9

La alumna regresa

Los muros de granito gris y las puertas de hierro forjado retorcido no habían cambiado desde la última vez que Natalie los había visto, siete años antes. Tampoco habían cambiado en los cien años previos. Sucias y deslucidas debido a la antigüedad, las letras doradas que formaban un arco sobre la entrada principal rezaban «ACADEMIA DE CANALES IRIS SEMPLE». Sin embargo, para los estudiantes condenados a pasar allí su infancia era simplemente conocida como «la escuela».

Natalie había visualizado mentalmente aquellas puertas tantas veces que al verlas aparecer a través del parabrisas del coche de alquiler experimentó una sensación de déjà vu. No apartó la mirada del nombre de la escuela mientras Dan aparcaba el coche en la entrada de gravilla y apagaba el motor.

—¿Estás preparada? —preguntó él.

Ella le lanzó una mirada, agradeciendo la distracción que le brindaba.

—No puede ser peor que el viaje en avión.

Él le dedicó una sonrisa de cansancio, y salieron del coche. La sombra alargada de la escuela rozó a Natalie con el frío de una cueva.

Dan quitó el candado y la cadena de las puertas dobles e introdujo un código en el teclado alfanumérico fijado a un poste a la izquierda. Por enésima vez desde que habían salido del aeropuerto de Manchester, Natalie observó subrepticiamente su rostro. Aunque al principio lo había tomado por un parásito del gobierno más, tenía que reconocer que ahora apreciaba al agente Atwater y sus pequeños actos de bondad. Cuando se encontraban encima del medioeste habían experimentado turbulencias, y él le había dejado que le cogiera la mano durante casi una hora mientras sufría accesos de terror con cada subida y bajada del 737.

También sospechaba que, a pesar de su alegría desesperada, Dan sabía lo que era vivir con los muertos tan bien como ella. Lo llevaba escrito en las arrugas prematuras que surcaban su rostro juvenil y los dispersos mechones canosos que añadían reflejos a su pelo castaño ondulado. También lo notaba al tocarlo: alguien llamaba cada vez que entraba en contacto con la piel de ella. ¿Un pariente muerto, quizá? Daba igual. Natalie rechazaba a esa alma con su mantra protector y se consolaba con la cálida presión de la mano de Dan.

Las puertas dobles se abrieron con un zumbido eléctrico. Al otro lado se encontraba la imponente fachada victoriana de la escuela, cuya entrada se hallaba flanqueada por columnas jónicas de granito cincelado.

Un sendero empedrado los condujo a través del césped cuidado hasta la escalera semicircular de la entrada principal. Cuando subió la escalera, Natalie se sintió como si tuviera otra vez cinco años, la edad que tenía cuando fue a la escuela por primera vez. Al sentirlo, tuvo la irritante sensación de que todo era demasiado pequeño, desde las columnas a las puertas pasando por las ventanas catedralicias que había en la planta baja, como si se hubiera excedido con el pastel de Alicia en el país de las maravillas.

Dan escogió otra llave etiquetada de su llavero y abrió las pesadas puertas de roble.

—¿Cómo es de grande este sitio?

—No es tan grande. Nunca había más de veinte alumnos en todo el año.

Natalie tiritaba bajo su jersey; después del sofocante calor de Los Ángeles, no estaba preparada para el frío de New Hampshire.

Entró en la sala de estudiantes vacía, y las suelas de sus botas chirriaron sobre el suelo de madera noble lacada. Normalmente, los estudiantes acudían allí en su tiempo libre; los más pequeños para jugar en el suelo con sus juguetes, y los más mayores para leer o estudiar.

—¿Adónde han llevado a los niños?

—Ni idea. El CCUN solo informa a la gente de lo que tiene que saber.

—Hum. Desde luego.

Con el sol ya bajo en el cielo, entraba poca luz por las ventanas que daban al jardín. Un fulgor azulado lo envolvía todo —la enorme alfombra persa, los sillones de terciopelo, la repisa de madera de la chimenea con sus volutas llenas de rozaduras— y hacía que la habitación pareciera apagada y deteriorada y sucia comparada con el recuerdo que Natalie tenía del lugar. La idea la puso triste; la clase de lástima que un niño podía sentir por un padre estricto, incluso cruel, que ahora se consumía en un pabellón de enfermos de cáncer.

