MINISTRO DEL DIRECTORIO
Y DEL CONSULADO
1799-1802
¿Ha compuesto alguien el himno del exilio, ese poder creador del destino que en su caída eleva al hombre y, en la dura coerción de la soledad, concentra nuevamente y en otro orden las estremecidas fuerzas de su espíritu? Los artistas siempre se han limitado a acusar al exilio de aparente perturbación del ascenso, de inútil intervalo, de cruel interrupción. Pero el ritmo de la Naturaleza quiere tan violentas cesuras. Porque sólo quien conoce las profundidades, conoce la vida completa. Sólo el retroceso da al hombre toda su energía para avanzar. El genio creador, sobre todo, necesita esta forzada soledad temporal para medir desde la lejanía de la exclusión el horizonte y la altura de su verdadera tarea. Los mensajes más importantes para la Humanidad han venido del exilio, los creadores de las grandes religiones, Moisés, Cristo, Mahoma, Buda, todos tuvieron que internarse primero en el silencio del desierto, en el no estar entre hombres, antes de poder alzar su palabra decisiva. La ceguera de Milton, la sordera de Beethoven, la prisión de Dostoievski, las mazmorras de Cervantes, el encierro de Lutero en el Wartburg, el exilio de Dante y el autoimpuesto destierro de Nietzsche a las gélidas zonas de la Engadina, todos ellos fueron una exigencia querida secretamente por el propio genio contra la despierta voluntad del hombre. Pero también en el mundo inferior, en el más terrenal, en el mundo político, una temporal ausencia da al hombre de Estado una nueva frescura en la mirada, una mejor meditación y cálculo del juego de fuerzas político. Por eso, nada más feliz para una carrera que una temporal interrupción, porque quien sólo conoce el mundo desde arriba, desde la nube imperial, desde las alturas de la torre de marfil y del poder, no conoce más que la sonrisa del sometido y su peligroso servilismo; quien siempre tiene él mismo la medida en sus manos, olvida su verdadero peso. Nada debilita más al artista, al general, al hombre de poder, que la incesante consecución de su voluntad y su deseo; sólo en el fracaso el artista conoce su verdadera relación con la obra, sólo en la derrota el general advierte sus errores, sólo en la caída en desgracia alcanza el hombre de Estado la verdadera visión de conjunto de la política. La continua riqueza ablanda, el continuo aplauso vuelve obtuso; sólo la interrupción da nueva tensión y elasticidad creadora al giro en vacío. Sólo la desdicha da profundidad y amplitud a la mirada que otea la realidad del mundo. Todo exilio es una dura enseñanza, pero es enseñanza y aprendizaje; amasa nuevamente la voluntad del débil, vuelve decidido al titubeante, hace más duro aún al duro. Para el verdaderamente fuerte, el exilio jamás es una minoración, sino un reforzamiento de sus fuerzas.
El exilio de Joseph Fouché duró más de tres años, y la isla inhóspita y solitaria a la que es enviado lleva el nombre de pobreza. Ayer aún procónsul y configurador del destino de la Revolución, cae de los más altos peldaños del poder a tal oscuridad, tal suciedad y lodo, que se pierden sus huellas. El único que le ha visto entonces, Barras, da una imagen conmovedora del mísero desván, apenas una cueva bajo el cielo, en que habita Fouché con su fea esposa y dos de sus enfermizos y pelirrojos hijos, albinos de rara fealdad. A cinco pisos de altura, en un cuarto sucio, húmedo, recocido por el sol, se esconde el caído, ante cuyas palabras temblaban decenas de miles, y que dentro de pocos años, como duque de Otranto, volverá a estar al timón de los destinos de Europa, pero que ahora no sabe con qué dinero comprará al día siguiente leche para sus hijos, pagará el miserable alquiler y al mismo tiempo defenderá incluso esa mísera vida de sus innumerables e invisibles enemigos, de los vengadores de Lyon.
Nadie, ni siquiera su más fiel y preciso biógrafo, Madelin, sabe decir de forma exhaustiva de qué vivió Fouché durante esos años de miseria. Ya no percibe sueldo de diputado, ha perdido su patrimonio familiar en la sublevación de Santo Domingo, nadie se atreve a contratar o emplear públicamente al Mitrailleur de Lyon, todos sus amigos le han abandonado, todo el mundo le evita. Se supone que practicó los más extraños y oscuros negocios…, en verdad, no es una fábula, el que luego sería duque de Otranto se dedica entonces a cebar cerdos. Pero pronto elige una actividad aún más sucia, la de espía de Barras, el único de los nuevos poderosos que, con una curiosa compasión, sigue recibiendo al caído. Naturalmente, no en la sala de audiencias del Ministerio, sino en algún lugar en la oscuridad; allí, arroja de vez en cuando a ese mendicante incansable algún pequeño trabajo sucio, un chanchullo en el ejército, un viaje de inspección, alguna renta, por diminuta que sea, que permita mantener a flote a ese pesado durante otros quince días. Pero en esos múltiples ensayos se revela el verdadero talento de Fouché. Porque Barras tiene ya entonces toda clase de planes políticos, desconfía de sus colegas y puede emplear muy bien a un espía privado, un enlace y un soplón que no pertenezca a la policía oficial, una especie de detective privado. Para eso Fouché es espléndido. Escucha y espía, se mete en las casas por puertas traseras, saca a todos sus conocidos el chisme del día y lleva en secreto a Barras esa sucia mucosidad de la vida pública. Y cuanto más ambicioso se vuelve Barras, cuanto más codiciosos apuntan sus planes hacia un golpe de Estado, tanto más necesita a Fouché. Hace mucho que en el Directorio (el Consejo de los Cinco que ahora gobierna Francia) le molestan las dos personas decentes, sobre todo Carnot, el hombre más recto de la Revolución francesa, y piensa librarse de ellas. Pero quien planea un golpe de Estado y organiza conspiraciones necesita, ante todo, correveidiles sin escrúpulos, hombres para todo, à tout faire, bravos y bulos, como los llaman los italianos, hombres por un lado carentes de carácter y, sin embargo, fiables dentro de esa falta de carácter; para eso Fouché es el más adecuado. El exilio será la escuela para su carrera, y en él despliega su futuro talento de maestro de la policía.
Por fin, por fin, tras una larga, larga noche en la helada de la vida, en la oscuridad de la pobreza, Fouché ventea el aire de la mañana. Hay un nuevo Señor en el país, un nuevo poder en ciernes, y decide servirle. Ese nuevo poder es el dinero. Apenas yacen Robespierre y los suyos en la dura tabla de madera, el todopoderoso dinero resucita, y vuelve a tener mil esbirros y siervos. Coches de caballos bellamente almohazados y recién enjaezados vuelven a recorrer las calles, y en su interior se sientan, medio desnudas como diosas griegas, hechiceras mujeres envueltas en valioso tafetán y muselina. La juventud dorada cabalga por el bosque de Boulogne con blancos y tersos pantalones de nanquín y fracs amarillos, pardos, rojos. En la mano llena de anillos llevan elegantes fustas de mango dorado, que gustan de emplear contra los antiguos hombres del Terror; se hacen buenos negocios en las perfumerías y en las joyerías, aparecen de pronto quinientos, seiscientos, mil salones de baile y cafés, se compran villas y se construyen casas, se va al teatro, se especula y apuesta, compra y vende, y se juegan millares tras las cortinas de damasco del Palais Royal. El dinero ha vuelto, autocrático, insolente y audaz.
Mas ¿dónde estaba el dinero de Francia entre 1791 y 1795? Siempre había estado allí, sólo se había escondido. Exactamente igual que en Alemania y Austria en la época del miedo a los comunistas, en 1919, de pronto los ricos se han hecho el muerto y andan quejándose con ropas raídas, porque bajo Robespierre el que se permitía el menor lujo, incluso el que se acercaba a él, pasaba por ser un mauvais riche [malvado rico] (por emplear los términos de Fouché), pasaba por sospechoso; se había vuelto incómodo pasar por rico. Hoy, sólo vuelve a ser alguien quien es rico. Y felizmente viene una espléndida era (como siempre ocurre en medio del caos) para hacer dinero. Porque los patrimonios se reestructuran; se venden bienes, se gana con ello. Se subastan las posesiones de los emigrados, se gana con ello. Los asignados pierden valor de cotización de día en día, una furiosa fiebre inflacionaria sacude el país, se gana con ello. Con todo se puede ganar dinero si se tienen unas manos ágiles e insolentes y contactos en el gobierno. Pero hay un manantial que fluye con incomparable esplendidez: la guerra. Ya en 1791, justo al principio, unos cuantos (exactamente igual que unos cuantos en 1914) habían descubierto que también se podía obtener beneficio de una guerra devoradora de hombres y destructora de valores, pero entonces Robespierre y Saint-Just, los incorruptibles, habían saltado furiosos al cuello de los «acaparadores». Ahora, en cambio, una vez que ese Catón ha sido, gracias a Dios, eliminado, y la guillotina se oxida en el almacén, los traficantes y los proveedores de armas viven una época dorada. Ahora se puede suministrar tranquilamente mal calzado a cambio de buen dinero, llenarse los bolsillos a conciencia a base de anticipos y requisas. La condición, por supuesto, es que a uno le asignen los contratos de suministro. Por eso, esos pequeños negocios siempre requieren un buen mediador, un gestor bien acreditado y sin embargo bien dispuesto, que abra a los especuladores la puerta trasera del establo para que accedan al rico pesebre del Estado y la guerra.
