia sospechosos apretones de manos en los pasillos del Senado, y apremia y susurra hasta que al fin unos pocos serviles complacientes presentan la moción de que se «cree una institución que destruya para siempre las esperanzas de los conspiradores, garantizando la duración del gobierno más allá de la vida de su caudillo». Si se quita la paja a esta frase, se encuentra en su núcleo la intención de transformar al cónsul vitalicio Bonaparte en el emperador hereditario Napoleón. Y de la pluma de Fouché (que escribe igual de bien con aceite que con sangre) surge probablemente esa petición del Senado, de sumisión canina, que invita a Bonaparte «a culminar su obra dándole una forma inmortal». Pocos han dado más vivaces paladas en la definitiva fosa de la República que Joseph Fouché de Nantes, ex diputado de la Convención, ex presidente del club jacobino, el Ametrallador de Lyon, el luchador contra los tiranos, antaño el más republicano de todos los republicanos.

No se queda sin recompensa. Como antaño el ciudadano Fouché por el ciudadano cónsul Bonaparte, en 1804, después de dos años de exilio dorado, Su Excelencia el senador Fouché es nombrado nuevamente ministro por Su Majestad el emperador Napoleón. Por quinta vez, Joseph Fouché presta un juramento de fidelidad; el primero fue al entonces todavía gobierno real, el segundo a la República, el tercero al Directorio, el cuarto al Consulado. Pero Fouché no tiene más que cuarenta y cinco años; ¡quizá quede tiempo para nuevos juramentos, nuevas lealtades y deslealtades! Y, con renovadas fuerzas, vuelve a lanzarse a su viejo y querido elemento, el viento y las olas, comprometido por su juramento con el nuevo emperador y sin embargo conjurado tan sólo con su propio e inquieto deseo.

Durante una década, se enfrentan en el escenario de la Historia Universal —o más bien en su trastienda— ambas figuras, Napoleón y Fouché, encadenadas por el destino a pesar de una lúcida resistencia por ambas partes. Napoleón no quiere a Fouché y Fouché no quiere a Napoleón…, llenos de secreta aversión, se sirven el uno del otro, ligados únicamente por la atracción de los polos opuestos. Fouché conoce con precisión la genialidad, la grandeza y el peligro de Napoleón; sabe que el mundo no volverá a dar durante decenios un genio de tal superioridad, tan digno de servirle. Napoleón a su vez sabe que nadie le comprende con tal rapidez como esa mirada espejo y espía, sobria, clara, reflectante, como ese talento político trabajador, empleable por igual para lo mejor y para lo peor, al que sólo falta una cosa para ser el perfecto servidor: la incondicionalidad de la entrega, la fidelidad.

Porque Fouché jamás será servidor de nadie, y menos aún lacayo. Nunca sacrifica del todo su autonomía intelectual, su propia voluntad, a una causa ajena. Al contrario, cuanto más se disfrazan los viejos republicanos de nuevos aristócratas, cuanto más sucumben al halo del imperator, cuanto más se convierten de consejeros en aduladores y babosos, tanto más se estira y se tensa la espalda de Fouché. Naturalmente, ya no se puede salir al encuentro del egotista emperador, cada vez más cesarista, en abierta oposición, con la llana expresión de una opinión contraria, porque hace mucho que la sincera camaradería, la libre expresión de ciudadano a ciudadano, ha sido abolida en el palacio de las Tullerías; el emperador Napoleón, que hace que sus viejos camaradas de guerra e incluso (¡cómo tienen que haberse sonreído!) sus propios hermanos no se dirijan a él más que llamándole «sire», y que ya no se deja tutear por ningún ser mortal salvo su esposa, ya no desea ser aconsejado por sus ministros. Ya no es el ciudadano ministro Fouché el que se presenta al ciudadano cónsul Bonaparte en levita con chorreras, con el cuello abierto y el paso elástico, sino que ahora el ministro Joseph Fouché se presenta en una especie de audiencia al emperador Napoleón con el cuello bordado en oro rígido y alto, envuelto en su pomposo uniforme de corte, con medias de seda negra y zapatos relucientes, con condecoraciones y el sombrero en la mano; el «señor» Fouché tiene que empezar por inclinarse respetuoso ante el antiguo compañero de conspiración y camarada, antes de poder hablarle llamándole «Vuestra Majestad». Tiene que entrar con una reverencia y despedirse con una reverencia, aceptar sin rechistar las órdenes dadas con brusquedad, en vez de cultivar conversaciones más íntimas. No cabe resistencia a la opinión de este hombre, el más tempestuoso de todos los hombres de voluntad.

Al menos, no cabe resistencia abierta. Fouché conoce demasiado bien a Napoleón como para querer imponerle su voluntad en caso de discrepancia. Se deja dar órdenes como todos los demás aduladores y serviles ministros de la época imperial; pero con una pequeña diferencia: que no siempre obedece esas órdenes. Si se le ordenan detenciones que él mismo no aprueba, hace advertir sigilosamente a los amenazados, o si tiene que aplicar un castigo enfatiza por doquier que ocurre expresamente por orden del emperador, no por sus propios deseos. En cambio, siempre comparte como dones propios los favores y las amabilidades. Cuanto más imperioso se muestra Napoleón —y, de hecho, es asombroso cómo su temperamento, desde el principio autoritario, se vuelve cada vez más desenfrenado y autocrático conforme se extiende su poder—, tanto más amable, tanto más conciliador se comporta Fouché. Y así, sin decir una sola palabra en contra del emperador, sólo con pequeños guiños, sonrisas y silencios, constituye por sí solo una oposición, visible y sin embargo nunca aprensible, contra la nueva divinidad. Hace mucho que no se toma la peligrosa molestia de imponerle verdades; no se emplean, y lo sabe, con reyes y emperadores, aunque antes se llamaran Bonaparte. Sólo bajo mano desliza de vez en cuando con perversidad algunas sinceridades de contrabando en sus informes diarios. En vez de decir «creo», «pienso», y hacerse echar una bronca por esa opinión y pensamiento autónomo suyos, escribe en sus informes «se cuenta» o «un enviado ha dicho»; de ese modo, suele echar casi siempre en el diario pastel de picantes novedades unos granos de pimienta referidos a la familia imperial. Con pálidos labios, Napoleón tiene que ver reseñados como «malvados rumores» toda la suciedad y la vergüenza de sus hermanas, y además maldades bien adobadas sobre sí mismo, notas ásperas y ardientes con las que la hábil mano de Fouché saltea intencionadamente el boletín. Sin pronunciar una sola palabra, el incómodo servidor sirve de vez en cuando a su incómodo señor verdades nada bienvenidas, y ve, asistiendo cortés y desinteresado a la lectura, cómo el duro señor se atraganta con ellas. Así ejerce Fouché su pequeña venganza sobre el teniente Bonaparte, que, desde que se puso la levita imperial, sólo desea ver a sus antiguos asesores con la espalda inclinada y temblando ante él.

