LA LUCHA
CON ROBESPIERRE

1794

El 3 de abril Joseph Fouché se entera de que el Comité de Salud Pública le ha llamado a París, el 5 sube a su coche para el viaje. Dieciséis sordos golpes acompañan su marcha, dieciséis caídas de la guillotina, que por última vez cumple con su rigurosa obligación por orden suya. Y ese mismo día se procede a toda prisa a otras dos condenas, dos condenas muy extrañas, porque los dos rezagados de la gran masacre, que (según la jovial expresión de la época) escupen las cabezas en el cesto, ¿quiénes son? Nada menos que el verdugo de Lyon y su ayudante. Precisamente aquellos que por mandato de la reacción guillotinaron con indiferencia a Chalier y sus amigos, y luego por mandato de la Revolución a cientos de reaccionarios, van a parar ahora bajo el filo. Ni con la mejor voluntad puede desprenderse claramente de las actas del proceso qué crimen se les atribuye; probablemente sólo se les sacrifica para que no puedan contar demasiado sobre Lyon a los sucesores de Fouché y a la posteridad. Los muertos son los que mejor saben guardar un secreto. Luego, el coche arranca. Fouché tiene toda clase de cosas en que pensar durante el viaje a París. De todos modos, puede que se consolara, aún no se ha perdido nada; tiene algunos amigos influyentes en la Convención, sobre todo el gran antagonista de Robespierre, Danton; quizá logre mantener en jaque al terrible. Pero ¿cómo puede Fouché sospechar que en esas horas fatales de la Revolución los acontecimientos giran mucho más rápido que las ruedas de un coche de postas de Lyon a París? ¿Que desde hace dos días su íntimo amigo Chaumette está en prisión, que la gigantesca y leonina cabeza de Danton fue empujada ayer por Robespierre bajo la guillotina, que ese mismo día Condorcet, el líder intelectual de la derecha, vaga hambriento por los alrededores de París, y que al día siguiente se envenenará para escapar al juicio? A todos ellos los ha derribado un solo hombre, y precisamente ese hombre, Robespierre, es su más encarnizado adversario político. Sólo cuando llega a París, la tarde del 8, se entera de toda la extensión del peligro a cuyas fauces ha corrido. Dios sabe que habrá dormido poco, el procónsul Joseph Fouché, en esa su primera noche en París.

A la mañana siguiente, Fouché se presenta en la Convención, esperando impaciente el comienzo de las sesiones. Pero, es extraño, la amplia sala no acaba de llenarse; la mitad, más de la mitad de los escaños siguen vacíos. Es verdad que cierto número de diputados pueden estar en misión oficial o impedidos para ir por alguna otra razón, pero, aun así, ¡qué bostezante vacío hay a la derecha, donde se sentaban los dirigentes, los girondinos, los espléndidos oradores de la Revolución! ¿Dónde están? Los veintidós más osados, Vergniaud, Brissot, Pétion, han terminado en el patíbulo o suicidándose, o desgarrados por los lobos en su huida. Sesenta y tres de sus amigos, que osaron defenderlos, han sido proscritos por la mayoría…, de un solo y terrible golpe, Robespierre se ha librado de un centenar de sus oponentes de la derecha. Pero su puño ha golpeado no menos enérgico en sus propias filas de la «montaña»: Danton, Desmoulins, Chabot, Hébert, Fabre d’Eglantine, Chaumette y otras dos docenas, todos los que se oponían a su voluntad, a su dogmática vanidad, han ido a parar a la fosa común.

A todos ha eliminado ese hombre insignificante, ese hombre pequeño y enjuto de rostro pálido y biliar, de frente baja y retirada, de ojos pequeños y acuosos, miopes, que, anodino, estuvo largo tiempo oculto por las gigantescas figuras de sus predecesores. Pero la guadaña de la época le ha despejado el camino; desde que Mirabeau, Marat, Danton, Desmoulins, Vergniaud, Condorcet, es decir, el tribuno, el agitador, el caudillo, el escritor, el orador y el pensador de la joven República, han sido liquidados, él lo es todo en una sola persona: Pontifex maximus, Dictator y Triumphator. Fouché mira inquieto a su adversario, en torno al cual se apiñan ahora con importuno respeto todos los diputados serviles, y que recibe los homenajes con inconmovible indiferencia; envuelto en su «virtud» como en una coraza, inaccesible, impenetrable, el incorruptible mira con sus ojos miopes la arena, con la orgullosa conciencia de que ahora nadie osará alzarse contra su voluntad. Pero hay alguien que sí se atreve. Alguien que ya no tiene nada que perder: Joseph Fouché, que pide la palabra para justificar su conducta en Lyon.

Esa exigencia de justificarse ante la Convención es un desafío al Comité de Salud Pública, porque no ha sido la Convención, sino el Comité, el que le ha pedido cuentas. Pero él se dirige a la instancia superior, a la instancia por excelencia, la Asamblea de la Nación. La osadía de esta pretensión es evidente. Aun así, el presidente le da la palabra. Al fin y al cabo, Fouché no es cualquiera, su nombre ha sido mencionado con frecuencia en esta sala, aún no se han olvidado sus méritos, sus informes, sus acciones. Fouché sube a la tribuna y lee un minucioso informe. La Asamblea escucha sin interrumpirle, sin un signo de aplauso o de disgusto. Pero al final del discurso nadie mueve un dedo, porque la Convención se ha vuelto temerosa. Un año de guillotina ha castrado intelectualmente a todos estos hombres. Los que antaño se entregaban libremente a sus convicciones como a una pasión, los que se arrojaban ruidosa, osada y abiertamente a la disputa de las palabras y las opiniones, ya no gustan de pronunciarse. Desde que, como Polifemo, el verdugo mete la mano en sus filas, ora a la izquierda, ora a la derecha, desde que la guillotina pesa como una sombra azul detrás de cada una de sus palabras, prefieren callar en vez de hablar. Cada uno de ellos se agacha detrás del otro, cada uno de ellos mira a la derecha y a la izquierda antes de arriesgarse a hacer un movimiento, el miedo yace gris sobre sus rostros como una niebla opresiva; y nada envilece más al hombre, y especialmente a una masa de hombres, que el miedo a lo invisible.

Así que tampoco esta vez arriesgan una opinión. ¡Nada de injerencias en los dominios del Comité, del tribunal invisible! La justificación de Fouché no es rechazada ni aceptada, sino sencillamente enviada al Comité para su examen; eso quiere decir que aterriza en la orilla que Fouché tan cuidadosamente quería evitar. Ha perdido su primera batalla.

Ahora también él siente el miedo en la nuca. Ha ido demasiado lejos sin conocer el terreno; es mejor emprender una rápida retirada. Mejor capitular que luchar solo contra los más poderosos. Así que Fouché dobla arrepentido la rodilla, dobla la cerviz. Esa misma noche se presenta en casa de Robespierre para explicarse con él, o más sinceramente: para implorar su perdón.