—¿Puedo dar una vuelta? —dijo ella en tono distante—. ¿Sola?

Dan la examinó lanzándole una mirada.

—De acuerdo. Me quedaré unos pasos por detrás de ti. Si encuentras algo, llámame.

Natalie se alejó por el pasillo hacia la derecha, en dirección a las clases donde había aprendido por primera vez lo que ella era. Debían de haber apagado el sistema de calefacción al cerrar la escuela, pues el aire estaba allí todavía más frío que en el exterior.

Con la extraña e incorpórea sensación de ser el tercer observador en un sueño, entró en la primera de las salas vacías y se imaginó que veía a una Natalie de cinco años, con los brazos alrededor de sus piernas dobladas y la barbilla apoyada en las rodillas, encogida de miedo entre sus cinco compañeros de clase con los ojos violeta. Todos estaban sentados en el suelo sobre unas esterillas de gomaespuma y miraban a Arthur McCord, quien presidía la clase, cual Buda, con las piernas en la postura del loto. En su recuerdo, Arthur era más joven y más delgado, y su cuero cabelludo rasurado tenía un tono ceroso bajo las luces fluorescentes de la clase.

«La muerte es como una gran habitación negra —decía a los niños sentados delante de él, el más mayor de los cuales tenía nueve años—. Avanzáis a tientas por la oscuridad y no sabéis adónde ir. Las cosas que tocasteis cuando estabais vivos, los lugares a los que fuisteis, las personas que conocisteis… todos son como puertas cerradas que llevan fuera de la habitación. Cuando un violeta toca una de esas cosas, la habitación abre una de esas puertas, y vuestra alma echa a correr hacia la luz…».

Natalie notó que le picaba el cuero cabelludo como aquel día. Por aquel entonces todavía tenía pelo: unos mechones rubios largos y lisos apartados de las sienes con pasadores azul claro. Años más tarde, aprendió las explicaciones científicas de todo lo que Arthur dijo aquel día en la escuela: la composición cuántica del alma y el teorema de Bell, y el hecho de que las partículas subatómicas que entraban en contacto con la energía de un alma conservaban un vínculo con esa alma después de que hubiera abandonado su cuerpo. Pero incluso en la actualidad, cada vez que Natalie pensaba en la muerte, se imaginaba aquella gran habitación negra llena de almas ciegas que andaban a tientas en busca de una salida.

Arthur sacó un pañuelo ribeteado de encaje del bolsillo de su camisa y lo agitó delante de sus alumnos, como si se dispusiera a hacer un truco de magia. En la esquina de la tela estaban grabadas las iniciales RM.

—Era de mi madre —dijo—, y ahora mismo puedo sentirla empujando en mi cabeza, tratando de salir de esa habitación oscura. En mi mente, veo imágenes de sus recuerdos y pienso fragmentos de los pensamientos que ella está teniendo. Pero utilizo mi propio pensamiento para no dejar que entre en mi cabeza.

Pidió a Kevin, el niño de nueve años, que fuera a sentarse a su lado. Kevin, un niño negro tímido con los dientes superiores ligeramente salidos, avanzó sigilosamente y se acercó a Arthur.

—Extiende las manos.

Los ojos morados del niño brillaron con desconfianza, pero hizo lo que él le mandó.

—Cierra los ojos.

Una vez más, Kevin obedeció, y su boca se encogió de la inquietud.

Arthur dejó colgado el pañuelo sobre las palmas vueltas hacia arriba del niño.

—Ahora, Kevin, quiero que digas el abecedario. Repítelo una y otra vez, pase lo que pase. No pienses en nada más, y no pares hasta que yo te lo diga.

Kevin parpadeó debido a la concentración, o tal vez al miedo.

—A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K, L, M, N, Ñ, O, P…

Arthur esperó a que repitiera el alfabeto a toda prisa y con voz entrecortada varias veces. Entonces bajó el pañuelo hasta las palmas del niño.

La letra K quedó atrapada en la garganta de Kevin. Sus dedos agarraron el pañuelo, y su cabeza se sacudió hacia arriba.