Se ve que entre estos dos hombres no hay una atmósfera amigable. Igual que Fouché no es un servidor agradable a Napoleón, Napoleón no es un Señor agradable a Fouché. Ni una sola vez deja un informe policial sobre la mesa de forma confiada y descuidada. Examina cada una de las líneas con su mirada de halcón en busca de la menor discordancia, del menor descuido; y, si lo encuentra, estalla, insulta a su ministro como un niño de escuela, entregado por entero a la desinhibición corsa de su temperamento. Los que se ponen junto a las puertas, los que miran por el ojo de la cerradura, sus colegas del Consejo de Ministros, cuentan de forma unánime cómo precisamente la sangre fría de la resistencia de Fouché indignaba al emperador. Pero incluso sin su testimonio (porque hay que leer con lupa todas las memorias de aquella época) se sabría, porque incluso en las cartas se oye retumbar la dura y áspera voz de mando: «Creo que la policía no lleva a cabo la vigilancia de la prensa con el necesario ahínco», sermonea al viejo y experto maestro, o le abronca: «Se podría pensar que en el Ministerio de Policía no saben leer: no se cuidan de nada». O: «Le conmino a mantenerse dentro del marco de su actividad y no inmiscuirse en las cuestiones de política exterior». Napoleón le insulta inmisericordemente, se sabe por cien relatos, incluso delante de testigos, de sus ayudantes y del Consejo de Estado, y cuando la ira espumea en sus labios no duda en recordarle incluso Lyon, su época de terror, en llamarle regicida y traidor. Pero Fouché, gélido observador, que después de diez años conoce toda la gama de esas explosiones de ira, sabe que a veces le salen del alma, incontroladas, a ese hombre ardiente, pero también que a veces Napoleón las provoca como un actor, con plena conciencia, y no se deja intimidar ni por las tormentas auténticas ni por las teatrales, como le ocurrió por ejemplo al ministro austríaco Cobenzl, que se sobresaltó tembloroso cuando el emperador le arrojó a los pies un valioso jarrón de porcelana; no se deja confundir ni por la ira aparente ni por la verdadera furia del emperador. Con su rostro incoloro, similar a una máscara, calizo, se mantiene apaciblemente en pie, sin un solo temblor en las esquinas de los ojos, sin revelar tensión ni con un solo nervio, bajo ese chorro de palabras…, tan sólo, quizá, cuando deja la estancia una sonrisa irónica o malvada juguetea en sus finos labios. No tiembla ni siquiera cuando el emperador le grita: «Sois un traidor, debería haceros fusilar», sino que responde, sin dar a su voz otro acento, burocrático: «No comparto esa opinión, sire». Cien veces se deja anunciar y amenazar el destierro y la destitución, y sale tranquilamente de la habitación, completamente seguro de que el emperador volverá a llamarle al día siguiente. Y siempre tiene razón. Porque a pesar de su desconfianza, de su ira y de su secreto odio, Napoleón jamás puede librarse del todo de Fouché durante toda una década, hasta la última hora.

Pero este poder de Fouché sobre Napoleón, un enigma para todos sus contemporáneos, no tiene nada de mágico ni de hipnótico. Es un poder adquirido, un poder calculado y elaborado con trabajo y astucia y sistemática observación. Fouché sabe mucho, sabe incluso demasiado. No sólo conoce todos los secretos imperiales gracias a la locuacidad del emperador, sino también en contra de su voluntad, y mantiene en jaque a todo el reino y a su señor mediante una absoluta y casi mágica información. A través de la propia esposa del emperador, Josefina, conoce los detalles más íntimos de su lecho, a través de Barras, cada paso en la escalera de caracol de su ascenso; gracias a su propia vinculación con los hombres del dinero, controla todas las circunstancias patrimoniales privadas del emperador, no se le escapa ninguno de los cien asuntos sucios de la familia Bonaparte, los asuntos de juego de sus hermanos, las aventuras de Mesalina de Pauline. Y tampoco se le ocultan las escapadas de su señor. Cuando a las once de la noche, envuelto en un capote ajeno y casi embozado, Napoleón se escapa por una puerta lateral de las Tullerías para ir a visitar a una amante, a la mañana siguiente Fouché sabe dónde fue el coche, cuánto tiempo se quedó el emperador en aquella casa, cuándo volvió, e incluso en una ocasión puede avergonzar al dueño del mundo comunicándole que esa elegida le engaña a él, a un Napoleón, con un actorcillo no tan bien escogido. Cada escrito importante que sale del gabinete del emperador va a parar en copia a Fouché gracias a un secretario sobornado, y algunos de entre los lacayos de mayor y menor rango reciben una prima mensual de la caja secreta del ministro de Policía por contarle de forma fiable todas las conversaciones palatinas; de día y de noche, en la mesa y en la cama, Napoleón es observado por su celoso servidor. Imposible ocultarle un secreto; así que el emperador está obligado a confiar en él, lo quiera o no. Y ese conocimiento de todo y de todos crea el único poder de Fouché sobre las personas, el que tanto admiraba Balzac.

