38

Almas que se cruzan

Dan no notó la bala que le atravesó el cráneo como un torpedo. Antes de que sus neuronas pudieran procesar el dolor, la explosión del cañón de la pistola había hecho papilla su materia gris. Cuando su sangre salpicó la pared forrada del armario y su cuerpo cayó al suelo, ya estaba muerto.

«Tienes que reconciliarte con tu vida mientras puedas, para poder decirle adiós cuando llegue el momento».

Dan recordó las palabras de Jem mientras se esforzaba por orientarse en el mundo sin dirección de los muertos. Le quedaban muchas cosas por hacer: quería volver a ayudar a su sobrina a buscar los huevos de Pascua, quería abrazar a su madre, quería pescar en la punta de un muelle con su padre y no atrapar nada. Deseó poder pedir disculpas a Susan una vez más, y poder rogar a la mujer y los hijos de Alan Pelletier que lo perdonaran. Pero sobre todo, anhelaba estrechar a Natalie entre sus brazos y contemplar aquellos espléndidos ojos suyos. Y ahora era demasiado tarde para todo aquello.

Salvo, quizá, para una cosa.

Incapaz de ver, oír, oler, tocar o saborear, Dan poseía únicamente la sensación de su mente, que de repente parecía de un enorme alcance. Dendritas infinitesimales de su alma se extendían a todos los átomos que había tocado en vida, desde los granos de arena de Maui por los que había paseado con Susan en su luna de miel a la piel de la palma de la mano de Sid Preston. Billones y más billones de piedras de toque, cada una de las cuales ejercía una diminuta atracción cuántica sobre la energía de su ser.

«Natalie es una piedra de toque —pensó—. Si puedo encontrarla… si hay una posibilidad…». Empujado por la esperanza, partió en busca de ella.

No contó con la posibilidad de cruzarse con Alan Pelletier.

Al igual que la materia y la antimateria, los espíritus incorpóreos de víctima y asesino se atraen como si se empeñaran en aniquilarse entre ellos. Por obra de una desconcertante dislocación de personalidad, Pelletier se fundió con Dan como magma derretido.

Como un títere de la mente del otro hombre, Dan se vio delante de una puerta de madera, aunque no veía la escena tanto como la recordaba. Sus callosas manos morenas buscaban a tientas la llave adecuada de su llavero a la tenue luz que arrojaba la bombilla situada encima de él.

—¡No se mueva! —gritó una voz desde el fondo del callejón a su derecha.

No creyó que la voz se dirigiera a él. Después de todo, era el conserje nocturno de la lavandería y estaba allí para hacer su trabajo.

—¡Suéltela y póngase las manos en la cabeza! —gritó otra voz.

Las voces parecían dirigirse a él, pero no tenía ni idea de por qué. Se volvió para ver lo que querían, con las llaves todavía en la mano.

«¡No, por favor, no!», rogó Dan con un horror lleno de impotencia mientras la escena se desarrollaba con la inevitabilidad de una reposición televisiva. Apenas entrevió a los tres hombres uniformados al fondo del callejón antes de que las balas abrieran en su carne orificios rojos de dolor.

Lo siguiente de lo que fue consciente era de que estaba tumbado boca arriba. Intentó respirar, y los pulmones se le llenaron de líquido, mientras que los agujeros de su pecho resollaban y burbujeaban. La idea de que pudiera morir parecía demasiado increíble para darle crédito: no podía morir. ¿Quién iba a cuidar de Andrea y los niños? Bobby solo tenía ocho años y Olivia apenas había dejado de llevar pañales…

Los tres hombres uniformados lo miraron; caras blancas bajo las viseras de sus cascos protectores. ¿Quiénes eran? ¿Por qué le habían hecho aquello? Uno de ellos se quitó la chaqueta y se agachó para presionarle las heridas que sangraban. Dan alzó la vista hacia su propia cara y sintió un insaciable arrebato de ira en su interior. Ni perdón ni absolución; solo un odio infinito hacia aquel hombre que le había robado a su familia y su futuro.

¿Iba a ser ese su castigo: una condena de rencor eterno hacia sí mismo?

«Dios santo, Natalie, ¿por qué me mentiste?».

