30

Violetas dentro de violetas

Mfume cortó con un cuchillo de manualidades un trozo de cinta aislante, que emitió un sonido de rasgón. A continuación pegó con la cinta la última hoja de papel de aluminio sobre las capas de tela metálica y material aislante de caucho.

—Bueno, ya está. —En la oscuridad únicamente se veían las rugosidades de sus cejas, sus mejillas y su barbilla, iluminadas por debajo por el haz de la linterna de Natalie—. ¿De veras crees que con esto se puede atrapar a un fantasma?

—Con Arthur funcionó.

Natalie movió el haz por el estrecho interior del armario transformado. Las paredes forradas de aluminio devolvían la luz reflejada de forma apagada; una celda hecha con espejos borrosos. Lo habían cubierto todo, incluidas las tomas de corriente eléctrica y el portalámparas de la bombilla que había en lo alto.

Dan lanzó un rollo de papel de aluminio a medio usar junto a un par de tubos de cartón vacíos.

—Tanto si funciona como si no, tenemos que convencer a nuestro «Evan» falso de que funciona. Aun así… no está mal para tres horas de trabajo.

Abrió la puerta del armario e hizo salir a las dos mujeres por la caseta que acababan de fabricar con la madera contrachapada y los listones que habían comprado en una tienda de material de construcción. La caseta también se hallaba forrada con capas de metal y material aislante, y tuvieron que agacharse para cruzar la improvisada puerta baja cuando volvieron a salir al pasillo de la jefatura de policía.

El antiguo contenido del armario —botellas de desinfectante, envases de lejía y jabón de manos, así como un surtido de fregonas, escobas y aspiradores— llenaba el pasillo colocado en montones caóticos, que los agentes del Departamento de Policía de San Francisco tenían que saltar y sortear al pasar. Varios de ellos se detuvieron a contemplar boquiabiertos la extraña construcción, Stuart Yee entre ellos. El detective saludó a Dan con una amplia sonrisa.

—Me encanta lo que habéis hecho con la comisaría. ¿Te importa decirme para qué sirve?

—Es un calabozo para un preso —explicó Dan—, solo que este resulta que está muerto.

—De acuerdo, pero ¿qué hay del cobertizo de jardín? —Yee dio una patada a una esquina de la caseta.

—¡Eh, tranquilo! No lo rompas antes de que lo hayamos usado. —Hizo retroceder al detective un paso—. Es una especie de cámara estanca: una zona parachoques para que el alma no escape cuando abramos la puerta para salir.

—¿Me estás diciendo que de ahora en adelante el armario del conserje estará encantado?

—Solo si la pifiamos.

—Tendré esperando a un exorcista.

—Gracias por el voto de confianza.

—De nada. Por cierto, quería decirte que ya he hecho averiguaciones sobre el número de matrícula que me diste. —Yee desdobló una copia impresa con información del Departamento de Tráfico y se la entregó—. El Camaro está registrado a nombre de Clement Maddox, reparador de televisiones de Seattle, treinta y siete años, viudo. No hemos encontrado antecedentes, pero seguimos buscando.

—Estupendo.

Dan miró detenidamente el nombre del impreso y sintió la molesta comezón del reconocimiento.

MADDOX, CLEMENT EVERETT

¿Dónde lo había visto antes?

Yee se volvió hacia Mfume.

—También hemos examinado el bolso de deporte y su contenido. Hemos encontrado algunas ganzúas y el resto de disfraces que usó en la escuela. Por desgracia, no hemos podido conseguir huellas decentes, pero los del departamento forense han extraído muestras de células cutáneas del interior del postizo que hemos enviado para el análisis del ADN.

—¿Eso os permitirá saber algo sobre ese hombre? —preguntó ella.

—No si el FBI no tiene su ADN archivado. Pero si damos con un sospechoso que coincide, lo llevaremos al tribunal.

—Hum. Veamos si nuestro fantasma misterioso tiene alguna idea. —Dan tocó a Natalie en el hombro—. ¿Seguro que quieres hacerlo? Serena podría…

—No. —Natalie se había quitado la peluca y las lentes de contacto, y sus ojos relucían como amatistas—. Tengo que hacerlo.

Dan le frotó la mano.