Con el mismo cuidado con el que Fouché supervisa todos los asuntos, planes, pensamientos y palabras del emperador, se esfuerza en ocultar los suyos. Fouché no confía jamás ni al emperador ni a nadie sus verdaderas intenciones y trabajos; de su gigantesco material informativo, proporciona tan sólo lo que le apetece. Todo lo demás queda encerrado en el cajón del escritorio del ministro de Policía; Fouché no da acceso a nadie a esta última ciudadela, pone su pasión, su única pasión, en el espléndido placer de ser imprevisible, impenetrable, opaco, algo que nadie más puede decir. De nada sirve que Napoleón le ponga dos espías en los talones…, Fouché se burla de ellos, o incluso los utiliza para hacer llegar informes totalmente falsos y ridículos a su estafado encargante. Con los años, este juego de espionaje y contraespionaje entre ambos se vuelve cada vez más astuto y odioso, su postura abiertamente insincera… No, en verdad no hay una atmósfera clara y transparente entre estos dos hombres, de los que el uno quiere ser demasiado señor y el otro demasiado poco criado. Cuanto más fuerte se hace Napoleón, tanto más molesto le resulta Fouché. Cuanto más fuerte se hace Fouché, tanto más odioso se le hace Napoleón.

Detrás de esa privada contraposición de diferencias intelectuales se alza poco a poco toda la gigantesca tensión de la época. Porque, año tras año, se dibujan cada vez con mayor claridad dentro de Francia una voluntad y otra contrapuesta: el país quiere la paz de una vez, y Napoleón, sin cesar, la guerra. El Bonaparte de 1800, heredero y ordenador de la Revolución, era aún enteramente uno con su país, con su pueblo, con sus ministros; el Napoleón de 1804, el emperador de la nueva década, hace mucho que ya no piensa en su país, en su pueblo, sino únicamente en Europa, en el mundo, en la inmortalidad. Una vez que ha resuelto magistralmente la tarea que le fue confiada, se pone nuevas y más difíciles tareas desde la desmesura de sus fuerzas y, una vez convertido el caos en orden, arrastra violentamente su propia acción, su propio orden al caos. No quiere decirse con esto que su entendimiento, claro y afilado como un diamante, se haya trastornado, en absoluto; el intelecto de Napoleón, matemáticamente exacto y preciso a pesar de todo lo demoníaco, sigue grandiosamente despejado hasta el último instante, cuando el moribundo escribe con mano temblorosa su testamento, la obra de sus obras. Pero este entendimiento suyo ha perdido hace mucho la medida humana, ¡cómo podría ser de otra manera, después de tal realización de lo inverosímil! ¡Cómo no iba a asaltar su alma, después de tan inauditas ganancias contra todas las reglas del juego del mundo, el deseo de superar lo increíble con lo más increíble aún! Napoleón está tan poco trastornado, incluso en sus más locas aventuras, como Alejandro Magno, Carlos XII de Suecia o Cortés. Tan sólo, como ellos, ha perdido debido a sus insólitas victorias la medida real de lo posible, y precisamente esa furia con pleno entendimiento, un grandioso espectáculo natural del espíritu, espléndido como un mistral con cielo despejado, produce esos hechos que son al mismo tiempo crimen de un solo hombre contra cientos de miles y, sin embargo, legendario enriquecimiento de la Humanidad. La campaña de Alejandro Magno hasta la India —aún hoy legendaria—, el viaje de Cortés, la marcha de Carlos XII desde Estocolmo hasta Poltawa, la caravana de seiscientos mil hombres que Napoleón lleva desde España hasta Moscú; esas grandes acciones, que lo son a la vez de valor y de arrogancia, son a nuestra Historia contemporánea lo que las luchas de Prometeo y los titanes contra los dioses fueron a la mitología griega: soberbia y heroísmo, en cualquier caso el máximo, lindante ya con lo sacrílego, de lo humanamente alcanzable. Y a esa medida extrema es a la que aspira incesantemente Napoleón apenas siente la corona en las sienes. Con los éxitos crecen sus metas, con las victorias su osadía, con los triunfos sobre el destino el deseo de retarlo con creciente audacia. Por eso, nada más natural que el que los otros hombres a su alrededor, en tanto no estén aturdidos por la fanfarria de las victorias y no estén deslumbrados por los éxitos, que hombres al mismo tiempo inteligentes y sensatos como Talleyrand y Fouché, empiecen a estremecerse. Ellos piensan en su época, en el presente, en Francia… Napoleón tan sólo en la posteridad, en la leyenda, en la Historia.

Esta contraposición entre razón y pasión, entre caracteres lógicos y demoníacos, eternamente repetida en la Historia, se produce en Francia poco después del cambio de siglo. La guerra ha hecho grande a Napoleón, le ha elevado desde la nada hasta un trono imperial. Por eso, qué más natural que querer la guerra una y otra vez y buscar adversarios cada vez más grandes, más poderosos. Ya desde el punto de vista meramente numérico, sus apuestas ascienden a lo fantástico. En Marengo, en 1800, venció con treinta mil hombres, cinco años después pone ya en campaña trescientos mil, y otros cinco años después arranca un millón de combatientes a un país desangrado y cansado de la guerra. Simplemente contando con los dedos, el último criado de su ejército, el más ignorante de los campesinos, comprendería que tal guerromanía y cazamanía (Stendhal acuñó esta palabra) tenían que terminar en una catástrofe, y de forma profética Fouché dice durante una conversación con Metternich, cinco años antes de Moscú: «Cuando él os haya vencido, no quedarán más que Rusia y China». Sólo hay uno que no lo comprende, o se pone la mano ante los ojos: Napoleón. A quien ha vivido el instante de Austerlitz y los de Marengo y Eylau, la Historia Universal concentrada siempre en dos horas, ya no puede producirle tensión o satisfacción recibir a cortesanos uniformados en bailes palaciegos, sentarse en la ópera, decorada con solemnidad, oír hablar a aburridos diputados… No, hace mucho que sólo siente temblar sus nervios cuando arrolla países enteros a marchas forzadas a la cabeza de sus tropas, aplasta ejércitos, arroja de sus puestos con un dedo a reyes como si de figurillas de ajedrez se tratase y pone a otros en su lugar, cuando la cúpula de los Inválidos se convierte en un susurrante bosque de banderas y la recién fundada cámara del tesoro se llena con el valioso botín de toda Europa. Él ya sólo piensa en regimientos, en cuerpos de ejército, en ejércitos, hace mucho que contempla Francia, todo el país, el mundo entero, tan sólo como apuesta, como propiedad que le pertenece sin restricción alguna («La France c’est moi»). Pero algunos de entre los suyos insisten interiormente en creer que Francia se pertenece ante todo a sí misma, que sus hombres, sus ciudadanos, no deben servir para hacer reyes de la estirpe corsa y de toda Europa un fideicomiso bonapartista. Con creciente disgusto, ven cómo año tras año se clavan en las puertas de las ciudades las listas de reclutas, cómo se saca de las casas a los chicos de dieciocho, diecinueve años, para llevarlos a las fronteras de Portugal, a las estepas nevadas de Polonia y Rusia, a morir sin sentido, o al menos con un sentido que ya no cabe aprehender. Así, se produce entre él, que sólo alza la vista hacia su estrella, y los clarividentes que ven el cansancio y la impaciencia de su propio país, una contraposición cada vez más encarnizada. Y como su espíritu, que se ha vuelto imperativo y autocrático, ya no se deja aconsejar ni por los más próximos, éstos empiezan a reflexionar secretamente acerca de cómo pueden detener esta rueda que gira enloquecida y salvarla de su inevitable caída en el abismo. Porque tiene que llegar el momento en que la razón y la pasión se separen de forma definitiva y se hagan la guerra abiertamente, en que estalle la lucha entre Napoleón y el más inteligente de sus servidores.

