El peligroso oficio de ver más allá
por Rodrigo Fresán
UNO Mucho antes de que el espectro de Patrick Swayze regresara desde el otro lado para enseñarle a Demi Moore cómo moldear vasijas de barro; antes incluso de que el fantasma del padre de Hamlet le exigiera a su hijo que tomara cartas en el asunto, los muertos ya le pedían a los vivos que hicieran justicia en su nombre.
Así, la historia —desde los tiempos de los más primitivos oráculos hasta un presente en que las fuerzas del orden de tanto en tanto acuden casi a escondidas a las consultas de «especialistas» para que los ayuden en casos tan difíciles de cerrar— desborda de episodios en que alguien cierra los ojos y después los abre para ver aquello que sólo él o ella pueden ver. Personas con un poder que también es una maldición. La posibilidad de revivir la escena de un crimen, de mirar lo que allí sucedió como si volviera a suceder.
Eso que Arthur Lyons y Marcello Truzzi denominaron El Sentido Azul.
Eso cuya versión extrema y fascinante —a partir de las novelas de Stephen Woodworth— podría ser rebautizado como El sentido violeta.
Porque de ojos violeta trata la cuestión.
Ver o no ver, ese es el dilema.
DOS Y, sí, ahora las ondas desbordan de detectives psíquicos. Ahí están las series de televisión Psych, Entre fantasmas, El mentalista y Medium. Ahí están, también, las novelas de Douglas Preston y Lincoln Child protagonizadas por el casi sobrenatural y sherlockholmesiano agente del FBI Aloysius Pendergast o las de George D. Shuman protagonizadas por la bella vidente ciega Sherry Moore.
Pero Natalie Lindstrom —heroína de las novelas de Stephen Woodworth— es un caso aparte.
Natalie Lindstrom vive en unos Estados Unidos casi idénticos a los que hoy conocemos. Pero aquí «casi» es la palabra clave. Y la pequeña diferencia entre nuestros Estados Unidos y los Estados Unidos del californiano Stephen Woodworth es que, allí, ha nacido un pequeño porcentaje de personas con ojos violeta. Y que esa peculiaridad óptica y anomalía genética es la que los define, los diferencia y los ha dotado, sin que ellos lo hayan pedido, con el poder de invocar a los muertos. Esto convierte a «los violetas» en herramienta clave durante juicios por asesinato (en los que los muertos declaran como testigos sin que esto signifique que los muertos no mientan tanto o más que los vivos) y en presas codiciadas por una organización gubernamental que pretende controlarlos, administrarlos y exprimirlos hasta la última gota de cordura y —en el caso de Natalie y a partir del segundo libro de la serie— sacar provecho de su hija Callie, violeta de última generación corregida.
De este modo, las novelas de Stephen Woodworth son, sí, rigurosos y efectivos policiales (esta que se aprestan a leer es un eficaz misterio con asesino en serie); pero además, por encima de todo, evocan aquellas mutaciones savant y realidades alternativas de Philip K. «Minority Report» Dick en las que la normalidad aparece surcada, sin ofrecer resistencia alguna, por elementos extraños pero inmediatamente verosímiles y aceptados como ciertos por el lector.
Pasen y vean y crean.
TRES Y las novelas de Stephen Woodworth —más allá de su innegable potencia enigmática— son las novelas de Natalie Lindstrom.
Uno de esos personajes que aparecen muy de vez en cuando y cuyo misterio trasciende y supera a los misterios que investiga y a quien vamos conociendo más y mejor con cada uno de sus libros. Cuatro aventuras hasta la fecha y todas a ser publicadas en esta misma colección. Así, esta Ojos violeta será seguida de Manos rojas (cuando Natalie Lindstrom intenta dejar atrás su pasado y su «profesión» pero no puede escapar del tumulto judicial provocado por los modales corruptos de un violeta vendido al mejor postor), luego llegará Sangre dorada (donde, en un giro digno de una aventura paranormal de Tintín, Natalie Lindstrom se verá inmersa en una intriga en los Andes peruanos donde moran los espíritus de incas vencidos y conquistadores españoles), hasta entrar a Habitaciones negras (en la que Natalie Lindstrom, de regreso en casa, busca refugio en el mundo del arte y se dedica a «canalizar» las memorias de los grandes pintores sin saber que un viejo «amigo» ha huido de prisión, que va tras ella, y que se propone resucitar el proyecto de fabricar violetas en serie).
Pero todo comienza en Ojos violeta.