—Vamos, Kevin. ¿Qué pasa con el abecedario? —lo apremió Arthur—. ¿Qué viene después de la K?

La mandíbula del niño hizo esfuerzos por superar la parálisis de sus labios.

—Mmm… mmm…

—¡Sí! ¡Eso es! ¡Dilo, Kevin!

—Mmm… mmm… ¡EMMME!

—¡Sí! ¿Qué viene después?

—Nn… nn… ¡ENNNE!

—¡Muy bien! Sigue.

—… O… p… ¡PEEE! ¡CU!

A cada palabra que pronunciaba, su tartamudez disminuía, y no tardó en recitar el abecedario tan rápido como antes. Una gran sonrisa se dibujó en su cara.

Arthur volvió a coger el pañuelo de las manos de Kevin.

—Así, chicos, es como podéis evitar que los muertos gobiernen vuestras vidas.

Natalie y los otros niños se miraron entre ellos con asombro y entusiasmo. Todos habían perdido minutos, horas, incluso días, de sus breves vidas frente a las almas que los invadían. Ahora su profesor les prometía la salvación, una forma de reclamar su conciencia…

«Pero Arthur mentía», pensó Natalie mientras examinaba el suelo vacío y las polvorientas esterillas de goma apiladas en el rincón apartado de la habitación. No todas las almas se podían rechazar tan fácilmente como la de la madre de Arthur. Y, de una forma u otra, la vida de un violeta siempre estaría gobernada por los muertos.

Salió de la estancia y siguió avanzando por el pasillo, mirando por las ventanas de las puertas al pasar. El edificio era básicamente un gran cuadrado, con aquel lado dedicado a los estudiantes más pequeños, y cada clase reavivaba un nuevo recuerdo: las intensas sesiones de formación por la mañana, seguidas de lecciones de matemáticas, lectura, ciencias e historia por la tarde. Al cabo de los dos primeros años, pasó del mantra del abecedario a disciplinas mentales más sofisticadas que le permitían seguir siendo una observadora consciente al mismo tiempo que compartía su cuerpo con otra alma. Se trataba de técnicas antiguas, transmitidas de unos violetas a otros a lo largo de los años.

En el rincón opuesto del edificio, donde el pasillo giraba a la izquierda, Natalie llegó a la enfermería. Abrió una de las puertas giratorias, pero no entró. Desde el lugar donde se encontraba, podía ver la mesa de reconocimiento rodeada de estanterías llenas de suministros de primeros auxilios. En aquel sitio, el médico de la escuela y las enfermeras vendaban las rodillas con rasguños, ponían vacunas e incluso encajaban alguna que otra extremidad rota.

Cuando Natalie se inclinó a través de la puerta, las dos sillas de barbero que había al otro lado de la habitación resultaron visibles. En un estante situado junto a la primera silla había una colección de peines, tijeras y máquinas de rasurar eléctricas. Al lado de la segunda silla había un carrito sobre el que reposaba un aparato SoulScan y una serie de agujas de tatuaje de acero inoxidable relucientes.

Habían programado el traslado de cinco de ellos para aquel día: tres chicas y dos chicos. Dentro de poco todos se desplazarían al otro lado de la escuela, donde vivían los estudiantes avanzados. Pero primero tenían que visitar la enfermería. Arremolinados en el exterior, se gastaban bromas entre ellos para aliviar la tensión.

—Se acabaron las puntas abiertas —dijo Sylvia, sonriendo débilmente.

—¡Sí! —Natalie trató de devolverle la sonrisa—. Y también ahorraremos un montón de dinero en suavizante.

Se puso a juguetear con un mechón de su pelo rubio, que le caía por debajo de los hombros. Era la más pequeña de los cinco; solo tenía doce años, mientras que ellos tenían trece. No le parecía justo.

Las puertas de la enfermería se abrieron con un golpe sonoro, y Sondra salió al pasillo abriéndose paso a empujones.

—Bueno, chicos, ¿qué os parece? —Sondra se paseó por el pasillo y posó para ellos, ladeando vanidosamente su cabeza afeitada—. A que estoy guapísima, ¿eh?

