LA LUCHA
CONTRA EL EMPERADOR
1810
Un gran ejemplo siempre eleva o echa a perder una generación entera. Cuando un hombre como Napoleón Bonaparte entra en su época, a todos los que están próximos a él les toca elegir entre encogerse ante él y desaparecer sin dejar rastro ante su grandeza o tensar sus propias fuerzas hasta lo desmedido siguiendo su ejemplo. Los hombres que rodean a Napoleón sólo pueden convertirse en sus esclavos o en sus rivales; a la larga, tan sobresaliente presencia no tolera el término medio.
Fouché es uno de aquellos a los que Napoleón hace perder el equilibrio. Le ha envenenado el alma con el peligroso ejemplo del inconformismo, con la pulsión demoníaca de superarse constantemente; también él quiere ahora, como su señor, extender y tensar sin cesar las fronteras de su poder, también él está perdido para el tesón tranquilo, para la confortable satisfacción. Por eso, ¡qué decepción fueron los días en que Napoleón regresó triunfal de Schönbrunn para coger las riendas! ¡Qué espléndidos los meses en que se podía actuar conforme al propio albedrío, convocar ejércitos, dictar proclamas, tomar audaces medidas pasando por encima de los atemorizados colegas, ser por fin una vez señor del país, jugador en la gran mesa del destino universal! Y ahora Joseph Fouché vuelve a no ser nada más que ministro de Policía, a vigilar a insatisfechos y charlatanes de la prensa, a confeccionar todos los días su aburrido boletín a base de informes de los espías, a ocuparse de puerilidades, como con qué mujer tiene un lío Talleyrand y quién provocó ayer la caída de las cotizaciones en la Bolsa. No, desde que ha tenido las manos en el acontecer mundial, al timón de la gran Política, eso no son más que minucias y despreciable papeleo para este espíritu inquieto y ansioso de acontecimientos. Quien ha jugado una vez con tan altas apuestas, ya no se encuentra bien con tales bagatelas. Mejor demostrar una vez más que incluso al lado de Napoleón hay margen para actuar… Esa idea ya no le abandonará.
Pero ¿qué más se puede hacer junto a alguien que lo ha hecho todo, que ha derrotado a Rusia, Alemania, Austria, España e Italia, al que el emperador de la dinastía más antigua de Europa ha dado por esposa a una archiduquesa, que ha derrocado al papa y el milenario dominio de Roma y ha fundado desde París un imperio europeo? Nerviosa, febril, celosa, la ambición de Fouché mira en todas direcciones en busca de una tarea. Y, de hecho, en el edificio del imperio universal falta sólo la última y más alta almena, la paz con Inglaterra, sólo entonces la obra estaría completa. Y este último logro europeo quiere hacerlo solo Joseph Fouché, sin Napoleón y contra Napoleón.
Inglaterra es —en 1809 exactamente igual que en 1795— el archienemigo, el adversario más peligroso de Francia. A las puertas de Akkon, ante los fosos de Lisboa, en todos los extremos de la Tierra, la voluntad de Napoleón ha topado con la fuerza impávida, reflexiva, metódica de los anglosajones, y mientras conquistaba toda la tierra de Europa ellos le arrebataban la otra mitad del mundo, el mar. Él no puede entenderlos, ni ellos a él, y desde hace casi veinte años ambos se esfuerzan, con esfuerzo constantemente renovado, en liquidarse el uno al otro. Ambos se han debilitado terriblemente en esta lucha absurda, y ambos están ya, sin confesarlo, un poco cansados. Los bancos de Francia, Amberes y Hamburgo suspenden pagos desde que los ingleses estrangulan su comercio, en el Támesis a su vez se acumulan los barcos con mercancías sin vender, la renta inglesa y la francesa descienden cada vez más, y en ambos países los comerciantes, los banqueros, los hombres razonables, llaman al entendimiento e inician de manera titubeante pequeñas negociaciones. Pero a Napoleón le parece más importante que su necio hermano José conserve la corona de España y su hermana Carolina la de Nápoles; así que rompe las negociaciones de paz trabajosamente urdidas a través de Holanda y martillea con su puño de hierro a sus aliados para que hagan el bloqueo a los barcos ingleses, tiren al mar sus mercancías, y ya salen hacia Rusia cartas amenazadoras para que se someta asimismo al bloqueo continental. Una vez más la pasión ahoga la razón, y la guerra amenaza con eternizarse si en el último momento el partido de la paz no hace acopio de valor y pasa a la acción.
