EL «MITRAILLEUR DE LYON»

1793

El libro de la Revolución francesa raras veces se abre por una de sus páginas más sangrientas, la de la rebelión de Lyon. Y, sin embargo, en pocas ciudades, ni siquiera en París, se ha mostrado con tales sombras el enfrentamiento social como en esta primera ciudad industrial de la entonces aún pequeñoburguesa y agrícola Francia, en esta cuna de la producción de seda. Allí, en medio de la Revolución todavía burguesa de 1792, los trabajadores formaron por vez primera de forma clara una masa proletaria, abruptamente separada del empresariado de ideas realistas y capitalistas. No cabe sorprenderse de que precisamente en este caldo de cultivo el conflicto adopte las formas más sangrientas y fanáticas, tanto por parte de la reacción como de la Revolución.

Los adeptos del partido jacobino, las masas de trabajadores y parados, se agrupan en torno a uno de esos hombres singulares que toda revolución empuja de repente hacia arriba, uno de esos hombres puros, idealistas y creyentes, que siempre causan más desgracias con su fe y más derramamiento de sangre con su idealismo que los más brutales políticos apegados a la realidad y los más furibundos hombres del Terror. Siempre será precisamente el espíritu puro, el hombre religioso, propenso al éxtasis, el reformador que va a cambiar el mundo, el que con la más noble de las intenciones dará impulso al crimen y la desgracia que él mismo detesta. El de Lyon se llama Chalier, un sacerdote secularizado y antiguo comerciante, para el que la Revolución ocupa el lugar del cristianismo, el auténtico y verdadero, y que se adhiere a ella con un amor sacrificado y supersticioso. La elevación de la Humanidad a la razón y a la igualdad significa para este apasionado lector de Jean-Jacques Rousseau la realización del imperio milenario; su ferviente y fanática filantropía ve en el incendio universal la aurora de una nueva e imperecedera Humanidad. Emocionante soñador, cuando cae la Bastilla lleva en sus manos desnudas una piedra de la fortaleza hasta Lyon, a pie durante seis días y seis noches, y allí la transforma en un altar. Venera a Marat, a ese panfletista de sangre caliente, humeante, como a un dios, como a un nuevo Pitias; se aprende de memoria sus discursos y escritos e inflama como ningún otro en Lyon a los trabajadores con sus discursos místicos y pueriles. Instintivamente, el pueblo percibe en su ser una ardiente y compasiva filantropía, y también lo hacen los reaccionarios de Lyon, para los que precisamente un hombre puro como éste, impulsado por el espíritu, casi poseso por el amor a la Humanidad, es aún más peligroso que los más ruidosos alborotadores jacobinos. Hacia él se dirige todo el amor, contra él se concentra todo el odio. Y cuando en la ciudad se hace perceptible el primer alboroto, arrojan a las mazmorras como su cabecilla a este neurasténico fantasioso y un poco ridículo. Por medio de una carta falsificada, se pergeña a duras penas una acusación contra él y, a modo de advertencia para los otros radicales y de desafío contra la Convención parisina, se le condena a muerte.

En vano la indignada Convención envía mensajero tras mensajero hacia Lyon para salvar a Chalier. Requiere, exige, amenaza al ayuntamiento insubordinado. Una vez decidido a enseñar de una vez los dientes a los terroristas de París, el concejo de Lyon rechaza autocrático cualquier protesta. En su momento, a disgusto, se han hecho enviar la guillotina, el instrumento del Terror, y lo han puesto en un almacén sin usarlo; ahora quieren dar una lección a los abogados del sistema del miedo probando por vez primera esa herramienta supuestamente humana de la Revolución con un revolucionario. Y precisamente porque la máquina aún no ha sido probada, la impericia del verdugo transforma la ejecución de Chalier en una cruel y miserable tortura. Tres veces desciende la hoja roma sin romper la columna vertebral del condenado. Con espanto, el pueblo ve el cuerpo cubierto de sangre de su caudillo retorciéndose aún vivo bajo el vergonzoso martirio, hasta que finalmente el verdugo, con un compasivo sablazo, separa del tronco la cabeza del desdichado.

Pero esa torturada cabeza, tres veces aplastada por la hoja, pronto será para la Revolución una estatua de la venganza, y una cabeza de la Medusa para sus asesinos.

La Convención se espanta al recibir la noticia de este crimen; ¿cómo se atreve una ciudad francesa a ofrecer abierta resistencia a la Asamblea Nacional? Tan insolente desafío ha de ser ahogado de inmediato en sangre. Pero también el gobierno de Lyon sabe lo que puede esperar ahora. Abiertamente, pasa de la oposición a la rebelión; recluta tropas, pone en marcha obras defensivas contra conciudadanos, contra franceses, y ofrece abierta resistencia al ejército republicano. Ahora son las armas las que tienen que decidir entre Lyon y París, entre la reacción y la revolución.