Los chicos, Evan y Forrest, se pusieron a silbar y aplaudir.

—¡Maciza! —gritó Evan.

Sondra juntó las manos detrás de la cabeza y cimbreó las caderas. La que una hora antes era una morena descarada, exudaba ahora la seguridad natural de una flor prematura, con sus pechos incipientes abultando de forma imponente bajo su camiseta de tirantes ceñida.

Natalie, que llevaba camisetas sin forma de tallas muy grandes para ocultar el hecho de que no tenía nada que ocultar, dio un paso atrás y se enfurruñó. Sondra se comportaba como si todo aquel calvario fuera una gran fiesta; de hecho, se había ofrecido voluntaria a ir la primera. Natalie echó un vistazo a los puntitos de sangre que Sondra tenía en el cuero cabelludo, reducido ahora a una serie de costras. ¿Era posible que realmente no le importara?

—¿Natalie? —Una enfermera mantenía abierta una de las puertas—. Te estamos esperando.

Natalie se chupó el mechón de pelo que había estado retorciendo y avanzó arrastrando los pies.

Evan le sonrió, con sus ojos brillantes bajo sus pobladas cejas morenas.

—Puedes hacerlo, Boo.

Ella se rio nerviosamente cuando él hizo cantar a los demás un cántico de apoyo.

—¡BOO! ¡BOO! ¡BOO!

La ovación la animó a entrar en la enfermería, donde se vio interrumpida por la puerta giratoria.

La enfermera, una mujer agradable con ojos color avellana, la condujo a la primera silla de barbero.

—Siéntate, por favor.

Natalie se dejó caer en la silla e intentó relajarse mediante unas técnicas de respiración acompasada que había aprendido en clase de yoga. Pero no pudo evitar mirar cómo Rob, el otro enfermero, barría los últimos mechones del pelo castaño de Sondra y los cogía con un recogedor. La escuela les había prometido a todos una peluca hecha con su propio pelo.

Rob dejó la escoba y el recogedor, se estiró la camisa blanca por encima de la barriga y colocó a Natalie una tela de nailon debajo de la barbilla.

—Bueno, ¿cómo lo quieres?

«Muy gracioso —pensó Natalie—. ¿Cuántas veces has hecho ese comentario en este siglo?».

—A dos centímetros de la espalda —dijo ella en tono impasible.

Él se rio y cogió las tijeras del estante. No duró mucho: le ató la mayoría de mechones en unas trenzas descuidadas y se las cortó, y a continuación dejó los gruesos manojos de pelo en el mostrador que tenía al lado. Se oyó un sonido seco y un zumbido, y el ruido de la maquinilla para el pelo empezó a resonar en la cabeza de Natalie a medida que le quitaban los mechones que quedaban. Mientras Rob rasuraba el cabello incipiente con espuma de afeitar y una maquinilla, Natalie miró hacia la otra silla de barbero, donde la doctora Krell estaba preparando una nueva aguja de tatuar esterilizada.

Como el resto del personal médico, la doctora Krell no era una violeta. Era una mujer de mediana edad normal y corriente con los ojos verdes, los pómulos marcados y una barbilla puntiaguda. Sin embargo, como muestra de solidaridad con sus pacientes, llevaba la cabeza afeitada, y su ademán, junto con el tacto con que los trataba, la convertían en la favorita de los alumnos.

—¡Hola, Boo! ¿Cómo va ese hombro? —preguntó mientras Natalie se desplazaba a la otra silla de barbero.

—Ah… bien.

En un acto reflejo, Natalie se frotó el hombro derecho, que se había dislocado durante un partido de fútbol cuando tenía nueve años.

—Pues comparado con eso, esto va a ser pan comido. Vamos a conectarte.

La doctora limpió primero el cuero cabelludo de Natalie con alcohol y luego cogió una pulsera hecha con pelo del carrito que tenía al lado. Los mechones castaños trenzados parecían secos y quebradizos.

—No tienes por qué preocuparte. Ginny es un alma cándida. Cuando estés lista…

Natalie murmuró uno de los mantras avanzados que Arthur les había enseñado aquel año. Un momento más tarde, extendió la mano.