Nadie ha sido testigo de esta conversación. Tan sólo se conoce su resultado, y es posible imaginarla por analogía con aquella visita que Barras ha descrito con espantosa claridad en sus memorias. Antes de subir la escalera de madera de la pequeña vivienda burguesa de la rue Saint-Honoré, donde Robespierre exhibe su virtud y su pobreza, también Fouché tiene probablemente que aprobar el examen de los caseros, que vigilan a su dios y arrendatario como a un botín sagrado. También a él, exactamente igual que a Barras, Robespierre le habrá recibido en la pequeña, estrecha habitación adornada tan sólo, vanidosamente, con sus propios cuadros, y no le habrá invitado a sentarse, sino que le habrá tenido fríamente en pie, con arrogancia intencionadamente hiriente, como a un miserable criminal. Porque este hombre, que ama con pasión la virtud y está enamorado con igual pasión y vicio de su propia virtud, no conoce indulgencia ni perdón para alguien que haya tenido alguna vez una opinión distinta de la suya. Impaciente y fanático, un Savonarola de la razón y de la «virtud», rechaza todo pacto con sus adversarios, incluso toda capitulación de los mismos; incluso allá donde la Política le impondría el entendimiento, la dureza de su odio y su orgullo dogmático le frenan. Sea lo que fuere lo que Fouché dijo a Robespierre en aquella ocasión, y lo que su juez le contestó, solamente se sabe una cosa: no fue una buena recepción, sino una aplastante, una implacable perorata, una amenaza fría y no velada, una sentencia de muerte en efigie. Y el que baja, temblando de ira, la escalera de la rue Saint-Honoré, humillado, rechazado, amenazado, Joseph Fouché, sabe que ahora sólo queda una salvación para su cabeza: que la del otro, la de Robespierre, sea la primera en caer en el cesto. Se ha declarado una guerra a vida o muerte. La lucha entre Fouché y Robespierre ha empezado.

Esta lucha entre Robespierre y Fouché es uno de los episodios más emocionantes, más psicológicamente excitantes de la Historia de la Revolución. Ambos inteligentes, ambos políticos, ambos, tanto el retado como el retador, tienen un error en común: durante largo tiempo se subestiman el uno al otro, porque creen conocerse desde hace mucho. Para Fouché, Robespierre sigue siendo el bregado y seco abogado que en su provincia de Arras hacía pequeñas bromas con él en el club, que producía dulzones versitos a la manera de Grécourt y después aburrió a la Asamblea de 1789 con su torrente oratorio. Fouché no se ha dado cuenta, o se ha dado cuenta demasiado tarde, de que un duro y persistente trabajo sobre sí mismo y el incremento de sus tareas han hecho del demagogo Robespierre un hombre de Estado, de un flexible intrigante un político de pensamiento preciso, de un retórico un orador. Casi siempre, la responsabilidad eleva al hombre a la grandeza; así Robespierre creció por el sentimiento de su misión, porque en medio de codiciosos meritorios y meros gritones, siente la salvación de la República como la tarea que el destino le ha impuesto exclusivamente a él. Siente como una misión sagrada para la Humanidad la necesidad de llevar a la práctica precisamente su concepción de la República, de la Revolución, de la Moral e incluso de la Divinidad. Esa rigidez de Robespierre es a un tiempo la belleza y la debilidad de su carácter. Porque, embriagado por su propia incorruptibilidad, hechizado en su dureza dogmática, contempla la opinión de cualquier otro no sólo como distinta a la suya, sino como traición y, con el puño gélido de un juez de la Inquisición, arroja como hereje a todo el que piensa de otra manera a la nueva pira, la guillotina. Sin duda una gran idea, una idea pura vive en el Robespierre de 1794. Mejor dicho: no vive, está petrificada en él. No puede salir completamente de él y él no puede salir completamente de ella (destino de todos los espíritus dogmáticos), y esa falta de calor comunicativo, de humanidad que arrastra, quita a su acción la fuerza verdaderamente creadora. Sólo en la rigidez está su fuerza, sólo en la dureza su energía; lo dictatorial se ha convertido en sentido y forma de su vida. Así, sólo puede imprimir su yo a la Revolución, o destruirla. Un hombre así no tolera contradicción alguna, ninguna otra opinión en cuestiones intelectuales, a nadie junto a él y menos aún a alguien en su contra. Sólo puede soportar a la gente en tanto le devuelve como un espejo sus propias concepciones, en cuanto son almas esclavas, como Saint-Just y Couthon; la rabiosa solución de su atrabiliario temperamento expulsa implacable cualquier otra. Pero ¡ay de aquellos que no sólo se apartan de su opinión (también a éstos los persiguió), sino que incluso se han atravesado en su voluntad, que no han tenido en cuenta su infalibilidad! Eso es lo que ha hecho Joseph Fouché. Jamás ha recabado su consejo, nunca se ha doblegado ante su antiguo amigo, se ha sentado en los bancos de sus enemigos, ha rebasado audazmente los límites de un socialismo mediano y cauteloso establecidos por Robespierre, al predicar el comunismo y el ateísmo. Pero hasta ahora Robespierre no se ha ocupado seriamente de él; Fouché le parecía demasiado pequeño. Para él, este diputado no es más que el pequeño profesor de curas que aún ha conocido con sotana y luego como pretendiente de su hermana, un pequeño y mezquino ambicioso que ha sido infiel a su Dios, su novia y todas sus convicciones. Le desprecia con todo el odio agrupado de la rigidez contra la flexibilidad, de la incondicionalidad contra la asechanza del éxito, con la desconfianza de la naturaleza religiosa hacia la profana, pero hasta ahora ese odio aún no se ha dirigido contra la persona de Fouché, sólo contra el género del que él es variante. Hasta ahora, le ha ignorado con arrogancia; ¿para qué molestarse por un intrigante así, al que se puede pisotear en cualquier momento? Sólo porque le ha despreciado durante tanto tiempo, hasta ahora Robespierre sólo ha observado a Fouché, pero no le ha combatido seriamente.

Sólo ahora se dan cuenta ambos de cuánto se han subestimado el uno al otro. Fouché advierte el enorme poder que Robespierre ha adquirido en su ausencia: todos los cargos le están sometidos, el ejército, la policía, los tribunales, los comités, la Convención y los jacobinos. Combatirle parece carente de expectativas. Pero Robespierre le ha forzado a luchar, y Fouché sabe que, si no vence, está perdido. De la última desesperación surgen siempre las últimas fuerzas, y así, a dos pasos del abismo, se arroja de repente contra su perseguidor, como un ciervo acosado hasta el extremo, que desde la última espesura cae sobre el cazador con el valor de la desesperación.

Robespierre es quien abre las primeras hostilidades. Al principio no quiere más que dar una lección al insolente, una advertencia, una patada. La ocasión para ello la ofrece el famoso discurso del 6 de mayo, que llama a todos los clérigos de la República a «reconocer la existencia de un ser superior y la inmortalidad como fuerza directora del Universo». Nunca ha pronunciado Robespierre una alocución más hermosa, más vibrante que ésta, que supuestamente ha escrito en la mansión rural de Jean-Jacques Rousseau; aquí el dogmático se convierte casi en poeta, el difuso idealista en pensador. Separar la fe de la incredulidad y por otra parte de la superstición, crear una religión que por un lado se eleve sobre el cristianismo idólatra imperante en el país y también sobre el vacío materialismo y el ateísmo, es decir, conservar el punto central, como siempre intenta en todas las cuestiones espirituales, es la idea fundamental del discurso, que a pesar de su hinchada fraseología está llena de sincero potencial ético, de apasionada voluntad de elevación de la Humanidad. Pero incluso en esa esfera superior él, el ideólogo, no puede librarse del político, su bilioso, malhumorado rencor, mezcla ataques personales incluso con los pensamientos intemporales. Hostil, recuerda a los muertos que él mismo ha empujado a la guillotina, y se burla de las víctimas de su política, Danton y Chaumette, como despreciables ejemplos de inmoralidad y ateísmo. Y de pronto, con un golpe directo al corazón, se lanza contra el único de los predicadores ateos que ha sobrevivido a su ira, contra Joseph Fouché.

¡Dinos quién te ha dado la misión de anunciar al pueblo que no existía divinidad alguna! ¡Qué ventajas ves en convencer al hombre de que una ciega violencia decide su destino, que opta de manera totalmente casual ora por la virtud, ora por el vicio, y de que su alma no es sino un tenue aliento que se extingue a las puertas de la tumba! Desdichado sofista, ¿con qué derecho te atreves a arrancar a la inocencia el cetro de la razón para ponerlo en manos del vicio? ¡A lanzar sobre la Naturaleza un velo mortuorio, hacer aún más desesperada la desgracia, atenuar el crimen, oscurecer la virtud y envilecer a la Humanidad!… Sólo un criminal, despreciable ante sí mismo y repugnante a todos los demás, puede creer que la Naturaleza no puede darnos nada más hermoso que la Nada.