Esta secreta resistencia contra la pasión bélica y desmesura de Napoleón reúne incluso a los más encarnizados adversarios de entre sus consejeros: Fouché y Talleyrand. Estos dos ministros, los más capaces de Napoleón, los hombres psicológicamente más interesantes de su época, no se quieren el uno al otro… probablemente porque son demasiado parecidos en muchas cosas. Ambos son pensadores sobrios y realistas, cínicos discípulos de Maquiavelo carentes de escrúpulos. Ambos han pasado por la escuela de la Iglesia y la fogosa universidad de la Revolución, ambos tienen la misma sangre fría carente de conciencia en cuestiones de dinero y de honor, ambos sirven con igual deslealtad, con igual falta de escrúpulos, a la República, al Directorio, al Consulado, al Imperio y al rey. Disfrazados de revolucionarios, de senadores, de ministros, de servidores reales, estos dos versátiles actores de carácter se encuentran sin cesar en el mismo escenario de la Historia Universal; y precisamente porque son de la misma raza intelectual y se les han asignado iguales papeles diplomáticos, se odian el uno al otro con el frío conocimiento y el rencor de rivales.

Ambos pertenecen al mismo tipo amoral; pero, si su parecido surge del carácter, su diferencia surge del origen. Talleyrand, duque de Périgord, arzobispo de Autun, viejo aristócrata de sangre, ya lleva el hábito violeta de señor espiritual de toda una provincia francesa cuando el pequeño y mísero hijo de comerciante Joseph Fouché, despreciado profesor de seminario, embute matemáticas y latín por unos céntimos al mes a su docena de estudiantes. Aquél ya es encargado de negocios de la República francesa en Londres y famoso portavoz de los Estados Generales cuando éste consigue en los clubes su primer mandato mediante el halago y la actividad. Talleyrand llega desde arriba a la Revolución, baja como un soberano de su carroza, saludado con júbilo reverente, y desciende unos peldaños hasta el Tercer Estado, mientras Fouché asciende trabajosamente a base de intrigas. Debido a esa diferencia de origen, su igual condición fundamental está teñida de un color especial. Talleyrand, el hombre de los grandes gestos, sirve con la condescendencia indiferente y fría de un grandseigneur, Fouché con el celo aplicado y astuto de un funcionario con aspiraciones. En lo que se parecen, son al mismo tiempo diferentes, y así, si ambos aman el dinero, Talleyrand lo hace a la manera de los nobles, para despilfarrarlo en la mesa de juego y dejar correr el oro en abundancia con las mujeres; Fouché, el hijo del comerciante, para reunirlo con mentalidad capitalista y de intereses y acumularlo ahorrativamente. Para Talleyrand, el poder no es más que un medio para el disfrute, le proporciona la mejor y más noble ocasión de hacerse con todas las cosas sensuales de la Tierra, el lujo, las mujeres, el arte y la rica mesa, mientras Fouché, incluso convertido en multimillonario, sigue siendo una hormiga espartana y monacal. Ninguno de los dos puede abandonar por entero su origen social; nunca, ni en los días más salvajes del Terror, se convertirá Talleyrand, duque de Périgord, en auténtico hombre del pueblo y republicano; nunca, ni recién nombrado duque de Otranto, será Fouché un auténtico aristócrata, a pesar del uniforme reluciente de dorados.

El más deslumbrante, el más encantador, quizá también el más importante de los dos es Talleyrand. Formado en la antiquísima cultura de las musas, intelecto forjado en el espíritu del siglo XVIII, ama el juego diplomático como uno de los otros muchos juegos de la existencia, pero odia el trabajo. Le disgusta escribir una carta de puño y letra, prefiere, auténtico voluptuoso, refinado hedonista, que otro haga todo el trabajo de acarreo, y recoger después al descuido los resultados con su estrecha mano llena de anillos; le basta con su intuición, que abarca con mirada veloz como el rayo las más enrevesadas situaciones. Psicólogo nato y adiestrado, penetra, como dice Napoleón, en todas las mentes, y, sin aconsejarle, refuerza a cada uno en aquello que más íntimamente quiere. Los giros osados, las concepciones rápidas, los virajes flexibles en todos los momentos de peligro son su elemento, rechaza despreciativo ocuparse de los detalles, trabajar con esfuerzo y sudor. De este amor por el mínimo, por la forma más concentrada de las decisiones intelectuales, surge también su especial capacidad para el más deslumbrante juego de palabras, para el aforismo. No escribe largos informes, despacha una situación, a una persona, con una sola y afilada palabra. A Fouché, por su parte, le falta por entero esa capacidad de rápida visión del mundo, reúne como una abeja, con innumerables hombres diminutos, un activo ir y venir, miles y miles de observaciones, que luego, sumadas y combinadas, arrojan resultados concienzudos e irrefutables. Su método es el analítico, el de Talleyrand el visionario, su talento el trabajo, el de Talleyrand la rapidez intelectual; ningún artista podría inventar una mejor pareja de contrarios que estas dos figuras, el indolente y genial improvisador Talleyrand y el calculador de mil ojos Fouché, que la Historia puso junto a Napoleón, junto al genio integral, que une en sí las dotes de ambos; la amplitud de miras y la mirada exacta, la pasión y el trabajo, el conocimiento y la visión del mundo.