Estuvo a punto de abandonarse a la fatalidad cuando ocurrió algo extraño. Al mismo tiempo que la ira y el dolor de Pelletier envolvían a Dan, su sentimiento de culpabilidad y angustia impregnaron al ser del otro hombre. Alan Pelletier vio a dos de sus mejores amigos abatidos a tiros delante de sus narices y supo el miedo que se siente al perseguir a un asesino por las calles tiznadas por la noche. Se le hizo un nudo en el estómago de los remordimientos al descubrir que un hombre inocente había muerto por su culpa, y la cara se le encendió de la vergüenza al salir en fila de la sala de justicia y pasar por delante de la mujer, los hermanos y la madre del hombre asesinado. Languidecía delante de la televisión viendo dibujos animados mientras su matrimonio, antaño feliz, se hundía bajo el peso de sus remordimientos. Por un instante, los dos hombres se convirtieron en uno y, con una empatía absoluta, se entendieron finalmente el uno al otro.

Supongo que no te puedo echar la culpa —reconoció Pelletier, cuyas palabras sonaron como un eco en los pensamientos de Dan—. Yo en tu lugar puede que hubiera hecho lo mismo.

La marea roja de su ira y su pesar mezclados remitió, dejándolos purificados y libres.

No puedo expresarte lo mucho que lo siento, dijo Dan.

Acabas de hacerlo —contestó Pelletier—. Y ahora te creo.

Y tras esas palabras, su alma liberó de nuevo a Dan al vacío.

Natalie…

Dan retomó su búsqueda con una urgencia multiplicada por cien. ¿Cuánto tiempo había estado con Pelletier? El tiempo parecía no tener sentido allí, pero cada segundo que pasaba podía suponer el asesinato de Natalie.

Corriendo como un electrón en una red eléctrica, Dan pasó a toda velocidad de una piedra de toque de su vida a otra, pero todos los caminos llevaban a un callejón sin salida. Y había más almas con las que coincidir: primero se convirtió en un viejo anasazi bendiciendo el nacimiento de su nieto a la sombra de un muro de adobe en Mesa Verde. Luego, en un presidente de una de las principales empresas del país dando el primer golpe de los últimos nueve hoyos en un campo de golf de Coral Gables. Después, en una niña que moría en la cuna, cuya única alegría en la vida eran los mimos de sus padres. Almas nostálgicas, que se movían a la deriva en el limbo, atravesando sus recuerdos como si contemplara un montón de postales. Esas almas minaban la determinación de Dan con un desesperado anhelo y lo disolvían en la cáustica y fantástica tierra de sus solipsistas vidas de ultratumba.

Como si telegrafiara una señal de socorro, se concentró en la imagen de Natalie montada a horcajadas en su corcel del tiovivo hasta que todo su ser vibró con el recuerdo, transmitiéndolo al universo. Por favor, Natalie, óyeme —rogó—. ¡Invócame, llámame!

Un inevitable torbellino de fuerza lo atrapó en su vórtice, y Dan descendió en espiral hasta su boca, como si fuera agua corriendo por el desagüe. Su fuerza era tal que al principio se resistió instintivamente, temiendo que lo arrastrara hasta otra alma obsesionada consigo misma, hasta el infierno, hasta el olvido.

Un instante después, cobró conciencia del picor que le recorría los dedos de los pies y los de las manos: una sensación real, y no el recuerdo de una sensación. Tenía las muñecas irritadas bajo rollos de cuerda, le dolía un muslo de la presión de un suelo duro, y unos pechos sin sostén se ladeaban bajo el tejido con pelusa de un suéter.

«Estoy dentro de ella —pensó con asombro—. Formo parte de Natalie».

Otras sensaciones se introdujeron progresivamente en su conciencia: el olor salado a sudor y frío aire marino. Un rumor distante de olas y el murmullo cercano de un hombre. Su visión oscura y borrosa se concretó en la silueta torcida de una figura acurrucada que se abrazaba las rodillas y se balanceaba de un lado a otro.

Indefensa en el suelo de la furgoneta, Natalie se estremeció de reconocimiento cuando él se instaló en su cuerpo.

—¿Dan? —dijo en voz baja—. ¡No! Tú, no…

Sí, soy yo, contestó él en la mente de Natalie.

