36
Viaje en coche
Cuando Natalie volvió en sí, descubrió que tenía los brazos y los pies atados a la espalda y la boca amordazada con cinta adhesiva. Estaba cubierta con una manta áspera que la estaba momificando con su olor a humedad. Solo una moqueta finísima la protegía del metal sobre el que estaba tendida, y notaba que el suelo vibraba con el zumbido de un motor. Cada vez que el motor desaceleraba, oía los incesantes murmullos de Evan, cuyo mantra se veía reducido al chirrido de un topo asustado.
Natalie retorció las muñecas y se frotó los tobillos entre sí para liberarse de las cuerdas, pero por lo visto Evan había asistido a las mismas clases para hacer nudos que Serena. Con las piernas y los brazos doblados a la espalda, su cuerpo se convertía en un incómodo triángulo que le impedía moverse en lo más mínimo.
Durante un rato el vehículo se dedicó a acelerar, desacelerar y tomar curvas. Luego la velocidad se estabilizó y el camino se hizo recto. Era evidente que Evan había pasado de las calles asfaltadas a la autopista.
«Me está sacando de la ciudad», comprendió Natalie. Una vez más, se retorció en vano con la intención de aflojar las cuerdas; las muñecas le picaban del roce, y la manta la estaba asfixiando con su propio aliento caliente.
Evan siguió conduciendo, murmurando para sí mismo todo el camino.
Viajaron durante lo que parecieron horas, y al final la monotonía del viaje venció el terror de Natalie. Sin nada más que ver que oscuridad, se sumió en un sopor intermitente mientras los kilómetros pasaban por debajo de ella.
Llevaba durmiendo una cantidad de tiempo indeterminada cuando se despertó debido al cese repentino del sonido y el movimiento. Oyó algo que se arrastraba a su alrededor, y la manta se levantó de su cara. Evan le sonrió, entusiasmado y sigiloso como un muchacho que hace novillos.
—Ya hemos llegado.
Le rasgó la cinta de la boca, y ella empezó a resollar de dolor y alivio. Antes de que pudiera pedir socorro a gritos, Natalie notó que el filo familiar de un cuchillo de caza le rozaba el cuello.
—No hay nadie en kilómetros a la redonda —le informó Evan—. Aquí podemos hablar.
Ella esperó a que su respiración se estabilizara antes de hablar.
—¿Dónde estamos?
—Un poco al norte de Big Sur.
Cuando él abrió la puerta lateral de la furgoneta, apareció un panorama lleno de oscuridad y niebla espesa como el algodón de azúcar.
—¿No es precioso?
—Mmm…
Atada todavía como un becerro en un rodeo, Natalie solo pudo vislumbrar de reojo el paisaje del exterior. Aunque casi no veía nada, percibió un olor a agua salada y oyó el rumor de las olas al batir.
Evan estaba sentado delante de la puerta abierta y miraba fijamente hacia la derecha, con la cara apenas visible a la luz ambiental.
—Es como la primera vez que todos fuimos al cabo Cod. ¿Te acuerdas? La niebla parece estar muy cerca y hace que todo lo que te rodea parezca muy pequeño, pero sabes que oculta el mar inmenso y, más allá, toda clase de países extranjeros. Aquel día no podíamos ver más de diez metros a la redonda, pero durante todo el tiempo yo no dejé de pensar cómo sería volar directo hacia esa niebla y acabar en Inglaterra o en Francia o en otra parte.
—Sí. —Natalie se retorció para poder masajearse y reactivar el riego sanguíneo de sus extremidades—. ¿Por qué me has traído aquí?
—Como ya he dicho, solo quiero hablar. —Dejó el cuchillo a un lado y ocultó la cara entre sus manos—. Estoy muy cansado.
Natalie tragó saliva y mantuvo un tono de voz suave y comprensivo.
—¿Por qué, Evan?
—Es duro. No sabes cuánto. —Él apoyó la frente en las rodillas, y dio la impresión de que estuviera hablando con una tercera persona invisible—. Los dos acordamos que debía hacerlo yo, pero no creo que aguante mucho más. Solo, no.
—Tranquilo. Has hecho todo lo que has podido. —Natalie eligió las palabras como si fueran los pasos a dar en un campo de minas—. Ya puedes descansar…
—No. —Evan se levantó bruscamente; el óvalo de su cara ensombrecida era negro e implacable como el azabache pulido—. Tengo que seguir adelante. Tengo que salvarlos.
—¿Salvarlos? ¿De qué?