Aplicando la lógica, en este momento una guerra civil parece un suicidio para la joven República. Porque nunca su situación fue más peligrosa, más desesperada, más carente de expectativas. Los ingleses han tomado Tolón, se han apropiado de la flota y del arsenal, amenazan Dunkerque; al mismo tiempo, los prusianos y los austríacos avanzan en el Rin y en las Ardenas, y la Vendée entera está en llamas. La lucha y la rebelión sacuden la República de una frontera de Francia hasta la otra. Pero esos días son también los verdaderamente heroicos de la Convención francesa. Guiados por el instinto terrible y fatídico de que la mejor forma de combatir el peligro es desafiarlo, después de la muerte de Chalier sus líderes rechazan todo pacto con sus verdugos. Potius mori quam foedari, «mejor sucumbir que pactar», mejor una guerra con siete frentes que una paz que indique debilidad. Y ese irresistible entusiasmo causado por la desesperación, esa pasión ilógica y rabiosa, salvó en el instante de mayor peligro a la Revolución francesa, como luego salvaría a la rusa (igualmente amenazada por el oeste, el este, el norte y el sur por los ingleses y por mercenarios de todo el mundo, y desde el interior por las legiones de Wrangel, Denikin y Koltschak). De nada sirve que la espantada burguesía se arroje abiertamente en brazos de los realistas y confíe sus tropas a un general del rey; desde las granjas, desde los suburbios, afluyen los soldados proletarios, y el 9 de octubre la amotinada segunda ciudad de Francia es asaltada por las tropas republicanas. Ese día es quizá el más orgulloso de la Revolución francesa. Cuando, en la Convención, el presidente se levanta solemne de su asiento y anuncia la definitiva capitulación de Lyon, los diputados saltan de sus escaños, sollozan y se abrazan; por un instante, todas las disputas parecen haber terminado. La República está salvada, se ha dado a todo el país, al mundo, un espléndido ejemplo de la fuerza irresistible, de la ira y el empuje del ejército popular republicano. Pero, funestamente, el sentimiento de orgullo por ese valor arrastra a los vencedores a la arrogancia, a la trágica exigencia de transformar enseguida ese triunfo en Terror. Tan terrible como el impulso hacia la victoria será ahora la venganza contra los vencidos. «Hay que dar ejemplo de que la República francesa, la joven Revolución, castiga con la mayor dureza a aquellos que se han levantado contra la tricolor». Y así la Convención, la abogada de la Humanidad ante el mundo entero, se cubre de vergüenza con un decreto que tiene sus antecedentes históricos en la destrucción de Milán, propia de los hunos, por Federico Barbarroja, en los califas. El 12 de octubre, el presidente de la Convención desenrolla el terrible pliego, que contiene nada menos que la orden de destruir la segunda ciudad de Francia. Este decreto, muy poco conocido, reza literalmente:

1.° La Convención Nacional nombra, a propuesta del Comité de Salud Pública, una comisión extraordinaria de cinco miembros para castigar militarmente sin demora la contrarrevolución de Lyon.

2.° Todos los habitantes de Lyon serán desarmados, y entregarán sus armas a los defensores de la República.

3.° Una parte de estas armas será entregada a los patriotas que fueron oprimidos por los ricos y contrarrevolucionarios.

4.° La ciudad de Lyon será destruida. Deberá ser aniquilado todo aquello habitado por gentes con patrimonio; sólo podrán quedar en pie las casas de los pobres, las viviendas de los patriotas asesinados o proscritos, los edificios industriales y aquellos destinados a fines benéficos y educativos.

5.° El nombre de Lyon será borrado del catálogo de ciudades de la República. Desde este momento, la reunión de las casas que queden llevará el nombre de Ville Affranchie [Villa liberada].

6.° Se levantará sobre las ruinas de Lyon una columna que anuncie a la posteridad el crimen y el castigo de la ciudad realista, con la inscripción: «Lyon hizo la guerra a la República: Lyon ya no existe».

Nadie osa protestar contra esta loca propuesta de transformar la segunda ciudad de Francia en un montón de ruinas. Hace mucho tiempo que el valor ha desaparecido en la Convención francesa, desde que la guillotina resplandece peligrosamente sobre las cabezas de todos aquellos que tratan aunque sólo sea de susurrar las palabras clemencia o compasión. Asustada de su propio miedo, la Convención aprueba por unanimidad el acto vandálico, y Couthon, el amigo de Robespierre, es encargado de su ejecución.