En el preciso instante en que la áspera pulsera le rozó la mano, una serie de imágenes desfilaron por la cabeza de Natalie. Una granja rodeada de maizales. Ella desenvainando guisantes en el porche mientras mecía una cuna con el pie. Un niño con unos pantalones cortos persiguiendo gallinas en el patio.

¡Mis hijos, mis hijos!, suplicaba Ginny abriéndose paso por las fisuras del cerebro de Natalie. ¿Dónde están? ¿Qué ha sido de ellos? A Natalie le pasó por la cabeza que esos niños seguramente serían bisabuelos ahora, si es que seguían vivos.

—Bien.

La doctora Krell colocó el frío círculo de metal de un electrodo contra la piel del cuero cabelludo de Natalie y observó la lectura resultante en el monitor del SoulScan.

—Ahora veamos si podemos localizar tus nodos receptores…

Movió lentamente el electrodo a la izquierda y la derecha, arriba y abajo, como si estuviera buscando los latidos de su corazón con un estetoscopio. Cuando por fin quedó satisfecha con las pautas ondulatorias que veía en el monitor, levantó el electrodo y marcó el punto elegido con un lápiz graso quirúrgico.

Repitió el proceso hasta que determinó cada uno de los veinte nodos de Natalie, y cuando recuperó la pulsera de pelo, la personalidad de Ginny se disipó y dejó a Natalie con un aturdimiento residual.

La doctora Krell le dedicó una sonrisa de ánimo.

—La parte difícil ya ha pasado. Ahora quédate muy quieta.

La doctora sujetó la cabeza de Natalie con una mano para que no se moviera y encendió la aguja tatuadora con la otra. Un agudo silbido hizo que a Natalie le zumbaran los oídos, y la primera punzada de dolor se le clavó en el cráneo…

La puerta que daba a las sillas de barbero se cerró. Natalie se retiró de la enfermería masajeándose las sienes para evitar un incipiente dolor de cabeza y murmurando entre dientes el Salmo 23, uno de los mantras defensivos más potentes. Por primera vez desde que había visto las fotos de los historiales del FBI que le había enseñado Dan, lo entendió: Evan había muerto. Su presencia impregnaba aquel lugar, y puede que acudiera a ella en cualquier momento. Natalie no estaba segura de si podría soportarlo.

Y por otra parte estaba Sondra. Ella también había muerto, y una vez muerta, tenía a Evan para ella sola, definitivamente. ¿Volvería de la tumba solo para regodearse?

Con una creciente inquietud, Natalie siguió avanzando por el pasillo, pasó por delante del comedor y el gimnasio, las oficinas de administración y la biblioteca, y accedió al lado de la escuela dedicado a los estudiantes mayores. Allí, cual novicios en un monasterio, los adolescentes con la cabeza afeitada aprendían de sus maestros calvos los papeles que la sociedad esperaba que desempeñaran. Era poco probable que Laurie Gannon hubiera estado allí cuando había visto al hombre con el mono, y Natalie no vio ninguna puerta ni ninguna habitación que coincidiera con la escena recordada por Laurie.

Dan se paseaba por el corredor varios metros por detrás de ella. A pesar de la evidente impaciencia del agente, Natalie salió por una puerta lateral y fue a dar al patio. El aire del edificio era demasiado frío y húmedo. Un paseo le despejaría la cabeza.

Pero ese no era el verdadero motivo por el que quería irse.

Los senderos de cemento surcaban el patio en ángulos rectos y lo dividían en cuatro cuartos. En cada cuarto de hierba había arces, cuyos emparrados de hojas de tres puntas formaban un manto de sombra sobre los senderos. En el centro del patio había una pequeña fuente, pero su estanque se hallaba quieto y sus faunos de piedra ya no expulsaban agua a chorros por los caramillos que tocaban. Natalie se frotó los brazos y se estremeció de un frío mucho más profundo que el fresco que hacía en el exterior.

Aquel día debía de haber una temperatura por debajo de los diez grados bajo cero, pero habían salido afuera para estar solos. La fuente, seca durante la estación, se había llenado de nieve, y los arces esqueléticos goteaban savia dulce en cubos de madera colgados de unas espitas clavadas en sus troncos. Más tarde, los niños más pequeños recogerían ese jarabe, prepararían cristales de azúcar de arce y los moldearían hasta darles forma de estrellas y corazones de color caramelo. Fue allí adonde Evan la llevó para decirle adiós.