—De acuerdo.

—Le hemos puesto una batería. —Mfume levantó un SoulScan de un carrito aparcado en el pasillo—. Debería durar una hora como mínimo. ¿Quieres que me quede dentro contigo?

—No. Cuantos menos violetas haya dentro, mejor.

Sosteniendo una linterna con una mano, Dan cogió la silla de madera que había escogido para Natalie y la llevó hasta el armario, donde la colocó junto a la pared del fondo. Mfume dejó el SoulScan en una caja de cartón volcada que había al lado de la puerta y desenrolló los cables de los electrodos, mientras Dan dejaba la linterna encima del aparato y salía a coger una silla de metal plegable para sentarse. Volvió a entrar en el armario con Natalie, que llevaba otra linterna y una madeja de cuerda de nailon.

Mfume dio una palmada en el respaldo de la silla de madera.

—Ponte cómoda.

Natalie se sentó, y Mfume cogió la cuerda y enrolló con ella los tobillos y muñecas de la otra mujer, y los ató a las patas y los brazos de la silla como si prepararse un número de evasión de Houdini.

—Asegúrate de hacer los nudos fuerte —dijo Natalie.

Cuando la cuerda estuvo bien sujeta, Dan levantó el haz de la linterna para que Mfume pudiera pegar los electrodos del SoulScan a la cabeza de Natalie. No iba a grabar una declaración oficial, así que no necesitaba la lectura de la máquina, pero quería tener el botón del pánico a mano por si el interrogatorio se ponía feo.

Mfume terminó su trabajo y pasó junto a él apretujándose para salir.

—Da un grito cuando quieras que cierre las puertas.

—Vale.

Dan dejó una de las dos linternas encima del SoulScan, apuntando hacia la parte media de Natalie, y sostuvo la otra con la mano, enfocándole la boca para no cegarla. En la oscuridad que reinaba encima del haz, sus ojos se convirtieron en puntitos de luz reflejada, y su cabeza en una medusa de cables que se perdían serpenteando en las sombras.

Dan se arrodilló junto a la silla de ella y le cogió la mano derecha.

—Buena suerte.

Ella le apretó la mano con los dedos.

—Gracias. Lo mismo digo.

Natalie abrió la mano. Dan se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó el colgante de las serpientes y lo dejó en su mano. Por un instante, las serpientes lanzaron destellos bajo el haz de la linterna antes de que los dedos de Natalie se cerraran sobre ellas.

Dan se sentó en la silla plegable y permaneció atento esperando las primeras señales de ocupación. Si la jaula funcionaba, la entidad electromagnética que Natalie invocara solo podría entrar por la puerta abierta situada tras él. Trató de no obsesionarse con la idea de que el alma posiblemente pasaría a través de él para llegar hasta ella.

La respiración de Natalie se volvió rítmica, y las ondas de las tres líneas superiores de la pantalla del SoulScan empezaron a moverse con una regularidad condicionada.

El tiempo pasaba lento en los confines de aquel nicho transformado. Sin nada que mirar salvo las líneas verdes onduladas y la mirada vacía de Natalie, Dan contuvo un bostezo más de una vez.

Después de aproximadamente media hora de silencio, Mfume volvió a asomar la cabeza por la puerta.

—¿Todavía nada?

—No. —Dan suspiró y se estiró—. Espero que no nos hayamos pasado a la hora de proteger este trasto contra los fantasmas…

Un sonoro chirrido le interrumpió. Las juntas de la silla de Natalie crujieron cuando empezó a balancearse de un lado a otro, haciendo fuerza con los brazos y las piernas contra la cuerda anudada. Las tres líneas planas de la parte inferior de la pantalla del SoulScan se convirtieron en picos irregulares.

Dan indicó a Mfume que volviera.

—Tenemos algo. Cierra las puertas.

Ella se retiró, y la puerta acolchada se cerró con la succión apagada de la tapa de un ataúd. Dan siguió enfocando con la linterna a Natalie, que estuvo a punto de volcar la silla con sus violentas sacudidas.

Al cabo de más de un minuto, la silla dejó de crujir y Natalie se dejó caer hacia delante. Dan enfocó hacia arriba con la linterna para fijarse en su expresión facial al incorporarse.