Couthon, el predecesor de Fouché, advierte enseguida lo loco y suicida que resulta destruir intencionadamente la mayor ciudad industrial de Francia, y precisamente sus monumentos artísticos, para dar un escarmiento. Y desde el primer momento está interiormente decidido a sabotear ese mandato. Pero para eso hace falta una inteligente hipocresía. Por eso, Couthon oculta su secreta intención de salvar a Lyon con la astucia dilatoria de elogiar, al principio desmedidamente, el loco decreto de destrucción total. «Colegas ciudadanos —exclama—, la lectura de vuestro decreto nos ha llenado de admiración. Sí, hace falta que esa ciudad sea destruida y sirva de gran ejemplo para todas las demás que puedan osar alzarse contra la patria. De todas las grandes y enérgicas medidas que ha tomado hasta ahora la Convención Nacional, hasta ahora sólo se nos había escapado una: la de la total destrucción… Pero estad tranquilos, colegas ciudadanos, y asegurad a la Convención Nacional que sus principios son los nuestros, y sus decretos serán ejecutados al pie de la letra». Sin embargo, quien con tan elegiacas palabras saluda su encargo no piensa en realidad ejecutarlo, sino que se conforma con medidas teatrales. Inválido de ambas piernas por una prematura parálisis, pero de indomable decisión espiritual, se hace llevar en una litera a la plaza del mercado de Lyon, marca simbólicamente con un martillo de plata las casas que habrán de ser derribadas y anuncia tribunales de terrible venganza. Con esto se calman los ánimos más ardientes. En realidad, con el pretexto de la falta de trabajadores, sólo se envía a unas cuantas mujeres y niños que, pro forma, dan una docena de cansados martillazos contra las casas, y sólo se llevan a cabo unas pocas ejecuciones.

La ciudad respira, sorprendida benéficamente por tan inesperada suavidad después de tan fulminantes anuncios. Pero también los hombres del Terror están alerta, advierten poco a poco la suave disposición de Couthon, y exigen violentamente a la Convención que se aplique la violencia. El cráneo ensangrentado y aplastado de Chalier es llevado a París como reliquia, mostrado con pompa y solemnidad a la Convención y expuesto en Notre-Dame para irritación del pueblo. Y, cada vez más impacientes, llueven nuevas denuncias contra el cunctator Couthon; es demasiado permisivo, demasiado lento, demasiado cobarde; en pocas palabras, no es hombre para aplicar semejante venganza ejemplar. Haría falta un revolucionario realmente carente de escrúpulos, fiable, un revolucionario de verdad, que no retroceda ante la sangre y se atreva a lo más extremo, un hombre de acero y hierro. Finalmente, la Convención cede a sus ruidos y envía, en lugar del demasiado suave Couthon, al más decidido de sus tribunos, el vehemente Collot d’Herbois (del que corre la leyenda de que fue pitado como actor en Lyon, y es por tanto el hombre adecuado para castigar a esos burgueses)… y, en segundo lugar, al más archirradical de sus procónsules, al tristemente famoso jacobino y ultraterrorista Joseph Fouché, como verdugos de la infeliz ciudad.

Joseph Fouché, así llamado, de la noche a la mañana, a esa tarea asesina, ¿es realmente un verdugo, un «bebedor de sangre», como se llamaba entonces a los paladines del Terror? Conforme a sus palabras, sin duda. Pocos procónsules se han comportado en su provincia de forma más activa, enérgica, revolucionaria, radical, que Joseph Fouché; ha requisado sin consideración, saqueado las iglesias, vaciado los patrimonios y estrangulado toda resistencia. Pero —¡muy característico de él!— sólo ha ejercido el terror con palabras, órdenes e intimidaciones, porque en todas esas semanas de su dominio en Nevers y Clamecy, no corre una sola gota de sangre. Mientras en París la guillotina golpetea como una máquina de coser, mientras Carrier en Nantes ahoga en el Loira a centenares de sospechosos, mientras todo el país retumba de descargas de fusilería, crímenes y cacerías humanas, Fouché no tiene sobre su conciencia ni una ejecución, ni una sola ejecución política, en su distrito. Conoce —es el hilo conductor de su psicología— la cobardía de la mayoría de los hombres, sabe que la mayor parte de las veces un enérgico y salvaje ademán de terror ahorra el terror mismo. Y cuando después, en el más hermoso florecer de la reacción, todas las provincias se levanten como acusadoras contra sus antiguos señores, los de su distrito no podrán alegar otra cosa que haber sido amenazados siempre con la muerte, pero nadie le puede acusar de una verdadera ejecución. Se ve pues que Fouché, al que han destinado a verdugo de Lyon, no ama la sangre en modo alguno. Este hombre frío e insensible, calculador y jugador intelectual, más zorro que tigre, no necesita el olor de la sangre para excitar sus nervios. Atruena (sin vibrar interiormente) con palabras y amenazas, pero jamás exigirá verdaderas ejecuciones por gusto por el crimen, por el vértigo del poder. Por instinto e inteligencia (no por humanidad), respeta la vida humana en tanto la suya no está amenazada; sólo amenazará la vida o el destino de otro hombre cuando el suyo o sus ventajas estén amenazados.