Un unánime aplauso acoge el grandioso discurso de Robespierre. De pronto, la Convención se siente elevada sobre las miserias de la lucha cotidiana y, por unanimidad, aprueba la fiesta en honor del Ser Supremo propuesta por Robespierre. Sólo Joseph Fouché permanece mudo y se muerde los labios. Hay que guardar silencio ante tal triunfo del adversario. Sabe que no puede medirse abiertamente con ese magistral retórico. Sin palabras, pálido, encaja la derrota ante toda la Asamblea, pero decidido interiormente a vengarse y tomarse la revancha.

Durante algunos días, algunas semanas, no se sabe nada de él. Robespierre le considera eliminado; probablemente una patada ha bastado para ese insolente. Pero cuando nada se ve y nada se oye de Fouché, es porque está trabajando bajo tierra, dura, planificadamente, como un topo. Hace visitas a los comités, busca conocidos entre los diputados, es amable, complaciente con todos, y trata de ganarse a cada uno de ellos. Sobre todo va en busca de los jacobinos, entre los que una palabra astuta y flexible sirve de mucho, y ante los que sus logros en Lyon le han ganado unas cuantas bazas. Nadie sabe muy bien qué quiere, qué planea, qué pretende ese hombre activo que pasea tendiendo por doquier sus hilos, ese hombre invisible.

Y de pronto todo se vuelve claro, inesperadamente para todos y sobre todo para Robespierre: porque el 18 de Pradial, por gran mayoría de votos, Joseph Fouché es elegido presidente del club jacobino.

Robespierre se sobresalta; nadie ha creído posible semejante osadía. Sólo ahora se da cuenta del taimado y audaz adversario que ha encontrado en Fouché. Desde hacía dos años, no había vuelto a ocurrirle que un hombre al que él atacara en público se atreviera a defenderse. Todos desaparecían de inmediato en cuanto tropezaban con su mirada; Danton había huido a su finca en el campo, los girondinos se habían refugiado en provincias, los otros se quedaban en sus casas y no dejaban saber nada de sí. ¿Y éste, este insolente al que él, con el dedo extendido, ha señalado como impuro ante toda la Asamblea Nacional, se refugia en el santuario, en el sanctasanctórum de la Revolución, en el club jacobino, y se hace con la suprema dignidad que puede concederse a un patriota? Porque no puede olvidarse y hay que recordar la enorme fuerza moral que este club tiene en sus manos precisamente en el último año de la Revolución. La más valiosa, la más pura prueba de fuego de un patriota es el momento en que el club jacobino le honra aceptándolo en sus filas; y aquel al que expulsa, aquel al que rechaza, queda señalado para el hacha. Generales, caudillos, políticos, todos se presentan con la cabeza baja ante este tribunal como ante la suprema, casi sacerdotal instancia del civismo. Este club representa en cierto modo la guardia pretoriana de la Revolución, la guardia de corps de la sagrada casa. ¡Y esos pretorianos, los más estrictos, los más sinceros, los más inflexibles republicanos, han elegido como líder suyo a un Joseph Fouché! La ira de Robespierre es desmedida. Porque ese canalla ha entrado a plena luz del día en su reino, en sus dominios, precisamente en aquel sitio en el que él acusa a sus enemigos, donde él forja su propia fuerza en el círculo de los más probados. Y ahora, cuando quiera pronunciar un discurso, ¿tendrá que pedir permiso a Joseph Fouché, él, Maximilian Robespierre, tendrá que someterse al buen o mal humor de un Joseph Fouché?

Enseguida pone todas sus fuerzas en tensión. Hay que tomar sangrienta revancha de esta derrota. ¡Abajo con él, abajo enseguida, fuera no sólo de la silla presidencial, sino fuera también de la sociedad de los patriotas! Enseguida lanza al cuello de Fouché a algunos ciudadanos de Lyon, que presentan demanda contra él, y cuando el sorprendido, siempre débil en la lucha abierta de la palabra, se defiende torpemente, él mismo interviene y advierte a los jacobinos que «no se dejen engañar por embaucadores». Casi logra tumbar a Fouché con este primer golpe. Pero éste aún tiene en sus manos la presidencia, y con ella el medio de cortar a tiempo el debate. De manera en extremo deslucida, interrumpe la discusión y regresa a la oscuridad para preparar un nuevo ataque.

Sin embargo, ahora Robespierre está preparado. Ha advertido la forma de luchar de Fouché; sabe que este hombre no entabla combate singular, sino que retrocede siempre para preparar sus contragolpes desde las sombras. No basta con fustigar y golpear a tan duro intrigante, hay que perseguirlo hasta el último escondrijo y pisotearlo. Hay que hacerle exhalar el último aliento, volverlo inofensivo definitivamente y para siempre.

Por eso, Robespierre carga de nuevo contra él. Repite su acusación pública ante los jacobinos y exige que Fouché comparezca en la próxima sesión y se justifique. Naturalmente, Fouché se guarda de hacer tal cosa. Conoce sus puntos fuertes y sus puntos débiles, no quiere conceder a Robespierre el triunfo de humillarlo en público ante los ojos de tres mil personas. ¡Es mejor regresar a la oscuridad, dejarse vencer y ganar tiempo, un tiempo precioso! Por eso, escribe cortésmente a los jacobinos que por desgracia no le queda más remedio que rechazar una disculpa pública; los jacobinos deberían aplazar su juicio hasta que ambas comisiones hayan decidido sobre su conducta.

Robespierre se lanza sobre esta carta como sobre un botín. Ahora es el momento de agarrarle, de aplastar definitivamente a Joseph Fouché. El discurso que contra él pronuncia el 23 de Mesidor (11 de junio) es el más encarnizado ataque, el más peligroso y atrabiliario que Robespierre ha lanzado nunca contra un adversario.

Ya en las primeras palabras se advierte que Robespierre no sólo quiere alcanzar a su enemigo, sino alcanzarlo mortalmente, que no sólo quiere humillarlo, sino liquidarlo. Empieza con hipócrita tranquilidad. La primera declaración aún dice tibiamente que el «individuo» Fouché no le interesa en absoluto:

Quizá antes mantuve con él ciertos vínculos porque le consideraba un patriota, y si le acuso aquí no es tanto por su crimen como porque se oculta para cometer otros, y porque le considero el jefe de la conspiración que tenemos que aniquilar. Examino la carta que acaba de ser leída y digo que ha sido escrita por un hombre que, acusado, se niega a justificarse ante sus conciudadanos. Ése es el principio de un sistema de tiranía, porque quien se niega a justificarse ante una comunidad de la que es miembro, ataca la autoridad de esa comunidad. Es asombroso que precisamente el que antes buscaba la aprobación de la sociedad, la desprecie en cuanto es acusado, y que en cierto modo parezca invocar la ayuda de la Convención contra los jacobinos.

Y de pronto su odio brota con carácter personal, e incluso la fealdad física de Fouché es un buen motivo para humillarle.

¿Es que teme —se burla— los ojos y los oídos del pueblo, teme que su triste apariencia revele con demasiada claridad su crimen? ¿Que seis mil miradas puestas sobre él descubran toda su alma a sus ojos, aunque la Naturaleza la haya ocultado tan pérfidamente? ¿Teme que su lenguaje revele la confusión, las contradicciones de un culpable? Todo hombre razonable tiene que darse cuenta de que el temor es la única razón de su conducta, y de que todo aquel que huye de las miradas de sus conciudadanos es culpable. Llamo aquí a Fouché ante el tribunal. Que se haga responsable y diga si es él o somos nosotros los que garantizamos más dignamente los derechos de una representación popular, y quién de nosotros ha aplastado con más valor todas las fracciones.