Con la sutileza de un mago que escamotea un as, ella abrió los dedos para vislumbrar el colgante de las serpientes.

«Tiene que saber en quién se supone que debe convertirse».

—¿Quién eres? —preguntó Dan.

—Evan… Evan Markham. —Su voz era más grave, y sus cejas más bajas. Lo miró entornando los ojos a través del haz—. ¿Tú no eres el tipo con el que trabajé en el caso del destripador? Dan, ¿no?

«Lo hace bien, sea quien sea», pensó Dan.

—Me encantaría hablar de los viejos tiempos, Evan, pero necesito tu ayuda.

—Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte. —La preocupación asomó fugazmente a la expresión hastiada de Natalie al contemplar las paredes forradas de papel de aluminio del armario—. ¿Dónde estamos?

—Me alegro de que lo preguntes, Evan. Te acuerdas del difunto Arthur McCord, ¿verdad?

—Fue como un padre para mí. ¿Qué pasa con él?

—¿Alguna vez visitaste su tienda de Hollywood, Evan? Era como esto. —Dan desplazó el haz de la linterna por las láminas de aluminio que había a su alrededor—. Es una jaula de Faraday modificada. Impide entrar a las almas. También puede impedirles salir.

Los orificios nasales de Natalie se ensancharon.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, Evan. Solo me estaba preguntando si te gustaría reconsiderar tu respuesta a mi primera pregunta: ¿Quién eres?

El labio de Natalie se curvó al lanzar un gruñido salvaje.

—¡Sabes perfectamente quién soy!

—Ah, ¿sí, Evan? ¿Seguro que no quieres pensártelo?

Dan dio unos golpecitos con la uña de un dedo sobre el disco de plástico del botón del pánico. Tic, tic, tic, tic.

Un miedo auténtico y un intenso resentimiento se agitaron en los ojos de ella, pero no dijo nada.

—¿Te cuesta hablar, Evan? Tal vez te vuelvas más sociable después de pasar unos días rebotando en estas paredes.

Extendió la palma de la mano sobre el botón del pánico y lo enfocó con la linterna.

Ella lo miró coléricamente por un momento, con la cara entre las sombras, y a continuación rompió a reír y se recostó en su silla.

—Y si no soy Evan… ¿quién voy a ser?

Dan apartó la mano del SoulScan y orientó de nuevo la luz hacia ella.

—Solo una persona conocía lo bastante bien a Evan para interpretarlo tan convincentemente. ¿No es así, Sondra?

Ella se rio entre dientes.

—¡Bravo, Dan! Eres más listo de lo que pareces.

—No tan listo como para averiguar por qué has montado esta farsa. ¿Te importa explicármelo?

—Claro… si abres la puerta.

—No hasta que terminemos nuestra conversación.

—Vaya, vaya. Cuánta desconfianza viniendo de un viejo colega.

—Pasarás en esta habitación tanto tiempo como quieras, Sondra.

Ella suspiró.

—Cuando el asesino me cogió, sabíamos que era cuestión de tiempo que fuera a por Evan, así que fingimos su desaparición. Yo había tocado la mayoría de objetos personales de Evan durante el tiempo que habíamos pasado juntos, así que cualquier violeta que intentara invocarlo me atraería a mí. Al hacerme pasar por él, hice que todo el mundo creyera que Evan también estaba muerto.

—Pero el asesino sabría que él no había asesinado a Evan. ¿Qué sentido tenía?

—No intentábamos engañar al asesino. Solo queríamos engañar al cuerpo.

—¿Por qué?

—Porque habrían puesto a Evan bajo protección, y no habría podido terminar su misión.

—¿Y cuál es esa misión?

—Encontrar al asesino y torturarlo hasta matarlo.

Lo dijo con un brillo en los ojos, como un niño cuando piensa en la Navidad.

Dan tardó unos segundos en creer lo que acababa de oír.

—¿Quieres decir…?

—De hecho, Evan me prometió que yo misma podría hacerlo. Cuando encuentre a ese tipo, me invocará, y yo podré castigar a ese cabrón con las manos de Evan. ¿No es romántico?

La cara de ella rondaba delante de él en la oscuridad, sonriente y desquiciada y totalmente desprovista de humanidad. Dan no tenía ni idea de qué decirle.