Éste es uno de los secretos de casi todas las revoluciones y el trágico destino de sus líderes: ninguno de ellos ama la sangre, y sin embargo se ven forzados a derramarla. Desmoulins exige desde su escritorio, entre espumarajos, un tribunal para los girondinos; pero cuando se sienta en la sala del juicio y oye pronunciar la sentencia de muerte sobre los veintidós que él mismo ha llevado ante el juez, se pone en pie de un salto, mortalmente pálido, tembloroso, y abandona la sala desesperado: ¡no, él no lo ha querido! Robespierre, cuya firma está al pie de miles de funestos decretos, ha combatido dos años antes la pena de muerte en la asamblea deliberante, y calificado la guerra de crimen; Danton, aunque creador del mortal tribunal, grita desde su alma consternada la desesperada frase: «Mejor ser guillotinado que guillotinar». Incluso Marat, que en su periódico pide públicamente trescientas mil cabezas, trata de salvar a cada individuo en cuanto va a ir a parar bajo la hoja. Todos ellos, presentados después como bestias sanguinarias, como apasionados asesinos que se embriagan con el olor de los cadáveres, todos ellos aborrecen en lo más íntimo —exactamente igual que Lenin y los líderes de la Revolución rusa— toda ejecución; al principio, sólo quieren tener en jaque a sus adversarios políticos con la amenaza de la ejecución; pero la semilla de dragón del crimen brota compulsivamente de la aprobación teórica del mismo. La culpa de los revolucionarios franceses no es pues haberse embriagado de sangre, sino de palabras sangrientas; cometieron la necedad, únicamente para entusiasmar al pueblo y certificarse a sí mismos su propio radicalismo, de crear un argot que goteaba sangre y fantasear sin interrupción acerca de traidores y cadalsos. Pero luego, cuando el pueblo, embriagado, borracho, poseído por esas palabras desoladas y excitantes, exige realmente las «enérgicas medidas» anunciadas como necesarias, a los caudillos les falta el valor para negarse; tienen que guillotinar para no desmentir su cháchara acerca de la guillotina. Sus acciones persiguen compulsivas a sus locas palabras, y comienza una espantosa carrera porque nadie se atreve a quedar por detrás de los otros en esta cacería del favor popular. Siguiendo la ley incontenible de la gravedad, una ejecución arrastra otra; lo que empezó jugando con sangrientas palabras, se vuelve una puja cada vez más salvaje con cabezas humanas; de este modo se sacrifican miles, no por placer, ni siquiera por pasión y menos aún por decisión, sino por la indecisión de políticos, hombres de partido, que no hallan el valor para resistirse al pueblo; en última instancia, por cobardía. Por desgracia, la Historia Universal no es sólo, como nos la presentan la mayoría de las veces, una historia del valor humano, sino también una historia de la cobardía humana, y la Política no es, como se nos quiere hacer creer, la dirección de la opinión pública, sino el doblegarse esclavo de los líderes precisamente ante esa instancia que ellos mismos han creado y sobre la que han influido. Así surgen siempre las guerras: de un juego con palabras peligrosas, de la sobreexcitación de pasiones nacionales, y así los crímenes políticos; ningún vicio y ninguna brutalidad sobre la Tierra ha causado tanta sangre como la cobardía humana. Por eso, cuando Joseph Fouché se convierte en Lyon en verdugo de masas, no es por pasión republicana (él no conoce pasión alguna), sino únicamente por miedo a caer en desgracia por moderado. Pero no son las ideas las que deciden en la Historia, sino los hechos, y aunque se revuelva mil veces contra la frase, su nombre quedará marcado como el del Mitrailleur de Lyon. Ni siquiera el manto de duque podrá tapar después el rastro de sangre sobre sus manos.

El 7 de noviembre Collot d’Herbois llega a Lyon, y el 10, Joseph Fouché. Ponen de inmediato manos a la obra. Pero, antes de la verdadera tragedia, el comediante despedido y su ayudante ex clérigo ponen aún en escena una corta comedia satírica, quizá la más desafiante e insolente de toda la Revolución francesa: una especie de misa negra a plena luz del día. El funeral por el mártir de la libertad, Chalier, es el pretexto para esta orgía de exaltación atea. Como preludio, a las ocho de la mañana todas las iglesias se ven privadas de sus últimos símbolos devotos, los crucifijos son arrancados de los altares, los manteles y vestiduras de misa, arrebatados; luego, una enorme caravana se congrega por toda la ciudad hacia la plaza de Terreaux. Cuatro jacobinos venidos de París llevan en una litera cubierta con telas tricolores el busto de Chalier, adornado con flores, y a su lado una urna con sus cenizas, así como, en una pequeña jaula, una paloma que, dicen, consoló al mártir en prisión. Solemnes y serios, los tres procónsules desfilan detrás de la litera hacia el servicio religioso de nuevo cuño que ha de testimoniar pomposamente ante el pueblo de Lyon la divinidad del mártir de la libertad, Chalier, el Dieu sauveur mort pour eux [Dios que supo morir por vosotros]. Pero esa ceremonia en sí misma ya patéticamente desagradable se rebaja además por un extravío del gusto especialmente lamentable, estúpido: una chusma ruidosa arrastra en triunfo entre danzas indias los ornamentos de misa robados de las iglesias, cálices, custodias e imágenes sagradas; tras ellos trota un asno al que se ha puesto artísticamente una mitra episcopal sobre las orejas. A la cola del pobre animal han atado un crucifijo y la Biblia…; así, a plena luz del día, el evangelio arrastra de un rabo de burro por el barro de las calles, para disfrute de una rugiente chusma.

