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Nuevos problemas

Dan estuvo hablando por su teléfono móvil durante casi veinte minutos y dejó a Natalie con poco que hacer salvo tiritar y mirar el edificio abandonado de la escuela. Aunque Dan no pensaba que la bomba hubiera sido activada, ninguno de los dos quería arriesgarse a quedarse en el edificio, de modo que permanecieron en el exterior, a la luz cada vez más tenue del ocaso.

Finalmente, volvió a colgarse el teléfono del cinturón y acudió a informarla de la situación.

—La brigada de explosivos está de camino. El paquete es un trabajo casero, a juzgar por su aspecto, pero quienquiera que lo fabricó sabía lo que estaba haciendo. La explosión de ese depósito de combustible habría derribado todo el edificio. No hace falta decir que Clark está que echa humo. Esto revienta todo el caso, y perdona por el juego de palabras.

—Ni siquiera el presidente podría perdonar ese juego de palabras. —Natalie echó un vistazo a la inhóspita cara de la escuela, tratando de descifrar su expresión—. ¿Tienes alguna idea?

—De hecho, ese es el problema. Ahora tenemos demasiadas ideas. Puede haber sido una venganza, un golpe popular, un atentado terrorista. Podríamos estar tratando con un psicótico solitario o quizá con un equipo de asesinos profesionales. Suponiendo, claro está, que el incidente de la bomba esté relacionado con los asesinatos.

—Lo está. Estoy segura de ello. —Natalie pensó en los recuerdos de Laurie, en la vacilación que percibió en el hombre sin cara justo antes de que la matara—. ¿Por qué no activó el temporizador?

Dan arqueó una ceja.

—Esa es la verdadera pregunta, ¿no? Esa y por qué recorrería cinco mil kilómetros para asesinar a una niña a la que podría haber matado aquí. —Contempló la escuela con el ceño fruncido—. En cualquier caso, unos policías locales van a venir a vigilar la zona hasta que llegue la brigada. Clark quiere que volvamos enseguida a Los Ángeles para asistir a una reunión, así que he reservardo billetes para el vuelo de las ocho de la tarde.

Natalie suspiró.

—Estupendo.

Dan se ciñó la chaqueta de su traje.

—No sé tú, pero yo me estoy helando aquí fuera. Volvamos al coche.

Enfilaron el sendero de cemento en dirección a la puerta principal, pero de repente Dan se quedó unos pasos por detrás.

—¿Qué demonios…?

Natalie se volvió y vio que levantaba el pie derecho.

Un hilillo de chicle pegajoso se extendía de la acera a la suela de su zapato.