Luego, le llama además «bajo y despreciable estafador», cuya conducta es el reconocimiento de su crimen, y habla con pérfidas alusiones «de hombres cuyas manos están llenas de botín y de crimen», y termina con las amenazadoras palabras: «Fouché ya se ha definido lo bastante a sí mismo; yo sólo he hecho estas observaciones para que los conspiradores sepan de una vez por todas que no escaparán a la vigilancia del pueblo».

Aunque estas palabras anuncian claramente una sentencia de muerte, la Asamblea obedece a Robespierre y, sin titubeos, expulsa por indigno del club jacobino a su antiguo presidente.

Ahora Joseph Fouché está marcado para la guillotina como un árbol para el hacha. La expulsión del club de los jacobinos es una marca de fuego, y una acusación de Robespierre, y más una así de encarnizada, representa la mayor parte de las veces tanto como una condena segura. Fouché lleva ahora su mortaja puesta a plena luz del día. Todo el mundo espera su detención de un momento a otro, y el que más la espera es él mismo. Hace mucho que no duerme en casa en su propia cama, por miedo a ser sacado de ella una noche por los gendarmes, como Danton, como Desmoulins. Se esconde en casa de algunos bravos amigos, porque hace falta valor para dar albergue a tan manifiesto proscrito, valor incluso para hablar en público con él. La policía del Comité de Salud Pública, dirigida por Robespierre, va detrás de cada uno de sus pasos y comunica todas sus entrevistas, sus visitas. Está invisiblemente rodeado, atado en cada uno de sus movimientos y expuesto ya al cuchillo.

De hecho, de los setecientos diputados Fouché es entonces el que más peligro corre, y no se ve para él posibilidad de escapar. Ha vuelto a intentar agarrarse a algún sitio: a los jacobinos, pero el furioso puño de Robespierre lo ha arrancado de allí, y ahora su cabeza sólo está de prestado sobre sus hombros. Porque ¿qué puede esperar él de la Convención, de ese cobarde e intimidado rebaño de carneros que bala pacientemente «Sí» en cuanto el Comité reclama para la guillotina a uno de los suyos? Han entregado sin resistencia al tribunal revolucionario a todos sus antiguos dirigentes, Danton, Desmoulins, Vergniaud, sólo para no desviar la atención sobre ellos con esa resistencia… ¿por qué no Fouché? Mudos, temerosos, consternados, ocupan sus escaños los antaño tan valerosos y apasionados. El terrible veneno del miedo, que trastorna los nervios y aplasta el alma, paraliza su voluntad.

Sin embargo, siempre ha sido un secreto del veneno que encierra en sí fuerzas curativas cuando se destila artificialmente y se concentran sus ocultas potencias. Así —de forma paradójica—, precisamente el miedo a Robespierre puede salvar de Robespierre. No se perdona a un hombre que durante semanas, durante meses, fuerce incesantemente a sentir temor, que destruya las almas y paralice las voluntades con la incertidumbre; nunca la Humanidad o una parte de ella, un grupo cualquiera, puede soportar la dictadura de un solo hombre sin odiarle. Y ese odio de los sometidos fermenta subterráneo en todos los círculos. Cincuenta, sesenta de los diputados que, como Fouché, ya no se atreven a dormir en casa, aprietan los labios cuando Robespierre pasa delante de ellos, muchos cierran los puños a sus espaldas, mientras celebran sus discursos. Cuanto más duro y más tiempo reina el incorruptible, tanto más crece el disgusto contra su omnímoda voluntad. Poco a poco ha afectado y ofendido a todos: al ala derecha, por llevar al patíbulo a los girondinos; a la izquierda, por meter en el saco las cabezas de los extremistas; al Comité de Salud Pública, por imponerle su voluntad; a los negociantes, por poner en peligro sus negocios; a los ambiciosos, por cortarles el paso; a los envidiosos, por reinar, y a los conciliadores, por no unírseles. Si ese odio de cien cabezas, esa cobardía dispersa entre muchos, lograra unirse en una voluntad, en una punta de lanza cuyo golpe alcanzara el corazón de Robespierre, estarían salvados todos ellos: Fouché, Barras, Tallien, Carnot, todos sus secretos enemigos. Pero para hacer posible esto, primero habría que llevar al ánimo de esos débiles caracteres la convicción de que están amenazados por Robespierre; habría que extender la esfera del miedo y la desconfianza, aumentar incluso artificialmente la presión que aquél ejerce. Habría que hacer que el plúmbeo bochorno, esa presión de la incertidumbre en los sombríos discursos de Robespierre, pesara aún más sobre los nervios de cada uno, hacer el temor aún más temible, el miedo aún más temeroso; quizá entonces la masa tuviera el valor suficiente para atacar a ese individuo.

Aquí empieza la verdadera actividad de Fouché. Desde la mañana temprano hasta entrada la noche, va de un diputado a otro, corre la voz de las misteriosas nuevas listas de conscriptos que Robespierre prepara. Y a cada uno de ellos le susurra: «Tú estás en la lista» o «Tú irás en el próximo paquete». Y de esta manera, poco a poco, subterráneo, se va extendiendo un terror pánico, porque ante tal Catón, ante tan absoluta incorruptibilidad, pocos diputados tienen una conciencia completamente pura. El uno quizá ha sido un tanto negligente en la gestión de los fondos, el segundo ha llevado la contraria una vez a Robespierre, el tercero ha ido demasiado con mujeres (todas ellas delito a los ojos de este republicano puritano), el cuarto quizá cultivó un día la amistad de Danton o de otro de los ciento cincuenta condenados, el quinto acogió en su casa a uno de ellos, el sexto recibió una carta de un emigrante. En pocas palabras, todos tiemblan, todos consideran posible un ataque contra ellos, nadie se siente lo bastante puro como para responder plenamente a la hiperrigurosa exigencia que Robespierre plantea a la virtud ciudadana. Y una y otra vez, como el huso en la rueca, Fouché corre del uno al otro tendiendo nuevos hilos, anudando nuevas redes, enganchándolos más en esa tela de araña de desconfianza y de sospecha. Pero el que practica es un juego peligroso, porque sólo teje una tela de araña, y un solo movimiento brusco de Robespierre, una palabra de traición, puede destruir su tejido.

Este misterioso, desesperado, peligroso y subterráneo papel de Fouché en la conspiración contra Robespierre no ha sido lo bastante destacado en la mayoría de los estudios, y en los superficiales ni siquiera se lo menciona. Casi siempre la Historia se escribe tan sólo fijándose en las apariencias, y así los que relatan aquellos emocionantes últimos días no suelen describir más que el gesto dramático y patético de Tallien agitando en la tribuna el puñal que va a clavarse, la brusca energía de Barras convocando a las tropas, el discurso acusatorio de Bourdon; describen, en resumen, a los intérpretes, los actores del gran drama que se desarrollará el 9 de Termidor, e ignoran a Fouché. De hecho, en aquellos días él ya no comparece en el escenario de la Convención. Su aportación es entre bambalinas, la más difícil del director, del que gobierna la escena en ese juego audaz y peligroso. Él ha determinado las escenas, entrenado a los actores, él ha ensayado en la oscuridad y dado las consignas… en la oscuridad, que siempre constituye su verdadera esfera. Pero aunque los historiadores posteriores ignoren su papel, hay uno que ha sentido de forma consciente su activa presencia ya entonces, Robespierre, y a plena luz del día ha llamado a Fouché por su verdadero nombre: Chef de la Conspiration [cabeza de la conspiración].