Por fin, las fanfarrias bélicas ordenan detenerse. En la gran plaza, donde se ha levantado un altar de hierba, se colocan solemnemente el busto de Chalier y la urna, y los tres representantes del pueblo se inclinan reverentes ante el nuevo santo. Primero perora el experimentado actor Collot d’Herbois, luego habla Fouché. El que supo callar tan tercamente en la Convención, ha encontrado de pronto su voz y adora con exaltada apelación el busto de yeso: «Chalier, Chalier, ¡ya no existes! Criminales te han sacrificado, mártir de la libertad, pero la sangre de esos criminales será la única expiación que pueda calmar a tus indignados manes. ¡Chalier, Chalier! Te juramos delante de esta imagen vengar tu martirio, y la sangre de los aristócratas te servirá de incienso». El tercer comisionado del pueblo es menos elocuente que el futuro aristócrata, el venidero duque de Otranto. Se limita a besar con humildad la frente del busto, y por toda la plaza resuena un «¡Muerte a los aristócratas!».

Tras estas tres solemnes adoraciones, se prende fuego a una gran pira. Serio, el hasta hace poco aún tonsurado Joseph Fouché ve con sus dos colegas cómo el evangelio es desprendido del rabo del asno y arrojado al fuego, para disolverse allí en humo entre las llamas avivadas por las vestimentas litúrgicas, los libros de misa, las hostias y los santos de madera. Luego, se hace beber al gris cuadrúpedo de un cáliz consagrado en recompensa por su blasfemo servicio, y una vez terminado este estridente espectáculo de mal gusto los cuatro jacobinos devuelven a la iglesia sobre sus hombros el busto de Chalier, y lo ponen solemnemente en el altar, en lugar de la destrozada imagen de Cristo.

Para perenne memoria de esta digna fiesta, en los días siguientes se acuña una moneda conmemorativa. Pero hoy se ha vuelto inencontrable, probablemente porque el que luego sería duque de Otranto compró e hizo desaparecer todos los ejemplares, exactamente igual que los libros que describían, con demasiada exactitud, los graves actos heroicos de su época ultrajacobina y atea. Él tenía buena memoria, pero que también los demás se acordaran o se les pudiera recordar la misa negra de Lyon era más adelante demasiado incómodo y desagradable para Son Excellence Monseigneur le sénateur ministre de un rey cristianísimo.

Por repugnante que resulte este primer día de Joseph Fouché en Lyon, no es más que teatro y necio juego de máscaras; aún no ha corrido la sangre. Pero ya a la mañana siguiente los cónsules se atrincheran de forma inaccesible en una apartada casa, protegida por guardias armados de cualquier intruso; simbólicamente, se cierra la puerta a toda compasión, todo ruego, toda indulgencia. Se forma un tribunal revolucionario, y la carta de los reyes del pueblo Fouché y Collot a la Convención anuncia peligrosamente la terrible noche de San Bartolomé que planean:

Llevaremos a cabo —escriben ambos— nuestra misión con la energía de republicanos llenos de carácter, y no descenderemos de la cumbre en la que el pueblo nos ha situado para ocuparnos de los miserables intereses de unas cuantas personas más o menos culpables. Nos hemos apartado de todo el mundo porque no tenemos tiempo que perder ni favor que otorgar. No vemos más que a la República, que nos ordena dar un gran ejemplo, una lección visible desde muy lejos. No escuchamos más que el grito del pueblo, que exige que la sangre de los patriotas sea vengada de un golpe y de forma rápida y terrible, para que la Humanidad no tenga que volver a verla correr. En la convicción de que en esta ciudad miserable no hay más inocentes que aquellos que fueron reprimidos y echados a las mazmorras por los asesinos del pueblo, desconfiamos de las lágrimas de arrepentimiento. Nada podrá desarmar nuestra severidad. Tenemos que confesaros, colegas ciudadanos, que consideramos la indulgencia una peligrosa debilidad, que sólo es adecuada para inflamar de nuevo criminales esperanzas, precisamente en el momento en que han de ser extinguidas por entero. Si se es indulgente con un individuo, se será indulgente con todos los que sean como él, y esto anulará el efecto de vuestra justicia. Las demoliciones trabajan con demasiada lentitud, la impaciencia republicana exige medios más rápidos: sólo la explosión de las minas, la devoradora actividad de las llamas, pueden expresar la fuerza del pueblo. Su voluntad no puede ser contenida como la de los tiranos, tiene que tener el efecto de una tempestad.