Pero nadie se odia con mayor encarnizamiento que las distintas especies de una misma raza. Por eso, Talleyrand y Fouché se repelen el uno al otro por el más íntimo de los instintos, por un conocimiento exacto y sanguíneo. Desde el primer día, ese aplicado trabajador, espigador de informes, portador de novedades, ese frío mirón que es Fouché, repugna al grandseigneur, y a Fouché por su parte le irrita la frivolidad, el despilfarro, la dejadez despreciativamente aristócrata y perezosamente femenina de Talleyrand. Así que el uno sólo habla del otro con dardos envenenados. Talleyrand sonríe: «Fouché desprecia tanto a los hombres porque se conoce demasiado bien». Fouché, a su vez, se burla cuando Talleyrand es nombrado vicecanciller: «Il ne lui manquait que ce vice-là» [Sólo le faltaba ese vice, de vicio]. Siempre que pueden ponerse mutuamente un obstáculo en el camino, se apresuran a hacerlo, aprovechan de buen grado la primera oportunidad de perjudicarse. Que estos dos, el ágil y el trabajador, se complementen tanto en sus cualidades es lo que los hace tan importantes como ministros de Napoleón, y el hecho de que se odien tan rabiosamente le viene como anillo al dedo, porque debido a ese odio el uno vigila al otro mejor de lo que podrían hacerlo cien celosos espías. Fouché le comunica a toda prisa cualquier corrupción, cualquier nueva actividad crápula o negligencia de Talleyrand; Talleyrand le sirve a toda prisa cualquier intriga, cualquier nuevo manejo de Fouché; así, Napoleón se siente al mismo tiempo vigilado y servido por esta extraña pareja. Como superior psicólogo, Napoleón emplea del modo más feliz la rivalidad de sus dos ministros, por una parte para impulsarlos y, al mismo tiempo, para contenerlos.

París se divierte durante años con esa testaruda enemistad de los dos rivales Fouché y Talleyrand. Como en una escena de Molière, contempla las inagotables variantes de esta comedia junto a los escalones del trono y se divierte al ver cómo los dos criados del señor se aguijonean el uno al otro, se persiguen con agudos juegos de palabras, mientras su maestro, olímpicamente superior, contempla esa disputa para él tan provechosa. Pero mientras él mismo y todos los demás esperan de ellos este divertido juego del gato y el ratón, de pronto estos dos refinados actores cambian de papeles y empiezan una seria cooperación. Por primera vez, su común irritación contra su jefe es más fuerte que su rivalidad. Estamos en 1808, y Napoleón vuelve a empezar una guerra, la más inútil e insensata de sus guerras, la campaña contra España. En 1805 ha vencido a Austria y Rusia, en 1807 ha aplastado a Prusia, ha sometido a los Estados alemanes e italianos, y no existe el menor motivo para una enemistad con España. Pero su simplón hermano José (dentro de unos años, el propio Napoleón confesará «haberse sacrificado por idiotas») también quería una corona, y como en ese momento no había ninguna disponible, se decide simplemente eliminar la dinastía española, violando el Derecho Internacional; una vez más redoblan los tambores, una vez más marchan los batallones, una vez más el dinero trabajosamente reunido fluye fuera de las arcas, y una vez más Napoleón se embriaga con el peligroso placer de la victoria. Ese indomable furor bélico empieza poco a poco a enfurecer incluso a quienes tienen la piel más dura; tanto Fouché como Talleyrand desaprueban esa guerra buscada, en la que Francia se desangrará durante siete años, y como el emperador no escucha ni a uno ni a otro, ambos se acercan imperceptiblemente. El emperador, lo saben, tira a la basura sus cartas, sus consejos, hace mucho que los estadistas nada pueden contra los mariscales, generales, hombres de armas, y menos aún contra la estirpe corsa, cada uno de cuyos miembros quiere envolver a toda prisa en armiño un mísero pasado. Así que intentan protestar a plena luz del día, y deciden, ya que se les ha retirado la palabra, una pantomima política, un auténtico golpe de teatro: aliarse de manera ostentosa.

No sabemos quién organizó la escena de forma tan espléndidamente dramática, si Talleyrand o Fouché. Lo que ocurre es lo siguiente: mientras Napoleón lucha en España, París se entrega sin cesar a fiestas y recepciones —la guerra es algo tan acostumbrado como la nieve en invierno y las tormentas en verano—, y una noche de diciembre de 1808 (mientras Napoleón escribe órdenes para el ejército en algún sucio alojamiento de Valladolid), también en la rue Saint-Florentin, en casa del Gran Canciller, brillan mil velas y susurra la música. Se han congregado hermosas mujeres, que tanto ama Talleyrand, una deslumbrante sociedad, altos consejeros de Estado y los embajadores extranjeros. Se charla alegremente, se baila y la gente se divierte. De pronto, surge un leve murmullo en todos los rincones, el baile se interrumpe, los invitados se agrupan asombrados: ha entrado un hombre, el último al que se habría esperado aquí, el enjuto Casio, Fouché, al que, como todo el mundo sabe, Talleyrand odia y desprecia encarnizadamente, y que jamás ha puesto un pie en esta casa. Pero he aquí que, con escogida cortesía, el ministro de Asuntos Exteriores se dirige cojeando al ministro de Policía, le saluda delicadamente como a un querido huésped y amigo, le coge cariñoso por el brazo. Cuidándolo visible y manifiestamente, le conduce a través de la sala, pasan a una estancia anexa, se sientan en una chaise longue y charlan en voz baja… extendiendo una desmedida curiosidad entre todos los presentes. A la mañana siguiente, todo París conoce la sensacional noticia. No se habla más que de esa repentina y tan llamativamente proclamada reconciliación, y todo el mundo entiende su sentido. Cuando perro y gato se alían tan tempestuosamente, sólo puede ser contra el cocinero; la amistad entre Fouché y Talleyrand significa la abierta desaprobación de los ministros hacia su señor, hacia Napoleón. Enseguida, todos los espías se ponen a trabajar para saber qué persigue ese complot. En todas las legaciones, las plumas corren escribiendo informes de primera hora, Metternich comunica por correo urgente a Viena que «esta unión responde a los deseos de una nación en extremo agotada»; pero también los hermanos, las hermanas de Napoleón tocan alarma, y envían por su parte por correo urgente la loca noticia al emperador.

