17
Entre medio
Natalie lo miraba desde el asiento del pasajero del Buick.
—¿Y bien?
Dan cerró el teléfono móvil y volvió a colgárselo del cinturón.
—El Camry había sido alquilado en una agencia Hertz de la zona. La policía tendrá que pedir al dependiente que busque la documentación de la persona que lo alquiló y ver si puede localizarlo para someterlo a interrogatorio.
—¿De veras crees que era él?
Dan se puso a tamborilear con los dedos sobre el volante.
—Espero que no…
Natalie le tocó el hombro.
—No podías disparar a un hombre por masticar chicle…
—Puede que no. Pero podría haberle agujereado un neumático si no fuera tan flojo con el gatillo.
—Más vale prevenir que curar, ¿no?
—Sí. Ya lo sé.
En ese momento ninguno de los dos rebosaba alegría. Dan había añadido otra metedura de pata a una racha de récord, mientras que Natalie estaba todavía más acobardada de lo normal. Tal vez la tristeza por la muerte de Arthur finalmente le había afectado.
«O quizá es por Evan —añadió la vocecilla de la cabeza de Dan—. No nos olvidemos del querido y difunto Evan».
«Pensándolo bien —se corrigió Dan—, olvidémonos de Evan».
Dan solo conocía una forma segura de sacarla de aquel estado: tendría que hacer que se enfadara mucho con él.
Adoptó una sonrisa alegre y se frotó las manos.
—Tengo malas y buenas noticias. La mala es que Clark no ve ningún motivo por el que no tengamos que ir a Seattle a hablar con Simon McCord. La buena es que nuestro avión no sale hasta las nueve de la noche, lo que significa que tenemos casi diez horas libres. Divirtámonos, ¿vale?
Ella lo miró de reojo.
—¿Crees que es buena idea salir por la ciudad cuando hay un asesino suelto?
—Un blanco móvil es más difícil de acertar.
Natalie se pellizcó el puente de la nariz.
—Dan, te agradezco que intentes animarme, pero la verdad es que no estoy de humor.
—Lo sé. —Él le cogió la mano arredrándose ligeramente—. Pero no soporto ver que vives metida en una caja.
Ella apartó la mano de un tirón.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que durante los dos últimos años yo he vivido metido en una caja, y no merece la pena.
—¿Qué tiene que ver tu vida con la mía?
Él se volvió hacia la ventanilla.
—Solo quería decir que no debes tener miedo…
—¿Qué pasa? ¿Que soy una especie de fracasada porque uso la escalera y no el ascensor y no tomo comida basura? ¡Mira quién habla de tener miedo! Tú no tienes a nadie ahí fuera con ganas de abrirte la barriga en canal y arrancarte los ojos.
—Tienes razón —contestó Dan suavemente—. Y puede que esconderte te ayude a vivir más tiempo. Pero ¿qué sentido tiene vivir más si te pasas toda la vida encerrada en una habitación?
Sus palabras parecieron bloquear la ira de Natalie, que se dejó caer en su asiento con cara de derrota.
—Sí. Una gran habitación negra.
—¿Qué?
—Da igual. —Se enfurruñó como una niña de ocho años castigada—. ¿Adónde quieres ir?
Dan arrancó el coche.
—Al último sitio donde al asesino se le ocurriría buscarte.
Él respondió a la mirada ceñuda de ella con una sonrisa enigmática. Natalie siguió en actitud huraña, de modo que Dan encendió la radio para llenar el silencio durante la hora de viaje hasta Santa Clara.
—Debes de estar de broma —dijo ella gimiendo cuando por fin llegaron al parque de atracciones Great America.
Dan entró en el enorme aparcamiento.
—Tienes que reconocer que las posibilidades de que te destripen aquí son muy escasas.
—Sí, en lugar de eso moriré de un infarto. Sinceramente, ¿crees que poner en riesgo mi vida en unas montañas rusas de mala muerte es lo que entiendo por pasarlo bien?
—Relájate. No tienes por qué montarte en ninguna atracción. Podemos dedicarnos a pasear y a reírnos de las personas que esperan haciendo cola.
Pagó al guarda de la caseta de la entrada y aparcó el coche lo más cerca posible de la puerta principal.
—¿Vamos? —preguntó, al tiempo que se quitaba la corbata y se desabotonaba el cuello de la camisa.
Natalie suspiró, pero salió del vehículo con él.