Esta tempestad estalla conforme a lo programado el 4 de diciembre, y su eco pronto resuena estremecedor por toda Francia. Por la mañana temprano, sesenta jóvenes son sacados de la cárcel, atados por parejas. Pero no se les conduce a la guillotina, que en palabras de Fouché trabaja «demasiado despacio», sino a la llanura de Brotteaux, al otro lado del Ródano. Dos fosas paralelas, excavadas a toda prisa, permiten a las víctimas adivinar su destino, y los cañones emplazados a diez pasos de ellos, el método de carnicería masiva. Se agrupa y ata a los indefensos en una bola de desesperación que grita, tiembla, aúlla, ruge, se retuerce en vano. Una orden, y desde esa distancia mortal una granizada de plomo sale de las embocaduras a un soplo de ellos hacia la masa humana sacudida por el miedo. Naturalmente, esta primera salva no termina con todas las víctimas, a algunos solamente les arranca un brazo o una pierna, a otros se les salen los intestinos, unos cuantos incluso están sanos y salvos por obra del azar. Pero mientras la sangre afluye ya en ancho manantial hacia las fosas, a una segunda orden la caballería se lanza con sables y pistolas sobre las víctimas todavía vivas, y golpea y dispara en medio del grupo humano palpitante, gimiente, gritador y sin embargo incapaz de huir, hasta que se ahoga el último estertor. En recompensa por la carnicería, los verdugos pueden arrancar la ropa y los zapatos de los sesenta cuerpos aún calientes, antes de que se arrastre, desnudos y desgarrados, a los cadáveres a las alargadas fosas.

Ésta es la primera de las famosas metralladas de Joseph Fouché, posterior ministro de un rey cristianísimo, y a la mañana siguiente se jacta orgulloso de ella en una incendiaria proclamación: «Los representantes del pueblo seguirán insensibles con la misión que les ha sido encomendada, el pueblo ha puesto en sus manos el trueno de su venganza, y no lo soltarán antes de que todos los enemigos de la libertad hayan sido aplastados. Tendrán el valor de caminar sobre largas filas de fosas de conspiradores para alcanzar, a través de las ruinas, la dicha de la nación y la renovación del mundo». Ese mismo día, ese triste «valor» es criminalmente reforzado por los cañones de Brotteaux y sobre un grupo aún más numeroso. Esta vez son doscientas diez cabezas de ganado las que se sacan con las manos atadas a la espalda, y en pocos minutos son abatidas por el plomo de los cartuchos de artillería y las salvas de la infantería. El procedimiento sigue siendo el mismo, sólo que esta vez se facilita a los pinches de carnicería el incómodo trabajo ahorrándoles, tras tan agotadora masacre, ser también enterradores de sus víctimas. ¿Para qué cavar tumbas para esos canallas? Se quitan los zapatos ensangrentados de los agarrotados pies, y luego simplemente se tiran los cadáveres desnudos y a menudo aún palpitantes a la fluyente fosa del Ródano.

Incluso este escalofriante horror, que el país entero y la Historia Universal contemplan asqueados, lo envuelve Joseph Fouché en un manto tranquilizador de elegíacas palabras. El hecho de que el Ródano esté apestado por esos cadáveres desnudos lo ensalza como una acción política, porque, bajando hasta Tolón, dan testimonio sensorial de la implacable y terrible venganza republicana. «Es necesario —escribe— que los sangrientos cadáveres que arrojamos al Ródano recorran ambas orillas hasta su desembocadura, hasta la infame Tolón, para que pongan de manifiesto ante los ojos de los cobardes y crueles ingleses la impresión de horror y la imagen de la omnipotencia del pueblo». En Lyon, naturalmente, ya no es necesario tal ejemplo, porque una ejecución sigue a la otra, una hecatombe a otra. Saluda la conquista de Tolón «con lágrimas de alegría», y también enviando «doscientos rebeldes ante la boca de los fusiles» para festejar la jornada. Todo grito de clemencia es en vano. Dos mujeres que habían implorado con demasiada pasión la libertad de sus maridos ante el sangriento tribunal son expuestas atadas junto a la guillotina, nadie puede acercarse a la casa de los comisionados del pueblo para suplicar atenuaciones. Cuanto más salvajemente retumban los fusiles, tanto más fuerte atruenan las palabras de los procónsules: «Nos atrevemos a afirmar que hemos derramado mucha sangre impura, pero sólo por humanidad y sentido del deber… No soltaremos el rayo que habéis depositado en nuestras manos hasta que no se haya manifestado vuestra voluntad. Hasta entonces, seguiremos abatiendo sin interrupción a nuestros enemigos, los erradicaremos del modo más terrible y más rápido».

Y seiscientas ejecuciones en pocas semanas atestiguan que esta vez, excepcionalmente, Joseph Fouché ha dicho la verdad.