Ahora Joseph Fouché es el hombre ideal para tales negocios sucios. La miseria ha lavado a fondo su conciencia republicana, ha tirado tranquilamente a la chimenea el odio al dinero, es posible comprar barato a este muerto de hambre. Y por otra parte tiene las mejores «relaciones», pues entra y sale (como espía) de la antecámara de Barras, el presidente del Directorio. Así, de la noche a la mañana, el comunista radical de 1793, el que quería hornear el «pan de la igualdad», se convierte en íntimo de los recién horneados banqueros republicanos y hace realidad, a cambio de unos buenos porcentajes, todos sus deseos y negocios. Por ejemplo, el estraperlista Hinguerlot, uno de los negociantes más descarados y faltos de escrúpulos de la República (Napoleón le odiaba encarnizadamente), se enfrenta a una molesta acusación: ha traficado con una insolencia un poco excesiva, y se ha llenado demasiado los bolsillos con las entregas. Ahora tiene al cuello un proceso que puede costarle mucho dinero, y quizá la cabeza. ¿Qué se hace (entonces y ahora) en esas situaciones? Uno se vuelve a alguien que tenga buenos contactos con los de «arriba», influencia política o privada, y pueda «arreglar» el enojoso asunto. Uno se vuelve pues a Fouché, el soplón de Barras, que enseguida engrasa las suelas de sus zapatos y corre a ver al omnipotente (la carta está impresa en sus memorias); y, de hecho, el sucio asunto termina de forma silenciosa e indolora. A cambio, Hinguerlot le incluye en los suministros al ejército, los negocios en la bolsa y l’appétit vient en mangeant [el comer y el rascar, todo es empezar]. Fouché descubre en 1797 que el dinero huele mucho mejor que la sangre de 1793, y gracias a sus nuevas «relaciones» funda, por una parte para los grandes financieros y por otra para el corrupto gobierno, una nueva compañía de suministros para el ejército de Scherer. Los soldados del bravo general llevarán malas botas y se congelarán en sus finos capotes, serán batidos en las llanuras de Italia, pero lo más importante es que la compañía Fouché-Hinguerlot, y probablemente también Barras, obtendrán un sabroso beneficio. Desaparecida la repugnancia ante el «despreciable y corruptor metal» que el ultrajacobino y supercomunista Fouché proclamaba con tanta elocuencia hace apenas tres años, olvidados también los estallidos de odio contra los «malos ricos», olvidado que el «buen republicano no necesita más que pan y hierro y cuarenta escudos al día», de lo que se trata ahora es de hacerse rico de una vez. Porque en el exilio Fouché ha conocido el poder del dinero, y le sirve como a todo poder. Ha sufrido estar abajo demasiado tiempo, de forma demasiado dolorosa, el espantoso estar abajo, entre la suciedad del desprecio y la privación… ahora tensa todas sus fuerzas para llegar arriba, a ese mundo donde se compra poder con el dinero y se hace dinero con el poder. Se ha abierto la primera galería de esa mina, la más fecunda de todas, se ha dado el primer paso en el fantástico camino desde un desván del quinto piso a una sede ducal, desde la nada a un patrimonio de veinte millones de francos.
Ahora que Fouché se ha sacudido por entero de los hombros el incómodo lastre de los principios revolucionarios, ha cobrado movilidad: de la noche a la mañana, vuelve a tener el pie en el estribo. Su amigo Barras no sólo hace oscuras transacciones monetarias, sino también sucios negocios políticos. Quiere vender, en total silencio, la República a Luis XVIII a cambio de un título ducal y un montón de dinero. Para eso, lo único que le estorba es la presencia de colegas republicanos decentes, como Carnot, que siguen creyendo en la República y no quieren entender que los ideales sólo están ahí para sacar partido de ellos. Y sin duda Fouché ayuda en gran medida con trabajos subterráneos a su socio en el golpe de Estado del 18 de Fructidor, que le libra de esos molestos guardianes, porque apenas su protector Barras es señor irrestricto del Consejo de los Cinco, el renovado Directorio, este hombre que huye de la luz se adelanta impetuoso y exige su recompensa. Barras tiene que darle un empleo, en la política, en el ejército, en algún sitio, en alguna misión en que pueda llenarse los bolsillos y recobrarse de los años de miseria. Barras, que necesita a este hombre, no puede decir que no al servidor de sus oscuros negocios, pero aun así el nombre de Fouché, el Ametrallador de Lyon, sigue apestando demasiado a sangre derramada como para comprometerse abiertamente con él en las primeras semanas de la reacción. Así que primero es enviado por Barras, como representante del gobierno, a Italia, con el ejército, y luego a Holanda, a la República Bátava, para entablar negociaciones secretas. Barras sabe por experiencia que es maestro en la intriga subterránea; pronto lo experimentará aún más a fondo en propia carne.
Así que en 1798 Fouché es embajador de la República francesa; vuelve a tener el pie en el estribo. Exactamente igual que en su sangrienta misión de antaño, desarrolla en sus tareas diplomáticas la misma fría energía; especialmente en Holanda, consigue éxitos a la velocidad del rayo. Envejecido por trágicas experiencias, madurado por tiempos tempestuosos, forjado en la dura fragua de la miseria, Fouché conserva su antigua energía, aparejada a una nueva cautela. Pronto, arriba, los nuevos señores advierten que éste es un hombre al que se puede utilizar, que baila al compás que marca el viento y salta con el dinero, complaciente con los de arriba, despiadado con los de abajo, el marino correcto y hábil para una marejada. Y como el barco del gobierno oscila de manera crecientemente peligrosa y amenaza con naufragar a cada instante en su incierto rumbo, el 3 de Termidor de 1799 el Directorio toma una inesperada decisión: Joseph Fouché, destacado en misión secreta en Holanda, es nombrado de pronto, de la noche a la mañana, ministro de Policía de la República francesa.
¡Joseph Fouché, ministro! París se sobresalta como ante un cañonazo. ¿Ha vuelto a empezar el Terror, cuando sueltan a ese perro sanguinario, el Ametrallador de Lyon, el blasfemo y saqueador de iglesias, el amigo del anarquista Baboeuf? ¿Van a traer también de la Guayana —¡Dios no lo quiera!— a Collot d’Herbois y Billaud y a volver a poner la guillotina en la plaza de la República? ¿Volverán a hornear el «pan de la igualdad», a implantar los comités filantrópicos que le sacan el dinero a los ricos? París, que ya se había tranquilizado, con sus mil quinientos locales de baile, sus deslumbrantes tiendas, su juventud dorada, se espanta…, los ricos y los burgueses vuelven a temblar, como en el año 1792. Sólo los jacobinos, los últimos republicanos, están contentos. Por fin, después de terribles persecuciones, regresa al poder uno de ellos, el más osado, el más radical, el más inflexible; ¡ahora se pondrá en jaque a la reacción, se limpiará la República de realistas y conspiradores! Pero, es extraño, ambos, los unos y los otros, se preguntan al cabo de pocos días: ¿se llama realmente Joseph Fouché este ministro de Policía? Una vez más, se ha demostrado cierta la sabia frase de Mirabeau (que sigue siendo válida para los socialistas de hoy) de que los jacobinos, al llegar a ministros, ya no son ministros jacobinos: porque mira por dónde, los labios que antes goteaban sangre están ahora llenos del ungüento de las palabras de reconciliación. Orden, paz, seguridad, estas palabras reaparecen incesantemente en las proclamas policiales del ex partidario del Terror, y la lucha contra la anarquía es su primera divisa. Hay que restringir la libertad de prensa, poner fin al eterno discurso incendiario. Orden, orden, paz y seguridad…, ni un Metternich, ni un Seldnitzki, ningún archirreaccionario del Imperio austríaco redacta decretos más conservadores que Joseph Fouché, el Mitrailleur de Lyon.
Los ciudadanos respiran: ¡en qué san Pablo se ha convertido este Saulo! Pero los verdaderos republicanos rugen de indignación en sus salas de reuniones. Han aprendido poco en estos años, aún siguen pronunciando rabiosos discursos, discursos y discursos, amenazan al Directorio, a los ministros y a la Constitución con citas de Plutarco. Se muestran tan furibundos como si aún vivieran Danton y Marat, como si las campanas aún pudieran traer de los suburbios a cientos de miles de personas. Sea como fuere, sus molestas quejas terminan por inquietar al Directorio. «¿Qué hacer?», es la pregunta con la que sus colegas asedian al recién elegido ministro de Policía.
«Cerrar el club», responde el inconmovible. Los otros le miran incrédulos, y preguntan cuándo se tomaría esa audaz medida. «Mañana», responde tranquilamente Fouché.
Y, de hecho, la noche siguiente Fouché, antiguo presidente de los jacobinos, se presenta en el club radical de la rue du Bac. En ese círculo ha latido, durante todos esos años, el corazón de la Revolución. Son los mismos hombres ante los que Robespierre, Danton y Marat, él mismo, han pronunciado apasionados discursos: después de la caída de Robespierre, después de la derrota de Baboeuf, en este club de Manège, este centro de maquinaciones, sólo vive el recuerdo de los arrebatados días de la Revolución.
Pero el sentimentalismo no va con Fouché; cuando quiere, puede olvidar su pasado de manera terriblemente rápida. El antiguo profesor de matemáticas del oratorio siempre mide el paralelogramo de las fuerzas reales en persona. Sabe que la idea republicana está liquidada, sus mejores líderes, sus hombres de acción, yacen bajo tierra; hace mucho que todos los clubes se han convertido en centros de tertulia donde unos y otros se quitan las palabras de la boca. En el año 1799, las citas de Plutarco y las frases patrióticas han perdido cotización junto con los asignados: se han pronunciado demasiadas frases y se han impreso demasiados billetes. Francia (¡quién lo sabe mejor que el ministro de Policía, que controla la opinión pública!) está cansada de abogados, oradores y renovadores, cansada de decretos y de leyes, no quiere más que tranquilidad, orden, paz y finanzas claras; igual que tras unos años de guerra, tras unos años de revolución, después de cualquier éxtasis comunitario, el incesante egoísmo del individuo, de la familia, recobra sus derechos.