En estas negociaciones de paz con Inglaterra, tempranamente rotas, también ha participado Fouché. Ha proporcionado al emperador y al rey de Holanda un mediador, un hombre de negocios francés, éste a su vez uno holandés, éste por su parte uno inglés; por el acreditado puente del dinero fluyen —como en todas las guerras y en todos los tiempos— intentos secretos de entendimiento de gobierno a gobierno. Pero ahora el emperador ha ordenado bruscamente suspender las negociaciones. Esto no le agrada a Fouché. ¿Por qué no seguir negociando? Negociar, mercadear, prometer y engañar son su pasión favorita. Así que concibe un audaz plan. Decide seguir negociando por su cuenta, en todo caso aparentemente por orden del emperador, es decir, hacer creer tanto a su propio agente como al inglés que el emperador se esfuerza en alcanzar la paz a través de ellos, mientras en realidad sólo el duque de Otranto maneja los hilos. Es una locura, un insolente abuso del nombre imperial y de su propio cargo de ministro, una desfachatez histórica sin igual. Pero tales secretos, tales juegos ambiguos y laberínticos para engañar no a uno, sino a tres o cuatro al mismo tiempo, son la auténtica pasión de ese intrigante y conspirador nato que es Fouché. Como un escolar hace muecas a las espaldas del maestro, él ama las escapadas a espaldas del emperador, y, exactamente igual que el chiquillo osado, se arriesga gustoso a recibir una tunda o una reprimenda por el mero placer de la insolencia, del engaño. Cien veces, ya se ha visto, se complace en esas escapadas políticas…, pero nunca se ha permitido una acción más osada, arbitraria y peligrosa que tratar, en apariencia en nombre del emperador y en realidad en contra de su voluntad, con el Ministerio de Exteriores inglés sobre la paz entre Francia e Inglaterra.
La trama está preparada de manera genial. Para este fin, echa mano de uno de sus oscuros hombres de negocios, el banquero Ouvrard, que ya ha ido a dar unas cuantas veces con sus huesos en la cárcel. Napoleón desprecia a este individuo por su mala fama, pero eso molesta poco a Fouché, que trabaja con él en la Bolsa. Con este hombre se sabe seguro, porque le ha ayudado a salir de apuros en distintas ocasiones, y lo tiene bien cogido. A este Ouvrard le envía a ver al banquero holandés Le Labouchère, un hombre distinguido, que se dirige de buena fe a su suegro, el banquero Baring, de Londres, que a su vez le pone en relación con el gobierno inglés. Y entonces se produce un loco juego de peonza: Ouvrard cree, naturalmente, que Fouché actúa por orden del emperador, y transmite su comunicación como oficial al gobierno holandés. Esta garantía basta a su vez a los ingleses para tomar muy en serio las negociaciones. Así que Inglaterra cree estar negociando con Napoleón, y negocia tan sólo con Fouché, que naturalmente se guarda muy mucho de informar al emperador del secreto avance del asunto. Primero quiere dejarlo madurar, allanar las dificultades, para presentarse luego como deus ex machina ante el emperador y el pueblo francés, y decir, orgulloso: «¡Aquí está la paz con Inglaterra! Lo que todos querían y codiciaban, lo que no logró ninguno de vuestros diplomáticos, lo he hecho yo, el duque de Otranto, a base de trabajo».
Pero ¡lástima! Un pequeño y tonto azar echa a perder la emocionante partida de ajedrez. Napoleón ha viajado a Holanda, con su joven esposa María Luisa, para visitar a su hermano Luis. La brillante recepción le hace olvidar la política. Pero un día, en una conversación casual, su hermano el rey Luis se informa, presuponiendo como todos los demás que las negociaciones secretas con Inglaterra se están produciendo con el consentimiento del emperador, por los progresos del entendimiento. Napoleón se sorprende. De repente, recuerda haberse encontrado a ese odiado Ouvrard en Amberes. ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué significa ese ir y venir entre Inglaterra y Holanda? Pero no deja advertir su sorpresa; de manera casual, ruega a su hermano que le haga llegar de vez en cuando la correspondencia del banquero holandés. Esto se hace de inmediato, y en el viaje de vuelta de Holanda a París, Napoleón tiene ocasión de leerla; de hecho, hay una negociación de la que él no tenía ni idea. Con desmesurada furia, ventea enseguida quién es el que está cazando en furtivo: el duque de Otranto, que vuelve a acechar en coto ajeno. Pero ese astuto le ha vuelto astuto: al principio, oculta su sospecha bajo una traidora cortesía, para no advertir al flexible y hacerle huir. Sólo se confía al comandante de su gendarmería, Savary, duque de Rovigo, y le ordena detener rápidamente y sin llamar la atención al banquero Ouvrard, e incautarse de todos sus documentos.