Este espíritu desconfiado, receloso, siente que en secreto se prepara algo en su contra. Lo siente en la repentina resistencia en los comités, y más claramente quizá en la exagerada cortesía y sometimiento de algunos diputados, a los que sabe sus enemigos. Robespierre siente que se está planeando algún golpe desde la oscuridad; conoce también la mano que va a guiarlo, el Chef de la Conspiration, y está sobre aviso. Sus tentáculos palpan cautelosos: una policía propia, espías privados comunican a Robespierre cada paso que dan, cada encuentro, cada conversación de Tallien, Fouché y los otros conspiradores; cartas anónimas le advierten o le instigan a asumir con rapidez la dictadura y aplastar a sus enemigos antes de que se recobren. Por su parte, para confundirlos y engañarlos, adopta de pronto la máscara de la indiferencia ante el poder político. Ya no comparece en la Convención ni en el Comité. Acompañado de su gran perro de Terranova, se le ve pasear solo por la calle o por los bosques cercanos, con un libro en la mano, con la boca cerrada, en apariencia ocupado tan sólo con sus amados filósofos e indiferente ante el poder. Pero cuando por las noches regresa a su cuarto, corrige durante horas su gran discurso. Trabaja sin fin en él, y el manuscrito muestra innumerables cambios y complementos, porque ese gran, decisivo discurso con el que piensa aplastar de golpe a todos sus enemigos ha de salir a la luz insospechadamente y ser cortante como un hacha, lleno de énfasis retórico, reluciente de espíritu y pulido por el odio. Con esa arma quiere golpear de pronto a los sorprendidos, antes de que puedan reunirse y ponerse de acuerdo. No se cansa de afilar y envenenar mortalmente su filo, y en ese ingente trabajo se le escapan largos y valiosos días.

Pero ya no hay tiempo que perder, porque los espías informan de secretos conventículos de forma cada vez más apremiante. El 5 de Termidor, cae en manos de Robespierre una carta de Fouché, dirigida a su hermana, en la que dice misteriosamente: «Nada tengo que temer de las calumnias de Maximilian Robespierre…, dentro de poco conocerás el resultado de este asunto, que, según espero, terminará en bien de la República»… Dentro de poco, pues; Robespierre está advertido. Hace llamar a su amigo Saint-Just y se encierra con él en su estrecha buhardilla de la rue Saint-Honoré. Allí se decide el día y el método del ataque. El 8 de Termidor, Robespierre sorprenderá y paralizará a la Convención con su discurso. Y el 9, Saint-Just reclamará en el Comité la cabeza de sus enemigos, la cabeza de los rebeldes, y sobre todo la de Joseph Fouché.

La tensión es casi insoportable, también los conjurados sienten el rayo entre las nubes. Pero aún siguen dudando si atacar al hombre más poderoso de Francia, al que tiene en sus manos todos los poderes, la administración municipal y el ejército, los jacobinos y el pueblo y la fama y la fuerza de un nombre irreprochable. Todavía parecen inseguros, aún no lo bastante numerosos, aún no lo bastante decididos como para declarar abierta batalla a ese gigante de la Revolución, y ya algunos vacilan cautelosos, hablan de retirada y reconciliación. La conspiración, trabajosamente encolada, amenaza con deshacerse.

En ese momento el destino, más genial que todos los poetas, pone un peso decisivo en la temblorosa balanza. Precisamente Fouché es el elegido para hacer estallar la mina. Porque en esos días este hombre acosado con desesperación por todos los perros, constantemente amenazado por el brillo del hacha, añade a su caída en desgracia política una última y extrema desgracia en su propia vida. Duro, frío, intrigante y nada comunicativo en la vida pública y en la política, este hombre extraño es en casa el más conmovedor de los maridos, el más tierno padre de familia. Ama con pasión a su espantosamente fea mujer, y sobre todo a la niña pequeña que ha nacido en los días del proconsulado, y a la que ha bautizado Nièvre con su propia mano en la plaza del mercado de Nevers. Esa niña pequeña, tierna, pálida, su favorita, cae de pronto gravemente enferma en esos días de Termidor, y a la preocupación por su propia vida se une terriblemente la nueva preocupación por la de su hija. La más espantosa de las pruebas: sabe que el ser amado, débil, enfermo del pecho, yace moribundo junto a su esposa y, perseguido por Robespierre, no puede sentarse por las noches junto al lecho de su hija enferma, sino que tiene que esconderse en ajenas viviendas y desvanes. En vez de cuidar de ella y escuchar el aliento que se le escapa, ha de correr con las suelas al rojo de un diputado a otro, mentir, implorar, conjurar, defender su propia vida. Con los sentidos perturbados, con el corazón roto, el desdichado yerra incansable en esos ardientes días de julio (el más caluroso en muchos años) por entre las bambalinas políticas, y no puede asistir al sufrimiento y muerte de su amada hija.

El 5 o el 6 de Termidor, esa prueba termina. Fouché acompaña un pequeño ataúd al cementerio: la niña ha muerto. Esas pruebas endurecen. Ante la muerte de su hija, ya no teme la suya. Una nueva osadía, la de la desesperación, forja su voluntad. Y como los conjurados siguen titubeando y siguen queriendo aplazar la lucha él, Fouché, que ya no tiene nada que perder en el mundo más que la vida, dice la frase decisiva: «Hay que golpear mañana». Y esa frase ha sido dicha el 7 de Termidor.

Despunta la mañana del 8 de Termidor…, día histórico para el mundo. Por la mañana temprano, el ardor sin nubes de julio pesa ya sobre la ciudad que nada sospecha. Y sólo en la Convención reina tempranamente una extraña excitación: en los rincones, los diputados se congregan y susurran; nunca se han visto tantos desconocidos y curiosos en los pasillos y en las tribunas. El secreto y la tensión flotan incorpóreos en el aire, porque de forma inexplicable se ha difundido el rumor de que hoy Robespierre va a arreglar cuentas con sus enemigos. Quizá alguien ha espiado a Saint-Just y observado cómo regresaba por las noches del cuarto cerrado, y en la Convención se conoce demasiado bien el efecto de esas secretas deliberaciones. ¿O es que Robespierre ha tenido noticia por otras fuentes de los planes de guerra de sus adversarios?

Todos los conjurados, todos los que se sienten amenazados, miran temerosos los rostros de sus colegas: ¿ha contado uno de ellos, y cuál, el peligroso secreto? ¿Se les adelantará Robespierre, o podrán aplastarlo antes de que tome la palabra? ¿Lo entregará la incierta y cobarde masa de la mayoría —le marais—, o lo protegerá? Todo el mundo vacila y se estremece. Y, como el bochorno del cielo plomizo sobre la ciudad, una inquietud espiritual pesa amenazadora sobre la Asamblea.

Y, de hecho, apenas abierta la sesión, Robespierre pide la palabra. Solemne, como en aquella fiesta del Ser Supremo —lleva el traje, que ya se ha vuelto histórico, azul celeste con medias de seda blanca—, y lentamente, con intencionada solemnidad, sube los escalones de la tribuna. Sólo que esta vez no sostiene, como entonces, una antorcha en las manos, sino, como los lictores el mango de su hacha, un grueso fajo de papeles enrollados; su discurso. Saber que el nombre de una persona está en esas hojas cerradas significa la perdición para ese individuo, y por eso, de pronto, el cuchicheo y el siseo en los bancos cesa como si lo hubieran arrancado. Los diputados acuden a toda prisa desde el jardín, desde las tribunas, y toman asiento en sus escaños. Cada uno de ellos escruta temeroso la expresión de ese estrecho rostro, demasiado conocido. Pero, gélidamente cerrado en sí mismo, impenetrable a toda curiosidad, Robespierre desenrolla lentamente su discurso en la tribuna. Antes de empezar a leer con sus ojos miopes, alza la vista, para incrementar la tensión, y desliza la mirada de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de abajo arriba, de arriba abajo, lenta, fría y amenazante, por la Asamblea como narcotizada. Allí se sientan sus pocos amigos, los muchos dudosos y la masa cobarde de los conjurados, que aguardan su perdición. Los mira cara a cara. Sólo hay uno al que no ve. Sólo uno de sus enemigos falta en esa hora decisiva: Joseph Fouché.