Compraron las entradas, y Dan invitó a Natalie a cenar en un restaurante de pasta, lo más opuesto a la comida rápida que el parque de atracciones podía ofrecer. Después de comer, pasearon por la avenida central del parque y disfrutaron del paisaje caleidoscópico de las luces de colores y el contraste sonoro del rock and roll y la música circense mientras se desplazaban de una atracción a otra.
Natalie se sentía atraída por la variedad de atracciones, que tenían nombres tan intimidantes como El demonio, El relámpago e Invértigo. Las tortuosas vías de madera y metal y los ensordecedores gritos de los pasajeros poseían un encanto perverso para ella. Observaba a las personas de las atracciones como si fueran una especie alienígena; los veía agitar las manos por encima de sus cabezas para aumentar la sensación de impotencia con una expresión de fascinación en el rostro, mezcla de incredulidad y admiración infantil.
—¿Por qué? ¿Por qué arriesgarse?
Dan observaba cómo los pasajeros de Invértigo quedaban cabeza abajo en una curva de trescientos sesenta grados.
—A veces, al acercarse a la muerte uno se siente más vivo.
—Supongo que sí.
Natalie no parecía convencida, pero mantuvo la mirada fija en los pasajeros que gritaban al subir y bajar por las pendientes de la montaña rusa y al girar en las curvas, fascinada por su despreocupada indiferencia hacia la muerte.
Cuando empezó a anochecer, volvieron a la puerta principal y el enorme carrusel Columbia con sus dos niveles distintos.
—¿Qué te parece esta?
Ella se quedó mirando boquiabierta la cabalgata giratoria de caballos de fibra de vidrio y animales de circo, y negó con la cabeza.
—¡Oh, no! Dijiste que no tenía por qué montarme en ninguna atracción.
—Lo sé, pero es un simple tiovivo. Tienen cinturones de seguridad, y estaré a tu lado. No va a pasar nada. Apuesto a que no te has montado en una de esas desde que eras niña.
La boca de ella se hizo muy pequeña, y contempló el carrusel como si fuera un cartel del escaparate de una agencia de viajes.
—Nunca me he montado en una.
Él le cogió la mano con delicadeza.
—Confía en mí.
Ella lo miró a los ojos por un instante, y a continuación dejó que la llevara hasta el grupo de niños, padres y parejas amorosas que esperaban haciendo cola. Cuando el carrusel disminuyó de velocidad hasta detenerse y los pasajeros se bajaron, la mano de Natalie agarró la de Dan más fuerte.
El empleado que había delante soltó la cadena que impedía pasar a la multitud y les indicó que avanzaran. Subieron a la plataforma del carrusel, y Dan condujo a Natalie hasta un corcel blanco con la crin y la cola suelta, cuya boca se hallaba inmovilizada en un relincho permanente.
—Pon el pie izquierdo en el estribo y levanta la otra pierna por encima…
—Sé cómo se hace. Estoy muerta de miedo, pero no soy tonta.
Ella rechazó su intento de darle un empujón y cogió la perilla para montarse en la silla. Se abrochó el cinturón de seguridad sobre el regazo y agarró el poste de metal que tenía delante hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Si me muero, haré que Lucy me traiga de vuelta solo para ponerte a caldo.
Una empleada de la atracción rodeó el carrusel e indicó a Dan que se montara en el tigre blanco situado junto al corcel de Natalie.
—Señor, tendrá que sentarse… Vamos a empezar.
Dan dio una palmadita en la rodilla a Natalie y se subió al tigre.
—Aguanta. No te pasará nada.
El carrusel se puso en movimiento de una sacudida, y sus monturas empezaron a subir y bajar.
—¡Arre! —gritó Dan, dedicando una sonrisa alentadora a Natalie.
Ella giró la cara hacia fuera, en dirección al torbellino cada vez más veloz de personas y luces que rodeaban el tiovivo. Pero el arco que formaba su espalda y la presión de sus rodillas contra los costados del caballo indicaban a Dan que tenía todos los músculos del cuerpo tensos como una cuerda de violín, aferrándose al poste del caballo como si fuera el palo más alto de un barco que se hundía.
La sonrisa de Dan se desvaneció debido a la culpabilidad. «No debería haberla presionado tanto», pensó cuando el tiovivo se detuvo. Se bajó del tigre y acudió junto Natalie, que se había quedado paralizada sobre el corcel de fibra de vidrio.
—Gracias. Te has portado muy bien. Baja e iremos a tomar un helado.