Sólo el 2 de junio, tres horas después de esa detención, llama a su ministro a Saint-Cloud y pregunta bruscamente y sin rodeos al duque de Otranto hasta qué punto tiene conocimiento de algunos viajes del banquero Ouvrard, y si él mismo lo ha enviado a Ámsterdam. Fouché, sorprendido, pero todavía sin sospechar la trampa en que ha caído, actúa de la forma acostumbrada cuando lo atrapan: exactamente igual que en su momento, bajo la Revolución, con Chaumette, y bajo el Directorio, con Baboeuf, trata de escaparse librándose lisa y llanamente de su cómplice. Ah, Ouvrard es un hombre tan importuno que gusta de mezclarse en toda clase de cosas, y además todo ese asunto carece de importancia, un juego de niños. Pero Napoleón tiene una presa fuerte, no afloja tan fácilmente. «Esto no son tramas insignificantes —le espeta Napoleón—. Es un inaudito olvido del deber que uno se permita negociar con el enemigo a espaldas de su señor, sobre condiciones que él no conoce y probablemente nunca aceptará. Es una infracción al deber que ni el más débil de los gobiernos toleraría. Ouvrard ha de ser detenido en el acto». Entonces Fouché se incomoda. ¡Sólo faltaría detener a Ouvrard! ¡Lo largaría todo! De modo que se esfuerza, con toda clase de escapatorias, en apartar al emperador de la idea. Pero el emperador, que sabe que en ese momento su propia policía tiene ya entre rejas al banquero, escucha sarcástico al desenmascarado. Ahora sabe quién es el verdadero instigador de esta osada trama, y los documentos incautados a Ouvrard revelan muy pronto todo el juego de Fouché.
Entonces, el rayo cae de la nube largamente acumulada de la desconfianza. Al día siguiente, un domingo, Napoleón convoca después de la misa (aunque unos años antes haya encarcelado al papa, como yerno de Su Majestad Apostólica ha vuelto a ser devoto) a todos los ministros y dignatarios de su corte para una recepción matinal. Sólo falta uno: el duque de Otranto. Aunque ministro, no ha sido llamado. El emperador hace tomar asiento a su Consejo en torno a la mesa y empieza directamente preguntando:
—¿Qué pensarían ustedes de un ministro que abusa de su puesto y, sin el conocimiento de su soberano, tiene tratos con una potencia extranjera? ¿Que, sobre bases ideadas por él mismo, entabla negociaciones y pone de este modo al descubierto la política de todo el país? ¿Qué castigo se encuentra en nuestros códigos para tal infracción del deber?
Después de esta severa pregunta, el emperador pasea la vista en círculo, esperando sin duda que ahora todos sus consejeros y criaturas propondrán a toda prisa el destierro o alguna otra medida oprobiosa. Pero he aquí que los ministros, aunque enseguida adivinan contra quién se dirige el dardo, se envuelven en un embarazoso silencio. En el fondo, todos dan la razón a Fouché, que se ha esforzado enérgicamente por lograr la paz, y como auténticos criados se alegran ante la audaz jugada que le ha hecho al autócrata. Talleyrand (que ya no es ministro pero, como gran dignatario, ha sido convocado a este importante asunto) sonríe levemente para sus adentros; se acuerda de su propia humillación de hace dos años, y le regocija el apuro en que se encuentran ahora por una parte Napoleón y por otra Fouché, a ninguno de los cuales quiere. Por fin, el Gran Canciller Cambacérès rompe el silencio y manifiesta, tratando de mediar:
—Es éste, sin duda, un paso en falso que merece un severo castigo, a no ser que el culpable se haya dejado arrastrar a ese error por un exceso de celo en el servicio.
—¡Exceso de celo! —estalla furioso Napoleón. La respuesta no le conviene, porque no quiere una disculpa, sino un severo ejemplo, un castigo evidente a toda autonomía. Excitado, cuenta toda la historia y exige a los presentes que le propongan un sucesor.
Pero, una vez más, ninguno de los ministros se apresura a intervenir en tan delicado asunto… El miedo a Fouché ocupa en todos ellos justo el segundo lugar, después del miedo a Napoleón. Finalmente, como en todas las cuestiones difíciles, Talleyrand se sirve de un hábil juego de palabras. Se vuelve a su vecino y dice a media voz:
—Sin duda el señor Fouché ha cometido un error, pero si tuviera que darle un sucesor, y yo le daría un sucesor, no sería otro que el propio señor Fouché.
Descontento con sus ministros, a los que él mismo ha convertido en autómatas y mamelucos carentes de valor, Napoleón levanta la sesión y llama al canciller a su gabinete.