Por correo urgente vuela la noticia hacia España, pero aún más rápido corre Napoleón, como golpeado por un fustazo, de vuelta a París. En cuanto recibe la carta, no llama a sus aposentos ni a sus hombres de confianza. Muerde, se muerde los labios y toma enseguida las disposiciones para el regreso; esta aproximación de Talleyrand y Fouché le produce un efecto más espantoso que una batalla perdida. El ritmo de su retorno es furibundo: el 17 sale de Valladolid, el 18 está en Burgos y el 19 en Bayona, no se detiene en ningún sitio, los agotados caballos se cambian a toda prisa, el 22 entra como un viento tempestuoso en las Tullerías, y el 23 responde ya a la ingeniosa comedia de Talleyrand con una escena igualmente dramática. Toda la tropa cubierta de entorchados de sus cortesanos, los ministros y generales actúan cuidadosamente de comparsas: ha de verse en público cómo el emperador aplasta de un puñetazo incluso la menor resistencia a su voluntad. Ya ha hecho venir a Fouché el día antes, y le ha leído la cartilla a puerta cerrada; éste, acostumbrado a tales duchas, ha aguantado inmóvil el chaparrón, disculpándose con perfectas y hábiles palabras y apartándose a tiempo. Para este hombre servil basta, piensa el emperador, con una fugaz patada; pero Talleyrand, precisamente porque es el más fuerte, el más poderoso, debe pagar el pato en público. La escena ha sido descrita con frecuencia, y la dramaturgia de la Historia conoce pocas mejores. Primero, el emperador se manifiesta disgustado, sólo con expresiones generales, por la actitud insidiosa de algunos durante su ausencia, pero luego, irritado por su fría indiferencia, se vuelve bruscamente a Talleyrand, reclinado inmóvil en la chimenea de mármol en actitud indolente, con el brazo apoyado en la repisa. Y entonces, la lección previamente calculada del comediante se vuelve de repente, ante los ojos de toda la corte, verdadera furia, el emperador grita a ese hombre mayor y experimentado los más viles insultos; le llama ladrón, perjuro, renegado, venal que vendería a su propio padre por dinero, le echa la culpa del asesinato del duque de Enghien y de la guerra en España. Ninguna verdulera puede insultar con menos inhibiciones a su vecina en el patio de su casa que Napoleón al duque de Périgord, al veterano de la Revolución, al primer diplomático de Francia.

Los espectadores están petrificados. Todo el mundo se siente incómodo. Todo el mundo nota que en este momento el emperador está quedando mal. Sólo Talleyrand, cuya indiferencia a los ataques parece tan impenetrable y de piel de elefante, que se cuenta que en una ocasión se quedó dormido durante la lectura de un panfleto dirigido contra él, se queda impertérrito, demasiado arrogante como para sentir tales insultos como ofensas. En silencio, una vez ha descargado la tormenta, sale cojeando por el liso parqué y, en la antesala, lanza sólo una de sus pequeñas frases envenenadas, que hieren más mortales que todos esos ruidosos puñetazos: «Lástima que tan gran hombre esté tan mal educado», dice indiferente, mientras los criados le ponen su capa.

Esa misma noche Talleyrand es desposeído de su dignidad de gentilhombre de cámara, y en los días siguientes todos los caídos en desgracia despliegan curiosos el Moniteur para leer entre las comunicaciones oficiales la de la destitución de Fouché. Pero se equivocan. Fouché se queda. Como siempre, se ha puesto en su avance detrás de otro más fuerte, que le sirve de pararrayos; recuérdese que Collot, el Coametrallador de Lyon, es deportado a las islas de las Fiebres, Fouché se queda; Baboeuf, su cómplice en la lucha contra el Directorio, es fusilado, Fouché se queda; su protector Barras tiene que huir del país, Fouché se queda. Y también esta vez cae únicamente el que da la cara, Talleyrand, y Fouché se queda. Los gobiernos, las formas de Estado, las opiniones, los hombres cambian, todo se precipita y desaparece en ese furioso torbellino del cambio de siglo, sólo uno se queda siempre en el mismo sitio, al servicio de todos y de todas las ideas: Joseph Fouché.

Fouché sigue en el poder, más aún: precisamente que el más inteligente, el más flexible y el más independiente de los consejeros de Napoleón cese y sea sustituido por un mero asentidor es lo que refuerza su influencia. Pero, aún más importante: además del competidor Talleyrand, también el pesado señor deja libre el asiento por algún tiempo. Porque estamos en 1809, y Napoleón, como todos los años, vuelve a estar en guerra, esta vez contra Austria.

La ausencia de Napoleón de París y de los negocios siempre es lo mejor que puede ocurrirle a Fouché. Y cuanto más lejos y más tiempo, mejor…, en Austria, en España, en Polonia; lo que más le gustaría es volver a tenerlo en Egipto. Porque su luz excesiva deja todo en sombras a su alrededor, su sobresaliente y creativa presencia paraliza con su imperiosa superioridad cualquier otra voluntad. Pero si está a cien millas de distancia, dirigiendo batallas, incubando planes de campaña, en casa Fouché puede jugar a señor y a destino de vez en cuando, y no necesita limitarse a ser marioneta de esa mano dura y enérgica.