—Del miedo. Tú deberías saberlo mejor que nadie, Boo. —Escudriñó la niebla—. No es justo. La mayoría de las personas viven toda su vida sin ni siquiera pensar en la habitación negra que les espera. Pero nosotros no tenemos esa oportunidad. Para nosotros, toda pequeña alegría se ve empañada por el recordatorio constante de que todo se va a acabar.
Su voz se interrumpió, y lanzó un resuello amargo.
—Sondra tenía razón. Es mejor dejar la vida como si fuera un vicio antes de cogerle gusto.
La fría bruma penetró en el jersey de Natalie, y empezaron a castañetearle los dientes.
—¿Por eso queríais matar a los niños?
Evan asintió con la cabeza lentamente.
—¿Para librarlos de una vida de dolor, una vida de esclavitud al cuerpo? Sí. Sondra tenía razón: debería haber volado la escuela en pedazos. Pero… aquella niña me miró de una forma…
Retorció las manos, y Natalie reconoció la reticencia del hombre sin cara que había visto Laurie Gannon.
—Pero de todos modos mataste a la niña, ¿no?
—Tuve que hacerlo. Me vio.
—¿Y Jem? —preguntó Natalie—. ¿Y Arthur, y Lucy, y el resto? ¿Por qué ellos?
Evan se encogió de hombros, como si la respuesta fuera evidente.
—Eran mis amigos. Tenía que salvarlos.
A Natalie le dio un vuelco el corazón.
—¿Soy yo tu amiga, Evan?
—Sí. —Con un temblor de angustia en la voz, él cogió el cuchillo y se inclinó sobre ella. Le rozó la mejilla con los nudillos de su mano libre—. Lo haría por ti, pero…
Le quitó la peluca de la cabeza temblando y le acarició la superficie lisa y marmórea del cuero cabelludo.
—Tú eres todas las cosas que hacen la vida tan insoportable. Eres tan guapa y hermosa que no quiero tener que decir adiós nunca.
Ella notó que el cuchillo le apretaba la tráquea al tragar saliva.
—Yo sé lo que es eso —susurró ella, temiendo que el más mínimo movimiento del cuello pudiera provocarle un corte—. Toda mi vida me ha aterrado la muerte. A veces tenía tanto miedo que no me atrevía a salir de mi habitación. Y sin embargo, incluso cuando hacía todo lo posible por sobrevivir, no parecía que la vida tuviera ningún sentido.
»Cuando tú te marchaste fue lo peor. Pensaba que como de todas formas iba a estar sola en una habitación, me podía morir. Lo único que me hacía seguir adelante era la esperanza de que, algún día, te volvería a ver.
El cuchillo tembló. Natalie oyó que él se sorbía los mocos.
Apretó los dientes para que le dejaran de castañetear el tiempo suficiente para poder sonreír.
—Yo tampoco quiero decir adiós, Evan. Otra vez, no. Nunca más.
Él se sorbió la nariz de nuevo.
—Oh, Boo… no sabes cuánto he querido oírte decir eso.
—Tanto como yo he querido decirlo. Sé que has hecho lo que has hecho por amor. Ahora lo veo. Y quiero ayudarte.
Al oír esas palabras, Evan bajó el cuchillo y la abrazó sollozando.
—Tranquilo —susurró Natalie—. Ahora estamos juntos.
—Sí. Estamos juntos.
Evan se secó la cara con la manga y metió la hoja del cuchillo debajo del nudo que ataba los brazos de Natalie a sus pies. A ella se le aceleró el pulso.
Sin embargo, cuando empezó a serrar la cuerda, le entró un calambre repentino que puso todo su cuerpo en tensión.
—No —dijo en voz baja—. Ahora, no.
El cuchillo de caza cayó al suelo con un ruido sordo, y Evan apoyó la espalda contra el costado de la furgoneta, llevándose las manos en las sienes.
—¡Uno por uno, uno! ¡Uno por dos, dos! ¡Uno por tres, tres! —Pronunciaba las palabras entre dientes, como un mal ventrílocuo.
Natalie se retorció entre las cuerdas para ver si el nudo se había aflojado. No era así.
—Vamos, Evan. ¡Lucha contra ella!
—¡Uno por doce, doce! ¡Dos por uno, dos! ¡Dos por tres…! ¡Dos por TRES…!
Evan se detuvo, arrugando la cara como si estuviera devanándose los sesos en busca de la respuesta. Entonces se quedó con la boca abierta, expulsando el aire por la laringe, y sus manos cayeron sobre su regazo. Natalie se puso a gimotear.
—Nunca dejes a un hombre hacer el trabajo de una mujer —murmuró con la seguridad de Sondra.
Se inclinó hacia delante y alargó el brazo por encima de Natalie para recuperar el cuchillo.