—Sondra… sé lo que has pasado…

—¿De veras, Dan? —Unas medias lunas de diversión sardónica iluminaban la parte inferior de sus cejas, sus ojos y sus labios sonrientes—. ¿Sabes lo que es morir joven?

Él hizo una mueca al recordar la mirada acusadora de Alan Pelletier.

—Creo que sí.

—¡Ah! Entonces sabrás que morir no es lo peor. Es doloroso, sí, y desde luego inconveniente, pero no dura mucho.

»Lo que sí duran son los remordimientos. Flotas en la brea de la otra vida sin nada que hacer salvo pensar en toda la diversión que nunca disfrutarás, los amigos que nunca verás, el amor que nunca conocerás. Y de vez en cuando, te cruzas con el alma de un vejestorio que vivió hasta los noventa y pico y se pone a babear hablando de sus bisnietos o lo que sea, y te haces una idea de todas las cosas que podrías haber tenido si un cretino con un cuchillo no te hubiera elegido de entre la masa y te hubiera descuartizado para desahogar las frustraciones de su inútil existencia. Entonces de verdad empieza el infierno, porque te das cuenta de que tienes toda la eternidad para soñar con lo que podría haber sido y nunca será.

Se rio tontamente.

—Pero no hace falta que te lo diga, ¿verdad, Dan? Tú sabes todo eso, ¿no? Supongo que eso significa que los dos estamos muertos.

Dan notaba la boca como si la tuviera llena de tierra.

—Sabes que no puedo dejar que lo hagas.

—¡Venga ya, Dan! Como si tú no fueras a hacer lo mismo si alguien hiciera daño a tu preciosa Natalie.

Él movió la mano de nuevo en dirección al botón del pánico.

—Puedo encerrarte aquí.

—Da igual. Evan matará a ese hijo de puta con o sin mí.

—¿Dónde está Evan?

—No lo sé. Y tú tampoco.

Su cara amenazaba con desvanecerse en la oscuridad, dejando únicamente la medialuna de marfil de su sonrisa.

—Si Evan nos estorba, no podré garantizar su seguridad.

—Si tú lo estorbas a él, no podré garantizar tu seguridad. ¿Puedo irme ya?

Dan suspiró y se puso a dar golpes a la puerta.

—¡Serena!

Mfume abrió la puerta de un tirón, y Dan señaló la salida.

—Adiós, Sondra.

—Estoy seguro de que volveremos a coincidir dentro de poco, Dan. —Le guiñó el ojo—. ¡Te veré en el otro lado!

Los ojos de Natalie se fueron cerrando, y su cabeza se desplomó sobre su pecho, mientras su cara flácida se sumergía en el haz de la linterna. Los dedos de su mano se relajaron, y el colgante cayó al suelo al deslizarse la cadena.

Dan se arrodilló junto a su silla y le acarició la mejilla con delicadeza.

—¡¿Qué has averiguado?! —gritó Mfume por detrás.

—Que estamos metidos en un lío más grande de lo que creía.

Cuando Natalie alzó la barbilla, Dan echó un vistazo al monitor del SoulScan para asegurarse de que Sondra se había marchado.

—¿Estás bien? —preguntó.

Natalie asintió con la cabeza, pero tenía una mirada llorosa y afligida. Se encogió de hombros y estiró sus músculos agarrotados.

—¿Qué vas a hacer con Evan?

—Lo único que puedo hacer: encontrar al asesino antes que él. —Dan intentó deshacer un nudo rebelde con las uñas—. ¡Demonios, Serena! ¿Dónde has aprendido a atar cuerdas así? ¿Con las girl scouts?

—En la unidad de operaciones especiales de la CIA —contestó ella en tono de superioridad.

—Ah.

Mfume no le hizo caso y terminó de desatar a Natalie ella misma.

Cuando los tres salieron del armario, se encontraron a Earl Clark esperándolos en el pasillo.

—He oído que tenemos una víctima menos —comentó secamente.

Dan giró la cabeza para aliviar la tortícolis.

—Esa es la buena noticia. La mala es que el aspirante a víctima quiere vengarse de nuestro asesino por su cuenta.

—¿Qué posibilidades tiene, en su opinión?