Precisamente uno de los republicanos, uno de los amortizados hace mucho, está pronunciando un ardiente discurso cuando se abre la puerta y Fouché entra en uniforme de ministro, acompañado por los gendarmes. Con una fría mirada, mide a la asamblea que, sorprendida, se pone en pie: ¡qué lamentables adversarios! Hace mucho que los hombres de acción, los hombres de espíritu de la Revolución, sus héroes y desesperados, se han marchado: sólo quedan los charlatanes, y contra los charlatanes basta con un gesto decidido. Sin titubear, sube a la tribuna, y por primera vez desde hace seis años los jacobinos vuelven a oír su voz gélida, sobria, pero no, como antes, para llamar a la libertad y al odio contra los déspotas, sino que con toda tranquilidad ese hombre enjuto declara lisa y llanamente cerrado el club. La sorpresa es tan grande que nadie ofrece resistencia. No braman, no se lanzan con puñales contra los que aniquilan la libertad, como siempre habían jurado hacer. Balbucean tan sólo, retroceden y abandonan la sala conmocionados. Fouché ha calculado bien: contra los hombres hay que luchar. A los charlatanes se les abate con un gesto.
Una vez que la sala está vacía, camina tranquilamente hacia la puerta, la cierra y se guarda la llave en el bolsillo. Y con esa vuelta de llave termina realmente la Revolución francesa.
Un cargo no es más que lo que un hombre hace de él. Cuando Joseph Fouché asume el Ministerio de Policía, recibe una función subalterna, una especie de subprefectura del Ministerio del Interior. Debe supervisar e informar, reunir el material para la política interior y exterior con la que los señores del Directorio trabajan como los reyes. Pero apenas ha tenido Fouché el poder tres meses en sus manos, sus benefactores observan sobresaltados, sorprendidos y ya indefensos, que no sólo vigila hacia abajo, sino también hacia arriba; que el ministro de Policía controla a los otros ministros, al Directorio, a los generales, la política entera. Su red se extiende a todos los cargos e incumbencias, en sus manos desembocan todas las noticias, hace política junto a la política, guerra junto a la guerra, extiende en todas las direcciones las fronteras de sus facultades, hasta que finalmente Talleyrand tiene que redefinir, irritado, la posición del ministro de Policía: «El ministro de Policía es un hombre que se ocupa, primero, de todas las cosas que le incumben, y en segundo lugar de todas las que no le incumben».
Esta complicada máquina, este aparato de control universal de todo un país, ha sido construida de forma grandiosa. Mil informaciones afluyen cada día a la casa del quai Voltaire, porque al cabo de unos meses este maestro ha llenado el país de espías, agentes secretos y confidentes. Pero no se imagine a esos espías como el habitual y tosco detective pequeñoburgués que escucha la charla cotidiana de los porteros y las tabernas, de los burdeles y las iglesias; los agentes de Fouché también llevan entorchados de oro y levitas de diplomático y vestidos de delicado encaje, charlan en los salones del Faubourg Saint-Germain y se escurren, disfrazados de patriotas, en las reuniones secretas de los jacobinos. En la lista de sus asalariados se encuentran marqueses y duquesas con los apellidos más resonantes de Francia, incluso puede jactarse (¡fantástico hecho!) de tener a su servicio a la primera mujer del reino, Josefina Bonaparte, posterior emperatriz. En el despacho de su posterior señor y emperador, el secretario está vendido a él, en Hartwell, Inglaterra, el cocinero del rey Luis XVIII está a sueldo suyo. Cada comentario es notificado, cada carta es abierta. En el ejército, entre los comerciantes, entre los diputados, en la taberna y en la Asamblea, el ministro de Policía escucha invisible, y todas esas mil informaciones corren diariamente en dirección a su escritorio. Allí se analizan, filtran y cotejan las denuncias, en parte correctas e importantes, en parte mera charlatanería, hasta que de mil cifras se desprende una noticia clara.
Porque la información lo es todo; en la guerra como en la paz, en la política como en las finanzas. Ya no el terror, sino el conocimiento es en 1799 el poder en Francia. El conocimiento de cada uno de esos tristes termidoristas, cuánto dinero acepta, por quién es sobornado, por cuánto se le puede comprar, para mantenerlo en jaque y convertir así al superior en súbdito; el conocimiento de las conspiraciones, en parte para abatirlas, en parte para promoverlas y escorarse siempre hacia el lado correcto en política; el conocimiento anticipado de las noticias del escenario bélico y de las negociaciones de paz, para operar en bolsa con financieros complacientes y cimentar al fin un firme patrimonio. Así, en manos de Fouché esta máquina de información produce constantemente dinero, y el dinero a su vez sirve de engrase para mantenerla en silencioso funcionamiento. Desde las casas de juego, los burdeles, desde los bancos fluyen a sus manos discretas tasas que suman cuantías millonarias, al llegar a ellas se convierten en sobornos, los sobornos a su vez en informaciones; así nunca se atasca ni fracasa esta enorme, refinada maquinaria policial que un solo hombre crea de la nada en pocos meses gracias a su inmensa capacidad de trabajo y a su genio psicológico.
Pero lo más genial en esta incomparable maquinaria de Fouché es esto: sólo funciona en una única mano. En algún sitio tiene insertado un tornillo que, al sacarlo, detiene todo ese silbante impulso. Fouché se cuida desde el primer momento para el caso de una caída en desgracia; sabe que, si le despiden, bastará un tirón de la palanca para detener inmediatamente toda la máquina por él construida. Porque este hombre de poder no crea su obra para el Estado, ni para el Directorio, ni para Napoleón, sino únicamente para sí mismo. No piensa en transmitir, como es su obligación, a sus sucesores el destilado de toda la información químicamente obtenido en su retorta; egoísta y sin escrúpulos, transmite únicamente lo que quiere transmitir; ¿para qué dejar que esos necios del Directorio sepan más, dejándolos mirar en su fichero? De su laboratorio sale exclusivamente lo que le es útil, lo que es imprescindible para su propia ventaja; todos los demás dardos y venenos los conserva cuidadosamente en su arsenal privado, para la venganza personal y el asesinato político. Fouché siempre sabe más de lo que el Directorio sabe que sabe, y esto le hace peligroso e imprescindible a un tiempo. Conoce las negociaciones de Barras con los realistas, las aspiraciones al trono de Bonaparte, los manejos ora de los jacobinos, ora de los reaccionarios, pero jamás revela esos secretos en cuanto se entera de ellos, sino siempre tan sólo en el momento en que su revelación le parece ventajosa. A veces promueve las conspiraciones, a veces las frena, a veces las crea artificialmente, a veces las descubre con estrépito (y advierte al mismo tiempo a los implicados de que se pongan a salvo); siempre juega un doble, triple, cuádruple juego, y engañar y confundir por todos lados, en todas las mesas, se convierte poco a poco en su pasión. Esto requiere, naturalmente, plena dedicación de tiempo y energías; y Fouché, que trabaja en jornadas de diez horas, no lo ahorra. Antes que dar a una segunda persona acceso a sus secretos policiales, se sienta de la mañana a la noche en su despacho, revisa personalmente todos los documentos y despacha cada uno de los expedientes. A todos los acusados importantes los interroga a solas, a puerta cerrada, en su gabinete, para ser él, sólo él y ni siquiera sus subordinados, quien conozca los detalles decisivos, y poco a poco, como si fuera, sin ser nombrado para ello, el confesor de todo el país, va teniendo en sus manos los secretos de muchas personas. Nuevamente reina mediante el terror, como antaño en Lyon, sólo que ahora no es la burda hoja que se abate con mortal chirrido, sino el veneno espiritual del miedo, de la conciencia de culpa, del sentirse espiado y saberse descubierto, lo que emplea para dejar sin aliento a millares. La máquina de 1792, la guillotina, inventada para abatir toda resistencia contra el Estado, es una tosca herramienta comparada con la refinada maquinaria policial de Joseph Fouché de 1799, combinada con su superioridad intelectual.
Fouché toca como un consumado artista este instrumento construido por él mismo. Conoce el secreto supremo del poder; disfrutarlo secretamente, emplearlo de forma contenida. Han pasado los tiempos de Lyon, en que furiosos guardias revolucionarios con la bayoneta calada cerraban el paso a los aposentos del todopoderoso. Ahora en su antesala entran las damas del Faubourg Saint-Germain, y son bien recibidas. Él sabe lo que quieren. La una ruega que tachen a un pariente de la lista de emigrados, la otra quiere proporcionar un buen puesto a su primo, la tercera suspender un embarazoso proceso. Fouché se comporta con todas con la misma amabilidad. ¿Por qué hacerse impopular con ningún partido, con los jacobinos o los realistas, con los moderados o los bonapartistas, mientras no se sepa cuál estará al timón mañana? Así, el antaño temido exponente del Terror juega a conciliador; públicamente, en sus discursos y proclamaciones, truena poderoso contra los realistas y los anarquistas, pero en secreto, por debajo de la mesa, les advierte o soborna. Evita los procesos ruidosos, las sentencias feroces y sangrientas; le basta con el ademán de la violencia en vez de la violencia, con el verdadero poder subterráneo en el Estado en vez de un envoltorio vacío como el que Barras y sus colegas llevan en sus sombreros emplumados.