La organización de estas matanzas y sus entusiastas informes no hacen que Joseph Fouché y su colega olviden el otro triste mandato de la Convención que tienen que llevar a la práctica en Lyon. Ya el primer día se quejan a París de que la ordenada demolición de la ciudad se ha llevado a cabo «con demasiada lentitud» bajo el mandato de su predecesor: «Ahora las minas acelerarán la obra de destrucción, los zapadores han empezado ya a trabajar, y en dos días las obras de Bellecourt volarán por los aires». Estas famosas fachadas, empezadas en tiempos de Luis XIV, construidas por un discípulo de Mansard, son las primeras destinadas a la ruina, por ser las más bellas. Los habitantes de estas filas de casas son expulsados brutalmente, y cientos de parados, hombres y mujeres, derriban las espléndidas obras de arte en pocas semanas de insensata destrucción. La desdichada ciudad vuelve a retumbar con el eco de suspiros y gemidos, cañonazos y muros que se derrumban; mientras el comité «de justicia» abate a las personas y el comité «de demolición» las casas, el comité «de sustancias» lleva a cabo al tiempo, de forma inescrupulosa, la incautación de alimentos, telas y objetos de valor. Cada casa es registrada del desván al sótano en busca de personas escondidas y tesoros ocultos, por doquier reina el terror de los dos hombres que, invisibles e inaccesibles, protegidos por guardias, se mantienen ocultos en una casa: Fouché y Collot. Ya han sido derribados los más bellos palacios, las prisiones, aunque siempre rellenadas, están medio vacías, las tiendas han sido saqueadas y los campos de Brotteaux empapados con la sangre de mil personas, cuando al fin unos cuantos ciudadanos audaces (¡puede costarles la cabeza!) se deciden a correr a París y entregar un memorial a la Convención, rogándole que no deje la ciudad como la palma de la mano. Naturalmente, el texto de la petición es muy cauteloso, incluso servil, empieza cobardemente con una reverencia y ensalza el erostrático decreto diciendo que «parece dictado por el genio del Senado romano». Pero luego suplica «clemencia para el sincero arrepentimiento, para la debilidad extraviada, clemencia —nos atrevemos a decirlo— para los inocentes a los que no se tiene en cuenta».

Sin embargo, los cónsules han sido informados a tiempo de la encubierta acusación, y con una posta urgente Collot d’Herbois, el más elocuente de los dos, viaja a París para detener el golpe a tiempo. Al día siguiente, tiene la osadía, en vez de disculparlas, de ensalzar las ejecuciones masivas ante la Convención y los jacobinos como una forma de «humanidad». «Queríamos —dice— librar a la Humanidad del terrible espectáculo de demasiadas ejecuciones sucesivas, y por eso los comisarios decidieron exterminar de golpe en un solo día a todos los condenados; ese deseo surgía de una verdadera sensibilidad (véritable sensibilité)», y ante los jacobinos se entusiasma de forma aún más fervorosa con el nuevo sistema «humanitario». «Sí, hemos abatido a doscientos condenados con una sola salva de cañonazos, y se nos reprocha. ¡Acaso no se sabe que también eso fue un acto de moderación! Cuando se guillotina a veinte, los últimos mueren de antemano veinte veces, pero aquí sucumbieron al tiempo veinte traidores». Y, de hecho, esas frases gastadas, sacadas a toda prisa del sangriento tintero del argot revolucionario, causan impresión, la Convención y los jacobinos aceptan las explicaciones de Collot y dan así a los procónsules carta blanca para ulteriores ejecuciones. Ese mismo día, París celebra el entierro de Chalier en el Panteón —un honor que hasta entonces sólo se había otorgado a Jean-Jacques Rousseau y a Marat—, y su concubina, como la de Marat, recibe una pensión. Con esto, el mártir ha sido convertido públicamente en santo nacional, y cualquier acto de violencia de Fouché y Collot queda autorizado como justa venganza.

De todos modos, una cierta inseguridad se apodera de ambos, porque la peligrosa situación reinante en la Convención, la vacilación entre Danton y Robespierre, entre la moderación y el Terror, exige una elevada cautela. Así que ambos deciden repartirse los papeles: Collot d’Herbois se queda en París para vigilar el ambiente en los comités y en la Convención y abatir de antemano todo posible ataque con su brutal vehemencia retórica, y a la «energía» de Fouché se asigna la prosecución de las masacres. Es importante constatar que durante aquel tiempo Joseph Fouché fue ilimitado y único mandatario, porque posteriormente intentaría con habilidad desplazar todos los actos de violencia sobre su colega, más sincero; los hechos demuestran que tampoco en la época en que gobernó solo la guadaña fue menos asesina. Se ametrallan cincuenta y cuatro, sesenta, cien personas al día, también en ausencia de Collot caen los muros, se incendian casas y se vacían las cárceles mediante ejecuciones, y Joseph Fouché sigue superando el ruido de sus propias acciones con el clamor de sus entusiasmadas y sanguinarias palabras:

Las sentencias de este tribunal pueden infundir terror a los criminales, pero tranquilizan y consuelan al pueblo, que les presta oídos y las aprueba. Se piensa injustamente de nosotros si se piensa que habríamos concedido a los culpables ni una sola vez el honor de un indulto; ¡no hemos concedido ni uno solo!