—En verdad, no merece la pena preguntar a estos señores. Ya veis qué inútiles propuestas cabe esperar de ellos. Pero no creeréis que pensaba seriamente en preguntarles antes de tener yo mismo la respuesta. Mi elección está tomada, el duque de Rovigo será nombrado ministro de Policía.
Y, sin que éste pueda manifestarse acerca de si tiene o no inclinación a tan incómoda sucesión, esa misma noche el emperador le saluda con la brusca orden:
—Sois el ministro de Policía. ¡Prestad juramento e id a vuestro trabajo!
El cese de Fouché se convierte enseguida en el tema de conversación de la jornada y, de golpe, toda la opinión pública se pone de su parte. Nada ha conquistado tantas simpatías a este ministro de bífida lengua como, precisamente, su resistencia contra el cesarismo de un hombre elevado por la Revolución, que empieza a ser ya insoportable al pueblo francés, sin barreras y acostumbrado a la libertad. Y, además, nadie quiere apreciar que sea un delito digno de ser castigado el buscar de una vez la paz con Inglaterra, incluso en contra de la voluntad de ese hombre belicoso. Todos los partidos, los realistas, los republicanos y los jacobinos, y también los embajadores extranjeros, lamentan unánimes en la caída del último ministro sincero de Napoleón la derrota visible de la idea de la paz, e incluso en su propio palacio, en su propio dormitorio, al igual que le ocurrió con su primera esposa Josefina, Napoleón se encuentra en la segunda, María Luisa, a un abogado de Joseph Fouché. El único hombre de su entorno al que su padre, el emperador de Austria, le había señalado como digno de confianza, ha sido cesado, manifiesta consternada. Nada expresa con más claridad el verdadero ambiente de la Francia de entonces que el hecho de que el disfavor del emperador aumente el prestigio de un hombre ante la opinión pública; y el nuevo ministro de Policía, Savary, resume la aplastante impresión del cese de Fouché con estas características palabras: «Creo que la noticia de la declaración de una peste no habría podido difundir más espanto que la de mi nombramiento como ministro de Policía». En verdad, Joseph Fouché se ha hecho fuerte con el emperador durante esos diez años.
No se sabe por qué vía, el reflujo de esa repercusión tiene que haber llegado hasta Napoleón. Porque apenas después de haber echado a Fouché del cargo, se pone a toda prisa los guantes de seda. A posteriori el despido, igual que el primero de 1802, es sobredorado y disfrazado de empleo en otro lugar. A cambio de la pérdida del Ministerio de Policía, al duque de Otranto se le concede el título honorífico de consejero de Estado, y es nombrado embajador de la monarquía en Roma. Y nada caracteriza mejor el humor vacilante entre el temor y la ira, entre el reproche y el agradecimiento, entre la indignación y la conciliación del emperador, que la carta de despedida, destinada tan sólo al uso personal:
Señor duque de Otranto, sé qué servicios me habéis prestado, y creo en vuestra adhesión a mi persona y en vuestro celo a mi servicio. Aun así, me resulta imposible dejaros el puesto de ministro, sería ceder demasiado. El puesto de un ministro de Policía exige plena e ilimitada confianza, y esa confianza ya no puede existir desde que, en un asunto importante, habéis puesto en juego mi tranquilidad y la del Estado, lo que a mis propios ojos no pueden disculpar unos móviles loables. Vuestra extraña idea de las obligaciones de un ministro de Policía no se compadece con el bien del Estado. Sin dudar de vuestra adhesión y lealtad, tendría que someteros a una constante y agotadora inspección, que no cabe exigirme. Dicha inspección sería necesaria debido a las muchas cosas que hacéis por cuenta propia, sin saber si responden a mi voluntad, a mis intenciones… No puedo esperar que cambiéis vuestra forma de actuar, ya que años de visible expresión de mi disgusto no han obrado cambio alguno en vos. Apoyado en la pureza de vuestras intenciones, no habéis querido entender que se puede hacer mucho daño con la intención de hacer bien. Mi confianza en vuestras dotes y en vuestra lealtad es inconmovible. Espero tener pronto ocasión de demostrarla y de que la empleéis a mi servicio.
Esta carta cierra como una llave secreta la más íntima relación de Napoleón con Fouché, y hay que tomarse la molestia de leer una segunda vez esta pequeña obra maestra para percibir cómo la voluntad y la voluntad en contra, el reconocimiento y la aversión, el temor y el secreto respeto, se solapan en cada una de las frases. El autócrata quiere un esclavo, y le amarga encontrar a un hombre independiente. Quiere librarse de él, y teme convertirlo en su enemigo. Lamenta perderlo, y al mismo tiempo es feliz de desprenderse de ese hombre peligroso.