Así ocurre que, en pocos meses, el Fouché que provocaba la exclamación de «¡Dios nos proteja!» se ha convertido en el favorito de todos, porque ¿qué ministro y estadista es querido en todo momento y en todo lugar, sino aquel con el que se puede hablar, que mira amablemente o incluso ayuda a ganar dinero y conseguir carguitos, que hace concesiones a todo el mundo y cierra amablemente los severos ojos en cuanto se mete demasiado las narices en política o se le obstaculiza en sus propios planes? ¿No es mejor comprar y arrancar con halagos sus convicciones a la gente que apuntar cañones? ¿No basta con llamar al gabinete secreto a las cabezas inquietas y enseñarles allí la sentencia de muerte que ya está lista en un cajón, en vez de ejecutarla realmente? Desde luego, allá donde se muestra verdadera rebelión, la antigua mano dura interviene de forma inmisericorde. Pero el que se queda quieto y no se resiste ve cómo el viejo terrorista ejerce con él su aún más antigua paciencia clerical. Conoce la debilidad de la Humanidad por el dinero, por el lujo, por los pequeños vicios, por los placeres privados…, ¡bien, que los tengan! Pero ¡que se mantengan tranquilos! Los grandes banqueros, que hasta ahora han sido perseguidos por todos los medios por la República, pueden ahora negociar y ganar dinero tranquilamente. Fouché les da información y ellos le dan a cambio parte en los beneficios. La prensa, bajo Marat y Desmoulins un perro mordedor y sediento de sangre, mueve la cola entre sus piernas, también ella prefiere el azúcar a la fusta. Al cabo de muy poco tiempo el ruido de los patriotas privilegiados ha dado lugar a un silencio en el que sólo se oye masticar. Fouché le ha tirado a cada uno un hueso o lo ha arrinconado de un par de fustazos. Y sus colegas, todos los partidos, saben ya lo agradable y rentable que es tenerlo por amigo, y lo desagradable que es hacerle sacar las garras de sus aterciopeladas patas; así, de pronto, el más despreciado de todos tiene multitud de amigos, porque lo sabe todo y a todos compromete con su silencio. Aún no se ha reconstruido la ciudad reventada junto al Ródano y ya se han olvidado los ametrallamientos de Lyon, Fouché ya es popular.
Joseph Fouché tiene la mejor información acerca de todo lo que ocurre en el reino; nadie ve con tanta exactitud, gracias a una vigilancia de mil cabezas y mil oídos, todos los pliegues de los acontecimientos, nadie sabe más de las debilidades o puntos fuertes de los partidos y las personas que este observador frío y calculador sentado a su aparato de registro, que señala las más mínimas oscilaciones de la política.
Así que sólo pasan unas semanas, unos meses, antes de que Fouché advierta claramente que el Directorio está perdido. Los cinco hombres están desunidos entre sí, juegan unos a espaldas de los otros y no esperan más que el momento de desplazarse los unos a los otros. Los ejércitos derrotados, las finanzas en desorden, el país inquieto…, así no se puede continuar. Fouché ventea un pronto cambio del viento. Sus agentes le informan de que Barras ya ha negociado en secreto con Luis XVIII para vender la República a la dinastía borbónica a cambio de una corona ducal. Sus colegas, a su vez, coquetean con el duque de Orleans o sueñan con el restablecimiento de la Convención. Pero todos, todos saben una cosa: así no se puede continuar. Porque la nación está sacudida por insurrecciones internas, los asignados se convierten en papel mojado, los soldados ya se niegan a luchar; si no hay una nueva fuerza que reúna las energías dispersas, la República caerá.
Sólo un dictador puede arreglarlo, y todas las miradas se pierden en el vacío para encontrar uno. «Necesitamos una cabeza y un sable», manifiesta Barras a Fouché, considerándose secretamente la cabeza, y en busca del sable adecuado. Pero Hoche y Joubert, los vencedores, han muerto muy inoportunamente para su carrera, Bernadotte sigue siendo demasiado jacobino, y al único del que todos saben que reúne ambas cosas, el sable y la cabeza, Bonaparte, el héroe de Arcola y Rívoli, se lo han quitado de encima por miedo, y ahora maniobra sin objeto en las arenas del desierto egipcio. No hay que contar con él, a tantas millas de distancia, piensan.
De todos los ministros, sólo Fouché sabe ya entonces que ese general Bonaparte al que los otros creen aún a la sombra de las pirámides no está a tantas millas y va a desembarcar dentro de poco en Francia. Han enviado a unos miles de millas de París a ese hombre demasiado ambicioso, demasiado popular, autoritario; quizá incluso han respirado secretamente cuando Nelson aniquiló la flota en Abukir, porque qué les importan unos miles de muertos a estos intrigantes y políticos si con eso queda eliminado un competidor. Ahora duermen tranquilos, saben que está clavado a su ejército y se guardan muy mucho de llamarlo. Ni por un momento se atreven a sospechar que podría tener la osadía de transferir por su cuenta el mando a otro general y venir a levantarlos de sus poltronas; cuentan con todas las posibilidades, menos con Bonaparte.
Pero Fouché sabe más que ellos, y de mejor fuente. Porque la que se lo cuenta todo, la que le enseña cada carta, cada medida, la mejor, la más informada, la más fiel de sus espías a sueldo, no es otra que la propia mujer de Bonaparte, Josefina Beauharnais. Corromper a esta frívola criolla no es en sí un gran logro porque, loca derrochadora, está constantemente en apuros económicos, y aunque su generosísimo Napoleón le remite cientos de miles de las arcas del Estado, se filtran como gotas en una mujer que se compra trescientos sombreros y setecientos vestidos al año, que no sabe ahorrar ni su dinero ni su cuerpo ni su buena reputación, y que además en ese momento no se encuentra especialmente bien. Dios mío, mientras el pequeño y ardiente general, que quería llevársela consigo al aburrido país de los mamelucos, está en campaña, ella se ha acostado con un simpático y guapo Charles y quizá con algunos otros, probablemente incluso con su antiguo amante, Barras. Los necios e intrigantes hermanos de su esposo, José y Luciano, se lo han tomado a mal y le han dado la noticia fresca a su ardiente y celoso como un turco esposo. Así que necesita alguien que la ayude y espíe a los fraternales espías, que controle toda la correspondencia. Por eso, y exclusivamente por unos ducados —él mismo dice lisa y llanamente en sus memorias: mil luises de oro—, la futura emperatriz proporciona a Fouché todos los secretos, y sobre todo el más importante y más peligroso: el del inminente regreso de Bonaparte.
A Fouché le basta con estar informado. Naturalmente, el ciudadano ministro de Policía no piensa informar a sus superiores. Primero se limita a estrechar su amistad con la esposa del pretendiente, utiliza en silencio la noticia y ve, como siempre bien preparado, venir la decisión que, ahora lo sabe, no se hará esperar demasiado.
El 11 de octubre de 1799, el Directorio hace llamar urgentemente a Fouché. El heliógrafo anuncia una noticia increíble: Bonaparte ha regresado de Egipto y ha desembarcado en Fréjus, por cuenta propia, sin ser llamado. ¿Qué hacer? ¿Detener de inmediato al general, que ha abandonado su ejército sin órdenes, como un desertor, o recibirlo cortésmente? Fouché, que se muestra aún más sorprendido de lo que los otros lo están de verdad, aconseja ser flexibles. ¡Hay que esperar! ¡Hay que esperar! Porque aún no ha decidido si va a estar a favor o en contra de Bonaparte, primero quiere dejar que transcurran los acontecimientos. Pero mientras las cinco cabezas sin seso del Directorio siguen discutiendo con vehemencia si hay que detener a Bonaparte o perdonarlo a pesar de su deserción, hace mucho que la voz del pueblo ha hablado. Aviñón, Lyon, París, le reciben en triunfo, todas las ciudades se iluminan a su paso, desde el escenario de los teatros se anuncia la noticia a los espectadores entusiasmados; no es un subordinado el que regresa, sino un Señor, una gran potencia. Apenas está en París, en su domicilio de la rue Chantereine (pronto se llamará rue Victoire en su honor), cuando se apiñan allí todos sus amigos y también aquellos que consideran útil pasar lo antes posible por tales. Generales, diputados, ministros, incluso Talleyrand, muestran su obediente reverencia al hombre del sable, y no pasa mucho tiempo antes de que también el ministro de Policía se presente en persona. Se dirige a la rue Chantereine y se hace anunciar a Bonaparte. Pero a éste el señor Fouché le parece una visita bastante indiferente e insignificante. Así que le hace esperar en la antesala una hora larga, como a un molesto peticionario. Fouché, ese nombre no le dice mucho; no le conoce personalmente, quizá tan sólo recuerda que un hombre llamado así representó un papel bastante triste en los años del Terror en Lyon, quizá se haya encontrado a un pequeño espía de la policía, desharrapado y venido a menos, en la antesala de su amigo Barras. En cualquier caso nadie importante, algún pequeño negociante que ahora se ha escurrido en un pequeño ministerio. A alguien así se le hace guardar antesala. Y en verdad, Joseph Fouché espera pacientemente durante una hora en la antesala del general, y quizá se quedaría una segunda y una tercera en ese sillón que un criado compasivo le ha acercado si casualmente Real, uno de los conjurados de Bonaparte para el futuro golpe de Estado, no hubiera visto en tan penosa situación al todopoderoso al que todo París corre a pedir audiencia. Espantado ante la desdichada falta, se precipita en las habitaciones del general, le explica excitado el enorme error cometido al hacer esperar de manera tan ofensiva precisamente a ese hombre que, con un gesto de la mano, podría hacer saltar toda la trama por los aires como una bomba. Y enseguida Bonaparte sale, ruega muy cortés e insistente a Fouché que pase, se disculpa y charla con él a solas durante dos horas.