Pero, es extraño, sólo el nombre de un ausente, sólo el nombre de Joseph Fouché es mencionado en el debate. Y precisamente en torno a su nombre se inflama la última batalla, la decisiva.

Robespierre habla durante largo tiempo, de forma prolija y agotadora; siguiendo su vieja costumbre, hace girar el hacha una y otra vez sobre los innombrados, habla de conjuraciones y conspiraciones, de indignos y criminales, de traidores y maquinaciones, pero no menciona un solo nombre. Le basta con hipnotizar a la Asamblea; el golpe mortal contra las paralizadas víctimas lo dará mañana Saint-Just. Durante tres horas, deja que su vago y fraseológico discurso se extienda en el vacío, y cuando al fin termina, la Asamblea está más enervada que asustada.

Al principio, no se mueve un dedo. La incertidumbre pesa sobre todos. Nadie puede decir si ese silencio confirma una derrota o una victoria, sólo el debate lo decidirá.

Por fin, uno de sus satélites exige que la Convención acuerde que se imprima el discurso y, por tanto, lo apruebe. Nadie se pronuncia en contra. Cobarde, esclava y en cierto modo aliviada por el hecho de que hoy no se le pida más, ni nuevas cabezas, ni nuevas detenciones, ni nuevas autolimitaciones, la mayoría acepta. Entonces, en el último momento, uno de los conjurados —su nombre forma parte de la Historia Universal: Bourdon de l’Oise— se adelanta y habla en contra de que se imprima. Y esa sola voz libera todas las demás. La cobardía se reúne poco a poco y se agrupa con un valor desesperado; uno tras otro, acusan a Robespierre de formular de forma poco clara sus declaraciones y amenazas, que diga claramente de una vez a quién está acusando. En un cuarto de hora, el escenario ha cambiado: Robespierre, el atacante, ha pasado a la defensiva, debilita su discurso en vez de reforzarlo, declara que no ha acusado a nadie ni inculpado a nadie.

En ese momento chilla de repente una voz, la de un pequeño e insignificante diputado, que le replica: «Et Fouche?» [¿Y Fouché?]. Ese nombre ha sido mencionado, el nombre de aquel al que ya en una ocasión marcara como líder de la conjura, como traidor a la Revolución. Ahora Robespierre podría, tendría que contraatacar. Pero, extraña, inexplicablemente, Robespierre hurta el cuerpo: «No voy a ocuparme de él ahora, sólo escucho la voz de mi deber».

Esa respuesta elusiva de Robespierre es uno de los secretos que se llevó a la tumba. ¿Por qué cuando siente que es una cuestión de vida o muerte no se emplea contra su más encarnizado enemigo? ¿Por qué no lo aplasta, por qué no ataca al ausente, al único ausente de todos? ¿Por qué no descarga con eso a todos los demás, que se sienten atemorizados y sin duda entregarían a Fouché para salvarse? Esa misma noche —afirma Saint-Just—, Fouché ha vuelto a intentar un acercamiento a Robespierre. ¿Es una finta o es verdad? Distintos testigos quieren haberlo visto en esos días sentado en un banco con Charlotte Robespierre, su antigua novia; ¿ha intentado realmente una vez más convencer a esa mujer, que empieza a envejecer, de que abogue por él ante su hermano? ¿Quería realmente el desesperado traicionar a los conspiradores para salvar su propia cabeza? ¿O quería, para tranquilizar a Robespierre y encubrir la conspiración, fingir ante él entrega y arrepentimiento? ¿Ha jugado este hombre, el más taimado de todos, también esta vez con cartas marcadas, como ha hecho mil veces? ¿Estaba el incorruptible Robespierre, igualmente amenazado, dispuesto sólo para mantenerse a perdonar en esa hora a su más odiado enemigo? ¿Fue ese rehusar la acusación a Fouché signo de un acuerdo secreto, o mera escapatoria? No se sabe. En torno a la figura de Robespierre sigue flotando hoy, después de tantos años, una sombra de misterio, la Historia jamás adivinará del todo a este impenetrable. Nunca se conocerán sus últimos pensamientos; si realmente quería la dictadura para sí o la República para todos, si quería salvar la Revolución o heredarla, como Napoleón. Nadie conoció sus más secretos pensamientos, los pensamientos de su última noche, del 8 al 9 de Termidor.

Porque ésta es su última noche, en ella se toma la decisión. A la luz de la luna de esta asfixiante noche de julio, la guillotina relampaguea fantasmagórica. ¿Caerá mañana su fría hoja sobre la nuca del trébol formado por Tallien, Barras y Fouché, o sobre la de Robespierre? Ninguno de los seiscientos diputados se acuesta esta noche, ambos partidos se arman para la lucha final. Robespierre, derribado en la Convención, acude a los jacobinos; a la temblorosa luz de las velas, temblando de irritación, les lee su discurso rechazado por los diputados. Un aplauso enloquecido le rodea una vez más, por última vez, pero él, lleno de un amargo presentimiento, no se deja engañar porque esos tres mil se arremolinen gritando a su alrededor, y califica el discurso como su testamento. Entretanto, el guardián de su sello, Saint-Just, lucha en el Comité como un poseso hasta el amanecer contra Collot, Carnot y los otros conjurados, y al mismo tiempo en los pasillos de la Convención se urde la red que mañana envolverá a Robespierre. Dos, tres veces, como el huso en la rueca, los hilos van de la derecha a la izquierda, de la montaña a la antigua reacción, hasta que finalmente han sido tejidos al amanecer en un pacto firme e irrompible. Aquí reaparece de repente Fouché, porque la noche es su elemento, la intriga su verdadera esfera. Su rostro plomizo, que el miedo aún encala de blanco, se mueve fantasmal por las estancias medio iluminadas. Susurra, halaga, promete, intimida, asusta y amenaza a uno tras otro, y no descansa hasta haber cerrado el pacto. A las dos de la mañana, al fin, todos los adversarios están de acuerdo en el común enemigo a batir: Robespierre. Sólo entonces Fouché puede irse por fin a dormir.

También en la sesión del 9 de Termidor falta Joseph Fouché. Pero puede descansar y faltar, porque su obra está hecha, la red anudada, y al fin la mayoría está decidida a no dejar escapar con vida a ese hombre demasiado fuerte y demasiado peligroso. Apenas Saint-Just, el portador de la espada de Robespierre, empieza el preparado discurso mortal contra los conjurados, Tallien le interrumpe, porque ayer acordaron no dejar hablar a ninguno de los elocuentes, ni Saint-Just ni Robespierre. Ambos tienen que ser asfixiados antes de que hablen, antes de que puedan acusar, y así ahora, hábilmente dirigidos por el complaciente presidente, se lanzan a la tribuna un orador tras otro, y cuando Robespierre quiere defenderse, los gritos, los bramidos, los pateos ahogan su voz…, la cobardía contenida de seiscientas almas inseguras, el odio y la envidia de semanas y meses se arroja ahora contra el hombre ante el que todos tiemblan por separado. A las seis de la tarde todo está decidido, Robespierre proscrito y llevado a prisión; en vano sus amigos, los verdaderos revolucionarios, que admiran en él al alma dura y apasionada de la República, lo liberan y lo ponen a salvo en el ayuntamiento; por la noche, las tropas de la Convención asaltan ese bastión de la Revolución, y a las dos de la mañana, veinticuatro horas después de que Fouché y los suyos hayan sellado el pacto para su aniquilación, Maximilian Robespierre, el enemigo de Fouché y ayer aún el hombre más poderoso de Francia, yace atravesado en dos sillones en la antecámara de la Convención, con la mandíbula rota y cubierto de sangre. La gran presa ha sido cazada, Fouché está salvado. Al día siguiente, por la tarde, el carro renquea hacia el patíbulo. El Terror ha terminado, pero también el fogoso espíritu de la Revolución se ha extinguido, la era heroica ha quedado atrás. Ahora viene la hora de los herederos, de los caballeros de fortuna y ganadores, de los saqueadores y las almas dobles, de los generales y los hombres del dinero, la hora de los nuevos gremios. Ahora llega, se podría decir, también la hora de Joseph Fouché.