Notó que a ella le temblaban los labios.

—¿Cómo?

No te preocupes; estoy bien. Quiero sacarte de aquí.

—Dan, no puedo…

¡Cállate! ¡No hables!

Dan reparó demasiado tarde en que el murmullo se había detenido. La figura encorvada levantó la cabeza.

—Has dicho su nombre, ¿verdad? —La voz temblaba con la incredulidad dolida de una persona traicionada.

Natalie se apresuró a apaciguarlo.

—Evan, yo no he…

—Sigues pensando en él. —Él se encabritó como un caballo listo para pisotearla—. Después de decir que querías que estuviéramos juntos, sigues pensando en él.

¡Natalie! ¿Cómo puedo ocupar a Evan?, preguntó Dan.

¿Le has tocado alguna vez?, preguntó ella a modo de respuesta.

No, nunca había tocado a un violeta… antes…

Deja que establezca contacto con él —contestó ella—. Entonces podrás saltar entre nosotros.

Evan se llevó las manos a los lados de la cabeza, hecho una furia.

—¡Yo te he salvado, zorra desagradecida! ¡Ella iba a matarte, y yo la expulsé! ¡Te he salvado!

—¡Lo sé! Y te quiero. Suéltame y te lo demostraré.

—¿De verdad? —Evan se inclinó hasta que le rozó la mejilla con los labios y le echó el aliento en la oreja—. ¿De verdad quieres que estemos juntos, siempre?

—Sí. Para siempre.

Prepárate, dijo a Dan.

Evan le deslizó la mano izquierda por la sien y descendió por su nuca.

—En ese caso, debería cortare el pescuezo. De esa forma te podré invocar cuando quiera.

Sus dedos se cerraron en torno al cuello de ella, y alargó el brazo derecho para coger el cuchillo de caza. Entre arcadas, Natalie sacudió la cabeza hacia arriba, con la boca abierta, y mordió a Evan en la muñeca.

¡AHORA!, gritó a Dan.

Dan oyó el grito de sorpresa de Evan y percibió el sabor de su sangre en la lengua de Natalie. Entonces su conciencia implosionó cuando Natalie lo expulsó de su mente concentrándose.

Un instante después, notó un dolor agudo en el brazo izquierdo. Su visión se fundió en negro, y tuvo la irritante sensación de estar siendo colocado cabeza abajo, pues su perspectiva varió bruscamente ciento ochenta grados: ahora miraba desde arriba a Natalie, que seguía mordiéndole la muñeca dolorida. Una vez que se olvidó de la herida sangrante, contempló cautivado la belleza de su frente lisa y sus mejillas angulosas, una cara que había temido no volver a ver jamás.

Natalie le lanzó una mirada indecisa y le soltó el brazo.

—¿Dan?

Él consiguió por fin mover los labios perezosos y la lengua de Evan.

—Sí…

Estaba deseando decirle todas las cosas que había reprimido en su interior, besarla y agarrarla contra su pecho. Pero notaba la presencia de Evan golpeando su psique, mermando el firme control de Dan sobre su cuerpo.

Su mano derecha agarró el cuchillo más fuerte.

Natalie se retorció cuando él bajó el cuchillo tembloroso en dirección a ella.

—¿Estás bien?

El dique mental que retenía la personalidad de Evan se desmoronó, y la furia inundó los pensamientos de Dan. ¡Zorra desagradecida! Sondra tenía razón: le haría un favor.

—¡Dan! ¡No le dejes entrar! —Natalie sonaba muy lejana, como si le estuviera gritando desde el otro lado de un gran abismo—. Empieza a recitar las tablas de multiplicar. ¡Así es como él vuelve a conectar con su cuerpo!

La amargura aumentó dentro de él. La vio mentalmente de adolescente, corriendo unos pasos por delante de él en un arcedo un día frío y despejado de otoño. Su piel pálida estaba salpicada de espinillas rojas, pero no mancillaban la radiante belleza de su rostro cuando miraba hacia atrás para burlarse de él. Un corte, y sería mía para siempre

Dan descartó la idea. Uno por uno, uno. Uno por dos, dos. Uno por tres, tres

Introdujo a la fuerza las tablas de multiplicar en su mente, y la ira de Evan remitió. Una vez que volvió a arrebatarle el control de la mano, Dan colocó la hoja del cuchillo entre las cuerdas que ataban las manos y los pies de Natalie y las cortó.