Se encuentran frente a frente por primera vez; cuidadosamente, el uno examina y mide al otro para saber si será útil a sus fines personales. Y siempre los seres superiores se reconocen al vuelo. Enseguida Fouché advierte en el inaudito dinamismo de este hombre de poder el genio indomeñable de la autoridad; enseguida Bonaparte, con su mirada aguda de ave rapaz, reconoce en Fouché al auxiliar útil, empleable en cualquier cosa, que lo comprende todo con rapidez y lo lleva a la práctica con energía. Nadie le ha expuesto entonces —cuenta en Santa Helena— de forma tan escueta y completa la situación de Francia y el Directorio como Fouché en esa primera conversación de dos horas. Y el hecho de que Fouché, entre cuyas virtudes no resplandece la sinceridad, diga enseguida la verdad al pretendiente al trono, atestigua que también él estaba decidido a ponerse a su disposición. Desde el primer momento se reparten los papeles, señor y criado, diseñador del mundo y político del momento; ahora puede empezar su colaboración.
Fouché se confía a Bonaparte, con inusual disponibilidad, desde el primer encuentro. Pero no se pone en sus manos. No toma públicamente parte en la conspiración que ha de derribar al Directorio y convertir a Bonaparte en gobernante único: es demasiado cauteloso para eso. Se atiene con demasiada severidad, con demasiada lealtad a su principio vital: nunca decidirse definitivamente hasta que la victoria no esté decidida. Sólo ocurre algo extraño… en las semanas siguientes, al ministro de Policía de Francia, normalmente de oído tan fino, normalmente de vista tan aguda, le acomete una penosa enfermedad: se vuelve de repente sordo y ciego. No oye nada de todos los rumores que corren por la ciudad acerca de un inminente golpe de Estado, no ve nada de las cartas que ponen en sus manos. Todas sus informaciones, por lo común de impecable fiabilidad, parecen fallar de forma mágica, y mientras de los cinco miembros del Directorio, dos están ya en el complot y el tercero ganado a medias para él, el ministro de Policía no sospecha ni lo más mínimo que haya una inminente conspiración militar…, o más bien hace como si no sospechara nada. Sus informes diarios al Directorio no contienen una sola línea sobre el general Bonaparte y su grupo, que ya agita impaciente los sables; pero naturalmente tampoco a la otra parte, la de Bonaparte, le da una sola línea, una palabra escrita. Sólo con el silencio traiciona al Directorio, sólo con el silencio se compromete con Bonaparte y espera, espera, espera. En esos momentos de tensión, dos minutos antes de la decisión, es donde mejor se siente su naturaleza anfibia. Ser temido por las dos partes, ser cortejado por las dos partes y sentir temblar en su propia mano el fiel de la balanza siempre será el mayor de los placeres para este apasionado intrigante. ¡Es el más fantástico de los juegos, incomparable en tensión con el de la mesa verde o el de Eros, estos segundos en los que el juego del mundo avanza hacia la decisión! Saber en esos minutos que se pueden adelantar o refrenar los acontecimientos, controlarse precisamente porque se sabe, y, por más que las manos ardan en deseos de entrometerse, no hacer nada, nada más que mirar con la excitada, placentera, ni más ni menos que viciosa curiosidad del psicólogo…, ése es el único placer que inflama a este espíritu frío, sólo él excita esa sangre turbia, diluida, casi acuosa. Sólo esa forma de placer psicológicamente perverso, intelectualmente lujurioso, es capaz de entusiasmar al sobrio y carente de nervios Joseph Fouché. Y en esos tensos segundos antes del disparo decisivo, una especie de cruel y cínica alegría da alas a su normalmente malhumorada seriedad. Porque de qué otro modo puede descargarse el placer intelectual salvo en alegría, en una buena o feroz alegría. Así que Fouché bromea precisamente cuando otros están corriendo el máximo peligro, bromea como el juez de instrucción de Crimen y castigo, del modo más ingenioso y en verdad diabólico, precisamente cuando al culpable ya le corre por la espalda el escalofrío. Precisamente en esos segundos gusta de mistificar, y así, justo en el momento más peligroso, organiza una ingeniosa comedia cuyo entarimado se ha puesto en cierto modo sobre un barril de pólvora. Pocos días antes de ponerse en marcha el golpe de Estado (naturalmente, conoce la fecha), da una pequeña fiesta. Bonaparte, Real y los otros conspiradores están invitados a esta velada íntima, y de pronto, cuando se sientan a la mesa, observan que toda su lista está al completo, que el ministro de Policía del Directorio ha invitado a su casa a toda la camarilla que conspira contra el Directorio. ¿Qué significa esto? Bonaparte y los suyos se miran inquietos. ¿Habrá gendarmes a la puerta, para coger de un golpe a todo el grupo del golpe de Estado? Quizá alguno de ellos recuerde, de la Historia Universal, la funesta cena que Pedro el Grande dio a los strelitz, en la que el verdugo sirvió sus cabezas a los postres. Pero con un Fouché no suceden cosas tan terribles…, al contrario, cuando, para general sorpresa de los conjurados, aparece por fin un invitado más, que es precisamente (¡la broma es realmente diabólica!) el presidente Gohier, contra el que se dirige su conspiración, son testigos de un asombroso diálogo. El presidente pregunta al ministro de Policía por los más recientes acontecimientos: «Oh, siempre lo mismo —responde Fouché, alzando lentamente los párpados, sin mirar a nadie en particular—. La misma cháchara de conspiraciones. Pero ya sé lo que puedo pensar de ellas. Si realmente hay una, pronto tendremos la prueba en la plaza de la Revolución».
Esa delicada alusión a la guillotina recorre la espalda de los asustados conspiradores como un frío cuchillo. No saben si se está burlando de ellos o del otro. ¿Les toma el pelo a ellos o al presidente del Directorio? No lo saben, y probablemente no lo sabe el propio Fouché, porque sólo disfruta de una cosa en el mundo: del placer de la doblez, del ardiente estímulo y el excitante peligro del doble juego.
Tras esas alegres bromitas, el ministro de Policía vuelve a caer hasta la hora del golpe en su curioso letargo, sigue sordo y ciego mientras se ha sobornado ya la mitad del Senado, mientras se ha ganado al ejército. Y, es curioso…, conocido como madrugador, como el primero en su oficina, precisamente el 18 de Brumario, precisamente el día del golpe de Estado napoleónico, Joseph Fouché tiene un profundo y admirable sueño matinal. Lo que más le gustaría es dormir el día entero, pero dos mensajeros del Directorio le sacan de la cama y dan al asombrosamente asombrado noticia de los extraños acontecimientos que se están produciendo en el Senado, de la concentración de tropas y el ya manifiesto golpe de Estado. Joseph Fouché se frota los ojos y se sorprende como es su obligación (aunque la noche anterior había mantenido una larga conferencia con Bonaparte). Pero, por desgracia, ya no se puede dormir o hacerse el dormido. El ministro de Policía tiene que vestirse y acudir al Directorio, donde el presidente Gohier le recibe con brusquedad, sin dejar que prosiga la comedia de la sorpresa. «Tenía usted la obligación —le increpa— de comunicarnos una conspiración así, y sin duda la policía habría podido enterarse de ella». Fouché encaja tranquilo la brutalidad y pide sus órdenes, como si fuera el más fiel de los servidores. Pero Gohier le rechaza ásperamente: si el Directorio tiene órdenes que dar, las dará a aquellos que sean dignos de su confianza. Fouché sonríe interiormente; ¡este loco, que aún no sabe que su Directorio ya no tiene nada que ordenar, que dos de los cinco han caído ya y el tercero está vendido! Pero ¿para qué enseñar al necio? Se inclina fríamente y regresa a su puesto.
En todo caso, Fouché aún no sabe exactamente dónde está ese puesto, si es ministro de Policía del antiguo o del nuevo gobierno, según venza el uno o el otro. Sólo las próximas veinticuatro horas decidirán entre el Directorio y Bonaparte. Sin duda, el primer día ha sido bueno para este último: el Senado, puesto en marcha con promesas y engrasado aún mejor con dinero, responde a todos los deseos de Bonaparte, le nombra comandante en jefe de las tropas y traslada la sesión de la cámara baja, el Consejo de los Quinientos, a Saint-Cloud, donde no hay batallones de trabajadores, ni opinión pública, ni «pueblo», sino tan sólo un hermoso parque que se puede cerrar herméticamente con dos compañías de granaderos. Pero con eso no está ganada la partida, porque entre esos quinientos sigue habiendo dos docenas de pesados que no se dejan sobornar ni atemorizar, quizá incluso uno que sabrá defender la República con el puñal o la pistola contra el pretendiente al trono. Se trata de aguantar los nervios, no dejarse arrastrar por las simpatías por una parte y por una pequeñez tal como los juramentos de lealtad por otra, sino guardar silencio, esperar, estar en guardia hasta que las decisiones hayan sido tomadas.
Y Fouché aguanta los nervios. Apenas Bonaparte llega a Saint-Cloud a la cabeza de sus jinetes, apenas le han seguido en sus carrozas los grandes conspiradores, Talleyrand, Sieyés y otras dos docenas, cuando de repente, por orden del ministro de Policía, las barreras caen a las salidas de París. Nadie puede abandonar la ciudad, nadie entrar en ella salvo los mensajeros del ministro de Policía. Ninguna de sus ochocientas mil personas puede saber pues si el golpe tiene éxito o fracasa, salvo este hombre decidido. Cada medía hora, un mensajero le informa sobre los acontecimientos durante el golpe, y sigue sin tomar ninguna decisión. Si Bonaparte se impone, naturalmente esta noche Fouché será su ministro y fiel servidor; si fracasa, seguirá siendo el fiel servidor del Directorio, dispuesto gustosa y fríamente a encarcelar a los «rebeldes». Las noticias que recibe suenan bastante prometedoras, porque mientras Fouché aguanta espléndidamente los nervios, Bonaparte, que es más grande que él, pierde por completo los suyos; este 18 de Brumario que entrega a Bonaparte el dominio de Europa será quizá, irónicamente, el día más débil en la vida personal de este gran hombre. Decidido frente a los cañones, Bonaparte siempre se siente confuso cuando ha de ganarse a los hombres mediante la palabra; acostumbrado desde hace años a dar órdenes, ha perdido la costumbre de pedir. Es capaz de coger una bandera y correr al frente de sus granaderos, es capaz de destrozar ejércitos. Pero este soldado de hierro no logra intimidar desde una tribuna a unos cuantos abogados republicanos. Se ha descrito con mucha frecuencia la escena de cómo el invencible general, nervioso ante los gritos de los diputados que llueven sobre él, balbucea frases simplonas y huecas, como «el Dios de las batallas está conmigo…», y sigue tartamudeando tan lamentablemente que sus amigos tienen que hacerle bajar de la tribuna a toda prisa. Sólo las bayonetas de sus soldados salvan al héroe de Arcola y Rívoli de una humillante derrota a manos de unos cuantos abogados ruidosos. Sólo cuando vuelve a montar a caballo, señor y dictador, y ordena a sus soldados despejar la sala, vuelve desde la empuñadura de su sable a afluir energía a sus sentidos conmocionados.