Mientras el carro de Maximilian Robespierre y los suyos rueda lentamente hacia la guillotina por la rue Saint-Honoré, el trágico camino de Luis XVI, Danton y Desmoulins y las otras innumerables víctimas, una curiosidad entusiasta se arremolina dando gritos de alegría. La ejecución ha vuelto a convertirse en fiesta popular, banderas y gallardetes ondean en los tejados, gritos de júbilo salen de todas las ventanas, una ola de alegría ruge sobre París. Cuando la cabeza de Robespierre cae en la cesta, la gigantesca plaza atruena con un único y extático grito de alegría. Los conjurados se asombran: ¿por qué el pueblo celebra tan apasionadamente la ejecución de ese hombre al que París, Francia, veneraba aún ayer como a un Dios? Y Tallien y Barras se asombran más aún cuando a la entrada de la Convención una multitud tempestuosa los recibe con gritos de admiración como tiranicidas, como vencedores del Terror. Porque al eliminar a ese hombre superior no habían querido otra cosa que librarse de un incómodo dechado de virtudes que les miraba los dedos con demasiada atención…, pero ninguno de ellos ha pensado en dejar oxidarse la guillotina, en poner fin al Terror. Sólo que ahora que ven lo impopulares que se han vuelto las ejecuciones masivas, y lo populares que ellos podrían hacerse dando a posteriori razones de humanidad a su venganza privada, deciden con rapidez aprovecharse del malentendido. Sólo Robespierre tiene sobre su conciencia todos los actos violentos de la Revolución, afirmarán desde ahora (porque desde la fosa común no se puede responder), ellos siempre fueron apóstoles de la clemencia y estuvieron en contra de la dureza y la exageración.

No es la ejecución de Robespierre, sino la cobarde y embustera actitud de sus sucesores, la que da su sentido histórico al 9 de Termidor. Porque hasta ese día la Revolución había reclamado para sí todo derecho, asumido tranquilamente toda responsabilidad…, desde ese día, confiesa temerosa haber cometido también injusticias, y sus caudillos empiezan a negarlas. Pero toda creencia espiritual, toda cosmovisión, se quiebra en su más íntima fuerza en cuanto niega su derecho incondicionado, su infalibilidad. Y cuando los tristes vencedores Tallien y Barras insultan los cuerpos de sus grandes predecesores Danton y Robespierre llamándolos cadáveres de asesinos y se sientan temerosos en los bancos de la derecha, entre los moderados, entre los secretos enemigos de la República, no sólo traicionan a la historia y al espíritu de la Revolución, sino a sí mismos.

Todo el mundo espera ver a su lado a Fouché, el principal conspirador, el más encarnizado enemigo de Robespierre. Él, al ser el más amenazado, él, el Chef de la Conspiration, bien tendría derecho a una parte especialmente jugosa del botín. Pero, es curioso…, Fouché no se sienta con los otros en los bancos de la derecha, sino en su viejo sitio en la «montaña», entre los radicales, y se envuelve en el silencio. Por primera vez —asombra—, no va con la mayoría.

«¿Por qué actúa Fouché de un modo tan singular?», preguntaron algunos entonces y después. La respuesta es sencilla: porque es más inteligente y piensa con más visión de futuro que los otros, porque su superior entendimiento de la política contempla con más profundidad los hechos que los necios Tallien y Barras, a los que sólo el peligro ha dado una corta energía. Él, el antiguo profesor de física, conoce la ley de las fuerzas del movimiento, según la cual una ola no puede detenerse en el aire. Tiene, él lo sabe, que seguir avanzando o refluir. Así que si ahora empieza el reflujo, si comienza una reacción, tampoco parará en barras, como no lo ha hecho la Revolución; irá, exactamente como ésta, hasta el extremo, hasta la violencia. Entonces, esa alianza tramada a toda prisa tendrá forzosamente que romperse, y si la reacción vence, todos los paladines de la Revolución estarán perdidos. Porque, con las nuevas ideas, también cambia peligrosamente la consideración de los actos de ayer. Lo que ayer pasaba por ser virtud y obligación republicana —por ejemplo, ametrallar a mil seiscientas personas y saquear las iglesias—, se convertirá entonces necesariamente en crimen, los acusadores de ayer serán los acusados de mañana. Fouché, que tiene toda clase de cosas sobre su conciencia, no quiere compartir el tremendo error de los otros termidoristas (así se llaman ahora los vencedores de Robespierre), que se aferran temerosos a la rueda de la reacción…, él sabe que no servirá de nada: una vez la reacción eche a rodar, los arrastrará a todos con ella. Sólo por inteligencia y previsión Fouché sigue en la izquierda, se mantiene fiel a los radicales, porque siente que pronto irán precisamente al cuello de los más osados.

Y Fouché tiene razón. Para hacerse populares, para enfatizar una humanidad que nunca tuvieron, los termidoristas sacrifican a los más enérgicos de los procónsules, hacen ejecutar a Carrier, que ahogó seis mil hombres en el Loira, a Joseph Lebon, el tribuno de Arras, y a Fouquier-Tinville. Para complacer a la derecha, vuelven a llamar a los setenta y tres miembros de la Gironda expulsados, y demasiado tarde advierten que, al reforzar así la reacción, han quedado en sus manos. Ahora tienen que acusar, obedientes, a sus propios amigos contra Robespierre, Billaud-Varenne y Collot d’Herbois, el colega de Fouché en Lyon. La reacción se acerca cada vez más al cuello de Fouché. Esta vez aún se salva, negando cobardemente toda culpa en Lyon (aunque firmó cada una de las hojas en común con Collot), y afirmando de forma igual de embustera haber sido perseguido por el tirano Robespierre exclusivamente por su excesiva suavidad. De hecho, el taimado engaña con esto por un tiempo a la Convención. Puede permanecer a salvo en su sitio mientras Collot va a parar a la «guillotina seca», es decir, es enviado a las islas de las Fiebres, las Indias Occidentales, donde sucumbe al cabo de pocos meses. Pero Fouché es demasiado inteligente como para sentirse ya seguro después de esta primera defensa; conoce lo implacables que son las pasiones políticas, sabe que una reacción no se satura de hombres, lo mismo que una revolución, hasta que no se le arrancan los dientes; no se detendrá en su ansia de venganza hasta que el último de los jacobinos haya sido llevado ante los tribunales y la República haya sido destruida. Y así, sólo ve una salvación para la Revolución, a la que está ligado indisolublemente por su deuda de sangre: renovarla. Y sólo ve una salvación para sí mismo: que el gobierno caiga. Nuevamente el más amenazado de todos, igual que hace seis meses, inicia, solo frente a fuerzas superiores, la lucha desesperada por su vida.