Sin embargo, en la misma medida gigantesca en que ha aumentado la conciencia de sí de Napoleón, lo ha hecho también la de su ministro, y la general simpatía envara aún más la espalda de Joseph Fouché. No, el duque de Otranto ya no se deja despedir tan fácilmente. Napoleón debe enterarse de cómo queda su Ministerio de Policía cuando a Joseph Fouché se le enseñe la parte de fuera de la puerta, y su sucesor debe advertir que el que tiene la osadía de querer sustituirle se sienta en un nido de avispas, y no en un sillón ministerial. Él no ha creado en diez años ese instrumento espléndidamente afinado para un mostachudo de gruesos dedos como Savary, semejante novato en la diplomacia, no lo ha creado para que un chapucero ande torpemente en él y presente como logro propio lo que su predecesor ha ideado en días y noches de esfuerzo y trabajo. No, su despido no va a ser tan cómodo como se imaginan esos dos. Ambos, Napoleón y Savary, van a enterarse de que un Joseph Fouché no enseña como los otros la espalda doblada, sino también los dientes.
Fouché está decidido a no irse con la cabeza baja. No quiere una paz barata, una relajada capitulación. Desde luego, no es tan necio como para oponer abierta resistencia, ésa no es su forma de ser. Sólo va a permitirse una bromita, una pequeña, ingeniosa, alegre bromita, con la que París va a regocijarse y que debe enseñar a Savary que hay tremendos abrojos en el coto del duque de Otranto. Hay que recordar una y otra vez el curioso y diabólico rasgo de carácter de Joseph Fouché de que precisamente la extrema amargura engendra en él un furioso placer por la diversión, de que su valor, al incrementarse, no se vuelve viril, sino una grotesca y peligrosa arrogancia. Nunca golpea con el puño cuando alguien se le acerca, sino siempre, y precisamente en los momentos de mayor amargura, con la fusta del bufón, desde luego de modo tal que quien queda como un bufón es el otro. Todos los instintos apasionados que se esconden en este hombre contenido y cerrado espumea y desborda en tales ocasiones como un disparo, y esos momentos de aparente diversión en medio de la ira son al mismo tiempo aquellos que mejor revelan el fuego de su interior, lo demoníaco y diabólico en su naturaleza.
¡Una picante bromita, pues, para su sucesor! No puede ser difícil de idear, sobre todo cuando hay que vérselas con un zoquete ingenuo. Así que el duque de Otranto se pone el uniforme de gala y un gesto especialmente cortés para recibir a su sucesor en su toma de posesión. Y de hecho, apenas aparece Savary, duque de Rovigo, lo abruma tempestuoso con amabilidades. No es sólo que le felicite por la muy honrosa elección del emperador, es que le da las gracias por haberle librado de ese cargo, que le agotaba y pesaba ya demasiado tiempo sobre sus hombros. Ah, es tan feliz, está tan satisfecho de poder descansar un poco de ese enorme trabajo. Porque este ministerio supone un trabajo inmenso, sí, un trabajo ingrato…, pronto el duque lo verá por sí mismo, especialmente porque no está acostumbrado. Sea como fuere, estará gustosamente a su servicio para que ponga rápidamente en orden ese ministerio un poco desordenado…, el cese lo ha encontrado bastante poco preparado. Naturalmente eso requiere unos días, pero si el duque de Rovigo está de acuerdo, él, Fouché, quiere tomarse esa molestia, y entretanto también su esposa, la duquesa de Otranto, podría llevar a cabo el traslado con alguna comodidad. El buen Savary, el duque de Rovigo, no sospecha. Está alegremente sorprendido de encontrar tanta amabilidad en un hombre al que todos describen como perverso y taimado, incluso le da cortésmente las gracias al duque de Otranto por el extraordinario favor. Naturalmente que puede quedarse aquí todo el tiempo que desee; se inclina y estrecha conmovido la mano del buen Fouché, demasiado falto de reconocimiento.
Qué lástima no poder ver y no poder dibujar el rostro de Joseph Fouché en el instante en que la puerta se cierra detrás de su engañado sucesor. Necio, ¿crees de veras que voy a poner orden y a dejar en tus torpes manos, en carpetas ordenadas y manejables, los últimos secretos que he recogido pieza a pieza en diez años de esforzado trabajo? ¿Que te voy a engrasar y limpiar la máquina, mi máquina fantásticamente ideada, que absorbe invisible diente a diente, rueda a rueda, toda una serie de informaciones y las elabora en tan espléndido silencio? ¡Ya verás, necio!