—No voy a volver después de Navidad.

Se caló su gorro de lana hasta que casi le tapó las cejas en un vano intento por mantener su cabeza caliente.

—En Quantico andan escasos de violetas, y quieren que empiece la instrucción pronto.

Aunque tenía la nariz entumecida y notaba el frío a través del tejido de su gorro, Natalie sonrió y le acarició la mejilla con la mano, pero su guante se enganchó en la barba incipiente que él se había dejado crecer en la mejilla.

—No te preocupes. En octubre cumplo los dieciocho… Puedo estar allí en menos de un año…

—No. —Él le apartó la mano suavemente de su cara y la apretó entre sus palmas—. No vengas, Boo, aunque te destinen allí. Ese sitio acaba con la gente.

—Tranquilo. Podré aguantarlo.

—No, no podrás aguantarlo. Nadie puede. —Él, que siempre estaba melancólico, parecía todavía más taciturno de lo normal—. Como tu madre…

Natalie apartó la mano de un tirón.

—¡Yo NO soy mi madre! ¡Ojalá todo el mundo dejara de hablar de ella!

—Oye, tómatelo con calma.

Él se movió para abrazarla, pero ella apartó los brazos repentinamente. Le salía vapor caliente de la nariz y la boca en forma de nubes blancas.

—Y si es tan peligroso, ¿por qué vas TÚ?

Evan suspiró y se cruzó de brazos.

—Porque han amenazado con ejecutar la hipoteca de la casa de mis padres si no voy. Y mi padre podría perder su trabajo.

Ella se cruzó de brazos, imitándolo.

—Por suerte para ti, han destinado a Sondra allí.

Él gruñó y levantó los brazos.

—¡Dios! Por última vez, no hay nada entre Sondra y yo.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué no le dices a ELLA que no vaya a Quantico?

—Ya conoces a Sondra. ¿Crees que serviría de algo?

—Por supuesto que no. Es su gran oportunidad.

Él le rodeó la cabeza con las manos, obligándola a mirarlo directamente a sus ojos tristes.

—Boo, te juro que solo intento protegerte. Pide que te destinen a la sección de artes visuales. Eres buena; tienen que aceptarte. Pero no dejes que te metan en la policía. Escapa, si no te queda más remedio.

—¿Sí? ¿Y esto?

Natalie se quitó un guante, introdujo la mano derecha bajo las capas de ropa que cubrían su cuello y sacó la cadena que llevaba allí colgada. Caliente todavía del contacto con su pecho, el colgante se enfrió rápidamente al quedar expuesto al aire: dos serpientes entrelazadas formando el símbolo del infinito.

—Yo creía que esto significaba «para siempre». ¿Ya no TIENES el tuyo, Evan?

Él se llevó la mano al pecho y asintió con la cabeza.

Ella se quedó mirándolo en silencio, apretando la mandíbula, negándose a perdonarlo por abandonarla. Sin embargo, la preocupación y el arrepentimiento que se reflejaban en los ojos de él minaron su determinación, y lo abrazó tan fuerte como le permitieron sus chaquetas de plumón.

—Por favor, no digas que no te volveré a ver —le susurró al oído.

Él no contestó. Ella lo abrazó junto a la fuente helada varios minutos más, mientras el frío tornaba la humedad de sus ojos en algo cortante como el cristal…

—Natalie.

El patio quedó enfocado de nuevo. Las hojas de los árboles empezaban a teñirse de rojo, y el agua de la fuente estaba estancada y manchada de algas, con el color de una lima podrida.

Natalie se volvió en dirección a la voz que la había devuelto al presente y halló a Dan en la puerta detrás de ella.

—No quiero molestarte, pero no tenemos mucho tiempo. ¿Has localizado el sitio donde Laurie vio al sospechoso?

Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar por un momento. La escena de aquella tarde de invierno seguía envolviéndola. ¿Estaba Evan allí? ¿Por qué no llamaba?