¡Por fin se le da esa ocasión a Fouché, por fin, por vez primera! 1809 es un año fatal para Napoleón. Nunca, a pesar de los más manifiestos éxitos exteriores, estuvo su situación militar amenazada de ese modo. En la sometida Prusia, en la mal dominada Alemania, diez mil franceses están casi indefensos, en guarniciones aisladas, como guardianes de cientos de miles que sólo esperan la llamada a las armas. Un segundo éxito de los austríacos como el de Aspern, y estallará una sublevación desde el Elba hasta el Ródano, la indignación de todo un pueblo. Tampoco en Italia están mejor las cosas: el burdo maltrato al papa ha excitado a toda Italia como la humillación de Prusia a toda Alemania, y la propia Francia está cansada. Si se logra dar un nuevo golpe contra esta potencia militar imperial repartida a lo largo de toda Europa, desde el Ebro hasta el Vístula, quién sabe si no derribará a este coloso de hierro fuertemente estremecido. Y ése es el golpe que planean los archienemigos de Napoleón: los ingleses. Deciden, mientras las tropas del emperador están repartidas entre Aspern, Roma y Lisboa, penetrar directamente en el corazón de Francia, capturar primero las plazas portuarias de Dunkerque, conquistar Amberes y forzar la sublevación de los belgas. Napoleón, calculan, está lejos con sus poderosos ejércitos, con sus mariscales y cañones; el país yace indefenso ante ellos.

Pero Fouché está ahí, el mismo Fouché que en 1793, bajo la Convención, aprendió cómo se alistan diez mil reclutas en unas semanas. Su energía no ha disminuido desde entonces, pero sólo podía actuar en la oscuridad, agotarse en pequeñas intrigas y manejos. Y se lanza con pasión a la tarea de poder demostrar por una vez a la nación y al mundo entero que Joseph Fouché no es sólo una marioneta de Napoleón, y en caso necesario puede actuar con la misma decisión y conciencia de sus fines que el propio emperador. Por fin va a quedar demostrado —¡magnífica ocasión, ni más ni menos que caída del cielo!— que no todo el destino militar y moral está única y exclusivamente unido a ese hombre. Con retadora osadía, subraya en sus proclamas esa innecesariedad de Napoleón: «Demostremos a Europa que, aunque el genio de Napoleón da su esplendor a Francia, su presencia no es necesaria para rechazar al enemigo», escribe a los alcaldes, y confirma esas palabras audaces y autocráticas con la acción. Porque inmediatamente, apenas enterado del desembarco de los ingleses en la isla de Walcheren, exige, como ministro de Policía y ministro del Interior (cargo que ostenta provisionalmente), la movilización de los guardias nacionales que, desde los días de la Revolución, trabajan tranquilamente en sus pueblos como sastres, cerrajeros, zapateros y campesinos. Los otros ministros se espantan. ¿Cómo van a tomar sin permiso del emperador, bajo su propia responsabilidad, una medida de tan amplio alcance? Especialmente el ministro de Guerra, muy indignado al ver que un civil, un no autorizado, se inmiscuye en su sagrado cargo, se defiende con todas sus fuerzas: primero hay que ir a Schönbrunn a pedir permiso para la movilización. Hay que esperar lo que el emperador disponga, y no sumir al país en la inquietud. Pero el emperador, como de costumbre, está a catorce días de distancia para la pregunta y la respuesta, y Fouché no teme sumir al país en la inquietud. ¿Acaso no lo hace Napoleón? En lo más hondo de sí mismo quiere la inquietud, quiere el tumulto. Así que, decidido, lo toma todo sobre sus espaldas. En nombre del emperador, trompeteros y órdenes llaman en las provincias amenazadas a cada hombre a la inmediata defensa, en nombre del emperador, que nada sabe de todas esas medidas. Y, segunda osadía: Fouché nombra comandante en jefe de ese improvisado ejército del Norte a Bernadotte, precisamente el hombre, entre todos los generales, al que Napoleón odia como a ningún otro aunque es el cuñado de su hermano, al que ha reprendido y enviado al destierro. De ese destierro le saca Fouché, a pesar del emperador, de los ministros y de todos sus enemigos; le es indiferente que el emperador apruebe su medida. Lo único importante es que el éxito le dé la razón frente a todos.

Tal audacia en los momentos decisivos da a Fouché algo de verdadera grandeza. Inquieto, este espíritu nervioso y con voluntad de trabajo se consume en busca de grandes tareas, y siempre se le dan tan sólo pequeñas, que despacha como quien habla. Es natural que la energía excedentaria busque escapatoria y libertad en intrigas perversas y, en la mayor parte de los casos, absurdas. Pero en el momento en que se pone a este hombre —exactamente igual que en Lyon, y después, luego de la caída de Napoleón, en París— ante una tarea realmente histórica, a la medida de sus fuerzas, la resuelve de forma magistral. La ciudad de Flesinga, que el propio Napoleón califica en sus cartas de inexpugnable, cae a los pocos días en manos de los ingleses, tal como Fouché había predicho. Pero, entretanto, el ejército recién formado sin permiso por Fouché ha tenido tiempo de preparar a Amberes, y así esta incursión de los ingleses termina con una total y muy costosa derrota. Por primera vez desde que Napoleón tiene el poder, un ministro se ha atrevido a desplegar por sí mismo la bandera, a empuñar el sello, a seguir su propio rumbo, y precisamente con esa autonomía ha salvado a Francia en un momento decisivo. Desde ese día, Fouché tiene un nuevo rango y una nueva conciencia de sí mismo.

Entretanto, han llegado a Schönbrunn las cartas acusadoras del canciller y el ministro de Guerra, queja tras queja acerca de las audacias que ese ministro civil se permite. ¡Ha movilizado a la Guardia Nacional, ha puesto el país en estado de guerra! Todos esperaban que Napoleón castigara ese atrevimiento y despidiera a Fouché. Pero, sorprendentemente, antes de poder saber el espléndido resultado de las medidas de Fouché, el emperador da la razón a su decidida y rápida energía frente a todos los otros. El canciller se lleva una áspera bronca: «Me exaspera que en tan extraordinarias circunstancias hayáis empleado tan poco vuestros plenos poderes. A la primera noticia, hubierais debido reclutar veinte mil, cuarenta mil o cincuenta mil guardias nacionales», y escribe literalmente al ministro de Guerra: «Veo que sólo el señor Fouché ha hecho lo que podía, y sólo él ha sentido lo inadecuado de persistir en una inactividad peligrosa y deshonrosa». Así que los temerosos, cautelosos e incapaces colegas no sólo han quedado desbordados por Fouché, sino también intimidados por el asentimiento de Napoleón. Y a pesar de Talleyrand y del canciller, Fouché ocupa el primer lugar de Francia. Es el único que ha demostrado que no sólo sabe obedecer, sino también mandar.