A las siete de la tarde todo está decidido, Bonaparte es cónsul y soberano único de Francia. Si hubiera sido vencido o superado en votos, enseguida Fouché habría hecho pegar en todos los muros de París la patética proclamación: «Ha sido desenmascarada una vil conspiración», etcétera. Pero como Bonaparte ha vencido, rápidamente hace suya la victoria. Y no es a través de Bonaparte, sino del ministro de Policía Fouché, como al día siguiente París se entera del verdadero fin de la República, del comienzo de la dictadura napoleónica. «El ministro de Policía informa a sus conciudadanos —se dice en esta embustera exposición— de que el Consejo estaba reunido en Saint-Cloud para deliberar sobre los intereses de la República cuando el general Bonaparte, que había comparecido ante el Consejo de los Quinientos para poner al descubierto las maquinaciones revolucionarias, estuvo a punto de ser víctima de un asesinato. Pero el genio de la República ha salvado al general. Todos los republicanos pueden estar tranquilos…, porque ahora sus deseos se harán realidad…, los débiles pueden estar tranquilos, porque están con los fuertes…, y sólo tienen algo que temer aquellos que siembren la inquietud, confundan a la opinión pública y preparen el desorden. Se han tomado todas las medidas para aplastarlos».
Una vez más, Fouché ha vuelto a colgar del modo más feliz su estandarte en la dirección en la que sopla el viento. Y su paso al vencedor se produce de forma tan descarada, tan abierta, a plena luz del día, que poco a poco, en círculos más amplios, empiezan a conocer a Fouché. Pocas semanas después, en un teatro de la periferia de París se estrena una alegre comedia, La veleta de Saint-Cloud, entendida por todos, festejada por todos, en la que con los nombres apenas cambiados se parodia del modo más gracioso su conducta veleidosa y a la par cautelosa. Desde luego, como censor, Fouché habría tenido la posibilidad de prohibir semejante rechifla de su persona, pero felizmente también es lo bastante inteligente como para no hacerlo. Ni siquiera oculta su carácter, o más bien que no tiene ninguno; al contrario, incluso anuncia su inconstancia e imprevisibilidad, porque le confiere un halo especial. Que se rían de él, siempre que se le obedezca, siempre que se le tema.
Bonaparte es el vencedor del día, Fouché el secreto auxiliar y tránsfuga…, la verdadera víctima es Barras, el amo del Directorio. A él, esta jornada le da una lección histórica sobre la ingratitud. Porque estos dos hombres que lo derriban juntos y lo despachan con una propina millonaria como a un molesto mendigo eran hace dos años criaturas suyas, obligadas a la gratitud, a las que había sacado de la nada. Benévolo, frívolo, un bon homme vividor que gusta de dar a cada uno lo suyo, ha recogido, en el más estricto sentido del término, en la calle a ese pequeño oficial de artillería de piel aceitunada, perseguido y casi proscrito, llamado Napoleón Bonaparte, y le ha cosido los entorchados de general en su capote militar remendado y aún pendiente de pago; él lo ha elevado sobre las cabezas de todos los demás y le ha convertido de la noche a la mañana en comandante militar de París, le ha dado a su propia amante, le ha llenado los bolsillos de dinero, le ha dado el mando en jefe del ejército de Italia, le ha tendido pues el puente hacia la inmortalidad. E igualmente ha sacado a Fouché de su sucia mansarda en el quinto piso, le ha salvado la cabeza de la guillotina, ha sido el único que le ha ayudado a salir del hambre en un momento en que todos se apartaban de él, y finalmente lo ha subido a la silla de montar y le ha llenado los bolsillos de oro. Y estos dos que le deben la vida se reúnen dos años después y lo arrojan a la misma porquería de la que él los sacó…, en verdad, la Historia Universal, que sin duda no es un código de moral, apenas conoce un ejemplo más flagrante de consumada ingratitud que la conducta de Napoleón y Fouché hacia Barras el 18 de Brumario.
Pero la ingratitud de Napoleón para con su protector tiene al menos la justificación del genio. Su fuerza le confiere un derecho especial, porque el camino del genio, que apunta a las estrellas, puede en caso necesario pasar por encima de las personas, puede abusar de las pequeñas manifestaciones efímeras para hacer justicia al sentido más hondo, al invisible mandato de la Historia. En cambio, la ingratitud de Fouché no es más que la mucho más frecuente del absoluto amoral, que con toda ingenuidad no se fija más que en sí mismo y en su propio beneficio. Fouché puede, cuando quiere, olvidar todos sus pasados de forma sorprendente e increíblemente rápida, y su carrera posterior dará pruebas cada vez más asombrosas de esta especial maestría. Quince días después envía él mismo a Barras, el hombre que le salvó de la guillotina seca y del exilio, la orden formal de exilio, y hace que le retiren todos sus documentos; probablemente entre ellos estuvieran también sus propios escritos de súplica e informes de soplón.
Barras, mortalmente ofendido, aprieta los dientes; todavía se le oye rechinarlos en sus memorias al mencionar los nombres de Bonaparte y Fouché. Y sólo le consuela que Bonaparte se quede con Fouché. Profético, presiente que uno de ellos le vengará del otro. No serán amigos por mucho tiempo.
Desde luego, al principio, en los primeros meses de colaboración, el ciudadano ministro de Policía se pone del modo más entregado al servicio del ciudadano cónsul. Porque en los documentos oficiales sigue diciendo «ciudadano», a la ambición de Bonaparte todavía le basta con ser el primer ciudadano de una República. Puesto ante una inmensa tarea, que superaría las fuerzas de cualquier otro, en aquellos años pone de manifiesto la plenitud y versatilidad de su genio juvenil; nunca la figura de Bonaparte parece más grandiosa, más creativa y humana que en esta época de reordenación. Transformar la Revolución en estatutos, conservar sus logros y al mismo tiempo atenuar su exaltación, poner fin a la guerra mediante la victoria y dar a esa victoria su verdadero sentido mediante una paz rotundamente honrosa…, ésa es la sublime idea a la que se entrega el nuevo héroe, con la visión de un espíritu penetrante y a la vez con la dura y diligente energía de un apasionado trabajador. No son los años que la leyenda siempre celebra, en los que sus logros siempre son cargas de caballería y países conquistados, no son Austerlitz, Eylau y Valladolid los trabajos de Hércules de Napoleón Bonaparte, sino los años en los que la Francia descompuesta, desgarrada por las luchas partidarias, vuelve a tomar la forma de un Estado vital, los devaluados asignados dan paso a una verdadera divisa y el nuevo código napoleónico funde el derecho y la costumbre en formas broncíneas y sin embargo humanas, años en que este elevado genio de estadista sana al Estado con igual plenitud en todos los ámbitos de la Administración y da paz a Europa. Esos años, y no los militares, son los verdaderamente creativos, y nunca sus ministros trabajaron más honestamente, más enérgicamente y más lealmente a su lado que en esa época. También en Fouché encuentra un perfecto servidor, completamente unido a él en la convicción de que es mejor poner fin a la guerra civil mediante negociaciones y flexibilidad que mediante ejecuciones violentas. En pocos meses, Fouché restablece la plena tranquilidad en el país, elimina los últimos reductos tanto de los terroristas como de los realistas, limpia las calles de atracos, y su energía burocrática, precisa en el detalle, se somete de buen grado a los grandes planes de Bonaparte. Las obras grandes y benéficas siempre unen a los hombres; el criado ha encontrado a su señor, y el señor a su perfecto criado.