Se le pasó por la cabeza la terrible posibilidad de que no quisiera llamar; de que tal vez él y Sondra fueran felices en su otra vida juntos, con sus almas entrelazadas como las serpientes del colgante…

Rechazó la idea obligándose a escuchar lo que Dan estaba diciendo.

—¿Podría haberlo visto Laurie en algún lugar de arriba? —propuso.

—Lo dudo. Allí arriba no hay más que dormitorios. —Se reunió con él en el pasillo; el espectro de Evan seguía enturbiando sus pensamientos—. Eso es lo que no entiendo. Era una parte de la escuela que yo no había visto antes.

Dan se frotó la barbilla mientras miraba a un lado y otro por el pasillo.

—Dijiste que el tipo llevaba un uniforme, como si fuera una especie de hombre para todo. ¿Dónde está el departamento de mantenimiento?

—No lo sé… En el sótano, supongo. Pero Laurie no podría haber bajado allí. Los empleados mantienen las puertas cerradas por seguridad.

—Sí, pero ese hombre no era un verdadero empleado.

Él avanzó por el pasillo, y Natalie le siguió el paso.

—Laurie debía de estar aquí con los estudiantes más pequeños, ¿no es así? —preguntó Dan cuando pasaron por la sala de estudiantes y regresaron al ala de los comedores.

Pasó resueltamente por delante de las clases hasta que llegó a una puerta sin ventana que tenía estarcidas las palabras SOLO EMPLEADOS con pintura negra. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada, de modo que buscó la llave en su bolsillo. Después de examinar los garabatos escritos con bolígrafo en varias llaves etiquetadas, cogió una y la introdujo en la cerradura. El pomo dio la vuelta cuando la llave giró, y la puerta se abrió y dejó a la vista el hueco oscuro de una escalera.

Dan localizó el interruptor de la luz en la pared a su derecha, y un par de tubos fluorescentes situados en lo alto iluminaron los escalones de hormigón con una luz gris. El olor a cemento húmedo hizo que a Natalie se le pusiera la carne de gallina al bajar la escalera.

—Aquí es —susurró.

Cuando la escalera terminó y desembocó en un pasillo con el suelo de hormigón, Natalie se adelantó. Las puertas naranja, las paredes beige, los fluorescentes; había visto aquello antes. Aceleró el paso, avanzó hacia la tercera puerta de la izquierda y agarró el pomo.

—Espera.

Dan se puso unos guantes de látex mientras se acercaba por detrás de ella. Abrió la puerta con una mano enguantada y encendió el interruptor de la luz que había dentro. Una bombilla pelada colgada del techo se encendió sobre el metal verde de una gran caldera. Un conducto cuadrado se elevaba desde lo alto de la caldera y se dividía en conductos más pequeños, que subían por el techo de la habitación. Una tubería horizontal conectaba la caldera con un enorme depósito de combustible para calefacción.

—¿Dónde viste a nuestro hombre misterioso? —preguntó Dan.

—Por aquí.

Ella atravesó la habitación y se sentó en cuclillas junto al enorme cilindro negro del depósito de combustible, colocado de lado en un armazón de acero que lo mantenía a unos treinta centímetros del suelo.

—Estaba agachado aquí, con las manos juntas por delante, así. —Dobló las manos e inclinó la cabeza.

Dan se arrodilló al lado de ella y sacó una pequeña linterna del bolsillo interior de su chaqueta.

—¿Qué estaba haciendo aquí, señor Misterioso?

Enfocó la superficie mugrienta del depósito con el haz de la linterna, pero no encontró nada fuera de lo común. Se tumbó de lado en el suelo y enfocó con la luz la parte de abajo del depósito.

—Oh, no.

Natalie se puso a cuatro patas hasta que vio la zona sobre la que caía el óvalo de luz. En la parte inferior del depósito de combustible había un pequeño paquete sujeto con cinta adhesiva. Del paquete salían dos tubos galvanizados, y en el extremo de cada tubo había unos cables aislados que daban vueltas hasta un interruptor negro fijado a la base del paquete. Encima del interruptor había una pantalla de cristal líquido en la que parpadeaban los dígitos «90: 00».

Natalie miró a Dan.

—¿Es…?

—Una bomba —confirmó él.