Enseguida comienza una loca actividad. Un amigo de confianza es el encargado de ayudarle. Cuidadosamente, la puerta del gabinete se cierra y todos los papeles importantes y secretos son arrancados a toda prisa de los dosieres. Joseph Fouché se lleva para su uso privado todos los que aún podrían servirle como arma, los acusadores y reveladores, los otros son quemados sin escrúpulos. ¿Para qué va a saber el señor Savary quién presta sus servicios como espía en el distinguido barrio del Faubourg Saint-Germain, quién en el ejército, en la corte? Podría facilitarle demasiado el trabajo. Así que ¡al fuego con las listas! Sólo puede quedarse con los nombres de los soplones sin valor y los fanfarrones, de los porteros y de las putas, de los que de todos modos no se obtiene nada importante. Las carpetas se vacían a la velocidad del rayo. Los valiosos ficheros con los nombres de los realistas en el extranjero, de los corresponsales secretos, desaparecen, el desorden se crea por doquier artificialmente, los registros quedan destruidos, los expedientes son marcados con números falsos, los códigos se cambian y al mismo tiempo se toma a los más importantes empleados del futuro ministro como espías en servicio secreto, para que sigan informando al antiguo y verdadero señor. Tornillo a tornillo, Fouché afloja y desmonta la gigantesca maquinaria, para que el engranaje ya no engrane y su marcha se detenga por entero en manos del desprevenido heredero. Como los rusos queman ante Napoleón su sagrada ciudad de Moscú para que no encuentre un alojamiento confortable, así Fouché destruye y socava la querida obra de su propia vida. Cuatro días, cuatro noches humea la chimenea, cuatro días y cuatro noches dura ese trabajo infernal. Y sin que nadie a su alrededor intuya ni lo más mínimo, los secretos del imperio salen por la chimenea convertidos en materia inasible, o van a parar a los armarios de Ferrières.
Luego, una reverencia especialmente cortés, especialmente amable, ante el desprevenido sucesor: ¡por favor, sentaos! Un apretón de manos y una gratitud que se acepta de forma taimada. En realidad, el duque de Otranto debería irse ahora con posta urgente a su embajada de Roma. Pero prefiere viajar primero a Ferrières, a su castillo. Y allí espera, temblando interiormente de impaciencia y placer, el primer grito de ira de su estafado sucesor, en cuanto se aperciba de la bromita que Joseph Fouché le ha gastado.
¿No es verdad que la obrita ha sido espléndidamente ideada, puesta en escena con refinamiento y audazmente llevada a término? Pero, lástima, a Fouché se le ha escapado un pequeño detalle en esta atrevida mistificación. Piensa divertirse a costa del inexperto y recién nombrado duque, ese aprendiz de ministro. Pero olvida que ese conjunto vacío ha sido nombrado ministro por un señor con el que no se puede bromear. Además, la mirada ya desconfiada de Napoleón observa la conducta de Fouché. No le gusta esa lentitud en el traspaso de poderes, ese eterno aplazar el viaje a Roma. Además, la investigación en contra de Ouvrard, el cómplice de Fouché, ha dado un resultado inesperado, y es que Fouché ya ha enviado antes notas al gabinete inglés a través de otro intermediario. Y hasta ahora a nadie le ha salido bien bromear con Napoleón. De pronto, el 17 de junio, un billete cortante sale como un fustazo hacia Ferrières: «Señor duque de Otranto, os ruego me enviéis aquel informe que, para sondear a lord Wellesley, entregasteis a un tal señor Fagan, que trajo una respuesta de ese lord que jamás me ha sido dada a conocer». Ese duro tono de fanfarria podría despertar a un muerto. Pero Fouché, completamente borracho de amor propio y arrogancia, no se apresura con la respuesta. Entretanto, en las Tullerías, ha caído gasolina en el fuego. Savary ha descubierto el saqueo del ministerio y se lo ha comunicado, consternado, al emperador. Enseguida, un segundo billete y un tercero exigen la entrega inmediata «de toda la documentación ministerial». El secretario del gabinete lleva la orden personalmente, y tiene instrucciones de incautar de inmediato al duque de Otranto los documentos ilegalmente sustraídos. La broma ha terminado, la lucha comienza.