Siempre que se trata del poder y de su vida, Fouché despliega energías asombrosas. Ve que por vía legal ya no se puede evitar que la Convención persiga a los antiguos partidarios del Terror, así que no queda otro recurso que el tan frecuentemente acreditado durante la Revolución: el terror. Ya en una ocasión, al condenar a los girondinos, al condenar al rey, se atemorizó a los diputados cobardes y cautelosos (entre ellos el entonces aún conservador Joseph Fouché) movilizando la calle contra el Parlamento, trayendo de los suburbios a los batallones de trabajadores con su fuerza proletaria, con su irresistible entusiasmo, e izando en el ayuntamiento la roja bandera de la revuelta. ¿Por qué no volver a lanzar a esa vieja guardia de la Revolución, los que asaltaron la Bastilla, los hombres del 10 de agosto, contra la acobardada Convención, y destruir con los puños su poder? Sólo el pánico a la revuelta, a la amargura proletaria, puede atemorizar a los termidoristas, así que Fouché decide amotinar al pueblo de París, a las grandes masas, y lanzarlo contra sus enemigos, sus acusadores.

Naturalmente, Fouché es demasiado cauteloso como para ir a los suburbios, pronunciar allí fogosos discursos revolucionarios o, como Marat, arrojar al pueblo folletos incendiarios con riesgo de su vida. No gusta de exponerse, elude gustoso la responsabilidad; su arte magistral no es el del discurso que arrastra, sino el del susurro, el del colocarse-detrás-de-otro. Y también esta vez encuentra al hombre adecuado que, adelantándose osado y decidido, le cubre con su sombra.

Por París vaga entonces, proscrito y oculto, un sincero y apasionado republicano, François Baboeuf, que se hace llamar Graco Baboeuf. Un corazón desbordante, una inteligencia media. Proletario desde lo más hondo, antiguo agrimensor e impresor, sólo tiene unas pocas y primitivas ideas, pero las alimenta con pasión viril y las calienta en la brasa de una convicción verdaderamente republicana y socialista. Cautelosos, los republicanos burgueses e incluso Robespierre han dejado a un lado las ideas socialistas, y a veces bolcheviques, de Marat sobre el reparto del patrimonio; han preferido hablar mucho, mucho de la libertad, mucho también de la fraternidad, pero menos de la igualdad, en lo que se refiere al dinero y la propiedad. Baboeuf retoma las ideas medio pisoteadas de Marat, las aviva con su aliento y las lleva como una antorcha por los distritos proletarios de París. Y esa llama puede alzarse de pronto, devorar en unas horas todo París, todo el país, porque poco a poco el pueblo comprende la traición que los termidoristas están cometiendo, en su propio beneficio, contra su revolución, la revolución proletaria. Detrás de este Graco Baboeuf se sitúa ahora Fouché. No se muestra del brazo con él en público, pero le susurra en secreto para excitar al pueblo. Le induce a escribir folletos provocadores y corrige él mismo los pliegos de imprenta. Porque sólo, piensa él, si los trabajadores marchan, si vuelven a salir de los suburbios con sus picas y tambores, entrará en razón esa cobarde Convención. Sólo con el terror, el miedo y la intimidación se podrá salvar la República, sólo un enérgico empujón de la izquierda podrá compensar esa peligrosa inclinación a la derecha. Y para ese audaz, realmente peligrosísimo empujón, este hombre decente, limpio, de buena fe, sincero, es espléndido como punta de lanza; tras sus anchas espaldas de proletario es posible esconderse bien. Baboeuf a su vez, que se hace llamar con orgullo Graco y tribuno de la plebe, se siente muy honrado de que el famoso diputado Fouché le aconseje. Aquí hay un último y magnífico republicano, piensa él, uno que se ha quedado sentado en los bancos de la montaña, que no ha hecho causa común con la Jeunesse dorée y los proveedores del ejército. De buen grado, se deja asesorar y se lanza ahora, empujado por esa mano hábil, contra Tallien, los termidoristas y el gobierno.

Pero Fouché sólo puede engañarle a él, hombre bondadoso y rectilíneo. El gobierno pronto reconoce la mano que carga el fusil contra él, y en sesión pública Tallien acusa a Fouché de estar detrás de Baboeuf. Como siempre, Fouché niega rápidamente a su aliado (exactamente igual que a Chaumette entre los jacobinos, exactamente igual que a Collot en Lyon), no, él sólo conoce fugazmente a Baboeuf, condena sus excesos, en pocas palabras, se aparta de él a toda velocidad. Y una vez más, el contragolpe alcanza a su ariete; pronto Baboeuf es detenido, pronto será fusilado en el patio de un cuartel (siempre es otro el que paga con su sangre por las palabras y la política de Fouché).

El audaz contragolpe de Fouché ha fracasado, no ha conseguido nada más que volver a llamar la atención sobre él, y eso no ha sido bueno. Porque ahora se vuelven a acordar de Lyon y de los campos ensangrentados de Brotteaux. Una y otra vez, y ahora con energía redoblada, la reacción trae acusadores de las provincias en las que ha actuado. Apenas ha rechazado a duras penas las acusaciones de Lyon, cuando ya se presentan Nevers y Clamecy. Cada vez más alto, cada vez con más ruido, Joseph Fouché es acusado de terrorismo ante la Convención. Se defiende con astucia, con energía y no sin suerte; incluso Tallien, su adversario, se esfuerza ahora en protegerle, porque incluso él se siente inquieto ante el poder de la reacción, y empieza a pensar en su propia cabeza. Pero ya es demasiado tarde: el 22 de Termidor de 1795, un año y doce días después de la caída de Robespierre, se presenta tras largo debate la acusación contra Joseph Fouché por sus actos de terror. Y el 23 de Termidor se decide su detención. Como a Robespierre la sombra de Danton, ahora es la sombra de Robespierre la que persigue a Fouché.

Pero estamos —y el astuto político lo ha calculado bien— en Termidor del año cuarto de la República, ya no del tercero. En 1793, acusación significaba orden de detención, y detención, la muerte; llevado de noche a la Conciergerie, al día siguiente se era interrogado y por la tarde ya se iba en el carro. Pero en 1794 la mano férrea del «insobornable» ya no sostiene las riendas del tribunal; las leyes se han vuelto laxas, se puede uno escurrir por entre ellas si se es flexible. Y Fouché no sería Fouché si él, que tan a menudo se ha visto peligrosamente cercado, no atravesara redes tan elásticas. Consigue, mediante tretas y añagazas, que no se le detenga de inmediato, que se le deje tiempo para una réplica, una respuesta, una justificación, y en aquella época el tiempo lo es todo. ¡Basta con situarse en la oscuridad para ser olvidado; con estar en silencio mientras los otros gritan, para ser ignorado! Siguiendo la famosa receta de Sieyés, que pasó en la Convención todos los años del Terror sin abrir la boca, y después, al preguntársele qué había hecho durante todo ese tiempo, da la genial respuesta: «J’ai vécu» [He vivido], ahora Fouché se hace el muerto, como algunos animales, para que no lo maten. No hay más que salvar la vida durante un breve período de transición, y se estará salvado. Porque este experimentado olfateador del viento siente que todo el esplendor y la fuerza de esta Convención no durará más de unas pocas semanas, unos pocos meses.

Así salva su vida Joseph Fouché, y eso es mucho en aquel tiempo. Naturalmente, no salva más que la vida, no su nombre, su posición, porque ya no se le elige para la nueva Asamblea. Es en vano su enorme esfuerzo, en el que derrocha cantidades ingentes de pasión y astucia, de osadía y traición: sólo la vida consigue retener. Ya no es Joseph Fouché, de Nantes, diputado del pueblo, ya no es profesor del oratorio, no es más que un hombre olvidado y despreciado, sin rango, sin patrimonio, sin importancia, una sombra mísera a la que sólo la oscuridad protege.

Y, durante tres años, nadie en Francia vuelve a pronunciar su nombre.