Es aquí donde somos nosotros los que vemos a Natalie Lindstrom. Aquí comenzamos a enterarnos de su pasado (y de la problemática relación con su padre y su madre), de su colección de lentes de contacto de colores y de pelucas para ocultar su cráneo afeitado con veinte puntos de contacto donde se enchufa el escáner de almas (que incluye un «botón del pánico» para «desactivar» al fantasma cuando se pone demasiado peligroso), de su mantra para repeler espectros, de su aprendizaje en la Academia desde los cinco años de edad (academia bastante más siniestra que la de los X-Men) junto al legendario violeta Arthur McCord, de sus varias y complicadas relaciones sentimentales donde destaca el agente Dan Atwater, de cómo ve ella a los demás y de cómo los demás la ven a ella.
CUATRO Y las novelas de Stephen Woodworth son —por último pero no en último lugar—, las novelas de los muertos.
Los muertos que alguna vez fueron vivos.
Los muertos que se niegan a ser muertos.
Los muertos que vuelven a la vida —y a nuestras vidas— cada vez que se los invoca.
Los muertos que, una vez de este lado, habitando el cuerpo de sus anfitriones, descubren que tienen tan pocas ganas de salir de allí y de volver allá.
Del mismo modo en que Anne Rice dotó a los vampiros de una historia propia y de una mitología personal, al igual que lo hizo Michael Marshall a la hora de explicar los cómos y porqués de los asesinos en serie[1], Stephen Woodworth de algún modo sienta las leyes de un mundo fantasma, de otro mundo que está en este separado, apenas, por la membrana invisible de un parpadeo.
Ahora lo ves, ahora no lo ves.
Pero ahí está.
CINCO Y cuando se materializa, muy de tanto en tanto, una idea tan buena —una idea que combina la precisión del procedural puro y duro con la inasible ambigüedad de lo fantasmal— uno no puede sino preguntarse cómo fue que comenzó todo, cómo se agitaron por primera vez las cortinas de una ventana cerrada o se escucharon los tres golpes que condujeron a su creador hacia Natalie Lindstrom y los violetas.
Así habló Stephen Woodworth en una entrevista: «La idea para Ojos violeta se me ocurrió luego de ver demasiados programas de televisión dedicados al truecrime. Inevitablemente, estos shows televisivos siempre están dedicados a casos sin resolver y, al final, siempre aparece el anfitrión quien, con voz grave, como de barítono de serie negra, nos dice algo del tipo “Las únicas personas que realmente saben lo que sucedió aquella noche fatídica son el asesino… y las víctimas”. Y cómo olvidar todo el circo que se montó durante el proceso a O. J. Simpson. Así que yo me pregunté: ¿qué pasaría si el detective pudiera entrevistar al testigo definitivo? O mejor: ¿qué sucedería si esto se convirtiera en un procedimiento normal y las víctimas mortales pudieran acusar a sus asesinos en los tribunales? ¿Podrían los asesinos salirse con la suya en un mundo así? ¿Serían los muertos testigos más confiables que los vivos? ¿O no harían otra cosa que entorpecer las investigaciones con sus propios prejuicios o equivocaciones desde el Más Allá? También me pregunté sobre los psíquicos bendecidos o estigmatizados con el poder de canalizar estas almas. ¿Cómo sería para ellos el tener que experimentar una y otra vez la agonía final de un asesinado? ¿Cómo vivir y sobrevivir a semejante carga? De todas estas especulaciones fue que surgieron los violetas. La mayoría de las novelas que tratan de personas que contactan con los muertos ocupan demasiadas páginas en convencernos de que es posible hacerlo. Por lo que yo decidí escribir de y desde una realidad donde, desde el principio, nadie dudara de ello, y que la intriga pasara por otro lado. Y, cuando comencé, enseguida me di cuenta de las innumerables posibilidades dramáticas que me ofrecía un mundo en el que la puerta que separa a los vivos de los muertos está siempre entreabierta. Una realidad alternativa en la que alguien hoy podría comprar un cuadro recién pintado por Picasso o escuchar el cedé de una sinfonía de Beethoven compuesta desde la tumba. Un sitio en el que los muertos pudieran ser los guías de codiciosos antropólogos. Un lugar en el que uno pudiera reconciliarse con familiares muertos».
Stephen Woodworth ha declarado recientemente que, luego de cuatro misiones de Natalie Lindstrom, ha decidido tomarse unas breves vacaciones para escribir «un thriller tecnológico à la Michael Crichton».
Después, por supuesto, Stephen Woodworth volverá junto a Natalie y a los violetas.
Mejor, por las dudas, no importunar mucho o canalizar por demasiado tiempo al fantasma recién hecho de Michael Crichton.
Aquí y ahora, a vuelta de página, en este libro abierto para ya no cerrarse hasta la última, Natalie Lindstrom abre sus ojos violeta.
Léanla.
Mírenla mirarnos.
Con esos ojos.
Violeta.