La broma ha terminado, en verdad; Fouché debería darse cuenta. Pero es como si estuviera poseído por la idea de medirse completamente en serio con Napoleón, con el hombre más fuerte del mundo. Porque explica al enviado, faltando lisa y llanamente a la verdad, que lo lamenta infinito, pero no tiene ninguna carta. Las ha quemado todas. Naturalmente, eso no se lo cree nadie, y menos que nadie Napoleón. Le envía una segunda advertencia, más dura, más enfática; se advierte su impaciencia. Pero ahora la irreflexión se convierte en terquedad, la terquedad en insolencia, la insolencia en desafío. Porque Fouché repite que no tiene un solo papel, y fundamenta esa supuesta destrucción de los documentos privados del emperador de una forma cercana a la extorsión. Su Majestad, dice burlonamente, le ha honrado con tal confianza que, si uno de sus hermanos provocara su disgusto, él le habría ordenado devolverlo al deber. Y como cada uno de sus hermanos le comunicaba sus quejas, él había creído su deber no conservar tales cartas. Tampoco las hermanas de Su Majestad habían estado siempre a salvo de la calumnia, y el propio emperador había estimado que se le comunicaran todos aquellos rumores y ordenado investigar qué errores podían haberlos causado. Está claro y más que claro que Fouché indica al emperador que sabe mucho y no se le puede tratar como a un lacayo. El mensajero entiende la amenaza de coacción, y le habrá costado trabajo traducir de forma tolerable a su señor una respuesta tan osada. Entonces, el emperador estalla. Brama de tal modo que el duque de Massa tiene que tranquilizarle y, para dejar de una vez a un lado el irritante asunto, se ofrece a exigir personalmente al renuente la entrega de los papeles sustraídos. Una segunda reclamación viene del nuevo ministro de Policía, el duque de Rovigo. Pero a todo responde Fouché con la misma cortesía y decisión: por desgracia, por desgracia, por desgracia, pero con la mayor discreción, ha quemado los papeles. Por primera vez, hay un hombre en Francia que ofrece abierta resistencia al emperador.
Es demasiado. Lo mismo que Napoleón a Fouché durante diez años, Fouché ha subestimado a Napoleón al creer que podría intimidarle con unas cuantas indiscreciones. ¡Ofrecerle a él resistencia delante de todos los ministros, a él, al que el zar Alejandro, el emperador de Austria, el rey de Sajonia han ofrecido a sus hijas, ante el que todos los reyes alemanes e italianos tiemblan como niños de escuela! ¿A él, al que no pueden resistirse todos los ejércitos de Europa, va a negarle obediencia esa pálida momia, ese seco intrigante con ropas de duque todavía nuevas? No, esas bromas no se toleran cuando se es Napoleón. Enseguida llama al jefe de su policía privada, Dubois, se deshace ante él en los más furiosos exabruptos contra el «miserable y vil Fouché». Con pasos duros y resonantes, camina iracundo arriba y abajo y, por fin, estalla:
Que no espere poder hacer conmigo lo que ha hecho con su Dios, con la Convención y con el Directorio, a los que traicionó y vendió miserablemente. Yo tengo mejor vista que Barras, conmigo no se juega tan fácilmente, pero le aconsejo que esté alerta. Sé que tiene notas e instrucciones mías, insisto en que me las devuelva. Si se niega, entregadlo enseguida a dos gendarmes y llevadlo a prisión, y por Dios que le enseñaré lo rápido que se puede instruir un proceso.
La cosa empieza a ponerse fea. Ahora empieza incluso a afectar a un Fouché. Cuando Dubois aparece, Fouché tiene que soportar que uno de sus propios antiguos subordinados le selle a él, el duque de Otranto, el ex ministro de Policía, todas sus cartas, un asunto que podría ser peligroso si, naturalmente, este hombre precavido no hubiera apartado hace mucho las verdaderas e importantes. Pero, aun así, empieza a darse cuenta de que ha dado con la cabeza contra la pared. A toda prisa escribe carta tras carta, una al emperador, otra a los distintos ministros, para quejarse de la desconfianza que se le muestra a él, el más honorable, el más sincero, el de más carácter, el más leal de los ministros, y en una de esas cartas regocija especialmente la encantadora frase: Il n’est pas dans mon caractère de changer [cambiar no forma parte de mi carácter] (sí, como suena, lo escribió de su puño y letra el camaleónico Fouché). Y exactamente igual que quince años antes con Robespierre, espera adelantarse a la desgracia con una rápida reconciliación. Coge un coche y viaja a París para dar personalmente sus explicaciones, o ya sus disculpas, al emperador.