Mas de repente —¿qué ha sucedido?— Fouché cambia de tono. Con su fino olfato, siente desde lejos que el viento tiene que haber cambiado en la Convención, porque desde hace algún tiempo sus estridentes fanfarrias ejecutorias no encuentran un verdadero eco. Sus amigos jacobinos, sus correligionarios ateos Hébert, Chaumette, Ronsin, se han vuelto silenciosos de repente… muy silenciosos, y para siempre, porque, inesperadamente, la mano implacable de Robespierre les ha agarrado por el cuello. Oscilando siempre con habilidad entre los demasiado salvajes y los demasiado mansos, abriéndose paso ora a la derecha, ora a la izquierda, ese tigre moral se ha lanzado de pronto desde la oscuridad sobre los ultrarradicales. Ha hecho que Carrier, que en Nantes ahogaba de forma tan radical como Fouché fusilaba en Lyon, sea llamado a rendir cuentas ante la Asamblea; ha hecho que su discípulo Saint-Just lleve a la guillotina en Estrasburgo al salvaje Eulogius Schneider; ha estampillado públicamente como necedades los espectáculos ateos como los que Fouché ha celebrado en provincias y en Lyon, y los ha suspendido en París. Y, temerosos y obedientes como siempre, los inquietos diputados siguen su gesto.

El viejo miedo acomete a Fouché: dejar de estar con la mayoría. Los partidarios del Terror han sido vencidos…, ¿para qué seguir siendo uno de ellos? Mejor pasarse rápidamente a los moderados, a Danton y Desmoulins, que ahora exigen un «tribunal de los mansos», cambiar rápidamente de chaqueta siguiendo la nueva dirección del viento. De repente, el 6 de febrero, ordena suspender los ametrallamientos, y sólo de manera titubeante prosigue sus servicios la guillotina (de la que él afirmaba en sus panfletos que trabajaba demasiado despacio), dos, como mucho tres míseras cabezas al día, verdaderamente una pequeñez, comparada con las antiguas fiestas nacionales en las llanuras de Brotteaux. En cambio, de pronto emplea toda su energía contra los radicales, contra los organizadores de sus fiestas y ejecutores de sus órdenes, un Saulo revolucionario se convierte de pronto en un Pablo humano. Se lanza lisa y llanamente al campo contrario, designa a los amigos de Chalier como una «arena de anarquistas y revoltosos», disuelve bruscamente una o dos docenas de comités revolucionarios. Y entonces ocurre algo muy curioso: la atemorizada población de Lyon, mortalmente asustada, ve de pronto en el héroe de los ametrallamientos, Fouché, a su salvador. Y los revolucionarios de Lyon, a su vez, escriben una carta furiosa tras otra, le acusan de tibieza, de traición y de «represión de los patriotas». Estos osados virajes, este descarado pasarse al otro bando a plena luz del día, esta huida al lado del vencedor, son el secreto de Fouché en la lucha. Y son los que le salvan la vida. Ha jugado en los dos campos. Si en París se le acusa de extrema suavidad, puede señalar las mil tumbas y las derruidas fachadas de Lyon. Si se le acusa de matarife, puede invocar las acusaciones de los jacobinos, que le imputan su «moderantismo», su excesiva moderación. Según sople el viento, puede sacar del bolsillo derecho una prueba de que es implacable y del izquierdo una de humanidad, puede presentarse ahora tanto como el verdugo como el salvador de Lyon. Y, de hecho, con este hábil truco de prestidigitador conseguirá más adelante colgar al cuello de su más sincero y rectilíneo colega Collot d’Herbois toda la responsabilidad de las masacres. Pero sólo consigue engañar a la posteridad; implacable, en París vigila Robespierre, el enemigo, que no puede perdonarle haber echado de Lyon a su hombre, Couthon. Desde sus tiempos en la Convención, conoce a este falso; incorruptible, persigue todos los virajes y chanchullos de Fouché, que ahora, a toda prisa, trata de doblegarse a la tempestad. Y la desconfianza de Robespierre tiene garras de hierro, no se escapa a ellas. El 12 de Germinal, fuerza en el Comité de Salud Pública un amenazador decreto que ordena a Fouché acudir enseguida a París y asumir la responsabilidad por los acontecimientos de Lyon. El que durante tres meses formó cruel tribunal, ha de comparecer ahora ante el tribunal.

Ante el tribunal, ¿por qué? ¿Por haber ordenado masacrar dos mil franceses en tres meses? Como colega de Carrier y de los otros verdugos de masas, se podría sospechar. Pero sólo ahora se advierte la genialidad política de este último viraje, sorprendentemente descarado, de Fouché; no, ha de asumir la responsabilidad por haber reprimido a la radical Société populaire, por haber perseguido a los patriotas jacobinos. El Mitrailleur de Lyon, el ejecutor de dos mil víctimas, está acusado —¡inolvidable farsa de la Historia!— del más noble delito que la Humanidad conoce: de exceso de humanidad.