—Más o menos tantas como nosotros. Evan Markham ha trabajando en Quantico más que yo y tiene más conocimientos de primera mano sobre asesinos en serie que la mayoría de los mejores agentes del FBI.

—¿Cree que podría llevarnos al asesino?

—Por supuesto… si logramos encontrarlo.

—No será fácil. —Natalie se frotó las marcas rojas de la cuerda que le habían quedado en las muñecas—. Evan conoce todos los métodos de la ley para localizar a sospechosos.

—Puede ser —concedió Dan—, pero sigue necesitando dinero y transporte para moverse. Propongo que empecemos revisando sus datos económicos: estado de las cuentas, transacciones con tarjetas de crédito, operaciones en cajeros automáticos, etcétera.

—Pondré a alguien a trabajar en ello. —Clark miró con preocupación a Natalie—. Ha tenido un largo día, señora Lindstrom. Mandaré a un policía que la escolte hasta el motel.

Ella se quedó boquiabierta por la confusión.

—Creía que iba a ir con Dan…

—El agente Atwater tiene que concentrarse en el caso. —Clark lanzó una mirada fulminante en dirección a él—. Otro agente lo relevará como guardaespaldas.

«Debería haberlo visto venir», pensó Dan. Teniendo en cuenta los errores que había cometido, lo cierto era que no podía culpar a Earl por despedirlo.

—No —contestó Natalie—. Me quedo con Dan.

El agente especial al mando respiró largamente.

—Señora Lindstrom, independientemente de sus sentimientos personales en este asunto, la verdad es que el agente Atwater ha puesto en peligro su vida imprudentemente…

—No fue culpa suya…

Dan cruzó una mirada de perplejidad con Mfume. Estaba a punto de decir algo, pero se contuvo.

—Fue culpa mía —continuó Natalie—. Yo lo engañé para que me dejara sola y así poder escapar de la vigilancia del FBI.

Clark se cruzó de brazos.

—Eso no es lo que yo he oído.

—Evidentemente, Dan se sintió responsable del incidente, pero todo fue cosa mía. Ahora entiendo lo estúpida que fui, y prometo que no volverá a ocurrir.

El agente especial al mando frunció los labios con desagrado.

—Se da cuenta de que es una testigo principal en esta investigación, ¿verdad? Nuestro éxito, y las vidas de otras personas, pueden depender de su seguridad.

Natalie vaciló en su bravata.

—Lo sé —dijo en voz baja.

Él carraspeó y se volvió hacia Mfume.

—¿Les ofrecerá usted apoyo, como mínimo?

Ella sonrió.

—Oh, andaré cerca.

Dan se mordió el labio, pero no protestó.

—Tome, necesitará esto. —Clark le lanzó la llave de su Taurus—. Yo puedo ir con Stuart Yee.

—Gracias.

Dan aceptó la oferta con gratitud y disgusto a un tiempo, pues su Buick de alquiler había sido abandonado en lo recóndito del Tenderloin, donde la policía lo había encontrado y recogido como prueba.

Como nuevo recordatorio de su fracaso, vio la Harley negra y su motorista con casco deslizándose tras él al llevar a Natalie de vuelta al motel. Mfume fue lo bastante discreta para no seguirlos hasta su habitación, pero la idea de que merodeara cerca, observándolos como una carabina ninja, ponía a Dan nervioso.

Para apartarla de su mente, esparció sobre su cama un fajo de carpetas que Clark le había dado y se puso a examinar cuidadosamente las páginas de los historiales de los empleados de la escuela. Estaba seguro de que había visto escrito «MADDOX, CLEMENT EVERETT» con anterioridad, pero había estudiado tantas pruebas que recordar dónde había topado con el nombre era como recordar lo que había comido el martes de hacía un año.

Natalie se quitó la peluca y las lentes y se tumbó en la cama de al lado mirando al techo. Desde que habían salido de la jefatura de policía, había vuelto a sumirse en un estupor casi catatónico, y apenas había dicho una palabra durante las últimas dos horas.

Seguramente solo era la impresión y el agotamiento que le estaban pasando factura, se decía Dan. Pero no podía evitar mirar su expresión distante y preocupada y preguntarse si estaba pensando en él.