Es curioso que el momento de primera desconfianza de Bonaparte hacia Fouché pueda establecerse claramente con fecha y hora exacta, aunque aquel episodio haya quedado casi siempre oculto entre la multitud de acontecimientos de aquellos años repletos; sólo la mirada de halcón psicológico de Balzac, ejercitada en distinguir en lo insignificante lo esencial, en el pétit detail el impulso que obra su tarea, la ha rescatado (por supuesto, un tanto literariamente adornada). La pequeña escena tiene lugar durante la campaña de Italia, que ha de decidirse entre Austria y Francia. El 20 de enero de 1800, los ministros y consejeros fundamentales se reúnen en París en un curioso ambiente. Un mensajero ha llegado con malas noticias del campo de batalla de Marengo; anuncia que Napoleón ha sido vencido de forma aniquiladora, que el ejército francés está en franca retirada. Cada uno de los reunidos piensa en secreto y de inmediato lo mismo: es imposible mantener como primer cónsul a un general derrotado, todos piensan de inmediato en un sucesor. Nunca se ha sabido con cuánta claridad expresaron cada uno de ellos esta necesidad, pero sin duda se discutieron en voz baja los preparativos de un derrocamiento, y los hermanos de Napoleón tomaron nota de ello. El que a más se atrevió fue sin duda Carnot, que quiere renovar a toda prisa el viejo Comité de Seguridad; y de Fouché es probable, al menos atendiendo a su carácter, que en vez de apoyar fielmente al cónsul que se suponía vencido se quedara cautelosamente mudo para llevarse bien, en caso necesario, con el viejo señor, y en caso necesario con el nuevo. Pero al día siguiente llega una segunda estafeta; anuncia exactamente lo contrario, la brillante victoria de Marengo; en el último momento el general Desaix, con la genialidad de la intuición militar, llegó en ayuda de Bonaparte y transformó la derrota en un triunfo. Bonaparte, el primer cónsul, regresará en los próximos días cien veces más fuerte de lo que partió, seguro por entero de su poder. Sin duda se ha enterado de inmediato de que todos sus ministros y hombres de confianza lo echaron por la borda ante la primera noticia de una derrota, y el primero que paga es Carnot, el que se ha atrevido a más; pierde el ministerio. Los otros, incluido Fouché, siguen en sus puestos; no cabe demostrar la deslealtad del supercauteloso, pero por supuesto tampoco la lealtad. No se ha comprometido, pero tampoco se ha acreditado, así que ha vuelto a revelarse como quien siempre fue: fiable en la fortuna, indigno de confianza en el infortunio. Bonaparte no lo despide, no le reprocha nada, no le sanciona. Pero desde ese día ya no confía en él.
Este pequeño episodio, casi completamente ensombrecido en la historiografía del momento, tiene también repercusiones psicológicas, porque recuerda con extrema claridad que un gobierno fundado tan sólo sobre el sable y la victoria siempre cae a la primera derrota, y que todo gobernante que carezca de la legitimidad natural de la sangre y de los antepasados tiene que crearse a toda costa y a su debido tiempo una nueva. El propio Bonaparte, consciente de su fuerza, lleno de ese indomable optimismo que siempre habita a las naturalezas geniales durante su ascenso, puede inclinarse a olvidar tan ligera advertencia; no así sus hermanos. Porque Napoleón —todas las biografías pasan esto por alto con demasiada frecuencia— no ha venido solo a Francia, sino rodeado de un clan familiar hambriento y ansioso de poder. Al principio la madre, que ya tiene bastante con cuatro hermanos sin puesto alguno, pretendía que su pionero, su Napoleone, se casara con la rica hija de un fabricante para conseguir unos cuantos vestidos para sus hermanas. Pero ahora que ha llegado tan inesperadamente alto en la escala del poder, todos se le aferran a toda prisa para que suba con él a la familia al completo; también quieren alcanzar la grandeza, quieren hacer de toda Francia, y luego de todo el mundo, un fideicomiso familiar de los Bonaparte; y su sucia, insaciable alma de corsario, que no disculpa ni una chispa de genio, apremia al hermano a tomar todas las medidas para convertir su poder dependiente del favor popular en otro independiente y duradero, en un reino hereditario. Exigen que funde una dinastía para todos ellos, que se convierta en rey o emperador; quieren que se divorcie de Josefina para casarse con una princesa de Baden… ¡Nadie se atreve aún a pensar en la hermana del zar o en una hija de los Habsburgo! Y, con sus continuas intrigas, lo empujan cada vez más desde sus antiguos compañeros, desde sus antiguas ideas, desde la República, a la reacción, desde la libertad al despotismo.
Josefina, la esposa del cónsul, está sola y desvalida frente a este clan antipático, insaciable, en constante actividad. Sabe que cada paso hacia las alturas, hacia el gobierno en solitario, aparta de ella a Bonaparte, porque no puede dar al rey o emperador lo que la idea dinástica exige como primera y única prestación: el heredero del trono, y con él la persistencia de la dinastía. Pocos de los asesores de Bonaparte están de su lado (porque no tiene dinero que repartir, siempre tiene deudas), y el más fiel por el momento es Fouché. Hace mucho que observa con desconfianza cómo con sus insospechados éxitos también la ambición de Bonaparte crece insospechadamente, con qué terquedad despacha y quiere que se persiga a cualquier republicano sincero como anarquista y terrorista. Ve, con su mirada aguda y desconfiada, que —por emplear la frase de Victor Hugo: «Déjà Napoléon perçait sous Bonaparte»— el emperador asoma peligrosamente bajo el general, el gobernante cesarista bajo el ciudadano. Él, encadenado a la República pase lo que pase por su voto contra el rey, tiene todo el interés en la persistencia de la República y de una forma de Estado republicana. Por eso teme a todo lo monárquico, por eso combate secreta y abiertamente al lado de Josefina.
El clan no se lo perdona. Y con odio corso acechan cada uno de sus pasos para echar al foso, al primer traspié, al incómodo que les perturba los negocios.
Esperan mucho tiempo y con impaciencia. De pronto, se presenta la ocasión de poner a Fouché la zancadilla. El 24 de diciembre de 1800, Bonaparte va a la ópera para asistir al estreno en París de La Creación, de Haydn, cuando en la estrecha rue Nicaise, justo detrás de su coche, un géiser de trozos de explosivo, pólvora y perdigones se alza de manera tan terrible que la explosión arroja los cascotes sobre casas enteras; un atentado, una bomba. Sólo la rabiosa velocidad de su cochero, supuestamente borracho, ha salvado al primer cónsul, pero cuarenta personas yacen en la calle con el cuerpo reventado, y el coche se arquea como un animal golpeado, impulsado por la onda expansiva. Pálido, con rostro marmóreo, Bonaparte sigue su camino a la ópera para mostrar su sangre fría al público entusiasta. Con gesto rígido e indiferente, escucha las tiernas melodías del padre Haydn mientras a su lado Josefina, sacudida por un espasmo nervioso, no puede ocultar sus lágrimas, y agradece con forzada indiferencia los rugientes aplausos.
Sin embargo, a su regreso a las Tullerías, sus ministros y consejeros tienen ocasión de saber hasta qué punto esa sangre fría era fingida. Su ira se descarga sobre todo contra Fouché; furioso, se lanza sobre el hombre pálido e inmóvil: él, como ministro de Policía, hubiera debido estar hace mucho tras la pista de un complot así pero, con criminal indulgencia, trata con cuidado a sus amigos, sus antiguos cómplices, los jacobinos. Fouché expresa con calma su opinión de que hasta ahora no se ha probado que este atentado sea obra de jacobinos; él personalmente está convencido de que el papel principal lo han representado aquí los conspiradores realistas y el dinero inglés. Pero esta calma en la respuesta aún indigna más al primer cónsul: «Han sido los jacobinos, los terroristas, esos truhanes en permanente rebelión, en bloque contra todos los gobiernos. Son los mismos malvados que, con tal de matarme, no reparan en matar a miles de víctimas. Pero yo les aplicaré una justicia que será visible desde muy lejos». Fouché se atreve a expresar sus dudas una segunda vez. Entonces, el ardiente corso se lanza casi físicamente contra el ministro, de tal modo que Josefina tiene que intervenir y coger del brazo a su esposo para calmarlo. Pero Bonaparte se suelta, y como en un torrente reprocha a Fouché todos los asesinatos y crímenes de los jacobinos, las jornadas de diciembre en París, las bodas republicanas de Nantes, la matanza de presos de Versalles…, una clara advertencia al Ametrallador de Lyon, que se acuerda muy bien de su propio pasado. Pero cuanto más grita Bonaparte, tanto más tercamente calla Fouché. Ni un músculo tiembla en su férrea máscara mientras granizan las acusaciones, mientras los hermanos de Napoleón y los cortesanos dedican miradas burlonas al ministro de Policía, que por fin ha descubierto su punto flaco. Con frialdad pétrea, rechaza todas las imputaciones, con frialdad pétrea abandona las Tullerías.
Su caída parece inevitable, porque Napoleón se cierra a toda intercesión de Josefina a favor de Fouché. «¿No era él mismo uno de sus dirigentes? ¿Es que yo no sé lo que hizo en Lyon y en el Loira? Sólo Lyon y el Loira me explican la conducta de Fouché», grita indignado. Ya empieza el crucigrama en torno al nombre del nuevo ministro de Policía, ya empiezan los cortesanos a dar la espalda al caído en desgracia, ya parece (como tantas veces) Joseph Fouché definitivamente liquidado.
En los días siguientes, la situación no mejora. Bonaparte no se deja apartar de su opinión de que los jacobinos han puesto en escena el atentado, exige medidas, severos castigos. Y cuando Fouché señala, a él y a otros, que está siguiendo otras pistas, es tratado con burla y desprecio. Todos los tontos se ríen y se burlan del bobo ministro de Policía, que no quiere destapar esa cuestión tan clara; todos sus enemigos festejan su testarudez en el error. Fouché no responde a ninguno de ellos. No discute, calla. Calla durante esos quince días, calla y obedece sin contradecir a nadie, incluso cuando se le ordena preparar una lista de ciento treinta radicales y antiguos jacobinos destinados a su envío a la Guayana, es decir, a la «guillotina seca». Sin pestañear, extiende el decreto que abre el proceso contra los últimos montagnards, los últimos de «la montaña», los discípulos de su amigo Baboeuf, Topino y Arena, que no han cometido otro delito que decir en público que Napoleón había robado en Italia unos cuantos millones y quería comprar con ellos el poder absoluto. En contra de su convicción, contempla cómo los unos son deportados y los otros ejecutados; calla como un sacerdote que, vinculado por el secreto de confesión, ve la condena de un inocente con los labios sellados. Porque hace mucho tiempo que Fouché está tras la pista, y mientras los otros se burlan de él, mientras Bonaparte mismo le reprocha todos los días su testarudez irónicamente necia, en su inaccesible gabinete se concentran las pruebas definitivas de que el atentado fue preparado por los chuanes, por el partido realista. Y mientras en el Consejo de Estado y en las antesalas de las Tullerías muestra una fría y negligente indiferencia a todos los ataques, en su cuarto secreto trabaja febrilmente con los mejores agentes. Se ofrecen masas de dinero como prima, todos los espías y soplones de Francia se ponen en marcha, la ciudad entera es llamada como testigo. La yegua destrozada en mil pedazos que iba uncida al carro de la bomba ha sido ya identificada y se ha establecido su antiguo propietario, ya han sido descritos con precisión los hombres que la compraron, ya, gracias a la magistral «biografía chuánica» (el diccionario de descripciones personales de los emigrantes y realistas, de todos los chuanes, ideado por Fouché), se han establecido los nombres de los autores del atentado…, y Fouché sigue guardando silencio. Sigue dejándose humillar heroicamente, y sus enemigos triunfan. Cada vez más aprisa, los últimos hilos se unen en una irrompible red; unos días más, y la araña venenosa estará presa en ella. ¡Sólo unos días más! Porque Fouché, irritado en su ambición, humillado en su orgullo, no quiere una victoria pequeña ni mediana sobre Bonaparte y todos aquellos que le acusan de desinformación…, también él quiere un Marengo, un triunfo total y aplastante.