Pero ya es demasiado tarde. Ha jugado demasiado tiempo, ha bromeado demasiado tiempo, ahora ya no hay reconciliación ni arreglo posible; quien desafía públicamente a Napoleón ha de ser públicamente humillado. Se le dirige una carta tan dura y cortante como pocas haya escrito Napoleón a un ministro. Es muy corta esa carta, esa patada: «Señor duque de Otranto, ya no puedo desear vuestros servicios. Tenéis veinticuatro horas para partir hacia vuestra senatoria». Ya no se habla una palabra de su nombramiento como embajador en Roma; brutal y desnudo cese, y además destierro. Al mismo tiempo, el nuevo ministro de Policía recibe la orden de velar por la inmediata ejecución de este edicto.
La tensión ha sido demasiado grande, el juego demasiado audaz, y entonces ocurre lo inesperado: Fouché se derrumba completamente, como un sonámbulo que, trepando sin saberlo por los tejados, es despertado de pronto por un áspero grito y, de miedo ante su propia y loca situación, cae al abismo. El mismo hombre que a dos pasos de la guillotina se mantuvo sobrio y clarividente, se desploma de forma miserable bajo el látigo de Napoleón.
Ese 3 de junio de 1810 es el Waterloo de Joseph Fouché. Los nervios se le rompen, se precipita al ministro en busca de un pasaporte para ir al extranjero, corre sin detenerse, cambiando de caballos en cada estación, a Italia. Allí corre como una rata enloquecida sobre un fogón al rojo, en todas direcciones, de pueblo en pueblo. Ora está en Parma, ora en Florencia, ora en Pisa, ora en Livorno, en vez de dirigirse a su senatoria como estaba prescrito. El pánico le sacude con demasiada fuerza. ¡Sólo quiere estar fuera del alcance de Napoleón, fuera del alcance de esa terrible mano! Incluso Italia deja de parecerle lo bastante segura, sigue siendo Europa, y toda Europa está sometida a ese hombre terrible. Así que en Livorno alquila un barco para pasar a América, tierra de seguridad, tierra de libertad, pero es obligado a regresar por la tormenta, el mareo y el miedo a los cruceros ingleses, y el enloquecido vuelve a correr en zigzag de puerto en puerto, de ciudad en ciudad, pidiendo ayuda a las hermanas de Napoleón, a los príncipes, a los amigos, desaparece, vuelve a aparecer, para irritación de los funcionarios de policía que buscan y vuelven a perder su rastro una y otra vez; en pocas palabras: se comporta como alguien completamente loco, completamente perturbado por el miedo, y, por vez primera, él, el carente de nervios, ofrece el perfecto cuadro clínico de un total colapso nervioso. Nunca Napoleón ha aplastado tan plenamente con un solo gesto, con un mero puñetazo a un adversario como a este hombre, el más audaz y el de más sangre fría de sus servidores. Este esconderse y aparecer, este febril ir y venir dura días, dura semanas, sin que se pueda averiguar con exactitud (tampoco su magistral biógrafo Madelin lo sabe, ni probablemente él mismo) qué quería y adónde quería ir en ese tiempo. Parece que sólo en el coche en marcha se siente seguro de la imaginaria venganza de Napoleón, que sin duda hace mucho que ya no piensa seriamente en coger por el cuello a su recalcitrante servidor. Napoleón sólo ha querido afirmar su voluntad, recuperar sus papeles, y ha impuesto esa voluntad. Porque mientras el loco, el histérico, revienta los caballos en Italia, su mujer en París actúa de forma considerablemente más razonable. Capitula por él. No puede caber duda de que la duquesa de Otranto, para salvar a su marido, ha vuelto a entregar discretamente a Napoleón los papeles que le ocultaba, porque jamás uno de esos papeles íntimos a los que Fouché, chantajista, aludía, ha visto la luz pública. Igual que en el caso de Barras, al que el emperador compró sus papeles, y de los otros molestos testigos de su ascensión, las posesiones escritas de Fouché han desaparecido sin dejar rastro en todo aquello que hacía referencia a él. O bien el propio Napoleón o, posteriormente, Napoleón III, ha liquidado por entero todos los documentos que no eran agradables a la versión oficial acerca de Napoleón.
Fouché recibe al fin el clemente permiso para regresar a su senatoria de Aix. La gran tormenta se ha retirado, el rayo sólo ha estremecido los nervios, no ha alcanzado la médula interior. El 25 de septiembre, el perseguido llega a sus posesiones, «pálido y cansado y revelando un total trastorno en la incoherencia de sus pensamientos y palabras». Pero va a tener tiempo en abundancia para recobrarse, porque aquel que un día se ha levantado contra Napoleón está por largo tiempo fuera de los asuntos públicos. El ambicioso tiene que pagar por su feroz bromita; la ola vuelve a sumergirlo. Tres años estará Fouché sin dignidad ni cargo; su tercer exilio ha empezado.