¡NO! —gritó Evan desde lo más profundo del cerebro que compartían—. ¡NO! ¡NO PUEDES QUEDARTE CON ELLA! ¡ES MÍA!

El brazo que sostenía el cuchillo se movió bruscamente con las órdenes opuestas de sus dos amos. Gimiendo del esfuerzo, Dan apuntó al corazón de Evan con el cuchillo.

—¡No lo hagas!

El grito de Natalie le desconcertó, e hizo un esfuerzo por dominar el cuchillo.

Ella se incorporó y se sacudió de encima la cuerda de nailon.

—Si lo matas, nunca me libraré de él.

Dan gimió de la frustración y respiró bruscamente. Cuatro por cuatro, dieciséis. Cuatro por cinco, veinte. Cuatro por seis

Abrió la mano haciendo fuerza al tiempo que lanzaba un gruñido y dejó que el cuchillo cayera al suelo.

—No… no sé… cuánto tiempo podré… aguantar. —Parecía que tuviera la lengua hinchada, anestesiada—. Será mejor que… me ates.

Tras agarrar el cuchillo, Natalie sostuvo su hoja entre los dientes mientras cogía los restos de cuerda y los pasaba alrededor de sus manos, que Dan se llevó a la espalda con gran esfuerzo.

Ocho por tres, veinticuatro… Ocho por cuatro, treinta y dos. Ocho por cinco… cinco… cinco…

—Date prisa —dijo Dan de forma entrecortada, al tiempo que se caía al suelo boca abajo.

Natalie le ató los tobillos con un lazo momentos antes de que empezara a retorcer las piernas y a dar patadas. Un entumecimiento digno de un parapléjico invadió el torso de Dan mientras Dan reclamaba lo que era suyo.

¡Todavía no! ¡Todavía no! —suplicó Dan—. Tengo que decirle

—¡Nnaaali! —El nombre brotó como una palabra mal pronunciada por un enfermo de síndrome de Down. Dan se esforzó por dominar la boca de Evan una vez más—. Te… quiero…

El cuerpo de Evan se agitaba como un pez en un anzuelo, y Natalie necesitó todas sus fuerzas para amarrarle las piernas y los brazos. Apenas había acabado de hacer los nudos cuando oyó las palabras de Dan apagándose. Se colocó con dificultad encima del cuerpo rebelde y escrutó su cara justo a tiempo para ver la última luz de su alma desvanecerse de los ojos de Evan.

Cogió el cuchillo de su boca y le acarició la mejilla.

—Yo también te quiero.

La cara cobró vida entre espasmos cuando ella la tocó.

—¡Gracias a Dios, Boo! Sabía que no le dejarías matarme.

Ella retrocedió blandiendo el cuchillo mientras Evan trataba de acercarse a ella arrastrándose.

—No tienes por qué tener miedo… Siento haberte asustado antes.

Sin abrir la boca, Natalie salió hacia atrás por la puerta de la furgoneta y puso el pie en la gravilla del terraplén sin apartar los ojos de él.

Evan empezó a forcejear con más frenesí, pero Natalie sabía atar cuerdas tan bien como él.

—Mira… las cosas que dije antes… Estaba enfadado. ¡Sabes que nunca te haría daño! ¿Boo? ¡BOO!

Natalie cerró la puerta de la furgoneta. Rodeó el vehículo y clavó el cuchillo de caza en el lateral de los cuatro neumáticos, y luego se metió la hoja del arma debajo de la pretina de los tejanos.

La bruma se había despejado un poco, y la luna borrosa iluminaba el espacio abierto de la playa donde Evan había aparcado la furgoneta. Altos árboles de hoja perenne rodeaban el mirador a un lado, mientras que un malecón rocoso y abrupto descendía hasta las olas en el otro. Una curva de asfalto situada en el borde del óvalo de gravilla se adentraba en la oscuridad entre los árboles.

Natalie se llenó los pulmones con una bocanada de aire nocturno frío y purificador y se permitió derramar una lágrima —solo una— antes de enfilar la carretera en busca de una cabina para llamar a la policía.