La idea le irritaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Apartó el fajo de papeles que había estado hojeando y se aclaró la garganta.

—Gracias por cargar con la culpa esta tarde.

Lo dijo a media voz. Si ella no respondía, dejaría el asunto.

Natalie ladeó la cabeza hacia él.

—¿Qué?

—Ya sabes, con Earl. No tenías por qué hacerlo. —Dan no paraba de entrelazar y desentrelazar sus dedos—. No me lo merezco.

Ella lo miró frunciendo el ceño con una expresión de ternura y severidad al mismo tiempo, como una madre reprendiendo a su hijo por llorar demasiado.

—No fue culpa tuya.

—Aun así, te fallé. Si Serena no hubiera estado allí… —Se calló—. No podría vivir conmigo mismo si te pasara algo.

Natalie se deslizó de su cama, se pasó a la de él para sentarse a su lado y lo abrazó.

—Lo sé.

Dan rodeó los brazos de ella con los suyos.

—Quiero que sepas… que pase lo que pase, solo quiero lo mejor para ti.

Ella se apartó, y él se imaginó que se alejaba de él como un asteroide en el espacio interplanetario, perdiéndose en la memoria.

En lugar de ello, Natalie le rodeó la cara con las manos y le hizo mirarla a los ojos.

—Me alegro de que Evan esté vivo —dijo—, pero no estoy enamorada de él.

Le dio un beso, y él la abrazó. Se dejaron caer sobre las sábanas, y tiraron de una patada las carpetas y los faxes grapados de la cama con sus pies descalzos en una avalancha de papeles. Sin embargo, Dan tuvo mucho cuidado de no apretar en la zona delicada del vientre de Natalie vendada con gasas.

Más tarde, cuando se adormecieron el uno al lado del otro, totalmente desnudos salvo por el vendaje de ella, él se apartó de los brazos de Natalie con delicadeza.

—Enseguida vuelvo —susurró.

Como una leona en reposo, ella observó con un perezoso recelo cómo él se acercaba a su maleta y revolvía entre la ropa arrugada que había dentro.

—¿Qué estás haciendo?

—Asegurarme de que no te escapas otra vez. —Dan volvió a meterse en la cama y le esposó la muñeca izquierda a la derecha de él—. Lo siento.

Ella levantó el brazo, tirando del de él, y se puso a sacudir las esposas riéndose.

—¡Vaya, Dan, qué pervertido!

Y suavemente se acurrucó contra Dan, con su cabeza calva apoyada sobre el pecho de él y sus manos encadenadas en medio de los dos.

• • •

En un motel de alquiler por semana llamado The Excelsior ubicado en el distrito de Western Addition de San Francisco, un joven entró ruidosamente en una de las pequeñas y espartanas habitaciones y se dejó caer en el flácido colchón de muelles de la cama. Se quitó su postizo de color castaño rojizo del cuero cabelludo afeitado y se quedó inmóvil en la oscuridad, masajeándose la cabeza y murmurando para sí.

—… Seis por seis, treinta y seis. Seis por siete, cuarenta y dos. Seis por ocho, cuarenta y ocho. Seis por nueve…

Apretó la mandíbula de golpe y estuvo a punto de morderse la lengua. Ella se pondría furiosa si lo pillaba haciéndolo otra vez después del lío que había armado esa tarde, y él temía su ira más que la propia muerte.

Últimamente los murmullos se habían vuelto tan habituales que a menudo seguía farfullando sin darse cuenta. Le había dicho a ella que era para mantener a los demás a distancia. A decir verdad, quería impedirle la entrada a ella y crearse un espacio de reposo en su cabeza. Pero ella lo conocía demasiado bien, y siempre entraba.

Incluso entonces, la cólera de ella lo embargaba con la implacable ferocidad de una Furia. Arañaba las sábanas que tenía debajo, gimiendo con el éxtasis de un orgasmo o la agonía de una violación, y su cráneo vibraba con la fuerza de su llamada, como una copa de cristal a punto de hacerse añicos.

—Me estoy esforzando, Sondra —dijo gimoteando—. Me estoy esforzando mucho.

Abrazándose las piernas contra el pecho, hundió la cabeza en la almohada y rompió a llorar.