Y de pronto, quince días después, golpea. El complot ha sido completamente descubierto, todos los rastros han quedado esclarecidos. Tal como Fouché había predicho, el más temido de todos los chuanes, Cadoudal, había sido el dirigente, y sus brazos ejecutores habían sido conjurados realistas, comprados por el dinero inglés. La noticia cae como un trueno entre sus enemigos, porque se dan cuenta de que se ha condenado en vano e injustamente a ciento treinta hombres, se ha humillado con demasiada insolencia a ese hombre impenetrable; el infalible ministro de Policía se presenta ante la opinión pública más fuerte, más respetado, más temido que nunca. Bonaparte mira con una mezcla de ira y admiración al férreo calculador que, con sus fríos cálculos, ha vuelto a tener razón. Contra su voluntad, tiene que admitir: «Fouché ha juzgado mejor que muchos otros. Tiene razón. Hay que tener los ojos abiertos con los emigrantes retornados, con los chuanes y toda la gente de ese partido». Pero con este asunto Fouché sólo gana en prestigio ante Bonaparte, no en amor. Porque nunca los autócratas son agradecidos para con un hombre que ha llamado su atención sobre un error, una injusticia, y es inmortal la historia que cuenta Plutarco del soldado que ha salvado la vida al rey en la batalla y, en vez de huir enseguida como correctamente le aconseja un sabio, espera la gratitud del rey, y eso le cuesta la cabeza. Los reyes no quieren a los hombres que los han visto en un momento de debilidad, y las naturalezas despóticas no quieren a sus consejeros cuando se han mostrado más inteligentes que ellas, aunque sólo sea una vez.
En un círculo tan estrecho como el de la policía, Fouché ha alcanzado el mayor triunfo de los posibles. Pero ¡qué pequeño resulta comparado con los triunfos de Bonaparte en los últimos dos años del Consulado! El dictador ha coronado una serie de victorias con la más hermosa, con la paz definitiva con Inglaterra, con el concordato con la Iglesia; gracias a su energía, a su superioridad planificadora y creativa, las dos potencias más poderosas del mundo ya no son enemigas de Francia. Calmado el país, ordenadas las finanzas, terminadas las divisiones partidarias, relajadas las contradicciones: la riqueza vuelve a florecer, la industria a desarrollarse, las artes a animarse; ha empezado una era augústea, y no está lejos la hora en que Augusto pueda llamarse César. Fouché, que conoce cada uno de los nervios y de los pensamientos de Bonaparte, se da muy buena cuenta de adónde apunta la ambición del corso; de que el primer puesto de la República ya no le basta, sino que quiere considerar propiedad suya y de su familia ese país al que él ha salvado de por vida y por toda la eternidad. Desde luego, en público el cónsul de la República jamás expresa tan antirrepublicana ambición, pero bajo mano deja entrever a sus hombres de confianza que el Senado podría expresarle su gratitud mediante un especial acto de confianza, mediante un témoignage éclatant [testimonio abrumador]. En lo más hondo de su corazón, anhela un Marco Antonio, un fiel y confiable servidor, que reclame para él la corona imperial, y Fouché, el astuto y flexible Fouché, podría ahora asegurarse su gratitud para siempre.
Pero Fouché no acepta ese papel…, o más bien no lo acepta abiertamente. Desde la oscuridad, con aparente complacencia, trata de desbaratar esas intenciones. Está en contra de los hermanos, del clan de los Bonaparte, y del lado de Josefina, que tiembla de miedo y preocupación ante este último paso de su marido hacia la monarquía, porque sabe que luego no será mucho tiempo su esposa. Fouché le advierte de que no oponga abierta resistencia: «Comportaos con tranquilidad —le dice—. Es inútil que os interpongáis en su camino. Vuestras preocupaciones le aburren, mis consejos le ofenderían». Intenta pues, fiel a su forma de actuar, echar a perder de forma subterránea los ambiciosos deseos, y cuando Bonaparte, con falsa modestia, sigue sin explicarse y, por otra parte, quiere proponer al Senado un témoignage éclatant, él se encuentra entre aquellos que susurran a los senadores que el gran hombre, como leal republicano, no desea otra cosa que el que se le extienda hasta diez años su mandato como primer cónsul. Los senadores, convencidos de honrar y alegrar con ello a Bonaparte, toman solemnemente tal decisión. Pero Bonaparte, que se percata de la intriga y sabe muy bien quién tira de los hilos, echa espumarajos de ira cuando se le lleva ese indeseado regalo de limosna. Con frías palabras, envía a la delegación a su casa. Cuando se quiere sentir el dorado frío de una corona imperial en torno a las sienes, diez necios años no son más que una cáscara vacía que se pisa con desprecio.
Ahora Bonaparte se quita al fin la máscara de la humildad y proclama claramente su voluntad: «¡Consulado vitalicio!». Y bajo el fino envoltorio de esas palabras ya brilla, reconocible para cualquier persona inteligente, la futura corona imperial. Y Bonaparte ha llegado a ser tan fuerte que, con una mayoría de millones de votos, el pueblo convierte su deseo en ley y le elige soberano (como ellos y él dicen) por el tiempo de su vida. La República ha terminado, la monarquía ha empezado.
La pandilla de hermanas y hermanos, el clan familiar corso, no olvida que Joseph Fouché ha puesto abrojos en el camino del ansioso pretendiente al trono hacia su más importante deseo. Así que, impacientes, apremian a Bonaparte: ¿para qué, ahora que está tan férreamente subido a la silla, seguir haciendo que él sostenga el estribo? ¿Para qué, ahora que el país ha manifestado unánimemente su consentimiento al consulado vitalicio, ahora que las tensiones han quedado felizmente resueltas, las disputas eliminadas, mantener a un guardián tan extremadamente celoso, que vigila, igual que el país, sus propios deslices? ¡Fuera con él! ¡A liquidarlo, a destituir a ese eterno tejedor de embrollos y creador de dificultades! Incesantes, impacientes, duros y tercos, insisten sobre su hermano, que aún vacila.
En el fondo, Bonaparte es de la misma opinión. También a él le molesta ese hombre que sabe demasiado y aún quiere saber más, esa sombra gris detrás de su luz. Pero para despedir precisamente al ministro que tan especiales méritos ha hecho, que disfruta de un respeto ilimitado en el país, hace falta un pretexto. Y además, este hombre se ha hecho fuerte con él; mejor no convertirlo en abierto adversario. Ha metido las manos en todos los secretos, está inquietantemente familiarizado con todas las no muy limpias intimidades del clan corso, no puede ofenderle con brusquedad. Así que inventa una hábil y cuidadosa escapatoria, que no hará aparecer ante el mundo el despido de Fouché como una caída en desgracia: y es no echar al ministro Joseph Fouché, sino declarar que ha administrado su cargo tan plena, tan magistralmente, que la tarea de vigilar a los ciudadanos, el Ministerio de Policía, se ha vuelto completamente superflua. Así que no se despide al ministro, sino que se suprime el ministerio, su cargo, y por tanto, sin llamar la atención, a él.
Para ahorrar a este sensible ser el duro golpe con el que se le pone la silla en la calle, el despido se envuelve cuidadosamente entre algodones. Se le indemniza por la pérdida de su puesto con un asiento en el Senado, y en una carta en la que Bonaparte anuncia este aumento de rango del despedido se dice literalmente: «El ciudadano Fouché, ministro de Policía en las más difíciles circunstancias, ha respondido siempre con su talento y su energía, con su adhesión al gobierno, a todas las exigencias que los acontecimientos requerían. Al darle un puesto en el Senado, el gobierno sabe que, si otros tiempos volvieran a requerir un ministro de Policía, no encontraría otro que fuera más digno de su confianza». Además Bonaparte, que ha notado cuán profundamente el antiguo comunista se ha reconciliado con su viejo enemigo, el dinero, le construye un grandioso puente de oro hacia el retiro. Cuando el ministro, al rendir cuentas, le entrega dos millones cuatrocientos mil francos como resto del liquidado patrimonio de la policía, Bonaparte le regala lisa y llanamente la mitad, es decir, un millón doscientos mil francos. Además, el converso despreciador del dinero, que hace una década aún tronaba furioso contra «el sucio y corruptor metal», añade a su título de senador la senatoria de Aix, un pequeño feudo que va desde Marsella hasta Tolón y cuyo valor se estima en diez millones de francos. Bonaparte le conoce; sabe que Fouché tiene manos inquietas de intrigante, ansiosas de juego; como no se las puede atar, se las carga de oro. Raras veces a lo largo de la Historia ha sido despedido un ministro con tanto honor y tantas cautelas como Joseph Fouché.