Una y otra vez se verá en Fouché que puede actuar de forma espléndida en un momento de peligro. Si se le pone ante la más difícil de las situaciones, la resolverá con su clara energía, que actúa con audacia. Si se le da el nudo más enredado, lo deshará. Pero por grandioso que sea a la hora de agarrar… no entiende en absoluto el arte hermano, el arte por excelencia de todas las artes políticas: volver a soltar a tiempo. Allá donde mete la mano, no sabe volver a sacarla. Y precisamente cuando ha deshecho el nudo, le acomete el diabólico deseo de volver a enredarlo de forma artificial. Así ocurre también esta vez. Gracias a su rapidez, a su energía ágil y ocurrente, el pérfido golpe de flanco ha sido rechazado. Con terribles pérdidas de hombres y material, con pérdida aún más grande de prestigio, los ingleses han vuelto a meter a su ejército en sus barcos y se han ido. Ahora se puede desconvocar con calma, enviar a casa a los guardias nacionales movilizados, con gratitud y legiones de honor. Pero la ambición de Fouché ha probado la sangre. Ha sido demasiado espléndido jugar a emperador, poner en pie de guerra a tres provincias, dar órdenes, redactar llamamientos, pronunciar discursos, poner el puño debajo de la nariz a los débiles colegas. ¿Y ahora ha de terminar ese tiempo magnífico? ¿Ahora que se sentían las energías propias desplegándose gozosas de día en día, de hora en hora? No, Fouché no piensa hacer tal cosa. Mejor seguir jugando a la guerra y la defensa, aunque primero haya que inventarse al enemigo. Hay que seguir haciendo redoblar los tambores, levantar al país, crear inquietud, movimiento tempestuoso. Así que, ante la presunción de que los ingleses pretenden desembarcar en Marsella, ordena una nueva movilización. La Guardia Nacional de todo el Piamonte, de la Provenza e incluso de París es reclutada en medio del general asombro, aunque no se ve enemigo alguno en toda la extensión del país y la costa, únicamente por la razón de que Fouché es presa del delirio, del largamente sustraído placer de organizar y movilizar, porque el hombre de acción largamente contenido y refrenado que hay en él puede desfogarse por una vez, gracias a la ausencia del soberano del mundo.

Pero ¿contra quién todos esos ejércitos?, se pregunta, cada vez más asombrado, el país entero. Los ingleses no se dejan ver. Poco a poco, incluso los más benévolos de entre sus colegas se vuelven desconfiados: ¿qué quiere ese hombre impenetrable con sus salvajes movilizaciones? No entienden que en el caso de Fouché sólo un secreto placer se embriaga con la propia energía. Y como no ven en todo el horizonte ni la punta de una bayoneta, ningún enemigo contra el que se refuerzan todos los días esos enormes llamamientos a filas, involuntariamente empiezan a suponer a Fouché planes de altos vuelos; los unos piensan que prepara una sublevación, los otros, que si el emperador sufre un segundo Aspern o si otro Friedrich Staps tiene más suerte con un atentado, piensa proclamar inmediatamente la vieja República; y ahora carta tras carta vuela hacia el cuartel general de Schönbrunn, diciendo que Fouché o se ha vuelto loco o se ha convertido en un conspirador. Ahora, a pesar de su benevolencia, Napoleón termina por escamarse. Ve que Fouché se ha subido demasiado a la parra, hay que volver a bajarlo. El viento de las cartas cambia abruptamente. Le reprende, le llama «Don Quijote que lucha con molinos de viento», y escribe, en el viejo tono duro: «Todas las noticias que recibo me informan de guardias nacionales que se reclutan en el Piamonte, en el Languedoc, en la Provenza, en el Delfinado. ¡Qué diablos se pretende con todo ese trajín cuando no hay necesidad, y haciéndose sin órdenes mías!». Así que, con amargura en el corazón, Fouché tiene que dejar el magnífico juego, ceder el Ministerio del Interior y —no eres más que quien eres— volver a su rincón, a hacer de ministro de Policía de su señor que regresa triunfante a casa, que regresa a casa demasiado pronto.

De todos modos, aunque haya hecho demasiado, Fouché ha sido en medio del máximo peligro para la patria el único que ha hecho algo oportuno y correcto, en medio del temor de los demás ministros. Así que Napoleón no puede seguir negándole el honor que ha concedido ya a tantos otros. Ahora que una nueva nobleza brota de la tierra, abonada con sangre, de Francia, ahora que todos los generales, ministros y peones ennoblecen su nombre, también a Fouché, el viejo enemigo de los aristócratas, le toca el turno de convertirse él mismo en aristócrata.

Antes ya se le había concedido en silencio el título de conde. Pero el viejo jacobino aún ha de subir más en esa aireada escala de los nombres. El 15 de agosto de 1809, el antiguo pequeño teniente de Córcega firma y sella en el palacio de Su Majestad Apostólica el emperador de Austria, en los espléndidos aposentos de Schönbrunn, un benevolente pergamino al antiguo comunista y profesor de curas rebotado, en virtud del cual Joseph Fouché podrá llamarse desde ahora —¡un respeto!— duque de Otranto. Sin duda no ha combatido en Otranto, y jamás ha visto con sus propios ojos esa región del sur de Italia, pero precisamente un predicado de nobleza tan pleno y exótico de resonancias es magnífico para enmascarar a un antiguo archirrepublicano, porque cuando se pronuncia sonoramente es posible olvidar que detrás de ese duque se esconde el verdugo de Lyon, el viejo Fouché del pan de la unidad y de las confiscaciones de patrimonios. Y para que se sienta bien como caballero, se le conceden además las insignias de un ducado: un reluciente escudo de armas.

Pero es extraño: ¿ha buscado el propio Napoleón esa peligrosa y característica alusión, o se ha permitido en privado el heráldico nombrado de oficio una bromita psicológica? Sea como fuere, el escudo del duque de Otranto muestra en su centro una columna dorada… adecuada para este apasionado amante del oro. Y en torno a esa columna dorada se enrosca una serpiente…, probablemente también una delicada alusión a la flexibilidad diplomática del nuevo duque. Napoleón tiene que haber tenido en verdad inteligentes heraldistas a su servicio, porque no se habría podido inventar unas armas más características para un Joseph Fouché.