Ella lo miró con los ojos brillantes.
—¿Podemos repetir?
• • •
Esa noche Dan no logró convencerla para que probara ninguna otra atracción, pero se montaron en el carrusel cinco veces más antes de marcharse. Camino del aparcamiento, Dan compró unos helados de cucurucho que comieron mientras volvían al coche.
Natalie se rio de él cuando se sentó en el asiento del conductor masticando el último trozo de su cucurucho.
—Tienes chocolate por toda la cara.
Ella humedeció la esquina de una servilleta arrugada y le limpió la mejilla. Dan se rio, pero la actitud juguetona con que lo tocó hizo que se detuviera. La miró a la cara de reojo mientras ella examinaba su boca.
—Así está bien —concluyó ella, que lo sorprendió mirándola.
Las sonrisas de ambos se desvanecieron. «Oh, no —pensó Dan—. Me ha pillado».
Natalie apartó las manos con aire culpable.
—Esta noche me lo he pasado bien. —Se puso a toquetear la servilleta sucia que tenía en el regazo—. No me acuerdo de la última vez que me lo pasé tan bien.
Los dos evitaron mirarse a los ojos.
—Me alegro. —Dan sonrió e introdujo la llave de contacto—. Espero que compense el vuelo de esta noche…
—Espera. —Ella le cogió la mano—. Alguien está llamando.
A Dan se le aceleró el pulso cuando Natalie se llevó las palmas de las manos a la frente y empezó a murmurar para sí misma.
—¿Qué puedo hacer? ¿Vamos a algún sitio?
—No, no pasa nada. Sé quién…
Empezó a retorcer el cuerpo como si estuviera sufriendo las contracciones del parto y a dar golpes con la cabeza contra la ventanilla, y Dan temió que fuera a atravesar el vidrio de seguridad.
Sin embargo, al poco rato se le pasaron las convulsiones, se enderezó tranquilamente y ladeó la cabeza hacia Dan, con los ojos entrecerrados como unos pistachos asomando de sus cáscaras.
—¿Natalie? —Él frunció el ceño al ver que no respondía—. ¿Con quién estoy hablando?
—Me llamo Jeremy, hijo. Pero mis amigos me llaman Jem.
Hablaba con un refinado acento sureño, tenía una voz ronca y mantenía las manos en un ovillo artrítico.
«Algún día me acostumbraré a esto», juró Dan.
—Es un honor conocerlo, señor Whitman —dijo en voz alta—. Dan Atwater, del FBI. ¿A qué debo este inesperado placer?
Whitman le dedicó una sonrisa perezosa que hizo pensar a Dan en limonada y largas tardes.
—Hago lo que puedo para vigilar al rebaño mientras el lobo merodea.
La frase hizo recordar a Dan.
—Usted acudió a Natalie antes, en la habitación del hotel. Dijo algo sobre un lobo con piel de cordero.
La sonrisa de Whitman se volvió insulsa.
—El hombre que estás buscando nos conoce, por dentro y por fuera. Puede que incluso sea uno de nosotros.
—¿Como Simon McCord?
Whitman reflexionó sobre aquel punto, chupando el labio superior de Natalie como si se le hubiera quedado un trozo de carne entre los dientes.
—¿Sabes? He estado intentando hablar con Simon, pero cada vez que me acerco me rechaza. A ese muchacho se le dan bien los mantras.
—¿Qué opina de él?
—No estoy seguro. Simon es un bicho raro, sin duda. Es muy engreído. Además, se mantiene en perfecta forma, pero ¿podría haber partido el cuello a esa niña como si fuera un pollo? No lo sé. Aunque tiene estudiantes que podrían hacerlo.
Dan arqueó una ceja.
—Laurie Gannon dijo que usted estaba presente cuando ella murió…
Whitman asintió con la cabeza, y el fatalismo lleno de cansancio del anciano se grabó en las saludables facciones de Natalie.
—Intenté ayudar, pero llegué demasiado tarde. Se tarda más en encontrar a un violeta cuando no te han invocado. He estado dando tumbos intentando advertir a todo el mundo, pero al final llegué… Por lo menos le evité una parte.
—¿No fue usted el que le habló del hombre sin cara?
—Sí, a ella y a otros niños. Creo que asusté tanto a la pequeña Laurie que acabó suplicando a su madre que la sacara de la escuela. Sirvió para eso.
La tensión de los músculos de Dan se relajó, y estuvo a punto de olvidarse de que aquel anciano negro estaba ocupando el cuerpo de una joven.
—Laurie vio a un hombre en la escuela (aspecto juvenil, pelo rubio y bigote) que puso una bomba. Natalie dice que tanto él como el hombre que mató a Laurie parecieron dudar. ¿Se fijó usted en eso?
Whitman resopló.
—Cuando me estranguló a mí no se lo pensó dos veces. Pero ¿en el caso de Laurie? Sí… con ella, tuvo sus dudas.
Rumiaron en silencio, un poco como dos personas que dan de comer a las palomas en un banco de un parque. Dan tenía miedo de formular la pregunta que daba vueltas alrededor de la cinta de Möbius de su cabeza. Finalmente, lo hizo.
—¿Cómo se siente?
Whitman lo observó con los ojos entornados de Natalie, que ahora parecían de una vejez indecible.
—¿De veras quieres saberlo?
A Dan se le atascó la respuesta en la garganta. Agachó la cabeza bajo la intensidad de la mirada de Whitman.
—Sigues siendo lo que eras a este lado —dijo Whitman en voz baja—. Tus ideas, tus sentimientos, tus recuerdos… se convierten en tu mundo allá. Y puedes dejar que tu alma se cruce con la de otra persona y compartir así lo que sois.
—¿Y eso es… todo? —Dan se ruborizó, sintiéndose repentinamente estúpido y superficial—. Había oído que podía haber algo… más allá.
—Oh, lo hay. —Whitman sonrió—. Verás, la mayoría de las personas están tan obsesionadas con las cosas de este lado que no pueden renunciar a ellas, ni siquiera cuando pasan a mejor vida. Se quedan atrapadas en medio, con miedo a seguir adelante, siempre queriendo volver. Por eso tienes que reconciliarte con tu vida mientras puedas, para poder decirle adiós cuando llegue el momento.
—Entonces, ¿algunas personas siguen adelante?
—Claro. Yo mismo seguiría si no estuviera aquí cuidando de la pequeña Boo. —Miró los brazos pálidos y los pechos prominentes de Natalie y se rio—. ¡A mi madre le daría un ataque si me viera como una chica blanca!
Dan no pudo por menos que reírse también, a pesar —o, tal vez, a causa— de lo absurdo y macabro de la situación.
—Por cierto, ¿por qué todo el mundo la llama «Boo»?
—¡Ah! Bueno… —Jem se rio entre dientes como si se estuviera acordando del remate de uno de sus chistes preferidos—. Cuando Natalie vino a la escuela era una niña tan asustadiza que le daba miedo su propia sombra. Arthur solía decir en broma que solo tenía que decir «¡Boo!» para que ella saltara hasta el techo. Él le puso ese apodo, y el resto de nosotros lo seguimos utilizando. —Su expresión se volvió más seria—. Vigila de cerca a Boo, hijo. Ella todavía no está lista para despedirse.
—Lo sé. —Dan se obligó a mirar directamente aquellos ojos insondables—. Lo haré, señor Whitman.
—Ya te lo he dicho, hijo: me llamo Jem. —Guiñó el ojo—. Será mejor que me vaya antes de que deje de ser bien recibido.
Se recostó y cerró los ojos de Natalie.
—¿Jem?
Whitman se despertó y miró a Dan.
—Espero que volvamos a hablar pronto.
—No quiero ofenderte, hijo —contestó el anciano con seriedad—, pero espero que no tengamos que hacerlo.
Se reclinó en el asiento del pasajero y se quedó dormido, como si llevara mucho tiempo esperando para echar una cabezada. El cuerpo de Natalie se quedó flojo, y un momento más tarde recobró la conciencia estremeciéndose.
Dan le cogió la mano mientras ella volvía a orientarse.
—Bienvenida.
—Has conocido a Jem. —Ella se masajeó las sienes—. ¿Te ha dado alguna pista nueva?
—Más o menos. —Él arrancó el coche y sonrió—. ¿Estás lista para otro viaje en avión, Boo?
—No me llames así —soltó ella.
La sonrisa de Dan se desvaneció.
«Bien hecho. ¿Por qué no le plantas una foto de Evan delante de las narices?».
—Lo siento. No quería ofenderte.
—No me has ofendido. —Ella miró por la ventanilla el resplandor cada vez más lejano del parque de atracciones mientras se marchaban—. Simplemente estoy harta de estar asustada.